La plaza estaba desierta. Soplaba un viento helado. Sofía se preguntó si también estaba así la noche en que Karl murió. ¿Por qué, después de todo lo que habían hecho, después de todo lo ocurrido, estaban allí, a la misma hora y el mismo día? El tiempo los había engañado, como una espiral maldita; les había hecho creer que las cosas habían cambiado para luego conducirlos exactamente al punto de partida, donde todo había empezado.

Karl estaba con ellos. Intentaron hacerlo desistir; habían retrocedido en el tiempo y lo habían arriesgado todo para salvarlo. Lo más razonable y seguro habría sido que se quedara en casa. Pero no hubo manera.

—No podéis pedirme que me quede aquí después de lo que Nidhoggr nos ha hecho a Effi y a mí. Tengo un asunto pendiente con nuestros enemigos, es una cuestión personal. Y estoy convencido de que nadie puede huir de su destino; si no me enfrento a él directamente, volverá por mí de un modo u otro. Además, soy un Draconiano, uno de los vuestros. Mi obligación es luchar.

Y así fue como Karl los acompañó a Marienplatz. Fueron volando, forzando al máximo la capacidad de sus alas. Ratatoskr aún no había llegado.

—El tiempo se resiste a cambiar —dijo Lidia en voz baja.

Fabio se volvió con aire interrogativo. Todos estaban allí; los Draconianos en primera línea y los Guardianes en la retaguardia.

—Por eso estamos otra vez aquí, en la misma fecha —prosiguió Lidia—. El profesor nos lo explicó: el tiempo no quiere que lo cambien y tiende a encerrarse en sí mismo.

—¿Quieres decir que no lo conseguiremos? —preguntó Sofía.

—Las cosas ya han cambiado —replicó Fabio—. Ahora, en esta plaza, debemos enfrentarnos a Ratatoskr. El destino no está escrito.

A Sofía le habría gustado estar igual de segura, pero estaba aterrorizada.

Permanecían ocultos bajo los arcos del Rathaus. Al final lo vieron.

Ratatoskr salió de una de las calles que daban a la plaza. Caminaba despacio, con su elegancia habitual. Vestía un abrigo verde, típicamente bávaro, y una bufanda larga y blanca anudada sobre el hombro. Llevaba una bolsa de terciopelo colgada en bandolera. La forma dejaba entrever claramente su contenido: dentro estaba el fruto. Sofía sintió que el corazón se le aceleraba. A Fabio, situado a su lado, le rechinaron los dientes. Había llegado el momento de ajustar cuentas, lo presentía. Esta vez nada ni nadie podrían detenerlo.

Cometieron un error imperdonable. Dejar a Nida sola, allí dentro, había sido una imprudencia. Pero tampoco podían matarla a sangre fría. Los Draconianos no actuaban como los siervos de Nidhoggr, eran distintos. Además, necesitaban todas las fuerzas disponibles para proteger a Karl.

Nida se movió despacio. La red ardía, pero ahora que estaba sola y que el efecto de la poción soporífera estaba terminando, se sentía más despejada, más capaz de entrar en acción. Había algo que sus enemigos no sabían: Ratatoskr no era el único que había ingerido unas gotas del frasco oculto en el medallón; ella también había bebido. Y ahora tenía parte del poder de los Draconianos, lo cual le daba la posibilidad de librarse de la maldita red. Necesitaría un buen rato, pero había empezado a trabajar en ello cuando la encerraron en el trastero y, poco a poco, la cuerda empezaba a ceder mientras la savia se consumía y ardía lentamente. El olor a resina y a limpio que despedía al esparcirse por el aire en forma de volutas le daba náuseas.

Faltaba poco para la hora de la cita con Ratatoskr. Una vez recuperado el fruto, debían reunirse en Marienplatz para tenderle una trampa a Karl e introducirle en la mente una visión de la plaza y del fruto. Todo ello era así antes de que los Draconianos y sus Guardianes volvieran del futuro y lo mandaran todo a pique. Tenía que reunirse con Ratatoskr; él solo no podía enfrentarse a cuatro Draconianos. Las mallas de la red fueron cediendo una a una, hasta que la última se rindió. Las llamas estallaron en torno al cuerpo de Nida y redujeron a cenizas los restos de su prisión. Le dolían todos los músculos del cuerpo, pero aún conservaba gran parte de sus fuerzas. Estaba lista para combatir. Rompió una ventana y salió bajo una lluvia de cristales rotos. Voló por el cielo, dispuesta a luchar de nuevo, otra vez en Marienplatz. Allí, en el corazón de Múnich, todo iría como es debido.

Ratatoskr se detuvo bajo la columna que sostenía la estatua dorada de la Virgen, casi en el centro de la plaza. Apoyó la espalda en la base, extrajo de la bolsa el fruto y lo sopesó con satisfacción. Miró en derredor; no había nadie. Ni siquiera Nida, constató con inquietud.

Los Draconianos esperaron y contuvieron al máximo sus poderes.

—Si desencadenamos una batalla en medio de la plaza —razonó Sofía—, despertaremos a todo Múnich. Llegará la policía y, entonces, ¿qué les vamos a decir?

—La noche en que mataron a Karl también hubo combate —repuso el profesor—. Pero nadie se despertó. El fruto crea una especie de barrera dimensional alrededor de los Draconianos y de las emanaciones de Nidhoggr cuando despliegan sus poderes de dragones y guivernos. Es un arma para proteger el secreto de Draconia. Cuando nos transformamos delante del fruto para combatir, somos invisibles para el mundo exterior.

Sofía vio brillar el fruto en la mano de Ratatoskr. Pensar que un objeto tan portentoso estaba entre las garras de una criatura sin alma la aterrorizaba.

—Ahora es vuestro momento —la espabiló el profesor.

—A la de tres —susurró Fabio—. ¡Una… dos… y tres!

Cuatro pares de alas se extendieron a la vez y alzaron el vuelo.

Cogieron desprevenido a Ratatoskr. Lidia y Fabio se abalanzaron sobre él; ella lo agredió con sus garras y él le lanzó llamas. Cayó al suelo, debido a la sorpresa más que a la fuerza del ataque. Sofía y Karl fueron directos a la mano que sostenía el fruto. El chico actuó primero; unos rayos azules salieron de sus dedos y se condensaron en flechas de hielo, que golpearon la mano de Ratatoskr. Sofía no perdió el tiempo; envolvió la mano del enemigo en unas ramas e intentó arrebatarle el fruto. Pero no funcionó. Ratatoskr se recuperó enseguida de la sorpresa y rodeó su cuerpo de una coraza de llamas negras. Lanzó a lo lejos a Lidia y Fabio. Por su parte, Sofía y Karl tuvieron que desistir; la mano de Ratatoskr era férrea.

—Una trampa… muy bien —dijo él jadeando—. Ahora que tengo el fruto, no podréis conmigo.

Fabio trató de lanzarle sus llamas y Karl hizo lo mismo con su hielo. Demasiado tarde. Todo se estrelló contra la barrera negra que seguía protegiendo el cuerpo de Ratatoskr. Entre sus manos, el fruto despedía reflejos negros. Sofía tuvo un presentimiento.

Del fruto salió una pompa oscura, que en breve estalló por toda la plaza y dio de lleno a los Draconianos. Un dolor terrible los sacudió de los pies a la cabeza; eran las llamas negras que las emanaciones de Nidhoggr solían utilizar para atacar, pero mucho más potentes y letales. Y procedían del fruto. A menos que hubieran pervertido su naturaleza, el poder del fruto no podía manifestarse por completo estando en las manos de Nidhoggr y los suyos, tal como había dicho el profesor.

Pero quizá había ocurrido lo inimaginable, tal vez el poder del Árbol del Mundo se había rebelado contra ellos y Ratatoskr había conseguido que jugara a su favor. Eso fue lo que pensó Sofía mientras caía hacia atrás, medio inconsciente. Sintió cómo su cabeza chocaba contra los fríos adoquines de la plaza y quedó tendida boca arriba, bajo un cielo sin estrellas.

Ratatoskr soltó una carcajada, pero su voz sonó cansada cuando habló:

—¡No hay nada imposible para mi Señor! Ahora que vuestras armas se han rebelado contra vosotros, os veréis obligados a sucumbir.

Sus manos aparecían tal como eran en realidad; bajo la piel herida, se veían las escamas de reptil. Y él estaba pálido, extenuado, pero seguía indómito. Un rayo oscuro surgió del fruto, embistió a Fabio y a Lidia y los lanzó contra la fachada del Rathaus.

—¡No! —chilló Sofía.

Ratatoskr se volvió hacia ella, con las manos llenas de sangre negra. La chica tuvo tiempo de coger a Karl y apartarlo de la trayectoria del golpe. Ambos rodaron por el suelo y, antes de levantarse, estuvo a punto de recibir otro golpe. Se pusieron en pie de un salto y corrieron a un rincón más resguardado, bajo los soportales donde había tiendas. Allí se ocultaron tras una columna.

—Tenemos que quitarle el fruto —dijo Sofía jadeando.

—Uno de los dos tiene que distraerlo.

—Lo haré yo —asintió Karl.

Sofía lo cogió por los hombros y lo miró intensamente a los ojos.

—Ten cuidado y no te expongas demasiado. Estamos soportando todo esto únicamente para salvarte a ti.

—El futuro ya ha cambiado —replicó él con una sonrisa—. No me ocurrirá nada.

Asomó con cautela la cabeza y un rayo negro estuvo a punto de darle.

—¡Salid fuera, cobardes! Sois cuatro contra uno y aun así sois incapaces de derrotarme. ¡Ya es hora de terminar la partida!

—¡Ahora! —gritó Karl.

De sus dedos salieron unos rayos azules, que dibujaron arabescos de hielo por la plaza. Algunos dieron en el blanco; demasiado imprecisos para provocar daños graves, pero suficientes para distraer al enemigo.

Sofía avanzó directa hacia Ratatoskr mientras Karl seguía atacándolo sin cesar. Ahora tenía las manos completamente azules y llenas de escamas, con las uñas muy afiladas: las garras de Aldibah. Sofía oía los gritos que acompañaban cada golpe. Cuando ella se acercó al enemigo, el ataque se detuvo un instante. Invocó sus propias garras, asió con todas sus fuerzas el fruto y lo atrajo hacia sí. Al final, el globo se alejó de la mano de Ratatoskr llevándose un par de dedos helados. Sofía resbaló hasta el suelo y, antes de que pudiera levantarse, Ratatoskr ya se había recuperado.

—¡Maldita seas! —le espetó.

Estaba blanco como el papel y sudoroso. Era evidente que sufría, pero no estaba derrotado. Le lanzó un rayo de llamas negras a Sofía y le arrebató el fruto. Ahora no se veía ningún reflejo negro; volvía a ser de un azul espléndido. Rodó por toda la plaza. Sofía lo siguió con los ojos, desesperada. No tenía heridas graves, pero no se veía capaz de alcanzarlo antes de que lo hiciera su adversario. Cuando ya empezaba a pensar que todo estaba perdido, lo vio. Karl, con las alas azules extendidas, volaba hacia ellos. No se parecía en nada al chiquillo torpe que conocía; sus ojos mostraban la seguridad de un guerrero consumado y su vuelo era elegante, preciso. Cogió el fruto y se lo apretó contra el pecho. Luego se volvió rápidamente.

Por fin. El fruto estaba en sus manos. Ahora solo tenían que mantener a Ratatoskr ocupado hasta que Karl llevase el globo a un lugar seguro. Y después todo iría sobre ruedas. Lo habían conseguido, habían cambiado el futuro.

Cuando Sofía la vio, le pareció una pesadilla. Era una figura menuda, aunque poseía una fuerza incontenible y volaba hacia ellos tan veloz como un pájaro. Nida.

—¡Ten cuidado, Karl! —gritó Sofía.

Demasiado tarde. El golpe iba a alcanzarlo; no tenía tiempo de apartarse.

Sofía cerró los ojos. Todo había terminado. El Señor de los Tiempos era un objeto terrible y el tiempo era una fiera imposible de domar. Después del esfuerzo y el dolor que habían soportado, todo iba a acabar como la primera vez. Solo que ahora no había posibilidad de retorno. Ahora perderían para siempre.

En ese instante, oyó un grito ahogado. No parecía la voz de Karl. Era una voz de mujer. Sofía abrió los ojos y vio a Effi entre Nida y Karl. El cuerpo de la mujer se inclinaba lentamente bajo las llamas negras de Nida, como al ralentí. Se agachó en el suelo, sin lamentarse. Daba la impresión de que el tiempo estaba congelado. A pocos pasos, una voz chillaba, fuera de sí, una voz que Sofía conocía muy bien. Era el profesor.

—Effi, ¡no!