El frío lo despertó. Lo sentía en todas partes, como si unos duendecillos armados con pequeñas lanzas le pincharan todo el cuerpo. Abrió los ojos y vio sobre su cabeza el techo de una cueva. Tardó un poco en recordar qué había ocurrido y dónde se encontraba.
El chapoteo de agua alrededor de la cara amortiguaba los demás ruidos. Esa sensación arrasó con todos los recuerdos: el combate con Ratatoskr y la imagen de este último tocando y utilizando el fruto.
Fabio se levantó y miró a su alrededor. Aún estaba en la cueva; no sabía cuánto tiempo había permanecido inconsciente, tendido en las rocas contra las que chocaba el agua. Se acercó a las paredes con los músculos doloridos por el frío y el cansancio de la batalla. Le castañeteaban los dientes y temblaba. Registró los escollos artificiales hasta encontrar una brecha con un agujero grande por donde salía el agua. Era la única posibilidad de salir de allí. Consideró que había suficiente espacio para respirar, al menos en el primer tramo, aunque era posible que más adelante el riachuelo fuese subterráneo y acabara muriendo ahogado. En cualquier caso, no tenía elección, de modo que se metió en el agujero.
El agua, veloz e impetuosa, lo arrastró, hasta que se vio un punto de claridad entre las rocas. El riachuelo asomó entre las montañas, llegó a una pequeña cascada y terminó en un manantial rodeado de picos nevados. Con las últimas fuerzas que le quedaban, Fabio salió a la superficie, a la roca desnuda. Atardecía, lo cual significaba que había estado inconsciente todo el día y había perdido un tiempo precioso. El fruto que el enemigo tenía en sus manos debía de tener un poder inmenso para haberlo dejado fuera de combate tanto tiempo. A saber dónde estarían los demás. Debía reunirse con ellos cuanto antes para contarles lo que había descubierto. Solo había una manera de irse de allí, pero tenía que esperar a que oscureciera.
Se sentó y trató de recuperar fuerzas. Se sentía débil y estaba lleno de heridas, ahora lo veía con claridad.
Al anochecer se decidió a invocar a Eltanin. Le costó muchísimo, pero al final le salieron las alas en la espalda. Dio un salto hasta el cielo. Ahora solo tenía que volar con todas sus fuerzas hacia Múnich, hacia Schlafen, Sofía y los demás.
Tras recuperarse del esfuerzo que había supuesto el rito, por la tarde todos regresaron a casa de Effi, donde Nida aún estaba en el suelo, envuelta en la red. Lidia seguía vigilándola.
Effi, exhausta, se encerró en su habitación. Karl también se retiró a su cuarto, agotado por las últimas emociones. El profesor se preparó una taza de té y lo sorbió lentamente en la cocina pensando en el siguiente paso que debían dar. Sofía era la única que no lograba calmarse. No hacía más que pensar en Fabio. Estaba muy angustiada. Lo imaginaba en peligro, herido o —no quería ni pensarlo— muerto, y eso la desesperaba. Sus piernas la empujaban a salir a buscarlo por la ciudad.
Ya era de noche cuando llamaron a la puerta. Sofía se sobresaltó. No sabía quién podía ser y se quedó inmóvil. Llamaron de nuevo, esta vez con la mano contra la madera.
Lidia y el profesor se asomaron con cautela al pasillo. La chica avanzó con el lunar brillándole en la frente. Si era un enemigo, estaba lista para recibirlo.
Abrió con cuidado y lo vio. Pálido, exhausto, con la ropa hecha jirones. Temblaba como una hoja, apoyado en el quicio de la puerta.
—¿Estás sorda o qué? ¡Traigo noticias!
Sofía, sin dejarle acabar la frase, se colgó de su cuello y lo abrazó con desesperación.
—¡Estaba tan preocupada! ¡Júrame que no volverás a hacerlo! ¡Júralo!
Fabio se quedó atónito unos segundos. Luego, con delicadeza, le rodeó los hombros con sus brazos. Era más menuda de lo que recordaba.
—Estoy… estoy bien —dijo. Luego deshizo el abrazo y la miró a los ojos—. Ha ocurrido algo grave: Nidhoggr tiene el fruto.
Escucharon el relato de Fabio con atención, incrédulos. Sofía se estremeció al oírlo hablar del enfrentamiento en Neuschwanstein y verle la cara llena de arañazos. Pero aún faltaba la parte más sorprendente de la historia.
—Ratatoskr ha utilizado el fruto contra mí —anunció bruscamente Fabio.
El profesor pronunció una exclamación en alemán.
—¡No puede ser! —objetó Sofía—. Nida ni siquiera podía acercar los dedos al fruto, lo recuerdo muy bien. El fruto procede del Árbol del Mundo y un guiverno alejado de las leyes de la naturaleza nunca podrá utilizar su poder.
—Yo solo sé lo que he visto —replicó Fabio, perentorio—. Ha usado el poder del fruto. Ha sido uno de los peores momentos de mi vida, os lo juro. Creía que iba a morir.
—En cualquier caso —dijo el profesor—, tenemos la certeza de que el poder del fruto jamás se manifestará por completo en las manos de Nidhoggr y los suyos. Eso significa que no pueden utilizarlo para mataros.
—Yo solo puedo deciros que me he desmayado y he estado inconsciente todo el día.
—Pero no has muerto.
Fabio miró al profesor con aire interrogativo.
—A menos que hayan pervertido su naturaleza, lo cual me parece imposible, los frutos tienen un poder beneficioso, incapaz de matar a los Draconianos —explicó Schlafen—. Estáis hechos de la misma materia, por eso un ataque con el fruto, por muy devastador que sea, no puede quitaros la vida, aunque sí puede heriros o dejaros fuera de combate. Por eso has sobrevivido.
—Es posible, profe —comentó Sofía—, pero lo cierto es que ahora nuestros enemigos saben usar los frutos y pueden tocarlos.
—Y encima ese tipo tiene en sus manos el fruto de Aldibah —añadió Fabio—. Estamos otra vez en el punto de partida.
—Pero tenemos a Nida —dijo el profesor, pensativo—. Ella es la clave para llegar a Ratatoskr y al fruto.
—Entonces… ¡ha funcionado! —exclamó Fabio.
Sofía le contó lo que habían hecho y el chico la escuchó sin pestañear, con evidente satisfacción.
—De modo que yo tenía razón —le dijo al profesor Schlafen en tono desafiante.
—Habría preferido actuar de otra manera —replicó él.
—Esto es una guerra, no debemos permitirnos tener remordimientos.
—Una guerra que perderemos si olvidamos la compasión —puntualizó Schlafen.
Fabio lo miró con sorpresa, pero no cedió.
—Ahora el camino ya está trazado y lo único que podemos hacer es seguirlo. Nida nos llevará hasta Ratatoskr. Vamos a interrogarla de nuevo.
Abrieron la puerta del trastero; Nida estaba exactamente donde la habían dejado, entre escobas y trapos. Seguía atontada, envuelta en la red dorada. Los miró con desprecio y observó con atención a Effi.
—¿Qué te han hecho? —le preguntó.
—Ella ya no te pertenece —dijo el profesor interponiéndose entre Nida y la mujer.
Sacó el filtro de la bolsa. Nida empezó a debatirse y Lidia y Fabio tuvieron que sujetarla mientras Schlafen la obligaba a beber la poción.
Luego se agachó ante ella y empezó a interrogarla con voz firme.
—¿Dónde está el fruto? ¿Adónde lo lleva Ratatoskr?
—No lo sé —respondió Nida sacudiendo la cabeza—, ya os he dicho que trabajamos por separado. Él se ocupaba de todo, del medallón, de las visiones de Karl… Yo solo le di el frasco a Effi.
Los Draconianos intercambiaron miradas interrogativas.
—¿De qué estás hablando? ¿Qué medallón?
—Nuestro Señor nos entregó una manufactura antigua, hallada en el corazón del volcán Katmai tras buscarla durante milenios. Según la leyenda, era un talismán muy potente, capaz de penetrar en la mente de los Draconianos y sustraer sus visiones. Un instrumento decisivo para luchar contra Thuban, que nos iba a asegurar la victoria. Y al fin lo encontramos. En un pequeño hueco oculto en el medallón había un frasco minúsculo. Tras beber su contenido, las visiones del Draconiano salen de su mente y se proyectan en la superficie del talismán, revelando pistas sobre el paradero del fruto. Sabemos que todos los Draconianos están en contacto con sus respectivos dragones, por eso le di a ella el frasco. —Nida señaló a Effi con la barbilla y sonrió—. Ella se la dio a beber al chiquillo varias noches; le echaba unas gotas en la leche, antes de que se durmiera.
Effi apretó los puños y palideció.
—Las cosas fueron mejor de lo previsto —continuó Nida con la misma sonrisa burlona—, porque Aldibah tiene una gran capacidad para comunicarse con su protegido. Además, su vínculo con el fruto es tan profundo que siente su presencia en cualquier lugar. Una facultad que los otros dragones no poseen. Así, cada vez que Aldibah aparecía en los sueños del chico, nosotros robábamos sus visiones, que aparecían en el medallón de Ratatoskr. Sabíamos que cualquier noche el Draconiano tendría la visión definitiva, ya que faltaban poquísimos detalles para concretar dónde se encontraba el fruto.
El profesor contrajo la mandíbula hasta que le rechinaron los dientes.
—Aún no me has contestado. ¿Dónde está el fruto?
—¿No lo comprendes? —Nida lo miró sinceramente asombrada—. No sé dónde está. Mi Señor le confió el medallón a Ratatoskr y él es el único que ha visto la última pista, la pista definitiva. Y ahora tenéis un problema grave. Porque el chico sigue con vida, pero… ¡el fruto es nuestro!
—¿Y cómo ha podido tocar el fruto Ratatoskr? —preguntó Fabio.
—Gracias al filtro que contenía el medallón. Ratatoskr bebió una gota y ahora tiene parte de los poderes de los Draconianos, aunque tocar el fruto consume sus energías.
—¿Cuánto dura el efecto del filtro? —preguntó Schlafen.
—Para siempre —respondió secamente Nida.
—¡Maldita sea…! —exclamó Fabio.
—Según dices, Aldibah percibe el fruto en cualquier lugar, ¿no?
Nida asintió con aire sorprendido, como una niña.
—Entonces Aldibah también es capaz de percibirlo ahora —dijo el profesor, decidido—. Karl, te toca.
—No puedo —repuso Karl, sudado y pálido.
Había intentado localizar el fruto en varias ocasiones, pero le parecía una misión imposible. Las visiones siempre se le aparecían en sueños y cuando estaba despierto no las recordaba.
—Haz un esfuerzo —le pidió Fabio.
—Te aseguro que lo intento con todas mis fuerzas —repuso Karl, ofendido—. Estoy viendo algo. El problema es que cuando la visión empieza a ser más clara, una nube negra la oscurece.
—La presencia de varios Draconianos debería aumentar el poder de cada uno —explicó el profesor—. Creo que Karl no puede hacer esto solo. Necesita vuestra ayuda.
Los tres se mostraron dispuestos a colaborar.
—¿Qué debemos hacer? —preguntó Lidia.
—Es evidente que la poción sigue bloqueando las visiones de Karl. Podéis utilizar la capacidad telepática de Lidia para ayudarlo a contrarrestar el efecto.
—Profesor, yo no puedo hacer algo así —objetó ella—. Ahora mis poderes son más fuertes y poseo cierto grado de… no sé cómo decirlo… de empatía con las personas, pero entrar en la mente de alguien es algo completamente distinto.
—Lidia, estamos desesperados. El enemigo tiene el fruto y el tiempo que nos ha concedido el reloj de arena está a punto de terminar. En la realidad de la que venimos, Karl morirá dentro de unas horas. No tenemos elección. Yo sé que puedes hacerlo.
Sofía le puso una mano en el hombro a su amiga.
—Recuerda que no estás sola. Nosotros te ayudaremos, ¿a que sí? —dijo volviéndose hacia Fabio.
El chico asintió brevemente, casi a regañadientes.
Lidia suspiró y cerró los ojos.
Cuando los abrió, su mirada era mucho más resuelta.
—Muy bien. Estoy lista.
Se sentaron en el suelo, con las piernas cruzadas, formando un triángulo. Karl estaba en el centro; Sofía, Lidia y Fabio le pusieron las manos en los hombros. Apagaron la luz para concentrarse mejor. Los lunares de sus frentes eran lo único que iluminaba la oscuridad.
Al principio, no sucedió nada. Todos contactaron con sus respectivos dragones, sin saber qué hacer después.
—Todo sigue como antes —se lamentó Karl.
—Concentraos —los exhortó el profe—. Y tened confianza.
Sofía miró en su interior, buscó a Thuban en las simas de su espíritu. Lo encontró, verde y resplandeciente, siempre dispuesto a responder a su llamada.
Vio su rostro antiguo y sabio, notó que le sonreía.
Déjate llevar por mí. Yo sé lo que hay que hacer.
Percibió un nuevo poder, que le fluía por las manos y, poco a poco, se introducía en el espíritu de Karl. Vio en el cuerpo del chico las mismas líneas de luz que había visto cuando salvaron a Effi del control de Nidhoggr. Pero la savia que corría en aquellas venas secretas era opaca, algo la había envenenado y había apagado su luz.
—Lo veo —dijo con los ojos cerrados—. Veo el veneno. Adelante, ayudadme —añadió dirigiéndose a Fabio y a Lidia—. No es difícil. Se trata de ver el flujo interno de la savia y de usar nuestros poderes para contrarrestar el veneno.
Los otros dos titubearon, pero al final siguieron sus indicaciones. Lidia intentó penetrar en la mente de Sofía. Al principio solo distinguió una nebulosa confusa. Luego, poco a poco, la visión se fue aclarando. Era como recorrer el pasillo de un hotel, solo que parecía infinito y cada vez había más puertas a ambos lados. A ras del suelo se difundía un humo negro que lo hacía todo más confuso. De pronto, algo empezó a serpentear por el suelo; una luz verde y beneficiosa, ante la cual el humo retrocedía y se disolvía lentamente en el aire.
Tras la luz verde, apareció una luz más agresiva, dorada, y el humo desapareció más rápido. Por fin, Lidia percibió hacia dónde tenía que ir. Era como seguir un trayecto marcado, como dejarse guiar por huellas invisibles. Avanzó por el pasillo; primero insegura, luego cada vez más resuelta, hasta llegar ante una puerta idéntica a las demás. Y sintió que era aquella puerta. Puso la mano en el tirador. Estaba cerrada.
—Insistid —les dijo a Sofía y a Fabio—. Casi he llegado.
La luz verde y la luz dorada rodearon la puerta y forzaron la cerradura. Lidia empujó el tirador. Karl estaba cada vez más agotado. Empujó una y otra vez; las dos luces empujaron con ella. De pronto, con un solo golpe, la puerta desapareció y Karl vio una imagen nítida y luminosa.
Era Ratatoskr avanzando por Kaufingerstrasse con una bolsa de terciopelo colgada del brazo. Marienplatz quedaba unos metros más adelante. La visión se disolvió en miles de chispas y Karl sintió la cabeza ligera y el cuerpo muy pesado. Oyó un golpe y muchas voces exaltadas. Cuando abrió los ojos, todos estaban inclinados sobre él.
—¿Estás bien? —le preguntó Sofía, preocupada.
—El fruto… ya sé dónde está —dijo Karl. Intentó incorporarse, aunque todavía jadeaba tras el esfuerzo—. Ratatoskr lo está llevando a Marienplatz. Podemos alcanzarlo en poco tiempo.
—Marienplatz —repitió despacio el profesor—. Es donde todo empezó… o terminó, según cómo se mire. La historia se repite.