Sofía se estremeció.
Sin saber por qué, tuvo un presentimiento. «Fabio —pensó—. No debo obsesionarme, pero sé que está en peligro».
No hacía más que retorcerse las manos. Había sido una noche horrible. Lo que le habían hecho a Nida, descubrir que Effi era una espía y la última escena… A su lado, Karl temblaba envuelto en una manta.
—Ya lo verás, el profe lo arreglará —le dijo—. Él siempre encuentra una solución para todo.
—Ella… ella no me ha reconocido —balbució el chico, como si hablara consigo mismo—. Miraba a través de mí. Hoy ha venido a mi cuarto a darme las buenas noches, como siempre. Y me ha dicho: «Duerme tranquilo, yo estoy al otro lado de la puerta».
A Sofía se le encogió el corazón. Todo era por culpa de Nidhoggr. Recordó su combate contra Lidia, al principio de su misión. El caso de Karl era infinitamente peor.
—Pronto terminará. Todo volverá a ser como antes y ya no tendrás miedo.
—Ella ha desaparecido… —murmuró Karl—. Ya no está.
—Está allí, con el profe —objetó Sofía—. No la des por perdida. El profesor la salvará.
En ese momento, Effi y Schlafen salieron del comedor, tras examinar los restos de la vaina negra.
Sofía miró al profe y lo comprendió todo. Se acercó a él.
—Ella te necesita —le dijo sonrojándose ligeramente.
—Te estás haciendo mayor —sonrió el profesor abrazándola—. Estoy seguro de que pronto volveremos a ver a Fabio. Averiguaré dónde está.
—Hay algo que no comprendo —dijo Sofía, desorientada—. Si la Effi del pasado está muerta, su versión futura también debería estarlo.
—Es una observación acertada, pero no funciona así —repuso Schlafen—. Al retroceder en el tiempo, hemos activado una nueva línea temporal. La Effi del pasado es un ser distinto a la Effi del futuro, porque en el momento exacto en que volvió atrás en el tiempo, se abrió un segundo futuro posible, que incluye otra versión de ella, una entre todas las infinitas versiones potenciales que pueden existir.
—Es como si hubiéramos creado otra realidad paralela a la realidad de la que provenimos —intervino Effi—. En la nueva realidad, yo no estoy muerta. Por eso sigo aquí. —Guardó silencio unos instantes y miró la horrible vaina negra que ocupaba el lugar de su rival—. Si no la hubiera matado Nidhoggr, lo hubiese hecho yo. Aunque me jugara la vida.
—Effi, no es culpa tuya —intentó consolarla el profesor.
La mujer lo miró; sus ojos azules estaban llenos de dolor.
—Sí que lo es. Habría tenido que resistir.
—Es un nuevo método de subyugación, al cual es imposible oponerse. No tenías elección.
—Eso es lo que tú crees —dijo ella bajando la mirada.
El profesor le acarició el cabello para confortarla.
—He analizado la vaina negra. Es un guiverno minúsculo, nunca había visto algo parecido. Fue intoxicándote poco a poco y le dio a Nidhoggr la posibilidad de controlarte. Es un sistema más eficaz que los injertos metálicos que utiliza para crear esclavos humanos. Y tuvo que emplearlo porque tú te resistías, porque eres una Guardiana.
—¿Por eso os ayudé a salvar a Karl, aunque unos días antes me había visto involucrada en su muerte? Me estoy volviendo loca, ya no sé quién soy… Nida me ha destrozado; no soy digna de cumplir la misión que tengo asignada.
—Effi, tu mente ha borrado lo que hiciste porque tuvo consecuencias muy graves. En el momento del delito, una parte de ti comprendió lo que le estabas haciendo a tu protegido y lo rechazó. Una parte de ti, movida por el amor a Karl, nunca estuvo completamente subyugada; en cambio, la otra se sometía a los designios de Nida. Por eso la Effi del pasado era capaz de apoyarnos y, al mismo tiempo, de atentar contra la vida de Karl.
—¿Cómo te sentirías si averiguaras que eres un traidor? —insistió ella.
—Tú no eres ninguna traidora.
—He visto cómo me mirabas cuando Nida me ha acusado. Tú… —Tragó saliva y se armó de valor—. Tú la has creído. Has pensado que lo había hecho voluntariamente.
El profesor le cogió las manos y se las apretó con fuerza.
—Effi… me sentía confuso… Como sabes, el mundo en el que tú y yo vivimos es un lugar terrible. Desde el principio aprendimos a no fiarnos de nadie, siempre nos inculcaron que fuéramos desconfiados, que la misión es lo más importante. Por eso he sido precavido. Perdóname —le susurró—. Temía que te hubieras desviado del camino.
Effi lo abrazó con fuerza y hundió la cara en su pecho.
—¿Y ahora qué? —preguntó en voz baja.
—Ahora tengo que descubrir dónde está el guiverno que llevas en tu interior para poder sacarlo. Nidhoggr puede volver a controlar tu mente. Tenemos que acabar con él, pero vamos a dejarlo para mañana. Una operación como esa requiere todas nuestras fuerzas y ahora estamos agotados.
—¿Crees que será posible? —dijo Effi apartándose de él.
—Te salvaré cueste lo que cueste, Effi —asintió Schlafen, muy convencido—. Te necesito.
Al día siguiente, lo prepararon todo en el dormitorio. Llevaron la mesa de madera del salón y tendieron a Effi en ella. Solo llevaba puesta la ropa interior, para dejar su piel al descubierto. Estaba pálida como un cadáver y le temblaban las manos. El profesor le susurró algo mientras le cogía la mano; ella tragó saliva y asintió.
Por una vez, Sofía no se sintió celosa ni irritada al ver la escena. Compadecía a Effi por lo que había sufrido y empezaba a sentir cierta afinidad con ella. Ahora comprendía el vínculo existente entre el profesor y ella, dos almas gemelas aplastadas por el peso de una misión tremenda, que les exigía enormes sacrificios. Era normal que se solidarizaran, era normal que se quisieran. Sofía lo había aceptado. Ahora lo más importante era salvar a Effi.
Karl estaba con ellos alrededor de la mesa, tan pálido como Effi, pero con la mirada resuelta.
—¿Qué quieres que hagamos, profe? —preguntó Sofía.
Schlafen les mostró la vaina negra con el guiverno diminuto.
—Es el nuevo instrumento que ha utilizado Nidhoggr para subyugar a Effi. Dentro de ella, tiene que haber un elemento similar —dijo, señalando a la mujer tendida sobre la mesa—. Pero me resulta imposible encontrarlo.
—¡Dijiste que podías salvarla! —saltó Karl.
—Yo no sé cómo buscarlo, pero vosotros sí. La sangre de Nidhoggr reacciona al poder de los Draconianos. Vuestros influjos beneficiosos la activan y neutralizan su efecto. Quiero que utilicéis vuestros poderes con Effi para localizar el embrión de guiverno y eliminarlo.
—¿Y qué tenemos que hacer exactamente?
—Invocar a vuestros dragones, igual que cuando buscáis los frutos, e imponer las manos sobre Effi. Yo veré el embrión de guiverno y lo extraeré.
Los dos asintieron. El profesor se inclinó sobre Effi y le habló en alemán, en voz queda.
—Será doloroso. Por eso voy a dormirte —dijo en un susurro sin soltarle la mano.
—Confío en ti, Georg —asintió Effi—. Totalmente.
Él le dio un beso fugaz en la frente y extrajo de su bolsa un frasco con un líquido denso. Lo vertió en una gasa y se lo puso en la boca a la mujer. Ambos se miraron fijamente, con una confianza mutua absoluta. Luego a ella se le fueron cerrando los ojos y cayó en un sueño profundo.
—Ahora os toca a vosotros —dijo el profesor—. Concentraos.
Los lunares brillaron en las frentes de los chicos. Un poder cálido y beneficioso llenó la habitación y casi eliminó la tensión palpable que se había creado. Sofía fue la primera en imponer las manos sobre el cuerpo de Effi. Luego lo hizo Karl.
Al cabo de un rato, los dos Draconianos invocaron sus poderes y la piel de Effi se volvió transparente, de modo que se podía ver lo que había debajo. En lugar de venas, sangre y huesos, se veía un flujo de energía que corría a través de las extremidades, un torrente ambarino que venía a ser la savia de su cuerpo.
—Nosotros pertenecemos al Árbol del Mundo y, en parte, compartimos su naturaleza —explicó el profesor—. Lo que veis es cómo fluye la savia que nos da vida y energía.
Los Draconianos siguieron pasando las manos por el cuerpo dormido de Effi. Daba la impresión de que la savia seguía el movimiento de sus dedos. De repente, el pecho sufrió un espasmo y los dos percibieron una sensación desagradable, como si algo impidiera el flujo de energía que iba desde cada uno de ellos hasta la mujer.
—Ahí está —dijo el profesor.
Hasta ese momento, Effi había estado sumida en la oscuridad. El efecto de la anestesia fue prácticamente instantáneo y perdió el conocimiento enseguida. Pero ahora la nada se encendió con colores y sensaciones desagradables. Poco a poco, las formas indefinidas se fueron convirtiendo en algo más concreto. La imagen de una cafetería y de una mujer sentada a la mesa, ante una taza de café con leche humeante y una galleta de chocolate. Fuera nevaba intensamente. La mujer estaba sola y comía despacio; mordisqueaba la galleta mientras contemplaba las volutas de humo que salían de la taza y se dispersaban. La mujer era ella, Effi.
Recordaba aquel día. Un día de soledad meditabunda, como muchos de los que había vivido en aquellos años, desde que supo quién era. Sola en casa: sus padres no la comprendían; primero la miraban preocupados y luego distantes, como si no aceptaran que tenían una hija diferente. Sola frente a los médicos, que habían intentado una y otra vez dar un nombre a sus visiones. Sola en su habitación, cuando se dio cuenta de que nunca podría hablar con nadie de sus sueños, de que nunca conocería a alguien como ella.
Se dedicó en cuerpo y alma a la misión. Cuando encontró a Karl, el niño se convirtió en la razón de su vida y se volcó en él. Siempre había aceptado su destino, nunca se había lamentado. ¿Por qué se sentía tan cansada aquella noche? ¿Por qué se había escapado de casa dejando a Karl solo para deambular sin rumbo por la ciudad nevada?
Delante de Effi, en otra mesa, una pareja feliz intercambiaba muestras de cariño. Ella jamás tendría algo así. Porque era distinta, porque la misión le absorbía todas las energías. Entrenar a Karl y buscar el fruto no le dejaba tiempo para otras cosas. Además, ¿cómo iba a entablar una relación sincera y profunda con alguien si no podía hablarle de Nidhoggr, de Draconia ni de todo lo que ocurría bajo la superficie del mundo en que vivían los demás, los normales? Imposible. Karl era el único que podía entenderla. Y la necesitaba. Era el horizonte de su vida, un horizonte más angosto y oprimente cada día, aunque fuese incapaz de reconocerlo, ni siquiera ante sí misma. Le gustaba cuidar de él, pero a veces echaba de menos una vida normal, sin tantas responsabilidades.
La puerta se abrió y entró ella. Vestía un traje muy raro, masculino, pero tenía un rostro muy hermoso y un porte femenino. El pelo muy rubio, cortado en media melena, y una cara que inspiraba simpatía.
—¿Me has llamado? —preguntó en un inglés perfecto.
Effi asintió. La había visto antes. Una tarde en el metro, mientras vagaba por la ciudad, como solía hacer con frecuencia últimamente. La atmósfera asfixiante de la casa le resultaba intolerable y, cuando Karl se quedaba dormido, salía a caminar sin rumbo, hasta que la nieve le helaba los pensamientos y ahuyentaba la melancolía.
—Sé cómo te sientes —dijo la chica mientras se acercaba—. Como si este túnel y esta ciudad se cerraran sobre ti, igual que una tumba.
Effi la miró, asombrada.
—Sé que crees que nadie es como tú —prosiguió la chica—. Que nadie, ni siquiera el chiquillo, podrá compartir esta carga contigo.
—¿Quién eres? —preguntó la mujer, asustada.
—Uno de tus semejantes —sonrió la chica rubia—. No estás condenada. Hay una salida, una forma de ser como los demás. El problema no eres tú, Effi, es el peso que te han echado encima y que ya no soportas.
Se vieron más veces. La chica surgía de la nada y los encuentros siempre parecían casuales. Pero lo que le decía le llegaba muy adentro. La chica lo sabía todo. Y le prometía que la ayudaría a olvidarlo, que la transformaría en una persona normal. Libre.
—¿Estás lista? —le sonrió Nida.
El día antes le había dicho: «Cuando estés muy cansada, cuando te convenzas de que yo puedo ofrecerte la paz, llámame». Y aquella noche, por fin, lo había hecho. Había decidido fiarse de una mujer a la que no conocía. Porque todo le resultaba extremadamente difícil.
—Sí —respondió en voz baja.
La vaina negra se transparentaba bajo el pecho de Effi e impedía que la savia circulara por el cuerpo, presa de terribles sacudidas.
El profesor sacó algo de la bolsa, un objeto a medio camino entre un estetoscopio y un detector de metales. Lo pasó por el esternón de Effi y atrajo la vaina. Poco a poco, la trasladó a la parte superior, a la garganta. La acción suponía un esfuerzo terrible para él. Effi seguía agitándose, pero el profesor no desistió hasta que la vaina salió por la boca de la mujer. Entonces la cogió entre los dedos y la tiró con fuerza al fondo de la habitación. El cuerpo de Effi dejó de moverse y los Draconianos dejaron de invocar sus poderes. Todos estaban exhaustos y cubiertos de sudor.
—Está a salvo —murmuró el profesor.
Nadie vio la lágrima en el rabillo del ojo de Effi.