Fabio acababa de tomar un té para entrar en calor mientras esperaba en el gélido vestíbulo de la estación. De pronto, vio que la bolsa de Ratatoskr se iluminaba.

Fue un destello intenso y fulminante, como si algo cobrara vida en su interior. Después del reflejo, quedó una luz más tenue e intermitente. Ratatoskr parecía satisfecho y se dirigió rápidamente al rincón más apartado de la estación, sin advertir la presencia de Fabio.

Impaciente y nervioso, extrajo de la bolsa un objeto y lo sujetó entre las manos con sumo cuidado.

«Por fin —dijo para sus adentros admirando la superficie—. Un cisne, una cueva, una cascada. ¡Ya sabemos dónde está el fruto!».

Saboreó el momento de gloria solo un instante. Luego corrió hacia la taquilla automática.

Fabio se subió la bufanda por encima de la nariz, bajó el ala del sombrero y aguzó su vista de dragón para ver el destino: Füssen.

Ya habían anunciado el tren por el altavoz; solo tenía diez minutos para comprar el billete.

Casi no había más pasajeros, de modo que Fabio se sentó en otro vagón para no levantar sospechas. Le costó mucho mantenerse despierto. Fuera la oscuridad era total; solo la interrumpían de vez en cuando las luces de algunas casas aisladas.

Tras dos horas de viaje, llegaron a la estación de tren de Füssen, completamente desierta a esa hora.

Fabio esperó a que Ratatoskr bajara y después salió él. El frío lo heló en cuanto puso los pies fuera. Se le metía a través de las mangas, dentro del cuello, entre botón y botón. Las montañas aún estaban nevadas.

Contempló la calle, donde las farolas proyectaban círculos blancos. Ni rastro de Ratatoskr. Empezaba a sentirse como un idiota por haberlo dejado escapar tan fácilmente; de repente, miró hacia arriba y vio una imagen que lo dejó sin aliento. El castillo. Agarrado como un ave rapaz a un pico rocoso, se erguía en la oscuridad como un fantasma en la noche, con los contrafuertes iluminados por la luz pálida de la luna. Con sus pináculos y sus torreones que se alzaban hacia el cielo, emergía de la niebla altivo y majestuoso. Fabio lo había visto en un folleto que había cogido en la estación de Múnich. Se llamaba Neuschwanstein, un nombre absolutamente impronunciable para él, y era el último castillo que mandó construir Luis II de Baviera. Sin duda, debía de ser su castillo encantado, el lugar de sus sueños, el hogar donde se refugiaba cuando la vida de la corte se le hacía insoportable. Parecía un lugar de cuento, lleno de damas y princesas. Pero, a esa hora y con aquella luz, tenía un aspecto tétrico y solitario. Como si habitara en él un espíritu inquieto, como si fuera la casa inaccesible de un hombre solo y desolado.

Fabio abandonó esos pensamientos. No había ido allí a hacer turismo. Ninguna pista sobre el paradero de Ratatoskr. Miró la luna encendida que se alzaba sobre la niebla y vio una silueta alada. La figura volaba despacio hacia la roca; era demasiado grande para ser un pájaro y demasiado pequeña y silenciosa para ser un avión. Solo podía tratarse de Ratatoskr.

Fabio miró en derredor. La ciudad estaba inmersa en un sueño profundo. Dejó que el lunar de su frente se encendiera y que dos inmensas alas de fuego aparecieran en su espalda. Se sintió reconfortado de inmediato; parte de la nieve que había en el suelo se derritió bajo la caricia de las llamas. Dio un pequeño salto y subió hasta el cielo. Se dirigió a la roca sobrevolando un panorama increíble: picos nevados, abetos doblados por el peso de la nieve y rocas áridas. Aunque la misión que lo había llevado hasta allí lo mantenía tenso, se dejó llevar por el encanto glacial de aquellos parajes. Era un panorama que sintonizaba con su alma, con su carácter solitario y esquivo. Se elevó por encima de las laderas y desapareció en la niebla. A su alrededor, todo se volvió blanquecino, indistinguible. Por suerte, la luna dibujaba un trazo claro entre las brumas y le señalaba el camino. Cuando salió del banco de niebla, el castillo surgió ante él, imponente. Fabio acarició su silueta con la mirada, sobrevoló las torres austeras y se posó en el pilar de la entrada. Se apoyó en la pared y plegó las alas.

Ratatoskr estaba unos metros por debajo de él, delante del portalón. Invocó una gran llama negra y lo abrió. Los goznes chirriaron; el ruido resonó en todo el valle y rebotó de roca en roca, llenando de gemidos los picos de los alrededores.

Fabio aguardó a que pasara y a que hubiera suficiente distancia entre el enemigo y él. Luego descendió en picado y entró.

Dentro casi hacía tanto frío como fuera. A Fabio lo rodeaba la nube blanca de su aliento, que se condensaba en el aire gélido. No podía evocar las llamas, porque Ratatoskr lo habría visto. Estaba en un espacio decorado con varias mesas y sillas de madera. La misma madera que cubría las paredes hasta un metro y medio del suelo. A partir de esa altura había un papel pintado cuyo color no lograba distinguir. Una débil luz se filtraba por los cristales ahumados de las ventanas, la suficiente para invocar los ojos de Eltanin y lograr que el espacio se volviera luminoso como si fuera de día. Avanzó despacio. Ratatoskr debía de estar un par de estancias más allá.

Cruzó dos salas idénticas a la de la entrada y luego subió dos tramos de escaleras. Aprovechando los poderes del dragón que habitaba en su interior, aguzó al máximo el oído. Pasos. Amortiguados pero muy claros. Un poco más adelante. Siguió andando y entró en un salón con una bóveda muy baja, ricamente decorada. En las paredes había complejas pinturas al fresco de héroes semidesnudos con cuerpos atléticos y musculosos. Y más madera. La sala tenía un aspecto muy recargado, como si fuera un monumento al exceso. Excesivamente decorada, baja y oscura. Era un lugar oprimente. Y sombrío. Probablemente, lo que restaba luz y alegría al castillo era la presencia de Ratatoskr, o tal vez el rastro de tristeza que su antiguo propietario había dejado allí. A menudo los lugares se contagian del alma de sus moradores.

Siguió adelante y llegó a una sala enorme, más absurda que la anterior. Parecía una especie de iglesia, de un estilo entre árabe y bizantino. Sobre él vio una bóveda pintada de un azul cegador, el mismo tono que tenían una serie de columnas. En el centro del salón, una lámpara inmensa y dorada, repleta de piedras preciosas. El mármol del suelo brillaba de un modo increíble y las paredes eran una mezcla de motivos decorativos, a cual más complicado y asfixiante. Fabio no podía dejar de contemplarlo todo; tanta opulencia lo aplastaba. Se preguntó qué clase de persona podía sentirse a gusto en semejante espacio. A él le molestaba incluso el papel pintado de flores de uno de los orfanatos en los que había estado.

Siguió recorriendo salas, cada vez más oprimido por los paneles de madera, las pinturas al fresco y las decoraciones excesivas. Delante de él, como el latido de un corazón oculto, el ruido de los pasos de Ratatoskr, que avanzaba resuelto hacia su meta.

Fabio pasó por una habitación en la que había una cama con dosel, con una estructura de madera finamente labrada. El artesano debió de perder la vista esculpiendo detalles cada vez más pequeños. Por si fuera poco, unas cortinas de una tela pesada y gruesa ocultaban el lecho. Más que una cama, parecía una tumba. En una esquina, vio algo que le llamó la atención; una especie de balcón suspendido sobre el valle, con una mesita y una silla. Desde las ventanas se veían las montañas. Fabio avanzó despacio, casi religiosamente, y se asomó. El panorama lo dejó sin aliento. Era un lugar para meditar, perfecto para huir de la gente que no lo entendía, un lugar ideal para alguien como él. Puso la mano en el cristal helado y contempló la hermosura del valle. Se habría podido quedar allí para siempre, regodeándose en su diversidad y reflexionando sobre su destino. Pero los pasos de Ratatoskr, ahora más débiles, lo devolvieron a la realidad. Lo estaba perdiendo.

«Soy un idiota, no hago más que distraerme», se dijo. Y volvió a seguirlo.

Cruzó dos salas más, también decoradas en exceso, hasta que llegó a un salón con columnas de mármol blanco y el techo de casetones de madera. A un lado, una espléndida escultura de cerámica de un cisne. En el folleto de la estación, Fabio había leído que Neuschwanstein significaba Nueva Roca del Cisne y que el cisne era el animal preferido de Ludwig. Intentó no perderse en nuevas fantasías y anduvo hacia una puerta entornada. Fue como entrar en otra dimensión. Tuvo que frotarse los ojos para asegurarse de que no era un sueño.

Estaba en una cueva. Había estalactitas y estalagmitas, guirnaldas de flores marchitas en las paredes rocosas y un pequeño altar con velas. Aquella sala, a diferencia de las demás, estaba iluminada. Había luces de colores: rojas, amarillas, azules… Fabio no sabía si era una imagen paradisíaca o una pesadilla. Tenía la inquietante sensación de haber cruzado el umbral de otra dimensión, como en una novela de fantasía, y de estar en un mundo aparte. De pronto, oyó el borboteo del agua.

Avanzó con cautela. Había una cascada que desembocaba en un riachuelo. Pero ni rastro de Ratatoskr. Ya no oía el eco de sus pasos.

Miró a su alrededor, volvió a la sala anterior y a la siguiente; Ratatoskr se había volatilizado. Pero tenía que estar en alguna parte. Tocó las paredes; eran muy sólidas. Seguro que había un pasadizo secreto… Al final, pensó en la cascada. La idea de mojarse con aquel frío no lo atraía en absoluto, pero no tenía elección.

Cerró los ojos, se metió bajo el agua y trató de pensar en otra cosa. Se le cortó la respiración; estaba mortalmente helada. Tendió las manos y avanzó a tientas. Al no tocar nada, se dio de bruces contra una superficie resbaladiza. Casi sin darse cuenta, cayó hacia abajo, como si fuera el tobogán de un parque acuático.

Intentó agarrarse a la roca, pero resbalaba demasiado. No podía parar esa caída desenfrenada, cada vez más rápida y peligrosa. Sintió ganas de gritar, pero tenía la boca llena de agua. El instinto fue lo que lo salvó. El lunar de la frente se encendió y sus brazos se transformaron en patas de dragón. Una explosión de chispas llenó el túnel por el que se deslizaba y, tras recorrer un par de metros más, logró detenerse agarrándose a la roca. Justo a tiempo, porque debajo de él había un lago poco profundo, en el que sin duda se habría estrellado. Bajó despacio, tomó aire y se sumergió sin hacer ruido. Su esfuerzo mereció la pena: Ratatoskr estaba allí.

Estaba de pie, en una barca en forma de cisne. Con su porte altivo, parecía un príncipe. La barca navegaba sola; se adentraba con elegancia en la superficie del agua. Fabio la siguió sin levantar espuma, para que el enemigo no lo descubriera.

Ratatoskr se detuvo en el centro del lago y se agachó. Metió la mano en el agua y esperó. En la palma aparecieron unos reflejos color violeta, que se extendieron por debajo de la barca. Fabio se pegó a una pared de roca.

Ratatoskr siguió esperando con la mano iluminada en el agua. De pronto, algo emergió. Entre los reflejos color violeta, apareció una luz azulada. Fabio notó un calor muy agradable y lo invadió una inesperada sensación de bienestar. Enseguida comprendió qué ocurría.

El fruto salió del agua y flotó en el aire. Era de un azul claro y espléndido, con unos reflejos azul oscuro en el interior que giraban sin cesar. Fabio lo reconoció inmediatamente: el fruto de Aldibah, estaba seguro. No podía esperar más.

El lunar le brilló de nuevo en la frente. Salió del agua con ambas manos transformadas en garras; dos alas de fuego le salieron de los hombros.

Se abalanzó sobre Ratatoskr gritando y le arrebató el fruto antes de que el enemigo pudiera cogerlo. En cuanto lo tuvo en sus manos, se sintió mucho mejor. Los efectos del baño nocturno desaparecieron un instante y recuperó todo su vigor. Se volvió y lanzó una llamarada hacia la barca de su adversario. La embarcación ardió de inmediato y las llamas se propagaron por la superficie del agua. Pero Ratatoskr ya había saltado fuera y estaba en el aire, rodeado de flechas negras. Se lanzó contra Fabio y ambos cayeron al lago. Lucharon debajo del agua, cuerpo a cuerpo, Ratatoskr rodeado de rayos negros. Fabio sintió un fuerte dolor de pies a cabeza, pero el fruto, que llevaba en la mano derecha, lo ayudó a soportarlo y a contraatacar. Hirió con las garras el rostro de su enemigo, justo donde este tenía la cicatriz.

Ratatoskr chilló y se apartó de Fabio, pero le ciñó una mano alrededor de la garganta. Luego abrió los ojos y una risa pérfida le iluminó la cara.

—Puedo estar aquí abajo todo el tiempo que quiera —dijo, como si fuera capaz de respirar debajo del agua—. Y tú, ¿cuánto puedes resistir sin aire en los pulmones?

Le apretó más el cuello y Fabio sintió que le faltaba el oxígeno. Los pulmones le iban a estallar, lo invadió el pánico y empezó a debatirse con desesperación, a intentar subir a la superficie como fuera. Tendió la mano hacia arriba; le faltaba más de un metro para salir a flote. Cuando ya creía que estaba a punto de morir ahí abajo, ocurrió lo imposible. Ratatoskr alargó la mano y tocó el fruto. Lo rozó con los dedos, las yemas se apoyaron en la superficie, la palma se adhirió a él. Y no sucedió nada. No le ardió la piel, su rostro no se deformó a causa del dolor. Nada. Ratatoskr era capaz de soportar el poder del fruto.

Fabio se quedó de piedra, horrorizado. Luego, el instinto de supervivencia lo salvó. Movió una garra y la hundió en la mano que le apretaba la garganta. Ratatoskr chilló y subió rápidamente a la superficie. Fabio también subió; la primera bocanada de aire fuera del agua fue tan dulce como dolorosa. Volvió a sumergirse, salió otra vez y respiró, esta vez mejor. No tuvo tiempo de recuperarse por completo. Ratatoskr daba vueltas a su alrededor con el fruto en la mano.

—No te lo esperabas, ¿eh? Ahora no lo vayas a contar por ahí.

Cerró los ojos y el fruto brilló entre sus dedos. Una luz cegadora inundó la sala y el agua se calentó de golpe. Fabio sintió que ardía y gritó con todo el aliento que le quedaba. Luego, mientras todo se diluía en una blancura deslumbrante, se perdió.