Estaba oscuro. Karl avanzaba por una negrura densa y sus pasos resonaban en el espacio. A juzgar por el ruido, caminaba por un sendero de montaña.

Las imágenes eran caóticas, inquietantes. De vez en cuando, la oscuridad se coagulaba en algo más definido, una forma gigantesca con un aspecto familiar. Azul, rojo, un cuerpo enorme. Y una voz.

En la roca… entre los montes…

Aldibah. Era él, sin lugar a dudas. La sensación de nostalgia y calidez que invadió a Karl era inconfundible. Pero no podía verlo y su voz sonaba distante y poco clara.

Siguió andando impulsado por un instinto que no se explicaba. El camino invisible empezó a subir. La imagen nebulosa de Aldibah desapareció y dio paso a una criatura blanca y lejana… tal vez un ave. A su alrededor, grandes figuras negras de contornos indistinguibles. Karl trató de acelerar el paso, pero, por mucho que corriese, la criatura blanca estaba cada vez más lejos.

Insiste, Karl… Debes llegar hasta la roca… y allí…

La voz de Aldibah se apagó en un grito ronco y las figuras monstruosas engulleron al ave blanca. La oscuridad aumentó y tomó la forma de dos guivernos enormes, uno negro y el otro violeta, con las bocas abiertas hacia el cielo. Dos gritos estridentes, insoportables, ahogaron cualquier otra voz. Karl fue impulsado hasta un abismo de terror, un terror que había sentido otras veces en las pesadillas de los últimos tiempos. Los guivernos crecieron desmesuradamente hasta llenar todo el espacio, hasta aplastar el cuerpo de Karl. El chiquillo intentó gritar, pero los cuerpos de los monstruos le presionaban el tórax y fue incapaz de emitir un sonido. Aparecieron colmillos a escasos centímetros de su cabeza; garras afiladas como cuchillos buscaban su garganta. Karl abrió la boca una y otra vez, en un grito mudo y desolador. Cuando las fauces de uno de los guivernos se cerraron en su cabeza, cuando sintió su aliento cálido, que sabía a sangre, cuando supo con cada fibra de su cuerpo que no tenía escapatoria, abrió los ojos.

La luz que entraba por la ventana era muy tenue, pero reconoció los muebles de la habitación que ocupaba en casa del tío de Effi. Solo había sido una pesadilla. Últimamente era algo habitual.

Karl trató de regularizar su respiración. De pronto, reparó en una figura sentada junto al lecho. Sin gafas y asustado por la pesadilla, tardó unos segundos en darse cuenta de quién era. Lanzó un suspiro de alivio. Era Effi.

—Mamá —dijo en voz baja—, he tenido un sueño horrible. Ha sido atroz. Estaba Aldibah, como siempre, y también una criatura blanca a la que no veía bien. De repente, dos guivernos la han devorado. La voz de Aldibah ha desaparecido y yo creía que me moría.

Effi lo miraba en silencio.

—¿Mamá? —repitió Karl.

Ella no respondió.

Entonces el chiquillo se inclinó hacia ella y buscó un abrazo reconfortante.

Effi alargó los brazos para acogerlo sin decir una sola palabra.

En ese instante, Karl vio el cuchillo que llevaba en la mano. El instinto del dragón fue más rápido que el filo y le permitió desarmarla de un zarpazo.

—¡Mamá! —gritó, sorprendido.

Effi no parecía reconocerlo. Tenía los ojos apagados y gélidos. Se abalanzó sobre él. Karl esquivó el golpe; el lunar empezó a brillarle en la frente.

—¡Soy yo, soy Karl! —gritó.

No sirvió de nada. Effi recogió el arma del suelo y la lanzó contra él, rápida y precisa como un lanzador de cuchillos. Karl se tiró al suelo, pero la punta del cuchillo rasgó la tela del pijama y lo hirió en un hombro.

—¡Mamá, vuelve a la realidad! ¿Qué está pasando?

No quería luchar contra ella. Aunque Effi parecía otra persona. Su mirada desprendía unos destellos rojos, como si fuera una endemoniada. Se movía de forma mecánica, como una autómata, y lo único que quería era matarlo. Karl era incapaz de reaccionar. Huyó hacia el comedor sin dejar de llamar a su madre intentando que volviera en sí.

—¡Detente, soy Karl! —insistió mientras recibía una nueva puñalada en el hombro y lanzaba un grito de dolor.

Una mancha roja se extendió por la tela del pijama y Karl tuvo que rendirse ante la evidencia. Se veía obligado a defenderse.

Un rayo azul salió de sus garras, se estrelló contra la pared y la heló.

Intentó mantener la lucidez. Tenía delante a Effi, no a un enemigo cualquiera, ni a la chica rubia. Era Effi, su madre, la única persona que le importaba. Effi le había enseñado todo lo que sabía, lo había protegido, criado y querido.

Lanzó otro rayo de hielo, pero la mujer se abalanzó de nuevo sobre él. Cayeron al suelo y allí siguieron luchando. Effi trataba de echarle las manos al cuello y Karl se defendía como podía con sus garras. A cualquier otra persona la habría derrotado enseguida. Pero con Effi era incapaz; su preocupación por no herirla, por no hacerle daño, superaba sus deseos de salvarse.

Una nueva puñalada le rozó el abdomen; Karl comprendió que su vida corría grave peligro. Cerró los ojos, sacó las garras con todas sus fuerzas, gritó y abrió los brazos en un amplio movimiento circular, que le permitió alejar el cuerpo de Effi.

La oyó gritar y se levantó de inmediato.

—¿Estás bien? —dijo, preocupado. La había golpeado en el rostro; dos cortes rojos le cruzaban la cara de una mejilla a otra y la sangre brotaba lentamente—. ¡Effi! —la llamó con voz suplicante mientras avanzaba hacia ella.

Ni siquiera el dolor pudo detenerla. Saltó hacia delante y lo clavó en el suelo.

Karl era incapaz de luchar contra ella; en realidad, no quería hacerlo. Ver correr la sangre de la mujer a quien siempre había considerado una madre lo había dejado sin fuerza de voluntad. Se quedó en el suelo, con la mirada fija en el techo, a la espera del golpe de gracia.

«Después de tantos esfuerzos, todo acabará como debía ser desde un principio —pensó con tristeza—. Si debe ser así, mejor que lo haga Effi y no la rubia extranjera».

Pero el golpe no se produjo. Alguien se abalanzó sobre Effi gritando y los dos cuerpos rodaron por el suelo, estrechamente entrelazados.

—¿Estás bien? —preguntó una voz.

Era Sofía. Karl la miró, incrédulo, y luego siguió observando el combate que tenía lugar a pocos pasos de él. Era una escena increíble. Lo había salvado la Effi del futuro. Las dos mujeres estaban en el suelo y la Effi del futuro, aunque no tenía las armas de su álter ego del pasado, luchaba hecha una furia, sin preocuparse de las heridas que recibía en los brazos y las piernas. Apretaba las manos en torno al cuello de la otra, con fuerza y desesperación.

Sofía corrió hacia ellas, invocó unas lianas y las lanzó hacia la Effi del pasado. Con una precisión quirúrgica, rodearon su cuerpo y la inmovilizaron. Acto seguido la levantó y la golpeó con violencia contra la pared. La mujer perdió el conocimiento y por fin hubo paz.

Effi corrió hacia Karl y le preguntó algo en alemán; no dejaba de acariciarlo y de examinarle las heridas. El profesor se acercó a ellos y los abrazó.

—Está bien, todo ha terminado —murmuró.

Effi prorrumpió en un llanto desesperado.

De pronto, se oyó un gemido. La Effi tirada en el suelo estaba volviendo en sí. Sofía invocó de nuevo a Thuban para utilizar sus poderes. Pero la mujer se debatía contra el dolor; no trataba de liberarse. Gritó unas palabras en alemán y Sofía vio cómo se le marcaban e hinchaban las venas del rostro. La piel se le oscureció y sus gritos aumentaron, hasta que su cuerpo se derritió en un rayo de luz negra. En el suelo solo quedaron las lianas que la habían inmovilizado y una especie de vaina de la que brotaba un líquido negro. Sofía retrocedió, asustada.

—Quédate aquí —le dijo el profesor a Effi, y se acercó a la vaina.

Se movía ligeramente y en su interior se transparentaba un animal minúsculo.

—¡Qué barbaridad! —exclamó—. ¿Qué demonios es esto?

Cogió la vaina con un pañuelo, cuidando de no entrar en contacto con el líquido negro, y lo examinó de cerca.

—No puedo creerlo… es el embrión de un guiverno.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Sofía con un hilo de voz.

—Esto es obra de Nidhoggr —dijo el profesor antes de levantarse—. Por eso nos traicionó Effi.