Era un día espléndido y soleado. El profesor Schlafen siempre decía: «No hay nada más hermoso que el azul del cielo de Baviera cuando brilla el sol». Y era cierto. En Roma siempre hacía buen tiempo. Cuando abría las ventanas de su habitación, que daban al lago Albano, Sofía sabía que nueve veces de cada diez la esperaba un sol intenso y brillante. En cambio, en Múnich, un cielo despejado era algo excepcional. Aparecía de repente, tras una larga procesión de días grises, y siempre resultaba sorprendente. Era como si la ciudad sonriera. Es lo que ocurría aquella mañana, tan gélida como otras pero con un aire deliciosamente primaveral. Era muy temprano y Sofía estaba medio somnolienta. En el tranvía se había quedado dormida y Lidia tuvo que despertarla antes de llegar a su parada.
Pensaban encontrar a Nida en el Englischer Garten, el parque donde ella se había reunido anteriormente con sus aliados.
Pero Nida no era tan previsible. Tras el enfrentamiento de la noche anterior, había elegido un nuevo refugio y las dos chicas no hallaron ni rastro de ella después de cuatro horas de guardia.
Al final, decidieron basarse en una segunda pista; tal vez Nida hubiera decidido seguir a Karl. De ser así, el instituto donde iba el chico era el mejor lugar para encontrarla.
Se escondieron cerca del edificio. Aquel día Karl se había quedado en casa y Nida, cuando viese que no salía, probablemente se dirigiría a su escondite.
Y así fue. Unos minutos antes de las cuatro, la vieron sentada a la mesa de un bar cercano leyendo una revista. Esperaron un rato, hasta que ella, visiblemente irritada, se levantó y se fue.
La siguieron por toda la ciudad, hasta que apareció en el horizonte la silueta baja y alargada del palacio de Nymphenburg. La luz del crepúsculo había comenzado a incendiar el lago situado ante el edificio, lo cual creaba una atmósfera mágica.
«Ha elegido un lugar muy bonito para su escondrijo… ¿por qué?», se preguntó Sofía.
En los últimos días se había informado sobre la historia de Baviera y ahora sabía que la región, durante mucho tiempo, había sido un estado aparte, separado de Alemania. Así pues, la Residenz, el lugar en que Effi, Karl y Nida se habían encontrado en la versión original de los acontecimientos, era un auténtico palacio real. Nymphenburg era una residencia veraniega situada en las afueras de la ciudad, que, con el crecimiento moderno de Múnich, había quedado englobada dentro del casco urbano.
El palacio era de un blanco luminoso, con un gran núcleo central y dos alas laterales, todo cubierto por un reluciente tejado de color rojo. Effi le había contado que, en invierno, los habitantes de la ciudad practicaban varios deportes en el lago y los canales. Los niños patinaban y la gente jugaba a algo parecido a los bolos sobre hielo.
Ahora la nieve se había derretido y en el agua se deslizaban espléndidos cisnes y patos somnolientos. Las estatuas que flanqueaban el amplio paseo que llegaba hasta la entrada seguían cubiertas por las jaulas de madera que las protegían del frío; no las retirarían antes de la primavera. La imagen alejó a Sofía de sus pensamientos y le recordó su objetivo: capturar a Nida y llevarla junto al profesor.
El plan no la convencía. Ellos nunca habían querido aniquilar a sus adversarios; solo deseaban recuperar los frutos. Tal vez el profesor intentaba evitar que se pusieran demasiado en peligro, pero ahora que el enemigo había superado los límites, ya era hora de que ellos emplearan métodos fuertes. De hecho, el propio Fabio decidió el cambio de táctica.
La naturalidad con que propuso capturar a Nida sorprendió mucho a Sofía. A ella jamás se le habría ocurrido algo semejante. El profesor también dudó, por eso debatieron a fondo la cuestión. Pero la lógica del chico era indiscutible.
—No podemos continuar así. Ha llegado el momento de obtener una información clara y de tomar las riendas de la situación. Dentro de un par de días Karl podría estar muerto.
—¡Basta ya! —saltó Karl—. Habláis como si ya me estuvieran devorando los gusanos. Hasta ahora, solo hemos cambiado la historia para ir a peor; Nida ha intentado matarme antes de tiempo.
—Tienes razón —replicó Fabio—. Por eso debemos capturar a Nida y obligarla a confesarnos qué plan tienen. Solo así podremos impedir que le hagan daño a Karl.
Sofía comprendió que formaba parte de su carácter. Fabio siempre remarcaba que existía una diferencia sutil entre él y el resto del grupo. Él no era exactamente como ellos, aún le quedaban huellas profundas de la etapa que había pasado con el enemigo. Y eso era algo que le gustaba de él. Tenía algo oscuro y misterioso que la atraía de forma irresistible. Por eso, cuando el joven se ofreció a buscar el escondite de Nida, ella sintió el valiente impulso de ayudarlo en su tarea.
Pero su sueño terminó cuando el profesor marcó las directrices de la nueva misión.
—Ni hablar, Fabio. Aún estás convaleciente.
—Solo era una herida superficial. Ya estoy curado y…
—Irán Lidia y Sofía. Tú te quedarás con Karl, haciendo guardia.
Una tarea que Fabio aceptó resoplando. Por su parte, Sofía intentó ocultar su decepción para no desvelar sus sentimientos.
Aquella mañana, mientras se preparaba para salir, él ya estaba despierto. Desayunaron juntos, sentados a la mesa del comedor, bajo la luz tenue de la lámpara.
—Cuando te diviertas, piensa en mí —le dijo el chico esbozando una sonrisa—. Por una vez, me habría gustado trabajar contigo en vez de salvarte la vida.
—Quizá en un futuro… —repuso Sofía con las mejillas sonrosadas.
—Que tengas mucha suerte. Yo me quedo aquí haciendo de niñero —dijo Fabio con expresión irónica.
Sofía y Lidia llegaron frente a la verja del jardín de Nymphenburg. Estaba cerrada.
—Seguro que Nida la ha cerrado por precaución —dijo Lidia. Y sonrió al añadir—: Te toca a ti.
Sofía se había especializado en cerraduras y candados. Una rama verde muy fina le salió de la mano y se metió entre las bisagras; la verja cedió con un leve chirrido. Las chicas entraron rápidamente. Vieron un camino ancho, con bosque a ambos lados.
—¿Y ahora qué? —preguntó Sofía.
—Sígueme. ¿Ves esas marcas en la tierra? Son las huellas de sus botas, las conozco bien.
Avanzaron por un lateral y se adentraron en la vegetación.
Los árboles seguían dormidos por el largo invierno, pero Sofía sintió cómo vibraban por su inminente despertar. Percibía la savia que empezaba a correr por su interior y casi veía las primeras gotas como preludio de la nueva estación. Las ramas aún se veían desnudas, pero muy pronto se llenarían de brotes. Andar por el bosque le producía una sensación estimulante, como si una energía nueva fluyese de los árboles y, a través de la pesada suela de sus botas, subiera hasta ella, desde los pies hasta la raíz del cabello.
—Casi hemos llegado, no hagas ruido —dijo Lidia devolviéndola a la realidad.
Tras cruzar un riachuelo por un puente de madera, vieron una construcción entre las ramas de los árboles. Era una casita de madera blanca, de dos pisos, con una parte del tejado descendiente y otra en forma de cúpula. En lo alto, una bola de oro y una especie de media luna brillaban a la luz del sol crepuscular. Pese a aquel brillo sobre el cielo todavía claro, la casita no tenía un aspecto tranquilizador. Las ventanas estaban cerradas a cal y canto y parte de la madera estaba pintada como si fuera una pared de ladrillos, con una pintura tan desconchada como la de la parte blanca, que cubría la otra mitad de edificio. Las persianas venecianas tenían las láminas desiguales y dejaban entrever la oscuridad que reinaba en el interior. Parecía la casa de juguete de un niño muy rico y solitario. Una imagen que a Sofía le recordó al enigmático Ludwig II, sobre el que había buscado información tras escuchar los relatos de Karl. Había nacido en ese palacio y, sin duda, habría jugado en el parque. Según lo que había leído, el lugar se parecía bastante a él: melancólico y perdido en un mundo lleno de héroes y criaturas fantásticas. Lo imaginó paseando solo por los extensos prados, refugiándose en aquella casita medio derruida, alejada de todo y de todos.
En ese lugar había algo oscuro, algo que provocaba el temblor de sus muñecas. Sintió que sus piernas se negaban a continuar. Lidia debió de sentir algo parecido, pues también se detuvo y la miró.
—Está aquí, lo presiento.
De pronto, Sofía empezó a sentir frío. En el interior de la casa, algo absorbía la luz externa y proyectaba a su alrededor una penumbra siniestra.
—¿Crees que debemos entrar?
Lidia asintió. Luego se agachó, se quitó la mochila de los hombros y empezó a rebuscar dentro de ella. Extrajo un paquete grande y dorado, el arma para destruir a Nida. Se la había dado el profesor aquella mañana.
—Un objeto que he traído de Castel Gandolfo. Pensé que podría resultarnos útil —había dicho Schlafen con una nota de orgullo en la voz. Y, como era de esperar, se ajustó las gafas sobre la nariz.
Parecía una red de pescar; era lo bastante grande para envolver el cuerpo de un adulto y emitía reflejos dorados.
—La hicimos Thomas y yo hace tiempo, después de nuestros primeros encuentros con las emanaciones de Nidhoggr. Está cubierta de resina del Árbol del Mundo e inhibe los poderes de Ratatoskr y Nida. Ninguno de los dos puede librarse de ella.
Lidia se puso la red bajo el brazo y se levantó.
—Cuando veamos a Nida —dijo—, cogemos un extremo cada una y se la echamos encima antes de que tenga tiempo de reaccionar.
Estaban delante de la puerta, bajo unos soportales de madera. Según había leído Sofía en alguna parte, el arquitecto había creado aquel lugar de modo que pareciera una antigua construcción en ruinas. Y lo cierto era que el tiempo lo había convertido en una auténtica reliquia del pasado. La pintura desconchada, las ventanas desvencijadas y el aire de abandono no tenían nada de fingido.
«Parece la casa de una bruja», pensó Sofía.
Para entrar, tuvo que forzar otra vez la cerradura. La madera estaba medio podrida y le resultó bastante fácil. La puerta se abrió sin hacer ruido. Por precaución, Sofía y Lidia se quitaron las botas de nieve y entraron de puntillas. El suelo era de madera, pero estaba helado. En el interior de la casa, los rayos de luz se filtraban por los postigos agrietados. Todo era de un gris polvoriento y mortífero. En el techo, las telarañas tejían una especie de velo que, en algunos puntos, rozaba las cabezas de las muchachas. Las paredes estaban cubiertas con un papel de flores consumido por el moho y roto en muchas zonas. Era un espacio tan angosto que Sofía sintió una fuerte opresión; ya tenía ganas de llegar a la escalera que conducía al piso superior.
—¿Estás segura de que es aquí? —susurró, aunque su instinto le decía claramente que era allí.
Nidhoggr veneraba la desolación y el abandono y el edificio poseía esas características desde los cimientos. Allí reinaba un ambiente perfecto para el guiverno y los suyos, aunque era difícil precisar si ello se debía a la presencia del enemigo o si siempre había sido así.
Registraron la planta baja y no encontraron nada. Sin duda, Nida estaba arriba. Se dirigieron a la escalera.
Subieron los peldaños con extrema lentitud. Tenían que cogerla por sorpresa.
Al llegar a lo alto de la escalera, vieron que se hallaban exactamente bajo la cúpula. Del centro del techo colgaba una enorme lámpara de lágrimas de cristal, completamente cubierta de telarañas, densas como un tejido. Había menos luz que en el piso de abajo. Era como si caminaran por una mancha de tinta. Distinguieron una puerta entornada. Se aproximaron con cautela y miraron dentro. Leves rayos luminosos se filtraban por las persianas, pero se extinguían en un polvo dorado antes de llegar al suelo.
Allí estaba, encogida en un camastro. Quizá medio dormida.
Lidia y Sofía actuaron perfectamente sincronizadas. Se miraron, cada una cogió un extremo de la red y contaron mentalmente hasta tres. Luego, en un abrir y cerrar de ojos, lanzaron la red hacia Nida y esta dio un grito de asombro.
Al entrar en contacto con su piel, las mallas de la red rechinaron levemente. Nida abrió los ojos al instante y, por una fracción de segundo, su rostro se transformó en su verdadero aspecto: un reptil feroz. Lanzó otro grito, que no tenía nada de humano. Lidia y Sofía sujetaron con fuerza la red y la tensaron bien, para envolver de forma más segura a su presa.
Nida se debatía mientras unas llamas oscuras rodeaban su cuerpo y se disolvían sin traspasar las tupidas mallas de la red.
—¡Quitadme esto de encima! —gritaba.
Sus uñas se transformaron en garras e intentó ensanchar los agujeros de la red. Era un animal enjaulado y a Sofía casi le daba pena. Pero, en una misión de ese tipo, no había espacio para la compasión. Lamentó no tener a Fabio a su lado; él no habría vacilado ni un instante y le habría infundido el valor que necesitaba.
Cuando Nida quedó completamente inmovilizada, Lidia extrajo de su mochila una bolsa de terciopelo y se la lanzó a la cara. Al instante, el contenido se esparció y un polvo verde y dorado envolvió el cuerpo de su enemiga. Nida trató de chillar, pero no le salía la voz. Su cuerpo se quedó sin fuerzas y, poco a poco, se fue agachando hasta dejar de moverse. Otro invento del profesor.
—Es el polvo que recubre la Gema —les había explicado—. Tiene grandes poderes terapéuticos y, además, es dañino para el enemigo, lo mismo que todo lo relacionado con el Árbol del Mundo. Con la cantidad que hay en esta bolsa, Nida estará inconsciente varias horas, hasta que la interroguemos.
Lidia se relajó, pero Sofía tardó un poco más en soltar la red. Las mallas le dejaron profundas marcas rojas en los dedos. Había sido mucho más difícil de lo que creía.
—Átala con tus lianas —le sugirió su amiga, tras lo cual suspiró y se sentó en el suelo—. No quiero que acabe liberándose.
Sofía obedeció, aunque se sentía muy inquieta. Envolvió el cuerpo de su adversaria y la red en una trama muy tupida de lianas gruesas.
Se había acabado. Durante unos minutos, solo oyeron el ruido de sus respiraciones jadeantes.
—Ahora solo debemos esperar a que oscurezca —dijo Lidia incorporándose—. Entonces se la llevaremos volando al profesor, sin que nadie nos vea.
—Exacto —asintió Sofía con voz triste.
Se sentía extrañamente sucia, al igual que le había sucedido cuando estaba en Benevento con Fabio y Lidia y creyó que había matado a Ratatoskr. Tanto odio era algo impropio de ella. No le gustaba hacer sufrir a nadie.
«Tal vez luchamos por eso, para que nunca más me vea obligada a hacer algo así», se dijo.
Fuera, el sol desapareció en el horizonte, entre los árboles desnudos.