Sofía se quedó un buen rato en el parque. Necesitaba pensar, poner en orden muchas ideas que tenía en la cabeza. Al final, se levantó del banco con algo de retraso para llegar a la hora en que Karl salía del instituto.

Subió corriendo al autobús y luego tomó el metro. No estaba acostumbrada a viajar en transporte público. En Roma nunca lo había hecho; además, en su ciudad solo había dos líneas de metro, mientras que en Múnich había muchas y se cruzaban en el plano de un modo indescifrable. Azul, rojo, verde, U-Bahn, S-Bahn —que aún no entendía en qué se diferenciaban— y esas paradas de nombres imposibles de pronunciar…

Como era de esperar, tomó la dirección errónea; se dio cuenta a medio camino. Bajó deprisa y corriendo, con los ojos pegados al reloj, y cambió de dirección esquivando a la multitud que salía de los vagones. Era la hora punta de la tarde, la hora en que todo el mundo salía del trabajo.

Cuando llegó, la pequeña plaza situada delante del instituto estaba desierta. Ya se habían ido todos. Sofía estaba sin aliento. Había llegado corriendo y había resbalado en el hielo. Decidió preguntar a alguien. Ingenuamente, habló en italiano y recibió como respuesta una mirada perpleja. Había olvidado que estaba en el extranjero. Debía recurrir a sus escasos conocimientos de inglés.

Recordaba vagamente las clases en la escuela; la asignatura le interesaba muy poco y no se había aplicado en absoluto. El profesor siempre insistía para que estudiara inglés y solía hacerle preguntas en esa lengua a menudo. Pero eso no había aumentado su interés por un idioma que no le gustaba. El solo hecho de que los ingleses colocaran siempre el adjetivo antes que el nombre le parecía algo antinatural, como si todos hablaran igual que Yoda en La guerra de las galaxias.

Pese a todo, hizo un esfuerzo.

I am searching this boy —dijo titubeando en la pronunciación y la sintaxis. Y mostró la foto de Karl.

Tenía delante a un barrendero, que trataba de eliminar una placa de hielo como la que la había hecho resbalar. El hombre no hablaba mucho mejor que ella.

I don’t know —respondió encogiéndose de hombros y, haciendo gestos, le sugirió que preguntara dentro del instituto.

Sofía entró con paso vacilante. En el vestíbulo lleno de espejos, había una conserje. Repitió la pregunta y la mujer respondió con un acento casi oxfordiano, tan bueno que Sofía tuvo que pedirle que repitiese la frase dos veces.

Sí, lo conocía, era Karl Lehmann y había salido con los demás.

Sofía le dio las gracias, resignada. Solo podía hacer una cosa: ir a casa de Effi y rezar para que Karl estuviera allí, para que no hubiese decidido ir a ninguna parte en aquella hora larga que había transcurrido.

Mientras caminaba echó un vistazo a los escaparates de la calle. De pronto, se detuvo. Un chiquillo rubio y regordete buscaba algo entre unos estantes repletos de libros. Karl.

Sofía se quedó de piedra. Allí arriba, alguien la había escuchado.

Quería entrar sin llamar la atención, pero al abrir la puerta sonó un timbre y todos los clientes se volvieron. Incluido Karl. Se miraron por primera vez. Los ojos azules del muchacho en los de ella. El lunar en la frente. El lunar que tenían todos los Draconianos, que los distinguía de los demás. El Ojo de la Mente.

Sofía bajó enseguida la mirada, fue hacia una estantería y cogió el primer libro que encontró. Era un tomo gigantesco; en la cubierta amarilla y negra vio un emoticono con una salpicadura de sangre en la frente. Cuando lo abrió, comprendió que no estaba en una librería. Aquello era una tienda de cómics. Miró en derredor y vio miles de tebeos y novelas gráficas. Nunca le había gustado demasiado ese género. Leía regularmente Mickey Mouse, que le parecía muy divertido, y había empezado con el manga de las Mermaid Melody, pero, por lo demás, el mundo de los cómics le resultaba desconocido.

Debía de encontrarse en la sección de cómics norteamericanos, ya que entre varios personajes vestidos con mallas identificó a Spiderman y al inconfundible Superman. Pero no tenía ni idea de qué era el libro que tenía en la mano, el más grande y pesado de la estantería.

«Desde luego, no podía haber elegido un libro más discretito…».

Fingió que se concentraba en la lectura para poder vigilar a Karl. El chico estaba de pie ante una estantería, completamente enfrascado en la lectura de dos volúmenes. Y llevaba dos libros más debajo del brazo. Sofía espió sus movimientos por la tienda, desde que cogió los dos cómics de los estantes hasta su peregrinaje ante la vitrina llena de muñecos de superhéroes. Lo vio suspirar ante un Batman muy logrado. También vio tres muñecas preciosas de las Mermaid Melody. Se detuvo unos segundos a mirarlas; hacía tiempo que no jugaba con muñecas, pero aquellas eran distintas, eran auténticas esculturas. Imaginó lo bien que quedarían en su dormitorio, junto a la estatuilla del dragón.

De pronto, una voz le habló. Se asustó, el libro le resbaló de las manos y cayó al suelo; el estrépito hizo que la mitad de los clientes de la tienda se volvieran hacia ella.

—¡Maldita sea! —exclamó y se inclinó inmediatamente a recogerlo.

Karl tuvo la misma idea; ambos chocaron a unos veinte centímetros del suelo.

—Oh, perdona, yo… —balbució Sofía masajeándose la frente.

Karl se balanceó un poco, como si su barriga redonda le hiciera perder el equilibrio. Pero al final encontró el baricentro.

—No pasa nada.

Sofía se sorprendió al oír que hablaba su lengua. De repente, se acordó de la historia del niño que mataba a su abuelo.

«No debería hablar con él. Debería seguirlo sin que me viese», se dijo.

Su imprudencia podía cambiar el futuro.

—La verdad es que tienes buen gusto —continuó Karl—. Watchmen está muy bien.

—Sí, está muy bien —repuso Sofía sonriendo, sin saber a qué se refería el chico. Luego se sumergió en la lectura del cómic y guardó un obstinado silencio.

Karl permaneció inmóvil frente a ella unos segundos. Después se encogió de hombros y anduvo hacia la caja. Sofía lo vio enfrascado en una conversación con el dueño de la tienda, tras lo cual pagó y se fue.

Ella cerró el libro de golpe y suspiró. Lo había hecho fatal, pero al final todo se había resuelto. Ahora debía seguir al chico con discreción.

Dejó el cómic en el estante, ignoró al tendero que intentaba decirle algo y salió a la calle.

Nunca había seguido a nadie. Era una misión más propia de Subyugados que de Draconianos. No sabía cómo hacerlo exactamente. Trató de mantener cierta distancia, hundió la cara en la solapa del abrigo y adoptó un aire conspirador, una actitud muy poco adecuada si quería pasar desapercibida.

Fue una tarde infructuosa. Karl se detuvo en una pastelería, tomó un chocolate caliente y un trozo de pastel que Sofía nunca había visto: blanco y rojo, muy alto, relleno con una gelatina rosada muy apetitosa y con un fresón enorme encima. La chica también entró y bebió un té sentada a una mesa apartada. Cuando vio a Karl concentrado en la lectura, esperó que se tratara de un momento crucial, pero enseguida comprendió que era un simple cómic que había comprado.

La etapa sucesiva transcurrió en casa de Effi. Obviamente, Sofía no podía entrar, pero la mujer le había anotado en una hoja que, frente al suyo, había un piso vacío y abandonado, desde donde se veían perfectamente tres ventanas de su casa, las del salón y la de la habitación de Karl. Incluso le dio unos prismáticos.

Le resultó fácil entrar en el edificio; la barandilla estaba medio derruida y las puertas de los pisos daban a un largo pasillo interno. Lo más problemático fue entrar en el apartamento que le interesaba. En la puerta había un tablón de madera y daba la impresión de que llevaba mucho tiempo cerrada. Sofía entrecerró los ojos y el lunar de la frente emitió destellos verdes. De sus dedos salió una rama verde y flexible, que se metió bajo la madera, quitó los clavos y, por último, hizo saltar la cerradura. Una habilidad que le había costado horas y horas de entrenamiento y que ahora le salía a la perfección. La puerta chirrió al abrirse. Vio dos estancias llenas de polvo y telarañas. Costaba distinguir el color original de la moqueta. Sofía estornudó varias veces. La ventana también estaba cubierta de polvo; le pasó un trapo que encontró en un rincón. Limpió un círculo que le permitiera observar la casa de Effi. Enseguida vio a Karl. Estaba sentado al escritorio de su habitación, ante un ordenador plateado, y parecía muy ocupado. Sofía sacó los prismáticos del bolso y trató de distinguir qué leía, pero no lo consiguió.

La tarde transcurrió así, fue un aburrimiento mortal. Karl permaneció todo el rato delante del ordenador y, cuando terminó, empezó con los videojuegos. Pasó más de una hora frente al televisor, con el joystick de la consola en la mano, probablemente atacando a monstruos o algo por el estilo. Sofía empezaba a comprender cómo era Karl; era uno de esos chicos obsesionados con los cómics, los videojuegos y los monstruos, que se pasaba la vida sumergido en mundos imaginarios, inmerso en sus propios sueños. Tal vez fuera una opinión algo simplista, sobre todo teniendo en cuenta que la vida de Sofía no era muy distinta. Karl se perdía en sus videojuegos y sus cómics y ella se perdía en sus queridos libros de aventuras. Y también en la misión. Lo más importante de su existencia eran Draconia y los frutos, cosas que, para una persona normal, debían de ser tan estrafalarias como los ogros o los elfos.

«Cada uno tiene sus obsesiones», concluyó. El chico regordete empezaba a caerle simpático.

Effi llegó poco antes de la cena, cargada de bolsas y cajas. Comida china, descubrió Sofía al instante. Se alegró de que en muchas casas alemanas no hubiera cortinas ni postigos; en Roma nunca habría podido espiar así a alguien. De todos modos, no estaba haciendo grandes progresos.

Pensó que ya era el momento de utilizar un pequeño truco que había aprendido en aquellos meses de entrenamiento. Se concentró al máximo e invocó a Thuban. Cuando abrió los ojos, era capaz de percibir cualquier ruido procedente de la casa de Effi y Karl.

La primera vez lo descubrió por azar, mientras entrenaba; al concentrarse para invocar al dragón que habitaba en su interior, notó cómo se le agudizaban los sentidos. Y su mundo se llenó de ruidos, desde los crujidos de los muebles hasta la voz del profesor que daba clase en el aula de al lado. Entonces comprendió que, gracias a Thuban, podía tener el oído muy fino. A veces trataba de hacer lo mismo con la vista, pero aún no le salía bien; por eso aquella noche decidió utilizar los prismáticos.

El problema era que no sabía una palabra de alemán y no entendía qué se decían Effi y Karl. Se sacó del bolsillo una especie de canica transparente, un objeto que el profesor había creado al regresar de Benevento. Al sujetarla entre los dedos, la bola se iluminó con una luz verde y empezó a grabar todo lo que oía Sofía. Era un sistema perfecto para guardar las conversaciones que se mantenían en la casa y luego pedirle a Effi que las escuchara.

Aunque esa noche no iba a servir de nada. En realidad, a Sofía no le interesaba lo que se decían Karl y Effi, sino lo que Karl decía cuando no estaba con su madre adoptiva. Seguramente, estando solo había descubierto algo que lo había conducido hasta el fruto y, más tarde, hasta el encuentro mortal con Nida.

En cualquier caso, era un buen entrenamiento y una prueba; hasta ese momento no había observado cómo funcionaba el invento. Sofía tuvo que soportar una velada de incomprensibles conversaciones en alemán, sin poder distraerse ni un momento, ya que la canica solo grababa lo que su dueña escuchaba. Si dejaba de prestar atención, se perderían fragmentos del diálogo. Se mantuvo despierta gracias a un bocadillo que, providencialmente, había comprado en el Englischer Garten. El pan era excelente, integral y con pepitas de girasol; dentro llevaba una hoja crujiente de lechuga y una especie de mortadela muy sabrosa, rellena de pepinillos y pimientos.

Al fin, hacia las diez, las luces se apagaron. Karl se quedó despierto leyendo un rato tumbado en la cama. Der Herr der Ringe, leyó Sofía en la cubierta, aguzando su vista de dragón. Su simpatía por el chico aumentó; ella había leído El señor de los anillos hacía un año y adoraba el libro.

Al cabo de media hora pudo retirarse, exhausta y desanimada. En aquella primera vigilancia, no había descubierto nada interesante. ¿Siempre iba a ser así? Además, lo de escuchar conversaciones que no comprendía resultaba deprimente. Anduvo hacia el metro, alicaída, en dirección a la casa que el profesor le había señalado en el plano.