Por la mañana, se refugiaron en un gran almacén de la ciudad para decidir qué iban a hacer. Habían pasado la noche en una pensión, la misma donde reservarían una habitación en el futuro. Con tanto salto temporal, a Sofía le daba vueltas la cabeza. Encontrar sitio a aquellas horas no había sido fácil, pero al final lo habían logrado.
Hacía un frío terrible. El edificio de los grandes almacenes estaba situado frente a la estación de trenes. En el interior, un estallido de luces y de fluorescentes y la calefacción al máximo. Una bocanada de aire tórrido embistió a Sofía, y la chica sintió que le faltaba el aire.
Desayunaron en el restaurante del último piso, junto a una ventana que daba a la estación y a su enorme reloj. La nieve seguía cayendo, lenta y espesa. Sofía no dejaba de mirar a través del cristal. Recordaba la nieve en Benevento, hacía un mes. Se autocorrigió: hacía tres semanas, ya que habían retrocedido en el tiempo. Pero era una nieve distinta. Entonces vio una ciudad dormida, como hechizada. En cambio, ahora los tranvías circulaban como siempre, y la gente andaba por la calle concentrada en sus ocupaciones, como si nada. Le extrañaba que nadie se detuviera a contemplar la alfombra blanca, tan hermosa y mágica.
—No podemos quedarnos en la pensión —dijo el profesor—. No sabemos qué ocurrirá; necesitamos un refugio aislado, para movernos sin que nos vean. Lo mejor es que nos traslademos a una casa que Effi heredó de un tío suyo; está en las afueras. Marcad en el plano dónde está; nos iremos hoy mismo. Esta noche, cuando lleguéis, tendréis una habitación para vosotras. Y todo gracias a nuestra amiga —añadió, sonriéndole a la Guardiana.
Ella le devolvió tímidamente la sonrisa. Sofía volvió a sentir un nudo en el estómago. Aunque no quisiera admitirlo, sentía celos de la confianza que se estaba instaurando entre la mujer y el profesor. Con todo, debía reconocer los méritos de Effi. Durante la larga espera en el museo, la había conocido mejor y valoraba sus cualidades. Eso era lo que más la irritaba.
—Vamos a organizar el trabajo —continuó el profesor—. Es necesario aclarar dos puntos: ¿Karl ya había encontrado el fruto en el momento del delito? ¿Lo había estado buscando en solitario, sin decirle nada a Effi? Segundo: ¿cómo entró en escena Nida? ¿Intuyó las intenciones de Karl y le tendió una trampa, o fue Karl quien la siguió? Todo esto es fundamental para averiguar dónde está el fruto y para salvar al Draconiano.
Todos lo escuchaban con atención.
—Y aquí es donde entráis en juego vosotras —prosiguió Schlafen, dirigiéndose a las dos muchachas.
—Yo me ocuparé de Nida —se ofreció al instante Lidia.
Sofía la comprendía: cuando buscaban el primer fruto, Nida la capturó y la sometió, la convirtió en esclava de Nidhoggr, con los injertos metálicos que el guiverno usaba para esos fines. Lidia tenía que ajustar cuentas con Nida.
—Perfecto —asintió el profesor—. Sabemos que mañana estará en la Residenz, pero no podemos esperar. Debemos interceptar sus movimientos lo antes posible, ya que cualquier vacilación podría ser fatal. Tu misión es muy delicada: tienes que buscar su rastro, seguirla y averiguar sus intenciones. Durante nuestra aventura en Benevento, jamás la vimos; por eso sospecho que lleva mucho tiempo aquí. Es importante que la encuentres cuanto antes.
Lidia asintió, muy convencida, con la mente concentrada en la misión. Ella era así: resuelta y segura; siempre estaba lista para entrar en acción. Sofía pensó que, si estuviera en su lugar, se estaría tirando de los pelos. Múnich era una ciudad inmensa y buscar a una persona entre tanta gente le parecía un objetivo totalmente imposible.
—Tú tienes que seguir a Karl —dijo el profesor dirigiéndose a Sofía—. Mantente junto a él, averigua sus costumbres, mira qué hace. En este sentido, Effi puede serte de gran ayuda. Si es necesario, incluso puedes hablar con el chico; él no tiene ni idea de quién eres.
Sofía asintió y miró fugazmente a la mujer. Otra vez iban a trabajar juntas.
—Bien —concluyó el profesor, y puso las manos sobre la mesa—, no va a ser fácil, pero, si todos nos esforzamos al máximo, estoy seguro de que evitaremos que ocurra lo peor. Empezaremos enseguida. No tenemos mucho tiempo.
Lidia decidió empezar recorriendo los hoteles situados cerca de la Residenz.
—Aunque sea una emanación muy potente de Nidhoggr, Nida tendrá que dormir, como todo el mundo.
Lidia hizo un boceto con su retrato.
—No sabía que dibujaras tan bien —comentó Sofía con admiración, al ver el parecido del dibujo con Nidafjoll.
—Tengo talentos ocultos —bromeó su amiga guiñándole un ojo.
«Ya, además de los talentos manifiestos», pensó Sofía. La envidia sana que le inspiraba Lidia formaba parte de su amistad. Sentía que, por mucho que se esforzase en superar sus miedos, Lidia siempre iría un paso por delante y eso, en el fondo, le gustaba. Entraba dentro de lo establecido.
Para ayudar a Sofía en su misión, Effi le escribió una serie de frases en una hoja. Eran los hábitos de Karl: a qué hora salía, qué hacía durante el día, lo que habían hecho juntos hasta ese momento.
—Yo me dedicaba mucho más a buscar el fruto. Cuando yo no estaba, él se entrenaba.
—¿Iba al gimnasio? —preguntó Sofía.
—No, no le gustaba —rio Effi—. Se entrenaba con sus poderes. En el garaje.
Sofía pensó en sus entrenamientos en el sótano, bajo la villa del profesor. Pensó que tal vez los vecinos se preguntaban qué hacía un chiquillo de trece años metido horas y horas en un garaje, pues seguro que oían ruidos extraños durante el entrenamiento.
—Estos son sus horarios de los primeros días. Llévate una foto, por si no recuerdas bien su cara.
Sofía se metió la fotografía en el bolsillo y miró el papel. Ordenado y preciso; Effi había anotado la actividad que Karl solía hacer cada hora del día. También había incluido la dirección del instituto, la calle que recorría para volver a casa, la tienda de cómics donde pasaba la mitad de su tiempo libre y otros muchos datos.
«Muy alemán…», se dijo Sofía, y pensó que, en el fondo, los estereotipos siempre tenían algo de cierto.
—Ahora está en el instituto —dijo Effi mirando el reloj—. Sale a las cuatro de la tarde.
—O sea que estoy libre hasta esa hora —comentó Sofía.
Effi asintió.
Y lo estaría en los días venideros, siempre que Karl respetara los mismos horarios. Después de todo, su tarea no iba a ser muy gravosa; tenía mucho tiempo para ella.
Sofía dio un paseo por Múnich. Le pareció la mejor manera de pasar la mañana. Compró un abono para viajar en transporte público todo el día y subió al primer tranvía.
Contempló la ciudad desde la ventanilla: Karlsplatz o, como decía la voz de la joven que anunciaba las paradas, Stachus, pronunciado de una forma absurda que era incapaz de repetir. En el centro de la plaza había una pista de patinaje, llena de niños pequeños agarrados a ositos de peluche con esquíes, que los ayudaban a mantener el equilibrio. A un lado distinguió el Justizpalast, el Palacio de Justicia, una elegante construcción de estilo barroco con una gran cúpula de hierro y cristal parcialmente cubierta de nieve. Luego pasaron por Sendlinger Tor, una de las antiguas puertas de la ciudad, con sus imponentes torres de ladrillo y su encanto medieval.
Por último, bajó del tranvía y, con el plano de la ciudad en la mano, fue al Englischer Garten, el parque público de la ciudad. Se detuvo bajo la Chinesischer Turm, una especie de pagoda de madera situada en el centro del jardín, cerca de un pequeño torrente. Bajo la nieve, el parque ofrecía una imagen algo rara, pero le gustaba. No había nadie, salvo un puesto en el que vendían glühwein y pasteles. Compró una taza de vino caliente con especias, aunque probablemente Schlafen no lo habría aprobado. Pero tenía mucho frío y el aroma era tentador, de modo que decidió hacer una excepción y se sentó a disfrutar de la bebida.
Por fin podía estar un rato tranquila y sola. Lo necesitaba. Había ocurrido todo tan deprisa… Hacía una semana disfrutaba los tibios rayos solares de finales de invierno, asomada a la ventana de su habitación, y ahora estaba a mil kilómetros de su casa, soportando temperaturas muy bajas. Recordó a Fabio y la última despedida. ¿Dónde estaría ahora? Seguía pensando en él a todas horas. No era un capricho pasajero. El nudo en el estómago, la sensación dulce y amarga no se le pasaría en mucho tiempo.
Fabio se cerró bien el abrigo. Había descubierto que su madre le había dejado unos ahorrillos en una cuenta corriente. No era mucho, lo suficiente para mantenerse durante unos meses de cacería. Y lo primero que hizo fue comprarse un buen abrigo.
Cuando Sofía y sus amigos abandonaron Benevento, pensó en retomar su vida de siempre. Pero ¿qué vida? No tenía intención de regresar al orfanato. Ya había tenido bastante. Era un asco. Allí no tenía un solo amigo, no iba a echar de menos nada ni a nadie. Consideró la posibilidad de seguir a Schlafen. Al fin y al cabo, era su destino. ¿Acaso sus poderes no servían para llevar la paz al mundo o algo por el estilo? Además, Sofía y Lidia no vivían nada mal. Tenían un techo, comida garantizada y un vínculo al que agarrarse en los malos momentos. Pero Fabio no estaba preparado. No, no se veía como salvador del mundo, ni quería trabajar en equipo con Schlafen y las dos chicas. Obedecer a alguien, ejecutar sus órdenes y fingir que se sentía parte el grupo… Aquello no era para él.
Solo deseaba una cosa, solo sentía el deber de hacer una cosa: vengarse. Eso era lo suyo, lo que pensaba hacer. Ratatoskr lo había engañado, Nidhoggr lo había utilizado para luego dejarlo tirado. Sabía que no podía derrotar al guiverno él solo. Había experimentado los efectos de su infinito poder y era consciente de que debía librar esa batalla junto a los otros Draconianos. En cambio, el caso de Ratatoskr era distinto. Tras haber usado el fruto cuando le salvó la vida a Sofía, Fabio sentía que sus poderes habían aumentado. Además, su etapa como Subyugado, pese a ser muy dura, había tenido una consecuencia positiva: había aprendido a controlar totalmente sus poderes. Sí, Ratatoskr estaba a su alcance y merecía pagar por lo que le había hecho.
Empezó a seguir su rastro en cuanto decidió que solo iba a dedicarse a una misión: vengarse de quienes lo habían engañado. Tras el enfrentamiento que mantuvieron, Ratatoskr había desaparecido, de modo que la tarea no fue nada fácil. Fabio lo buscó por todas partes. Enseguida comprendió que ni él ni Nidhoggr estaban en Benevento. Por algún motivo, se habían alejado, aunque no sabía hacia dónde habrían ido.
Al final Fabio se dirigió a Roma, donde todo había comenzado. Allí estaba la villa de Schlafen y allí habían encontrado el primer fruto.
Le costó un poco dar con el sitio. Pero el hecho de haber estado cerca de Nidhoggr y los suyos, de haber sido un Subyugado, había cambiado algo en él. Ahora intuía la presencia del guiverno. Así fue como encontró el viejo prado seco en las afueras de la ciudad, junto a un vertedero. Era increíble lo mucho que se parecía al lugar en el que estaban Ratatoskr y él en Benevento. El mismo aire fétido, la misma degradación. A Nidhoggr le gustaba lo sucio, lo corrompido.
Lo vio llegar a lo lejos, con su paso silencioso y sus andares firmes. Al mirarlo, lo invadió un sentimiento de odio. Su traje recargado, de dandi, su gesto afectado al alisarse el cabello castaño, su rostro perfecto. Aunque había algo nuevo en su cara. Una ancha cicatriz le cruzaba el lado derecho, como una quemadura enorme. Fabio sintió el impulso de atacar de inmediato. Había entrenado, estaba listo, podía hacerlo. Cerró los ojos, el lunar de la frente emitió un reflejo dorado mientras sentía las llamas de Eltanin quemándole el pecho. Pero, de repente, percibió una sensación de hielo y desánimo. Abrió los ojos: las farolas se habían apagado.
Ratatoskr estaba diciendo algo, algo que Fabio recordaba muy bien: la fórmula de la invocación. Estaba llamando a Nidhoggr.
La sombra del joven tembló y comenzó a expandirse, hasta englobar por completo el panorama desolado que lo rodeaba y envolverlo en una negrura densa e impenetrable, que engulló a Fabio.
De la oscuridad vio emerger lentamente al guiverno; sus facciones se perfilaron en la negrura, más concretas que la última vez. Primero sus ojos de fuego, luego el negro brillante de la coraza de escamas. Por último, la mueca cruel de su boca, dos hileras de dientes muy afilados.
Fabio sintió miedo, aunque le costase reconocerlo. Un escalofrío de terror le recorrió la espalda y lo paralizó. Eltanin se había esfumado, lo había dejado solo y desamparado frente al poder del guiverno, un poder más fuerte de lo que recordaba. Instintivamente, se encogió, hecho un ovillo, como si quisiera esconderse, aunque todavía estaba lejos del punto donde habían quedado.
—Mi Señor, estoy aquí, tal como queríais —dijo Ratatoskr, y cayó de rodillas.
—¿Y bien? —rio Nidhoggr—. ¿Has hecho lo que te pedí?
Su voz sonaba como una cuchilla hundiéndose en la carne.
—Sí, mi Señor. No ha sido fácil, pero creo que lo he logrado.
Nidhoggr lanzó una carcajada larga y satisfecha, más terrible que su voz.
—Bien. Ya sabes que me has decepcionado.
Ratatoskr se llevó la mano a la cicatriz de su rostro.
—Creía que ya lo había pagado… —murmuró.
—Nadie paga bastante cuando me decepciona y vosotros ya lo habéis hecho dos veces. Pero tú ahora me vas a hacerme un regalo espléndido; por eso te doy otra oportunidad.
—¡Gracias, mi Señor, muchas gracias! —exclamó Ratatoskr con fervor.
—Nidafjoll está a punto de llegar a la meta. Y ahora te necesita. Toma. Este objeto te ayudará.
Fabio intentó ver lo que el guiverno depositó con solemnidad en las manos de su criatura, pero no logró distinguir qué era.
Ratatoskr respondió con la mirada extasiada; debía de ser un objeto muy valioso. Nidhoggr no dijo una sola palabra, como si su esclavo ya supiera lo que era y cómo debía emplearlo.
—Ahora ve con ella.
—Sí, mi Señor.
—Y recuerda: esta vez no toleraré fallos de ningún tipo. Del mismo modo que os creé, también puedo destruiros.
De pronto, la oscuridad se diluyó. Fabio volvía a estar en el prado, escondido tras unos matorrales. Se sentía como si hubiera sufrido una apnea bajo el agua y acabara de salir a flote.
Ratatoskr se irguió. Fabio sintió de nuevo un odio profundo, inmenso. Pero ahora no podía atacarlo. ¿Qué llevaba en la mano? ¿Por qué lo necesitaba Nida? No tenía sentido vengarse ahora si ello podía conducir al enemigo a la victoria.
Le castañetearon los dientes, pero sabía lo que debía hacer. En cuanto Ratatoskr se volvió para irse, lo siguió.