El Señor de los Tiempos estaba sobre la mesa de la cocina de Effi. Desentonaba bastante en ese contexto, como si hubiera caído ahí desde otra dimensión. El profesor Schlafen, Effi, Sofía y Lidia, sentados alrededor de la mesa, miraban el objeto embobados. Sofía pensó que debían de formar una escena muy curiosa vista desde fuera: cuatro personas hipnotizadas, contemplando un reloj de arena polvoriento.
A pesar de su nombre grandilocuente, el Señor de los Tiempos parecía uno de esos trastos viejos e inútiles que suelen encontrarse en los desvanes de las abuelas. Con semejante cantidad de polvo, no se veía el color de la base, ni el contenido del recipiente de cristal.
—Tendríamos que limpiarlo un poco —propuso Sofía.
Effi se levantó y cogió un trapo del fregadero. En silencio absoluto y con gestos contenidos, empezó a sacarle el polvo al reloj de arena cuidando de no volverlo del revés. Poco a poco, se fueron dibujando el aspecto y la silueta del objeto.
Medía unos veinte centímetros y pesaba lo necesario para poder sostenerlo con una sola mano. La base estaba hecha con dos troncos estilizados; uno llevaba enroscado un dragón de madera clara, tal vez de arce; de las ramas salían varios tipos de flores que parecían llenas de vida. Alrededor del otro tronco se enroscaba un guiverno muy oscuro, probablemente de ébano, en cuya corteza se veían espinas y hojas secas. A excepción de las esculturas de ambos animales, el resto de la madera debía de proceder de la corteza del Árbol del Mundo; por eso sintieron sus propiedades beneficiosas, aunque de un modo leve y amortiguado. El recipiente de cristal, encajado entre los dos animales, giraba alrededor de un eje que unía los troncos. Emitía reflejos ambarinos y en su interior se veía un líquido muy puro y dorado. El líquido brillaba con una fuerza increíble y contrastaba mucho con el resto del reloj de arena, que, pese a la limpieza de Effi, seguía pareciendo viejo y deteriorado.
El profesor analizó atentamente el objeto.
—Creo que el recipiente de cristal está hecho con resina del Árbol del Mundo cristalizada; y lo que lleva dentro es resina líquida. Desde luego, es un objeto excepcional —concluyó, con los ojos brillantes y la voz algo temblorosa por la emoción.
—Si es tan excepcional, ¿por qué percibo su poder tan débil? —preguntó Lidia.
—Porque el Árbol del Mundo también lo es. Es madera del árbol y dentro no hay vida, como en la Gema. Es normal que lo percibas como un objeto casi inerte. Pero te aseguro que si el Árbol del Mundo estuviera en el esplendor de su poder, el reloj de arena sería algo muy distinto. Nunca había visto una reliquia tan extraordinaria. Solo lo superan en poder los frutos.
A Sofía le costaba creerlo. Parecía un objeto tan corriente…
—¿Funcionará? —preguntó Lidia.
—Ni el polvo ni los años lo despojarán de su poder —contestó Effi.
—Pues… —empezó Lidia, tras unos instantes de silencio—, será mejor que lo utilicemos, ¿no?
Todos se miraron. De pronto, comprendieron la enormidad de lo que iban a hacer. Eran cosas que se leían en las novelas de ciencia ficción, el sueño del típico científico chiflado. Sofía recordó un libro sobre el tema. Era la historia de un hombre que retrocedía en el tiempo para matar a su abuelo, a quien consideraba un ser indigno, que no merecía vivir. Y se preguntó lo siguiente: si el hombre mataba a su abuelo, ¿cómo existiría él luego? Un escalofrío le recorrió la espalda. Ahora comprendía por qué era un arma peligrosa, que solo debía utilizarse en caso de extrema necesidad. Ahora comprendía todo cuanto habían dicho Effi y el profesor sobre lo difícil que era cambiar el pasado.
—¿Cómo funciona? —preguntó para aligerar la tensión que se había creado entre ellos.
—Cada vez que lo inviertes —explicó Effi con el reloj de arena en la mano—, retrocedes un día en el tiempo. Solo quien lo toca mientras se está volviendo del revés puede viajar en el tiempo y mantener los recuerdos del presente.
—O sea que debemos invertirlo los cuatro a la vez —intuyó Sofía.
—Si queremos viajar juntos, sí.
—Debemos ir todos —afirmó el profesor—. Tú, Effi, eres la única que conoce a Karl y sus costumbres y vosotras dos sois indispensables para luchar contra Nida.
—¿Y cuánto vamos a retroceder? —preguntó Lidia.
El profesor miró a Effi.
—No sé exactamente cuándo empezó Karl a estar en peligro… —dijo ella.
—Trata de recordar si ocurrió algo raro en los últimos días, algo que quizá entonces no te pareció importante, pero que pudo ser una primera señal de alarma…
La mujer bajó la mirada y se esforzó por rememorarlo todo.
—No os he hablado de una habilidad muy peculiar de Karl —dijo al fin—. Tenía visiones en las que Aldibah se comunicaba con él. Su vinculación era tan fuerte que llegó a transmitirle palabras de consuelo, imágenes y sensaciones. Solía visitarlo en sueños y le mostraba dragones, paisajes maravillosos de Draconia, cielos infinitos que lo llenaban de esperanza…
A Sofía no le parecía una habilidad peculiar. Ella, en el orfanato, también tuvo sueños en los que volaba por cielos nítidos, sobre una ciudad de torres blancas y fuentes de mármol, muy similar a las descripciones que le había hecho el profesor de Draconia.
—De pronto, las visiones cambiaron —prosiguió Effi—. Los paisajes de fábula y los dragones quedaron atrás, y fueron apareciendo elementos reales, identificables con lugares existentes. Plazas, ciudades, pueblos, calles… como si Aldibah quisiera darnos indicaciones muy concretas…
—Sobre el lugar donde se encuentra el fruto —intuyó el profesor.
—Exacto. Nunca eran informaciones claras ni precisas, pero al menos nos orientaban en nuestras pesquisas. Así fue como descubrimos que el fruto estaba oculto en Baviera. Luego, como en un zoom, las visiones mostraron a Karl varias calles conocidas de Múnich, y así supimos que estaba en nuestra propia ciudad. Analicé una y otra vez todas esas pistas para ver si podía extraer información más detallada, pero fue inútil. Hasta que una noche, en las visiones de Karl apareció un elemento crucial: dos leones dorados. Pensé en el escudo de los Wittelsbach, la dinastía real de Baviera, y lo relacioné con la Residenz. Centré la búsqueda en ese lugar, fuera de los sueños de Karl. Nos dirigimos hacia allí… y vimos por primera vez a Nida.
—¿Cuándo ocurrió? —preguntó Schlafen—. Quizá sea importante saber cuándo empezó Karl a estar en peligro.
—Poco antes de su… —Effi fue incapaz de pronunciar la palabra—. Tres días antes de la noche de Marienplatz.
—Pues, como mínimo, tendremos que retroceder ocho días para poder analizar la situación —calculó el profesor.
—Muy bien, ocho días —dijo Lidia, y tocó el reloj de arena por primera vez—. ¡Uau! Es… raro.
Sofía la imitó. El reloj de arena le transmitía una sensación de bienestar y, a diferencia de cuanto sugería su aspecto vidrioso, la resina cristalizada no resultaba fría al tacto. Emanaba una tibieza agradable, como la que sentimos al calentarnos las manos junto al fuego tras jugar con la nieve sin guantes. Era una calidez muy hogareña.
—Se ha activado —anunció Effi y también puso la mano en el reloj de arena.
—Ocho vueltas, recordadlo —insistió el profesor, que fue el último en tocarlo—. En el sentido contrario a las agujas del reloj, para retroceder en el tiempo. Luego lo soltamos a la vez, ¿de acuerdo?
Todos asintieron. La tensión era palpable.
—A la de tres —dijo el profesor—. Una…
Sofía contuvo el aliento.
—Dos… ¡Tres!
Le dieron la vuelta perfectamente sincronizados, como si una sola mano moviera el Señor de los Tiempos. Todos sentían los tendones contraídos de los demás y el leve sudor de las palmas. Sofía cerró los ojos, pero una fuerte presión en los oídos y los párpados la obligó a abrirlos. Junto a ella, estalló un tremendo caos de ruidos y colores. Era como si todo se derritiese y goteara, como un cuadro sobre el que alguien hubiera echado trementina. A su alrededor, todas las imágenes se hicieron borrosas, salvo el reloj de arena y los rostros de sus compañeros de viaje.
Poco después, bajo la capa derretida, apareció de nuevo el mundo, pero no como ella lo conocía. Era como ver una película a una velocidad increíble. El sol salía y se ponía en un abrir y cerrar de ojos, alternándose con la luna en un ciclo disparatado. Lluvia, sol, nubes y estrellas. A su alrededor, distinguió la sombra de personas que se movían muy rápido. Empezó a sentir náuseas y tuvo ganas de abandonar esa especie de pesadilla. Pero su mano estaba enlazada con las demás sobre el reloj de arena y Sofía no podía soltarse. Además, aunque hubiera podido, no debía hacerlo. Su presencia era necesaria para llevar a cabo la misión y tenía que resistir.
Una última vuelta, la resina cayó de nuevo por el reloj de arena. Luego el mundo que lo rodeaba se detuvo. Tal como sucede cuando un autobús frena bruscamente. Sofía, el profesor, Lidia y Effi salieron disparados hacia delante y soltaron el reloj de arena. Sofía cayó al suelo, sobre las baldosas de la cocina. Sentía fuertes náuseas, pero logró contenerse.
Se miraron unos a otros con la misma pregunta estampada en la cara: ¿había funcionado?
Effi fue la primera en levantarse. Se aproximó al alféizar de la ventana y miró hacia fuera. Vio los tejados blancos bajo la luz pálida de un cielo completamente negro. Nieve. Dirigió la mirada al calendario: 22 de febrero.
—Wir haben’s geschafft! —exclamó.
—Lo hemos conseguido —tradujo el profesor, respondiendo así a la mirada interrogativa de Lidia y Sofía.
—Recuerdo que hace una semana nevaba… ¡Lo hemos logrado! —dijo Effi con entusiasmo.
—Es increíble… ¡ha funcionado! —dijo Lidia en voz baja y se puso en pie.
Se puso una mano en la frente. Estaba pálida. El viaje en el tiempo la había afectado.
—¿Estáis todas bien? —preguntó el profesor.
Effi, Sofía y Lidia asintieron con poca convicción. A ninguna le había gustado el viaje.
De pronto, oyeron carcajadas por la escalera. Se quedaron todos petrificados, inmóviles. A continuación, el ruido de una llave girando en la cerradura. En ese instante comprendieron que no habían tenido en cuenta algo muy obvio.
—Somos Karl y yo —murmuró Effi, aterrorizada—. Karl y yo volviendo del cine… es el día 22 de febrero… ¡estoy a punto de verme a mí misma!
Sofía recordó la historia del hombre que mataba a su abuelo; también rememoró vagamente algo sobre la paradoja temporal. ¿Y ahora qué?
—¡Vayámonos! —exclamó el profesor mientras se abría la puerta y las voces se acercaban.
Effi los guio hasta una habitación vacía. Los empujó dentro y, con la máxima cautela, cerró la puerta a su espalda.
Ruido de pasos sobre el parquet, más voces. Una voz conocida, la de Effi, hablando con una alegría que el profesor, Lidia y Sofía no conocían, y la voz de un muchacho. Karl. Sofía sintió vértigo. El día antes había visto bajar a la fosa la caja con los restos de Karl. Y ahora el chico reía, despreocupado, sin saber que le quedaban muy pocos días de vida.
«Pero no será así. Estamos aquí para eso», se dijo. No pudo resistirse a la curiosidad. Entreabrió la puerta y echó una ojeada. Vio a un hombre bajo y gordinflón, con el pelo rizado y muy rubio. A medio camino entre el estereotipo del chico alemán y un anuncio de bollería. Llevaba unas gafas de plástico enormes, muy feas y pasadas de moda.
Él y Effi se movían por toda la casa, sin saber que cuatro personas procedentes del futuro se escondían detrás de aquella puerta.
El profesor cerró la puerta, y Sofía no vio nada más.
—No es buena idea —la regañó en un susurro, señalando a Effi. Estaba blanca como el papel. De pronto, la escasa luz que se filtraba se apagó, y se quedaron a oscuras—. Todo va bien —la tranquilizó el profesor—, no nos van a descubrir.
Effi asintió con un «ja» poco convencido.
—Es que… —balbució— ella soy yo… es tan raro…
—Lo sé, pero ahora nos iremos y tendrás tiempo de acostumbrarte a la idea. ¿Dónde estamos?
—En el trastero —respondió Effi, más calmada.
—¿Hay otra forma de salir de aquí?
—No… solo la puerta.
Al cruzar el umbral, otra vez ruido de pasos y voces.
—¿Hay alguna razón para que tú o Karl entréis aquí?
—No… creo que no… Aquí solo hay cosas que no usamos. Me parece que enseguida nos acostaremos.
—¿Recuerdas esta noche, lo que hicisteis? —le preguntó Lidia.
—Fuimos al cine, volvimos a casa y luego nos acostamos —contestó Effi, esforzándose por recordar.
—Perfecto —repuso el profesor—. Esperaremos a que os vayáis a la cama y luego nos iremos.
—Nos oirán abrir y cerrar la puerta —objetó Lidia.
—¿Quién ha hablado de puertas? —replicó él.
No tuvieron que esperar mucho. Antes de media hora, el piso estaba en silencio. Aguardaron media hora más por precaución y luego decidieron que había llegado el momento de irse.
—¿Karl se levanta por las noches? —preguntó Schlafen.
—A veces, no siempre —respondió Effi.
El profesor puso la mano en el tirador de la puerta y lo presionó hacia abajo, lentamente.
—Que el Árbol del Mundo nos proteja —imploró mirando en derredor.
En la casa no se oía ni una mosca. La débil luz de las farolas entraba por las ventanas.
—Quitaos los zapatos —susurró.
Andaban de puntillas, con sumo cuidado, y se detenían cada vez que el parquet crujía. Dos adultos y dos chicas moviéndose como si pisaran huevos, como si jugaran al escondite. Y, a dos metros, dormía la copia exacta de la mujer rubia que caminaba descalza y agazapada, como un gato. De no haber sido una situación tan dramática, habría sido una escena cómica.
—¿Qué es lo queda más lejos de vuestros dormitorios? —preguntó Schlafen en voz baja.
—La cocina —susurró Effi.
Lo que faltaba. Después de tanto esfuerzo, tenían que regresar al punto de partida.
Tardaron diez minutos en llegar a la cocina. Sintieron un gran alivio al notar bajo los pies el frío de las baldosas. Antes de llegar, dos crujidos del suelo de madera los habían obligado a detenerse. Por suerte, no despertaron a nadie.
El profesor entornó la puerta tras ellos, luego se dirigió rápidamente a la ventana. La abrió, y entró una bocanada de aire helado.
—Vamos a salir de aquí. Lidia, Sofía, necesitamos vuestra ayuda.
Ambas asintieron de inmediato. En cuanto cerraron los ojos, los respectivos lunares que tenían en la frente se encendieron; el de Sofía, con una luz verde y el de Lidia, con una luz cálida y rosada. Poco después, les salieron de los hombros enormes alas de dragón.
—Sofía, tú lleva a Effi —dijo el profesor—. Lidia me llevará a mí. Solo hasta la calle, luego nos dejáis en el suelo. Sé que no podríais llevarnos más lejos.
Las dos chicas asintieron.
Primero salieron Lidia y Schlafen, después Sofía y Effi.
—¡La ventana, Sofía! —advirtió el profesor.
Ella se detuvo en pleno vuelo, mientras el peso de Effi la impulsaba hacia abajo, e hizo un esfuerzo enorme para cerrar la ventana desde el exterior.
—No puedo, profe —se rindió al fin.
De pronto, un postigo se le escapó de las manos y se oyó un estrépito infernal. Sofía se asustó tanto que su vuelo perdió casi un metro de altura.
—¡Vete, deprisa! —gritó el profesor.
Lidia y Effi se alejaron.
La ciudad se extendía a sus pies, dormida bajo una gélida capa de nieve. Del cielo también caía nieve, leve e impalpable como la harina. El silencio era absoluto. Tomaron tierra junto a una estación de metro. Hacía un frío polar. Cuando llegaron abajo y sintieron el calor de los túneles, suspiraron aliviados.
No, aquello no iba a ser fácil.