—¡Schnell, están a punto de cerrar la taquilla! —exclamó Effi.
El tranvía chirrió tras ellos, alejándose de la parada de Isartorplatz.
El Deutsches Museum era inmenso. Según les había dicho el profesor, era el museo de la ciencia y la técnica más grande del mundo. Sofía se moría de curiosidad. Desde pequeña, siempre le había gustado estudiar los procesos técnicos. Era como mirar las tripas de las cosas; le fascinaba descubrir cómo funcionaban los grandes radiadores del orfanato, el secador de pelo o cualquier otro objeto de la vida cotidiana.
Solo la acompañaba Effi; habían decidido que era mejor así.
—Tenemos que quedarnos en el museo cuando cierren —había explicado el profesor—; si somos cuatro nos arriesgamos a que nos vean y eso sería demasiado peligroso.
Durante el trayecto, Effi y Sofía guardaron silencio; la chica iba con la cara pegada al cristal. La ciudad pasaba ante sus ojos, velada por esa lluvia fina que no quería irse. Múnich se le estaba metiendo dentro; era tan ordenada, tan… limpia. Le gustaba. En un momento caótico como el que estaba viviendo, el orden era una bocanada de aire fresco. La situación se había complicado tan deprisa que a duras penas era capaz de asimilar cuanto sucedía.
Effi cogió las entradas en la caja y Sofía la precedió por los amplios pasillos del museo. Aquel día no había muchos visitantes y los pocos que paseaban entre las obras expuestas parecían minúsculos en la inmensidad de las salas.
—Echamos un vistazo hasta la hora de cerrar y luego nos escondemos —propuso Effi.
Sofía se limitó a asentir. Se sentía como un guardaespaldas, lo cual no era de extrañar, ya que su misión consistía en proteger a Effi en caso de que apareciese Nida. Un cometido que la ponía nerviosa. Durante el último año sus poderes habían mejorado, pero Nida había sido capaz de matar a un Draconiano y no sabía si sería capaz de enfrentarse a ella.
Sofía recorría las salas, inquieta. La presencia de Thuban la presionaba bajo el esternón, dispuesta a salir cuando fuera necesario. Notó que el lunar de la frente se le empezaba a calentar.
—¿Qué quieres ver?
Sofía se sobresaltó.
—Estás en uno de los mayores museos del mundo, ¿no sientes curiosidad?
—Es que estoy preocupada —respondió la chica, algo picada. Al ver que Effi no la comprendía, añadió con cierta acritud en la voz—: Por los enemigos que pueden atacarnos.
—Oh… lo siento… pero no creo que ellos sepan nada del Señor de los Tiempos.
«Muy tranquilizador», pensó Sofía mirando cuanto la rodeaba.
—Quiero ir al planetario —dijo al fin.
—Oh, die Sterne… ¿te gustan? —Al ver la expresión perpleja de Sofía, Effi advirtió su error—: Quiero decir… las estrellas. ¿Te gustan las estrellas?
Subieron varios tramos de escaleras hasta llegar a una amplia terraza. Soplaba un viento recio y Sofía se cubrió la boca con la bufanda. Se quedó sin aliento al ver cómo se extendía la ciudad a sus pies, de la torre del Rathaus al campanario de la Frauenkirche, lugares que aún no había tenido ocasión de visitar, aunque el profesor se los había descrito desde el avión. Lo mismo había sentido en el barrio del Pincio, en Roma, solo que ahora ya no tenía vértigo y deseaba sobrevolar aquel mosaico de tejados rojos y oscuros, relucientes de lluvia.
Effi se apoyó en la barandilla, junto a ella.
—Es precioso, ¿eh? —dijo—. Siempre me ha gustado ver el panorama desde aquí. Me encanta mi ciudad.
En cambio, Sofía nunca se había sentido romana; tal vez porque pertenecía a una dimensión en que ni siquiera existía la Tierra. Pero comprendía que a Effi le encantase aquel lugar y estuviera orgullosa de él.
—Karl también adoraba esto. Sentía auténtica pasión por las estrellas —prosiguió Effi—. Veníamos a menudo al Deutsches Museum —suspiró, perdida en algún recuerdo doloroso— y pasábamos horas aquí arriba, mirando el cielo. En realidad, ¿qué te voy a contar? Tú eres de Roma, una ciudad mucho más bonita que esta.
—¿Has estado alguna vez? —preguntó Sofía.
—No. He estado dos veces en Toscana y una vez en la costa, en Rimini. Me gusta mucho Italia, por eso estoy aprendiendo italiano; hace cinco años que lo estudio. Pero nunca he ido a Roma.
Sofía siguió contemplando el panorama que tenía debajo. De pronto, se abrió la puerta del planetario.
—¡Ya empieza! —dijo Effi con una sonrisa.
Sofía no entendió nada, salvo la palabra Stern, repetida continuamente. Pese a ello, el espectáculo le gustó. En casa del profesor, a veces se detenía a mirar el cielo, pero la neblina solía empañarlo y las luces de los pueblos que bordeaban el lago le daban un color lechoso. Por eso le gustó verlo en todo su esplendor, aunque solo fuera una ilusión. Sofía se perdió entre estrellas y planetas e imaginó que, en vez de estar bajo la cúpula con una extraña, se encontraba en un lugar perdido, sola, contemplando aquella imagen maravillosa. Poco después, las luces se encendieron y volvió a la realidad, junto a Effi. Aún debían esperar veinte minutos allí dentro, hasta la hora de cerrar.
—¿Qué te parece si comemos algo? —propuso la mujer.
Sofía asintió. Eligió un apetitoso brezel cubierto de queso fundido y relleno. Desde luego, no era lo ideal para mantener la línea, pero decidió no preocuparse por ello.
—Feinschmeckerin —comentó Effi, e intentó aclarar—: significa que te gustan mucho, quizá demasiado, las cosas ricas…
—Ah, sí —repuso Sofía—, quieres decir que soy comilona.
—Tu lengua es difícil —se lamentó Effi, apoyando la mejilla en la mano.
La miró con ternura y Sofía intuyó que estaría recordando a Karl.
—Casi es la hora —anunció tras consultar el reloj—. Tenemos que escondernos.
Entraron en una sala situada cerca de la taquilla, donde vieron algo realmente espectacular: la estancia estaba llena de barcos expuestos. Cascos, proas, velas y timones desfilaron ante la mirada hechizada de Sofía. Era una exposición de veleros, barcos de vapor y todo tipo de embarcaciones; en algunas de ellas se podía entrar. Se quedó fascinada. Jamás había visto un barco y ahora, de repente, aparecían muchos ante sus ojos. Se sentía como si estuviera en la Isla del Tesoro, o en la película Piratas del Caribe; tuvo la impresión de que, en cualquier momento, Johnny Depp asomaría tras las jarcias de un buque. La voz de Effi la devolvió a la realidad. La sala estaba casi vacía.
—Por aquí —le dijo.
Anduvieron hasta una especie de siluro metálico enorme, un submarino. Sofía recordó el que tenía el profesor en la villa, tan gracioso y divertido, en forma de pez. En cambio, este tenía un aspecto amenazador. Sin lugar a dudas, lo habían diseñado para la guerra.
Tenía una apertura lateral. Effi miró en derredor y luego entró. Sofía permaneció inmóvil. El artilugio la inquietaba.
—¿No entras? —la llamó la mujer, asomando la cabeza por la plancha metálica.
Sofía tragó saliva. No tenía elección, de modo que se decidió a entrar.
Era un agujero repleto de tubos, palancas, manivelas y objetos que quitaban espacio y aire. Y que provocaban inquietud, obviamente. Sofía notó un fuerte olor a metal. Sus piernas le ordenaban salir de allí a toda prisa.
—Ahora tenemos que estar calladas y quietas unas horas.
—¡¿Unas horas?! —Sofía estaba al borde del desmayo—. ¿Y qué vamos a hacer aquí?
Effi rebuscó en su bolso y sacó dos libros, ambos en italiano.
—Uno para ti, otro para mí —sonrió.
Sofía aceptó una novela de género fantástico de un escritor italiano a quien no conocía. Una historia de piratas, en sintonía con el lugar donde se encontraban. Effi se quedó un libro más voluminoso y se sumergió de inmediato en la lectura.
—Ah, y cuando nos quedemos a oscuras… —dijo, y rebuscó de nuevo en el bolso.
—¿Quitan la luz? —exclamó Sofía, desesperada.
—Sí, claro, pero tenemos esto —respondió Effi mostrándole una linterna.
Tras un largo suspiro, Sofía miró la cubierta del libro. Al menos tenía algo para amenizar la espera.
Resultó más fácil de lo que creía. La novela era apasionante y enseguida la atrapó. El silencio la ayudaba a concentrarse; durante las dos primeras horas, oyeron de vez en cuando los pasos de los vigilantes, que hacían su ronda. Después se hizo el silencio más absoluto. Al llegar a lo mejor de la historia, a los capítulos finales, Effi cerró su libro.
—Ya es la hora —anunció.
Asomaron la cabeza con prudencia. La mujer miró en derredor con aire circunspecto; no había nadie. Las tenues luces de seguridad daban a la sala un aire mágico y misterioso. Las sombras dibujaban extrañas figuras en las paredes; las velas de las embarcaciones, débilmente iluminadas, parecían puertas a mundos fantásticos.
Tras asegurarse de que estaban solas, avanzaron. Trataron de no hacer ruido, pero sus pasos resonaban sobre el mármol. Andaban con cautela, entre vitrinas sumidas en la penumbra y objetos que Sofía jamás había visto tan de cerca. Cruzaron el museo dormido. En el silencio de la noche, daba la impresión de que los objetos expuestos cobraban una nueva vida. Las locomotoras parecían a punto de salir rumbo a metas lejanas; los coches eran monstruos durmientes, que solo esperaban una señal para activarse; los objetos aguardaban en los expositores. Sofía se sentía observada e invocó a Thuban. El lunar de la frente palpitó. Pero sabía que no era el enemigo. Era aquel lugar, reino de la ciencia de día, paraíso del misterio de noche. Todo lo que parecía claro e inocuo a la luz adquiría una dimensión de fantasía en la oscuridad. Los objetos inanimados cobraban vida.
Subieron al tercer piso y se adentraron en una sala no muy grande, llena de maquinarias muy complejas. Era la sala dedicada a los relojes. Había relojes de péndulo ricamente decorados, mecanismos con muchas ruedecillas, palancas y ruedas dentadas y un extraño cono multicolor. Gracias a sus conocimientos de inglés, Sofía averiguó que representaba la historia del universo, desde el Big Bang hasta nuestros días. Se quedó hipnotizada mirando los colores de la estructura, hasta que oyó un clic. Se volvió al instante y vio a Effi junto al reloj de péndulo. Acababa de abrirlo y ahora hurgaba en el mecanismo con una horquilla para el pelo.
—¡Quieta! —dijo Sofía corriendo a su lado—. Seguro que hay una alarma —susurró y le asió la muñeca.
—En este objeto no hay alarmas —sonrió Effi negando con la cabeza—. Me he informado muy bien. Confía en mí.
Sofía la observó mientras hacía girar las ruedas dentadas; manipulaba con cautela y decisión aquel mecanismo antiguo, delicado y maravilloso. Un nuevo clic; esta vez Effi dio un paso atrás. La pared situada tras el reloj se movió hacia delante, giró y dejó al descubierto un pasadizo secreto.
—Adelante —le dijo a Sofía, con una sonrisa triunfante, señalando el corredor oscuro.
Sofía avanzó unos pasos. Olía a cerrado, debía de hacer mucho tiempo que nadie ponía los pies allí. De pronto, se hizo la luz; Effi había encendido la linterna. El pasadizo era un corredor largo y recto, en sintonía con la arquitectura sobria del resto del edificio. Sofía observó un detalle: la pared de la derecha estaba decorada con un dibujo estilizado, en mármol verde y negro, que representaba dos animales enzarzados en una lucha feroz. Sus cuerpos, largos y sinuosos, ocupaban todo el pasillo. Las cabezas casi no se veían, pero Sofía comprendió que eran un dragón y un guiverno.
—¿Continuamos? —la incitó Effi después de adelantarla.
Sofía la siguió. Al cruzar el umbral, la puerta situada detrás de ellas se cerró. A Sofía le dio un vuelco el corazón.
—Tranquila, todo va bien —la calmó Effi, y siguió andando.
—¿Cómo es que te sientes tan segura? —preguntó Sofía con curiosidad—. ¿Por qué sabes tantas cosas?
—Porque las he investigado. Mi bisabuelo construyó este lugar para proteger al Señor de los Tiempos. Era un Guardián, igual que yo, y lo ocultó aquí dentro. Lo descubrí cuando encontré unos apuntes suyos en el desván de mi madre; en ellos describía con detalle este lugar.
Sofía empezó a jadear. No tenía claustrofobia, pero ese lugar la ponía nerviosa. Era tan estrecho que los hombros de Effi rozaban las paredes; Sofía también las tocaba con los brazos a cada movimiento. La linterna solo iluminaba breves tramos del pasadizo, que no era exactamente recto, como si lo hubieran construido con prisas. Por si fuera poco, había cientos de telarañas secas y tupidas, que crujían cada vez que Effi las rozaba sin querer con la cabeza.
Un sudor frío se apoderó de Sofía; solo deseaba salir de allí cuanto antes.
Al fin, aparecieron en la pared las cabezas del dragón y el guiverno; debajo vieron una segunda puerta, de madera. Estaba cerrada.
—¿Y ahora qué?
Effi sacó la horquilla y la metió por la cerradura. Sofía se preguntó dónde habría aprendido esa clase de trucos. No podía imaginar al profesor haciendo algo así; él era negado para la acción. En cambio, Effi se desenvolvía muy bien en aquella situación. La puerta se abrió enseguida y entraron en un espacio más amplio, aunque igual de asfixiante y repleto de telarañas. Una capa irregular de cal cubría las paredes y varios andamios de madera se alzaban desde el suelo. Vieron ante ellas el mecanismo gigantesco de un reloj. Había ruedas dentadas de unos dos metros de diámetro y otras diminutas como motas de polvo; era como estar dentro de la caja de un reloj de bolsillo. Todo se movía como si lo acabaran de engrasar, con un leve zumbido similar a la respiración de un ser vivo. Sofía se quedó sin aliento.
—Es el reloj del patio —anunció Effi—, no sé si lo has visto antes; el de los signos del zodíaco.
Sí, Sofía lo había visto. Era imposible no hacerlo. Tenía una esfera enorme, azul, con adornos y agujas de oro. Llevaba grabados todos los signos astrológicos.
Effi se colocó debajo del mecanismo.
—¿No es peligroso? —preguntó Sofía.
Daba la impresión de que las enormes ruedas podían triturar a una persona de la talla de Effi, o cuando menos arrancarle una mano.
—No te preocupes —repuso la mujer y se sentó en el suelo, con la nariz casi rozando una de las ruedas de perfil cortante.
Sofía se acercó a ella y vio cómo abría la palma de la mano. Dentro tenía una rueda dentada minúscula.
—La he cogido del reloj de péndulo que hemos abierto para entrar.
La cogió con la horquilla y comenzó a observar el mecanismo frunciendo el ceño.
—¡Es demasiado peligroso! —exclamó Sofía al intuir lo que iba a hacer su compañera.
—Sé cómo hacerlo.
—Si te equivocas, te vas a dejar una mano ahí.
—Es la única manera —replicó Effi, segura y resuelta—. Mira, ya está —añadió al averiguar dónde iba la rueda. Y se le alisó la frente.
Movía la mano con precisión, sin un solo temblor. Fue cuestión de un segundo. Metió la ruedecilla entre dos ruedas más grandes, justo en el punto donde se tocaban. Sofía contuvo la respiración hasta que la mujer apartó la mano del mecanismo infernal. El reloj se bloqueó un instante; luego, su sonido cambió. Un zumbido más agudo, casi estridente, y un tac. A continuación, la ruedecilla cayó al suelo, deformada por la presión de las ruedas grandes, y todo volvió a ser como antes.
—¿Has visto? —dijo Effi con una sonrisa, y se levantó.
Sofía respiró de nuevo.
En la pared lateral, algo había cambiado. Uno de los soportes de madera estaba abierto y mostraba una hornacina. Sofía se acercó lentamente. La linterna enfocaba algo que emitía un destello polvoriento.
—¡Es el Señor de los Tiempos! —anunció Effi, triunfante.