Se reunieron de nuevo en casa de Effi. El cielo seguía siendo gris, pero al menos había dejado de llover y no hacía tanto frío. Pese a ello, a Sofía no dejaron de castañetearle los dientes en todo el camino. En los túneles del metro se ahogaba de calor y luego, al salir a la calle, tiritaba bajo las ráfagas de aire helado que la invadían.
Effi no estaba mejor que el día anterior y el profesor decidió hablarle en alemán durante los primeros minutos.
—Ciertas cosas solo pueden decirse en la lengua materna —explicó.
A continuación se llevó a Effi y se encerró con ella en otra habitación, dejando a Lidia y a Sofía solas en la sala de estar.
—¿Hoy estás mejor? —preguntó Sofía con el mando a distancia en la mano; iba saltando de un programa a otro, pero todos eran incomprensibles. Cocinero preparando una receta. Zap. Anuncio de tonos para móviles. Zap. Deportes. Zap.
—Ayer estaba enfadada —respondió Lidia, algo ausente.
Se estaba produciendo una inversión de roles: Sofía, la más pesimista y desconfiada, animaba a la amiga fuerte y valiente, que nunca se rendía. Ninguna de las dos se sentía a gusto con el nuevo papel.
—¿Y tú no lo estabas? —añadió Lidia volviéndose hacia Sofía.
—Claro que sí; por eso sentí que no podíamos rendirnos.
—El profesor se puso en plan dramático…
—No lo dejaste terminar.
—A veces me sorprende que confíes tan ciegamente en él…
—¿Por qué? ¿Tú no te fías?
—Siempre me las he arreglado sola —repuso Lidia—. Y sí, él es nuestro guía y tiene más conocimientos que nosotras, pero también debemos ser capaces de actuar sin su ayuda.
Sofía miró unos instantes la televisión, pensativa. Lo cierto era que en Benevento habían tenido que resolver sus problemas solas y no les había ido tan mal.
—En cualquier caso —concluyó—, estoy segura de que el profesor encontrará una solución.
—Tiene que encontrarla —afirmó Lidia, perentoria.
El profesor Schlafen y Effi se quedaron un buen rato encerrados en la otra habitación. Un par de veces, Lidia se puso a escuchar detrás de la puerta.
—No hagas eso, por favor —la regañó Sofía sin demasiada convicción.
—No paran de hablar… no creía yo que al profesor le costaría tanto explicar la situación —dijo Lidia con la oreja pegada a la madera.
De repente, la puerta se alejó de su cabeza y estuvo a punto de chocar contra las piernas del profesor. Se puso roja como un tomate.
—¿Sentíais curiosidad, eh? —se burló el profesor.
Se sentaron todos a la mesa de la cocina y comieron lo que quedaba de la käsetorte. Además, Lidia y Sofía saborearon unas tazas de chocolate.
—Effi tiene una gran novedad —anunció Schlafen mirando a la mujer.
Ella titubeó un poco antes de comenzar a hablar en su italiano con fuerte acento alemán.
—Antes de conoceros ya empecé a intuir que la situación era grave, aunque no sabía nada de lo que… de lo que me ha contado Georg.
Sofía se quedó muy sorprendida. Hacía un año y medio que conocía al profesor y convivía con él y solo había oído ese nombre una vez, cuando sor Prudencia le presentó a Schlafen. Desde entonces siempre había sido el profe y nada más. Casi había olvidado su nombre de pila. Por eso le resultó extraño que lo pronunciase una extraña.
—Y como Karl lo era todo para mí… ahora me siento… Täterin…
—Culpable —tradujo el profesor.
—Culpable —repitió Effi—. Lo echo de menos y he pensado en una solución… extrema. Gracias a mis investigaciones, he descubierto la existencia de un objeto antiguo que nos puede ayudar —añadió y tomó aliento. Evidentemente la historia debía de ser larga y complicada—. Cuando Wyvern y Drachen lucharon, todos los seres humanos no habían decidido de qué lado estaban. Algunos prefirieron no tomar partido, ser…
—Neutrales —la ayudó el profesor.
—Exacto. Esos humanos solo querían que la guerra acabara de una manera u otra. Y tuvieron una idea. Cogieron madera del Árbol del Mundo y construyeron un… Stundenglas.
—Un reloj de arena.
Sofía pensó en Chico y Byo, el dúo de payasos a quienes conoció en el circo de Lidia; ellos también se quitaban las palabras de la boca. Aquella situación empezaba a ponerla nerviosa.
—Lo llamaban el Señor de los Tiempos —continuó Effi—. Quien lo poseía podía retroceder en el tiempo.
Lidia se echó hacia delante; Sofía también escuchaba con suma atención.
—Para esos humanos, era una especie de arma definitiva. Estaban seguros de que si los guivernos o los dragones cogían el Stundenglas, todo terminaría, de que unos u otros harían que todo volviera a los orígenes.
—¿Y les daba igual quién consiguiera el reloj de arena? —dijo Lidia—. Supongo que eran conscientes de que los guivernos perseguían fines malvados y los dragones no.
—Les daba exactamente igual —repuso Effi—. Para ellos, ambos tenían razón y ambos estaban equivocados. A nadie le importaba por qué luchaban. Solo deseaban la paz.
—¿Y cómo es posible que los guivernos manejaran un objeto fabricado con la corteza del Árbol del Mundo? —preguntó Sofía.
—Yo sé la respuesta —contestó el profesor—. Los guivernos no fueron creados malos. Al principio eran criaturas como las demás, ni buenas ni malas, y siguieron así durante muchos años. Por eso eran capaces de tocar el Árbol del Mundo y de aprovechar sus poderes. En cambio, Nidhoggr y sus fieles ya no pueden hacerlo. Los infinitos años de lucha y las atrocidades que ha cometido lo han marcado y corrompido hasta las entrañas y el Árbol ya no lo reconoce.
—Pero tú siempre has dicho que los guivernos eran malos… —replicó Lidia, confusa.
—Os he dicho que han cometido delitos, que se han rebelado, pero eso no significa que sean malos por naturaleza.
Sofía tuvo la impresión de que se abría un panorama distinto, con tonos menos definidos. Nunca había cuestionado la maldad de los guivernos, pero ahora descubría que no eran seres destinados al mal. Y, por alguna razón que no acertaba a comprender, aquello la inquietaba.
—Los Neutrales escondieron el Stundenglas en un lugar secreto —prosiguió Effi—; luego retaron a dragones y guivernos a encontrarlo. El primer resultado de esta idea fue una especie de tregua, ya que todos estaban muy ocupados buscándolo.
—¿Al final alguien encontró el reloj de arena? —preguntó Lidia.
—Die Drachen —asintió Effi—, concretamente Aldibah, el dragón que albergaba Karl en su interior.
—¿Entonces por qué no lo solucionaron todo? —Lidia se echó aún más hacia delante—. ¿Por qué no acabaron con los guivernos? Y pensar que después Nidhoggr casi logra destruir el Árbol del Mundo y que la guerra aún no ha terminado…
La mujer se pasó una mano por el cabello. Evidentemente le resultaba difícil explicar la situación.
—Cambiar el pasado no es fácil. Hay que tener en cuenta muchos factores… Cuando tocas algo, nunca sabes de qué forma cambiará. Por eso el Stundenglas es un objeto peligroso, al igual que lo es modificar el pasado. La historia tiende a repetirse; cambias una cosa para mejorar un hecho desagradable y acabas complicándolo todo… ¿Me comprendes?
—Effi quiere decir que todo acto tiene un precio difícil de prever —intervino el profesor—. Anular un hecho puede tener consecuencias inimaginables, incluso trágicas. El tiempo posee reglas inmutables. Es como un dominó cósmico, lleno de ramificaciones, imposible de controlar. Quitas una pieza y, al ser un entramado tan complejo, no sabes cómo afectará ese acto a la caída de las demás.
Lidia no parecía muy convencida.
—Los dragones lo intentaron —explicó Effi—. Aldibah trató de modificar el hecho que había causado la guerra, pero tal vez se equivocó, o tal vez no comprendía por qué se habían rebelado los guivernos… El caso es que cuando volvió al presente, la guerra proseguía, más sanguinaria que nunca, y los dragones iban perdiendo.
—Menudo chasco —dijo Lidia en voz baja.
—Entonces los dragones comprendieron que el objeto era peligroso, que no debían usarlo más, y se lo dieron a los Guardianes para que lo destruyeran.
—¿Y tú no te acordabas del reloj de arena, profe? —preguntó Sofía.
—No. Los Guardianes no recordamos todo nuestro pasado. Algunos datos suelen perderse al pasar de una generación a otra.
—El Guardián que debía destruirlo no lo hizo. Lo ocultó en un lugar secreto, tal vez pensando que un día podía resultar útil… Así, el secreto del Señor de los Tiempos pasó de generación en generación a todos los Guardianes. Y ellos, conscientes de su misión, siempre lo encontraban y lo escondían en un lugar seguro.
Se interrumpió, bajó la mirada y rascó nerviosamente con la uña un nudo de la madera.
Siguió un largo silencio. Todos miraban a Effi conteniendo la respiración.
—Así fue como llegó hasta mí —dijo al fin la mujer.
—Y… ¿aún lo tienes? —preguntó Lidia.
—Nunca lo he visto —respondió Effi, muy seria—, pero sé dónde está.
—¡Perfecto! —La chica dio una palmada sobre la mesa, exaltada—. Vamos allí, lo cogemos, cambiamos el pasado y evitamos la muerte de Karl.
—Es justo lo que iba a hacer cuando habéis llegado: ir a buscar el reloj de arena y cambiar los hechos.
—Esto lo resuelve todo… ¿o no? —inquirió Sofía mirando al profesor.
—Es posible. Pero no olvidemos lo que les sucedió a los dragones. No sabemos con exactitud qué le ocurrió a Karl: ¿encontró el fruto? ¿Investigaba por su cuenta y Nida lo siguió? Debemos tener mucho cuidado con lo que vamos a cambiar del pasado, porque solo tenemos una posibilidad. Cuando le demos la vuelta al reloj de arena, dispondremos de un tiempo limitado para llevar a cabo nuestro plan. Además, cada persona puede utilizarlo una sola vez en la vida, tras la cual este no será más que un objeto corriente en sus manos. En realidad, viene a ser un sistema de precaución contra quienes pretenden abusar de sus poderes.
—El problema es que ignoramos las consecuencias que puede acarrearnos el hecho de salvar a Karl —comentó Sofía.
—¿Qué consecuencias va a tener? —saltó Lidia—. Que Nidhoggr no va a ganar la batalla tan fácilmente. ¿Acaso no te das cuenta de lo que está en juego?
—Sofía tiene razón —replicó el profesor—. Ignoramos hasta qué punto cambiará el futuro nuestra intervención. Recuperaremos a Karl, pero eso podría causar daños peores, quién sabe… Es el precio que se paga por cambiar hechos que ya han sucedido. No me extraña que los dragones optaran por deshacerse del reloj de arena.
—Pero, si no salvamos a Karl —intervino Lidia—, sabemos perfectamente qué va a ocurrir: el Árbol del Mundo morirá.
—Es verdad. Por eso vamos a recurrir al Señor de los Tiempos. No tenemos elección.
—Bien, pues ya está decidido —dijo Lidia de mejor humor—. ¿Dónde está el reloj de arena?
—Está escondido en un lugar… libre de toda sospecha —respondió Effi.
Y, por primera vez desde que la conocían, los obsequió con una tímida sonrisa.