Sofía hundió las uñas en los brazos del asiento. Los motores rugieron al máximo; la espalda presionó con fuerza el respaldo mientras el asfalto de la pista y los edificios del aeropuerto desfilaban por la ventanilla.
Durante unos segundos interminables tuvo la impresión de que el avión nunca se elevaría. Avanzaba por la pista a trompicones y las alas ondeaban peligrosamente. Luego tuvo una sensación de vacío en el estómago y el suelo comenzó a alejarse. Ante sus ojos se abrió el verde pálido del mar de Fiumicino.
Sentado junto a ella el profesor Schlafen, imperturbable, leía el periódico.
—Aquí hay otro artículo sobre el chico —exclamó—. Lo han identificado; se llamaba Karl Lehmann.
Sofía estaba tan tensa que ni siquiera respondió.
—¿Has visto? —intentó tranquilizarla él—. Volar no es tan terrible, ¡mira qué vistas tan bonitas!
Sofía estaba blanca como el papel y sudaba a mares. Asintió, nerviosa, y forzó una sonrisa que más bien parecía una mueca.
Había superado el vértigo y controlaba los temblores cuando se asomaba a un balcón, pero estar más de una hora a diez mil metros de altura, metida en una especie de tubo de dentífrico, era más de lo que podía soportar.
—¿Qué tal el vuelo, Sofía? —le preguntó Lidia.
Ella balbució algo y se volvió hacia el otro lado, avergonzada. Una Draconiana, una magnífica criatura nacida para volar… que temía los aviones. ¡Era como si Batman durmiera con la luz encendida!
—Es normal que te preocupes —le dijo su amiga dedicándole una sonrisa de solidaridad—, es la primera vez…
—Para ti también es la primera vez, pero te veo muy tranquila.
—Eso no significa nada. Cada persona es diferente. Me he pasado media vida colgada de un trapecio, ¿cómo me va a dar miedo volar? Pero tú lo estás soportando muy bien.
Sofía tenía una relación muy estrecha con Lidia; había aprendido a reprimir el sentimiento de envidia que aparecía cuando se comparaba con ella, tan perfecta en cualquier situación. A Lidia, por su parte, le encantaba la tierna inseguridad de Sofía y, además, sabía que en caso de emergencia era capaz de activar recursos que ningún otro Draconiano habría podido imaginar.
Al principio a Sofía le entusiasmaba la idea del viaje. A veces el profesor le hablaba de su ciudad natal, Múnich, y ella la imaginaba como un lugar fantástico, que olía muy bien y en invierno se cubría de nieve. Le encantaba la idea de salir de Italia por primera vez en su vida; a decir verdad, tampoco había viajado mucho dentro de su país. Uno de los aspectos positivos de ser una Draconiana era el hecho de tener abiertas las puertas a un mundo más grande, que ahora comenzaba a explorar.
La preocupación empezó cuando el profesor entró en casa con los billetes de avión.
—Ya verás, volar es una experiencia maravillosa —le dijo, entusiasmado.
Pero eso no la convenció y llegó al aeropuerto de Fiumicino completamente aterrorizada. Y, cuando anunciaron un retraso por causas técnicas sin especificar, estuvo a punto de desmayarse.
Mientras se esforzaba por sonreír al profesor y a Lidia, en su cabeza veía el avión medio desmontado en la pista e imaginaba la conversación entre el piloto y el mecánico:
—Hay un problema en el ala.
—Pero ¿puede volar?
—Tal vez, con un poco de suerte…
—Pues entonces no hay problema. ¡Vamos a despegar!
Por si fuera poco, cuando por fin los dejaron embarcar, Sofía vio lo pequeño que era el avión. Casi no se veía en la pista entre tantos gigantes de colores que avanzaban en todas las direcciones.
—¡Es fantástico! —exclamó Lidia al bajar del autobús, a pie de pista.
Sofía puso los ojos en blanco y le rogó a Thuban, a Dios o a quien fuera que le diese fuerzas.
Llegaron a Múnich a última hora de la mañana, bajo un cielo gris y uniforme. Antes de aterrizar sobrevolaron la ciudad; el profesor contemplaba el panorama que se abría ante sus ojos, extasiado.
—¡Mira, eso es Marienplatz! Ese pináculo gótico tan imponente es el Neues Rathaus, el nuevo ayuntamiento. Las dos torres son los campanarios de la Frauenkirche, antiguo símbolo de la ciudad.
Schlafen siguió un buen rato así, señalando monumentos a tal velocidad que Sofía casi no podía seguir los movimientos de su dedo a través de la ventanilla.
Cuando aterrizaron lanzó un suspiro de alivio. Tenía los brazos y las piernas débiles y los oídos tapados. Sin duda se habría cansado menos si hubiera viajado a pie.
El aire era mucho más frío que en Roma y el cielo, una capa oprimente que jamás había visto en su ciudad. En esta, cuando el día amanecía nublado, el cielo era como un gran tapiz que incluía todas las gamas de azules y grises. En cambio, en Múnich parecía que alguien hubiera dado una mano de cal para tapar los colores. Y el olor también era insólito, una mezcla indescriptible y nueva para ella, que le hizo comprender de inmediato cuán lejos de casa se encontraba.
El profesor respiró a pleno pulmón y esbozó una sonrisa nostálgica.
—Huele a casa… —murmuró.
—¿Cuánto hacía que no venías? —le preguntó Lidia.
—Seis años. Cuando descubrí que era un Guardián, abandoné mi tierra natal para recorrer el mundo y buscar los frutos y a vosotras. Nuestra naturaleza y nuestra misión siempre requieren sacrificios.
Mientras se encaminaban hacia la parada de taxis, Sofía se abrochó bien el abrigo. Parecía que hubieran pasado directamente de la primavera al invierno.
Desde la ventanilla del coche, echó un vistazo a la campiña bávara. Tardaron casi una hora en llegar hasta los primeros edificios de Múnich. Evidentemente, el aeropuerto estaba muy lejos de la ciudad. Todo era muy distinto a su mundo. La señalización de las calles, con frases larguísimas e incomprensibles, las matrículas de los coches e incluso la forma de los edificios, con ventanas altas y austeras. También los nombres de las calles, escritos en caracteres góticos sobre placas azules. Le parecía imposible estar tan lejos de casa; las enormes diferencias entre su ciudad y Múnich le hicieron comprender lo grande y engañosa que podía ser la Tierra.
El taxi se detuvo ante una construcción blanca y cuadrada. El letrero decía Hostel no sé qué. El profesor pagó al taxista mientras Sofía miraba a su alrededor. Sonó una campanilla y vio pasar un tranvía azul y blanco, que cautivó su atención por un instante.
—¿Sofía? —la devolvió a la realidad Lidia.
Sofía sujetó la maleta con dos manos y se dirigió a la puerta del hotel.
—¿Qué te parece? —le preguntó su amiga mientras el profesor Schlafen se ocupaba de las formalidades con el chico guapo y simpático que estaba sentado detrás del mostrador.
—¿El qué?
—La ciudad. ¡Te quedas ensimismada mirándola!
—No lo sé… me siento muy rara aquí… es todo tan… diferente.
—Por eso es emocionante, ¿no? —sonrió Lidia.
Sofía se tranquilizó cuando entraron en su habitación. Era amplia y bonita, con tres camas individuales de madera clara, un cuarto de baño cómodo y un gran ventanal que daba a la calle, donde pasaban tranvías sin cesar.
—¿Te gustan los tranvías? —le preguntó el profesor a Sofía, al verla asomada a la ventana.
—Despiertan mi curiosidad —respondió ella—. Veo pasar muchos en esta ciudad.
—Podemos tomar uno para ir al entierro. Ir en tranvía es la mejor manera de disfrutar de la ciudad las primeras veces que uno viene de visita.
Claro. El entierro. Por eso habían ido a Múnich. Para averiguar qué le había ocurrido al joven. Ir a su entierro era un buen punto de partida.
Almorzaron en una especie de pub, donde servían especialidades de la región y todo tipo de cervezas.
El profesor estaba alegre como un niño. Charlaba con todo el mundo, desde el botones del hotel a los camareros, con quienes mantenía largas conversaciones en alemán. Estaba claro que echaba mucho de menos su tierra y que trataba de recuperar el tiempo perdido.
—Probad las weisswürst, las salchichas típicas de Múnich —sugirió, tras beber un sorbo de una jarra enorme de cerveza rubia—. Acompañadas de col y de un knödel de patatas, ¡están para chuparse los dedos!
—¿Vas a beberte todo eso? —preguntó Sofía, desconcertada.
—Cuando vivía aquí, casi bebía más cerveza que agua —explicó, encogiéndose de hombros—. Estamos acostumbrados. Además, esto solo es medio litro, poco para lo que se suele consumir aquí. Pero es mejor ir acostumbrándose despacio.
Sofía siguió el consejo del profesor, pero le costó soportar el olor de la col y dar el primer mordisco a esas salchichas blancas sumergidas en agua. Sin embargo, sus temores enseguida se disiparon. No estaba acostumbrada a esos sabores, pero le gustaban, y el brezel que comió entre bocado y bocado estaba exquisito.
El local era muy típico: bancos de madera, los cubiertos metidos en jarras de cerámica… Todo tenía un aire a refugio de montaña de otra época.
—Nosotros, los bávaros, siempre hemos tenido algo de montañeses —bromeó el profesor, como si le hubiera leído el pensamiento.
Por fin Sofía empezaba a sentirse a gusto.
El viaje en tranvía fue muy agradable. El profesor tenía razón. El que cogieron tenía unas ventanillas enormes y las dos chicas se pusieron delante, con las manos y la cara pegadas al cristal. La ciudad pasaba por delante de ellas despacio; vieron barrios elegantes, calles ordenadas, largas filas de árboles sin hojas y edificios austeros.
Para Sofía, Múnich era una ciudad, por así decirlo, seria. Pero tenía una seriedad refinada y compuesta, que infundía una sensación de calma. La gente hablaba en voz baja y andaba tranquilamente por la calle; los coches avanzaban disciplinados. Nada que ver con el caos que transmitía Roma. Una señora que acababa de subir al tranvía cruzó su mirada con la de Sofía y le sonrió. Ella le devolvió la sonrisa tímidamente y enseguida apartó la mirada.
Pronto llegaron al cementerio. Era una especie de mausoleo redondo; a Sofía le recordó el Panteón de Agripa de su ciudad. La chica se subió la solapa del abrigo. Hacía frío, pero no era únicamente eso. Solo había estado una vez en un cementerio, en Roma, y la imagen de los pequeños nichos apilados en grandes estructuras de cemento, cada uno con su lápida funeraria, le produjo una sensación de angustia y opresión de la que luego le costó mucho desprenderse.
Notó que Lidia le pasaba el brazo por encima de los hombros.
—¿Malos recuerdos?
Sofía sacudió la cabeza.
—Solo he pisado una vez un cementerio y estuve de paso. Nunca he ido a visitar a ningún pariente —comentó. Bajó la mirada, teñida de melancolía al recordar los años del orfanato—. ¿Y tú?
Lidia se pasó la mano por la melena negra y se dejó caer un mechón en la cara, como si quisiera proteger la intimidad de sus sentimientos.
—Mi abuela. Su entierro es uno de los recuerdos más intensos que conservo. Descansa en un pequeño cementerio de montaña. Estábamos en esa zona con el circo cuando sucedió. Me gusta pensar que está contenta allí arriba, contemplando el panorama de las montañas y escuchando cómo cae la nieve en invierno.
Sofía le apretó con fuerza la mano y Lidia le sonrió dulcemente. Luego ambas siguieron al profesor al otro lado de la verja.
Era igual que en las películas: caminos ordenados, flanqueados por plantas y flores, pequeñas cruces de metal colocadas en fila, clavadas en un césped muy verde y cuidado, cada una de ellas con una placa metálica, en la que habían escrito el nombre del difunto y las fechas de nacimiento y muerte. De vez en cuando alguna tumba imponente interrumpía la monotonía de las filas regulares; construcciones monumentales rematadas con preciosos ángeles de alas extendidas, rocas de piedra muy bien decoradas, a la sombra de las ramas de los árboles.
No era lo que se dice un lugar alegre, pero tampoco era tan terrible como Sofía imaginaba. Allí dentro se respiraba paz; se sintió lejos de la sensación de hacinamiento que le habían transmitido los nichos del cementerio de su ciudad, los «hornillos», como los llamaban los romanos.
Dar con el entierro no resultó fácil. No había casi nadie; solo un cura de maneras afables y una señora de unos cuarenta años, vestida de negro, con un abrigo muy elegante. Había una pequeña fosa, la caja y nada más. Sofía empezó a sentir una profunda angustia. Karl Lehmann había muerto a los trece años y, presumiblemente, su breve estancia en la Tierra debía de haber pasado desapercibida. No había tenido tiempo de hacer amigos; evidentemente, no le sobraba el afecto. Igual que a ella y a Lidia. ¿Quién iría a su entierro? Hacía casi dos años que no veía a sus compañeros del orfanato; pasaba su tiempo libre buscando los frutos, unas veces encerrada en la villa de Castel Gandolfo y otras viajando por Italia detrás de alguna pista. No había espacio para amigos que no fuesen Lidia o Schlafen. No tenía vínculos con el mundo. El destino de la Tierra y la humanidad dependían de ella y, sin embargo, pasaba por la vida tan ligera como una hoja de otoño. Por primera vez Sofía pensó que Karl debía de ser un Draconiano. Reconocía la soledad de su existencia; en la tristeza de su final percibía un destino común, del cual había estado muy cerca en una ocasión.
El cura dijo algo que ella, obviamente, no entendió. El profesor respondió a un par de invocaciones mientras ella observaba a la única espectadora de la triste ceremonia: la mujer de negro.
Era alta y delgada; llevaba poco maquillaje, solo un carmín escarlata en los labios contraídos, como si estuviera conteniendo las lágrimas. Trataba de mantener cierta serenidad, pero se notaba que estaba rota de dolor. Llevaba el pelo rubio recogido en una trenza prieta, que sobresalía de una boina de lana negra. De vez en cuando, un sollozo le agitaba levemente el pecho. ¿Quién era? ¿La madre de Karl? Sin duda sería el punto de partida de su investigación; era la única persona a quien podían pedir información sobre el chico.
Bajaron la caja poco a poco, mientras una llovizna fina y gélida comenzaba a humedecer el césped.
La mujer de negro arrojó una rosa blanca sobre la caja y lanzó un beso en dirección a la fosa. Esperó a que cubrieran el hoyo y luego se dispuso a abandonar el cementerio.
El profesor abrió el paraguas.
—Esperadme aquí —les pidió a Lidia y a Sofía antes de echar a andar hacia la mujer.
Las chicas lo vieron hablar con ella, cubrirla con su paraguas y tocarle ligeramente el brazo con un gesto fraternal.
—¿Crees que era uno de los nuestros? —le preguntó Sofía a Lidia.
—A juzgar por la multitud del entierro… es posible.
—Si es así, esto va a ser nuestro fin…
—Enseguida lo sabremos —dijo Lidia señalando al profesor y a la mujer rubia, que avanzaban hacia ellas.
—Vamos a hablar a algún lugar resguardado de la lluvia —sugirió el profesor Schalfen al pasar junto a las chicas caminando en dirección a la salida.
Sofía y Lidia lo siguieron.