Prólogo
Era una gélida noche de febrero. Soplaba un viento cortante, que barría la plaza desierta.
En el cielo no brillaba la luna. Solo una capa de nubes bajas y densas. Las farolas proyectaban una luz tétrica sobre los adoquines de la calle. En la fachada del Rathaus, entre los frisos góticos y las gárgolas, se reflejaban sombras inquietantes. Aquella noche Marienplatz tenía un aspecto extraño.
Karl, quieto en medio del espacio vacío, se cerró la solapa del abrigo con una mano enguantada. Estaba en casa, en su ciudad, el lugar donde había vivido los trece años de su breve existencia. Pero Múnich mostraba una cara que no reconocía. Ella estaba ahí, frente a él. Alta, esbelta, bellísima. A pesar del frío, solo llevaba una camiseta blanca de corte masculino, que le dejaba los hombros, bien torneados y ligeramente musculosos, desnudos bajo las ráfagas de viento. Un pantalón de piel negra le ceñía las piernas largas y delgadas y se metía dentro de un par de botas militares. Llevaba el pelo rubio cortado en media melena y tenía pecas en el rostro. Habría podido parecer una chica inofensiva, algo punk, pero la expresión de su cara y, sobre todo, las llamas negras que le envolvían la mano derecha, indicaban algo muy distinto.
Karl cerró los ojos un instante; luego lo sintió. Aldibah, el dragón que albergaba en su interior. Era una presencia que había aprendido a percibir desde su más tierna infancia.
En la espalda le aparecieron unas grandes alas azules, que se hincharon con el viento.
Cuando alzó los párpados, sus ojos ya no eran azul claro; eran amarillos y la pupila era una línea muy fina, como la de los reptiles.
—Dame el fruto —dijo con voz firme, tratando de simular una seguridad que no tenía.
Nida sonrió, sarcástica. Con la mano izquierda asía los cordones de una bolsa de terciopelo que contenía algo esférico. Karl había podido entreverlo un instante, antes de que ella lo metiera en la bolsa. Era un globo azulado, envuelto por remolinos que abarcaban todos los matices del color azul. El poder beneficioso que emanaba del objeto lo reconfortaba, le daba fuerzas. Pero ahora lo sentía de un modo mucho más débil. La bolsa de terciopelo debía de aprisionar sus poderes.
—Claro, está aquí, es para ti. ¿Por qué no vienes a cogerlo? —repuso la chica en tono desafiante.
Karl alzó el vuelo y, en ese mismo instante, su brazo derecho se transformó en la garra de un dragón azul. Se lanzó sobre Nida, pero, cuando tocó el suelo, ella ya se había apartado. Ahora estaba detrás de él, la percibía. Se volvió muy rápido, de nuevo en posición de ataque.
No tuvo tiempo de reaccionar; un rayo azul salió de su garra, surcó el aire y rodeó la columna situada en el centro de la plaza.
La estatua dorada que se erguía en lo alto de esta se estremeció y, en un instante, la base quedó congelada. Pero Nida esquivó el golpe con agilidad; ahora miraba a Karl montada en una gárgola que, con sus fauces abiertas, parecía reírse de él.
—No estás a mi altura —comentó con una risa despectiva.
—Eso es lo que tú crees —masculló Karl entre dientes y, sin vacilar, lanzó una ráfaga de rayos congelantes contra la silueta flexible de la chica.
Ella los esquivó uno a uno, grácil como una bailarina. Pese a todo, el último rayo, el más fuerte, dio en el blanco. Los pies de la joven quedaron cubiertos por una gruesa capa de hielo, que la dejó clavada en el suelo y le impidió huir. Al instante, Karl se abalanzó sobre ella, la golpeó con sus garras y la obligó a soltar la bolsa. Esta cayó al suelo, tintineó y rodó un par de metros. El chico fue a cogerla, pero Nida consiguió extender el cuerpo hacia él, lo agarró por las caderas y lo inmovilizó.
La sonrisa feroz que se dibujó en la cara de la joven fue lo último que vio Karl antes de vislumbrar el aspecto real de Nida. En un momento, su rostro delicado se deformó en el hocico de un reptil, sus labios suaves se abrieron en una mueca demoníaca, con dos hileras de dientes afilados como puñales. La piel se volvió fría y escamosa; de pronto, ardió entre una hoguera de llamas negras que los envolvió a ambos.
No dejes que su aspecto te impresione. Solo quiere asustarte.
Karl se concentró en las palabras de Aldibah y tuvo fuerzas para reaccionar; golpeó a su adversaria en un brazo, consiguió liberarse y se alejó del peligro. Sin embargo, el ataque había tenido sus consecuencias. Sentía cómo cada fibra de su cuerpo gritaba de dolor y le faltaba el aliento.
Aguanta, puedes hacerlo. No estás solo…
Ahora la voz de Aldibah era más débil.
Oyó a Nida avanzar despacio; sus pasos amortiguados sobre los adoquines de la plaza se acercaban por momentos. Pero fue incapaz de moverse. Las quemaduras que le habían provocado las llamas le dolían muchísimo. Abrió los ojos y vio que la piel azul de su garra estaba resquebrajada y manchada de negro. Al final, los pasos se detuvieron. Karl alzó la mirada. Nida estaba sobre él. Sonreía. La misma sonrisa diabólica que esbozó al principio del enfrentamiento. Karl intentó atacar de nuevo, pero sus garras quedaron inertes en el suelo.
—Patético —siseó ella.
De repente, un dolor sordo estalló bajo la mandíbula de Karl y sus ojos echaron chispas plateadas. Nida le había dado un puntapié muy fuerte. Cayó de espaldas y el contacto con la piedra helada le produjo escalofríos.
—Se acabó, mocoso —se burló Nida, triunfante, poniéndole un pie sobre el pecho.
Luego se puso seria y cerró los ojos. Karl notó una vibración debajo de la espalda. Era una especie de terremoto, algo que vibraba en la tierra, como si un animal inmenso estuviera resucitando debajo de la plaza y tratara de apartar piedras y edificios.
Karl miró el Rathaus y vio lo inimaginable: en el lado derecho de la fachada, en la parte inferior, había un pequeño dragón de plomo. Lo conocía perfectamente; Effi siempre lo señalaba cuando pasaban por allí: «Como ves, los dragones han dejado su rastro por todas partes. Los hombres nunca los han olvidado, por eso los incluyen en sus obras de arte».
Aquel dragón fascinaba a Karl. El chico siempre lo observaba con interés cuando paseaba delante del ayuntamiento. A veces imaginaba que, de noche, el animal cobraba vida y recorría la plaza, pero solo era una fantasía estúpida e infantil. Sin embargo, ahora el dragón se movía de verdad. Karl vio cómo meneaba la cola, fruncía el hocico y olfateaba el aire. Por último, vio que lo miraba.
Sus ojos no tenían nada de tranquilizadores y lo observaban con maldad.
Bajó aprisa por la fachada mientras otras criaturas del edificio iban cobrando vida. Las gárgolas se desvinculaban de la piedra y estiraban sus extremidades, como si quisieran desentumecerlas tras siglos de inactividad. Luego se agarraban como arañas a los pináculos. El Rathaus se había convertido en un terrible hormiguero de figuras, que bajaban por sus paredes e invadían la plaza como insectos.
Karl trató de levantarse del suelo con las pocas fuerzas que le quedaban, pero el pie de Nida no se desplazó ni un milímetro. Tenía el cuerpo envuelto en llamas negras, que ahora le rozaban el pecho y lo ceñían con una presión gélida.
Karl gritó, pero nadie podía responder a su petición de ayuda. A esas horas de la noche y con tanto frío, no se veía un solo transeúnte. Solo el gris despiadado de un cielo sin luna, muy cerca de su cabeza.
De pronto, Nida abrió los ojos y sonrió, victoriosa.
—¡Adiós! —exclamó, y dio un salto imposible para cualquier ser humano normal.
Karl intentó incorporarse, pero el último ataque lo había dejado sin fuerzas. Empezó a arrastrarse por el adoquinado mientras las alas de la espalda desaparecían y sus brazos volvían a ser sonrosados y regordetes, propios del muchacho que era. Aún le dio tiempo a ver cómo Nida recogía la bolsa del suelo y se dirigía rápidamente hacia la Kaufingerstrasse.
Después el ejército de gárgolas arremetió contra él y todo se desvaneció en el hielo y el silencio.