Capítulo veintidós
Este partido está en la nevera

Todos somos fracasados…, al menos los mejores.

J. M. BARRIE

Tal vez tendría que haber puesto punto final a mi trayectoria mientras los seguidores nos aclamaban y el confeti caía, pero la vida nunca está tan programada.

Tuve mis reservas a la hora de seguir en activo durante la temporada 2010-11. En primer lugar, la rodilla derecha me causaba problemas y estaba deseoso de entrar en el quirófano para que me implantaran una prótesis. En segundo lugar, aunque continuaría la mayor parte del núcleo del equipo, probablemente perderíamos a varios jugadores clave, sobre todo a los bases Jordan Farmar y Sasha Vujacic, que se convertirían en agentes libres. Sabía que sería muy difícil reemplazarlos. En tercer lugar, tenía el anhelo secreto de librarme del agotador calendario de viajes de la NBA y de la presión de estar constantemente expuesto al público.

Durante las finales de la Conferencia Oeste, almorcé en Phoenix con el doctor Buss para hablar de la próxima temporada. Comentó que las negociaciones contractuales con el sindicato de jugadores no iban bien y que suponía que los propietarios declararían el cierre patronal una vez concluida la temporada 2010-11. Eso significaba que los Lakers debían tomar medidas urgentes para recortar gastos. Añadió que los dueños de otros clubes se habían quejado de mi salario, ya que las condiciones de mi contrato los obligaban a pagar más a sus entrenadores. Vayamos al grano: si decidía quedarme, mi sueldo se reduciría.

Contesté que respondería en julio. Como es obvio, sabía que me costaría decir que no a Kobe y a Fish en el supuesto de que ganásemos las finales. Poco después de nuestro triunfo ante los Celtics, ambos me enviaron suplicantes mensajes de móvil en los que me pedían que me quedase para «volver a conquistar un triplete».

Negocié un acuerdo por un año con el doctor Buss y me puse a trabajar con Mitch Kupchak en la preparación de la nueva plantilla. Puse a la campaña el nombre de «último desafío», definición que, ay, fue un modo bastante acertado de describir esa triste temporada.

Tuvimos que reemplazar cerca del cuarenta por ciento de la plantilla de la temporada anterior. Además de decir adiós a Jordan y a Sasha, que a mediados de diciembre serían traspasados a los Nets, perdimos al pívot reserva Didier Ilunga-Mbenga, así como al alero Adam Morrison y al ala-pívot Josh Powell. Los sustituimos por una mezcla de jugadores veteranos y jóvenes, los más prometedores de los cuales eran el alero Matt Barnes y el base Steve Blake. Barnes se lesionó la rodilla y no jugó casi un tercio de la temporada, mientras que hacia el final Blake cogió la varicela, lo que redujo sus minutos de juego en los play-offs. Por si eso fuera poco, Theo Ratliff, el pívot de treinta y siete años que incorporamos como suplente de Andrew Bynum, se lesionó y no pudo jugar muchos minutos. De todas maneras, nuestros hombres altos no me preocupaban. Lo que me inquietaba tenía que ver con la falta de juventud y de energía del equipo. Jordan, Sasha y Josh pinchaban constantemente a los veteranos para que incrementasen el nivel de energía. Perderlos suponía que nuestros entrenamientos no serían tan intensos como antes, lo cual no auguraba nada bueno.

La rodilla derecha de Kobe fue otro de los problemas. En vacaciones se había sometido a otra artroscopia y luego comentó que su rodilla había perdido tanto cartílago que los médicos le informaron de que era «casi hueso sobre hueso». Siguió teniendo problemas para recuperarse después de los partidos y de los entrenamientos intensos, por lo que redujimos su tiempo de práctica la víspera de los partidos con la esperanza de que el descanso adicional acelerase la recuperación. Esa situación también redujo la intensidad de los entrenamientos y, lo que es todavía más importante, aisló a Kobe de sus compañeros, con lo cual, entrada la temporada, se generó un vacío de liderazgo.

Pese a esos problemas, el equipo tuvo un saludable inicio de 13-2 y parecía estar bastante fuerte hasta que, el día de Navidad, los renovados Miami Heat, liderados por LeBron James, nos aplastaron por 96-80. Justo antes del partido del All-Star emprendimos una gira que concluyó con tres perturbadoras derrotas ante Orlando, Charlotte y Cleveland.

En el partido contra los Cavaliers, en esas fechas el equipo peor clasificado de la NBA, Kobe tuvo problemas de faltas luchando con el escolta Anthony Parker y Ron Artest intentó salvar la situación, pero cometió una sucesión de errores que, hacia la mitad del encuentro, nos llevaron a perder por cinco puntos. Kobe y Fisher estaban muy descontentos. Dijeron que no entendían qué intentaba hacer Ron, sobre todo en la pista, ya que dificultaba la organización de un ataque cohesionado.

Durante la pausa del All-Star convoqué una reunión y hablamos de las diversas maneras de volver a encarrilar el equipo. Chuck Person, el nuevo entrenador asistente, propuso que probásemos un sistema defensivo que, según aseguraba, nos ayudaría a protegernos de nuestro viejo coco, los bloqueos y continuación, y de paso reforzaría nuestros lazos como equipo. El sistema era contrario al sentido común y exigía que los jugadores desaprendieran gran parte de las jugadas defensivas que practicaban desde su época en el instituto. Algunos entrenadores asistentes consideran arriesgado incorporar en plena temporada un enfoque radicalmente distinto como aquel, pero pensé que intentarlo merecía la pena.

La pega principal consistió en que, debido a los problemas de rodilla, Kobe no tendría suficiente tiempo para practicar el nuevo sistema con el equipo. Me convencí de que no era un obstáculo excesivamente importante. Kobe aprendía deprisa y era muy hábil a la hora de adaptarse a situaciones desafiantes. Comenzamos a probar el sistema en los partidos y con frecuencia se enfadó con sus compañeros y les dio instrucciones que se contradecían con lo que habían practicado. Más adelante esa desconexión nos fastidiaría.

De todas maneras, al principio el nuevo sistema funcionó y después de la pausa del All-Star tuvimos una racha de 17-1. A principios de abril perdimos cinco encuentros seguidos, incluido el enfrentamiento con el que supuestamente era el mejor equipo de bloqueo y continuación de toda la liga: los Denver Nuggets. Para mantener el segundo puesto de la conferencia nos vimos obligados a ganar el último partido de la temporada…, contra Sacramento y en la prórroga. No era la primera vez que sufríamos bajones al final de la temporada y, a pesar de todo, nos habíamos alzado con el triunfo, pero en esa ocasión todo fue distinto. No tendríamos que estar luchando tanto a esas alturas del calendario.

No sirvió de mucho que nuestros contrincantes en la primera ronda de los play-offs fuesen los New Orleans Hornets, cuyo base estrella, Chris Paul, apenas tuvo dificultades para romper nuestro sistema defensivo y causar estragos por toda la pista. Los Hornets también contaban con Trevor Ariza, un antiguo Laker que estaba empeñado en demostrar lo mucho que nos habíamos equivocado al prescindir de sus servicios. Lo hizo muy bien, creando problemas defensivos a Kobe y anotando varios triples clave. Casi sin que nos diéramos cuenta, los Hornets se hicieron con el primer partido en Los Ángeles por 109-100 y tuvimos que luchar denodadamente para adelantarnos en la serie por 2-1.

Los Hornets no fueron nuestro único obstáculo. Tras el entrenamiento del sábado, antes del cuarto partido, Mitch se reunió con cada uno de los miembros de mi equipo técnico y les comunicó que sus contratos, que finalizaban el 1 de julio, no serían renovados. Me refiero a todos los entrenadores asistentes, los preparadores físicos, los masajistas, los instructores de peso y de forma y el responsable de los equipos, es decir, todos salvo el preparador atlético Gary Vitti, que tenía contrato por dos años. Dada la perspectiva del cierre patronal de la NBA, Mitch quería darles tiempo para que buscaran otro trabajo. El momento de hacer ese anuncio, en medio de la reñida serie de la primera ronda, ejerció un efecto destructivo no solo en el personal técnico, sino en los jugadores.

Como si con eso no bastase, esa madrugada el rookie Derrick Caracter fue detenido porque presuntamente agarró y zarandeó a la cajera de un International House of Pancakes, por lo que fue acusado de agresión, de embriaguez en lugar público y de desacato a la autoridad. El domingo fue puesto en libertad bajo fianza y no fue acusado, pero tampoco jugó el cuarto encuentro, que los Hornets ganaron, con lo cual la serie quedó empatada a dos.

Analizábamos en grupo los vídeos de los partidos cuando notamos que Chris Paul esquivaba la defensa y obligaba a uno de nuestros pívots a cambiar de posición y marcarlo, que era exactamente lo que pretendía.

Apagué el reproductor y pregunté:

—Bien, chicos, ¿qué opináis? Da la sensación de que nuestra defensa está totalmente confundida. No sabemos lo que queremos. Eso significa ponernos en sus manos.

Fish fue el primero en contestar:

—Hay algo que va mal. Sé que hemos tenido muchos problemas y que algunos habéis estado lesionados, puede tener que ver con nuestra actitud o con nuestra falta de concentración, pero algo no va bien.

Tras oír esa respuesta, cogí una silla, me senté ante los jugadores y les hablé de un problema personal con el que luchaba desde hacía dos meses, problema que evidentemente habían captado a nivel energético y no verbal: en marzo me habían diagnosticado cáncer de próstata. A lo largo de las semanas siguientes me dediqué a pensar cuál era el mejor camino a seguir. Al final, decidí esperar a que pasasen los play-offs para operarme, ya que mi médico me aseguró que, al menos de forma transitoria, controlaríamos con medicación la evolución del tumor.

—Ha sido una época difícil para mí —reconocí. Chicos, no sé si ha influido en mi capacidad de daros el ciento por ciento de lo que estoy acostumbrado a ofreceros. Reconozco que ha habido momentos en los que he estado más retraído que de costumbre.

Mientras hablaba se me cayeron las lágrimas y me pareció que los jugadores se sentían conmovidos. Pensándolo bien, no sé si tomé la decisión adecuada. Decir la verdad nunca es un error, pero puede tener graves repercusiones. El momento oportuno también es importante. Me pregunté si mi confesión uniría al equipo o solo conseguiría que los jugadores se compadeciesen de mí. Nunca antes me habían visto tan vulnerable. Para ellos era el «tío zen», el hombre que estaban seguros de que siempre mantendría la calma pese a estar sometido a presión. ¿Qué pensarían a partir de ese momento?

En retrospectiva, tendría que haber previsto lo que sucedió después. Nunca había visto a uno de mis equipos desplomarse de forma tan pavorosa y escalofriante. Al fin y al cabo, el equipo volvía a estar en modo campeonato y en los dos partidos siguientes nos deshicimos de los Hornets. Quedé tan impresionado por su rendimiento en el sexto encuentro que declaré a los periodistas que, en mi opinión, esa escuadra tenía «el potencial para ser tan buena como cualquier otro equipo de los Lakers que he entrenado».

De más está decir que me adelanté a los acontecimientos.

No se debió a que nuestros siguientes adversarios, los Dallas Mavericks, representaran una gran amenaza. Se trataba de un talentoso equipo de veteranos que había finalizado la temporada con el mismo balance que nosotros: 57-25. En el pasado siempre los habíamos dominado y en marzo los habíamos vencido sin dificultades, lo que nos permitió conquistar la serie de tres partidos de la temporada regular por 2-1 y contar con la ventaja de pista en los play-offs.

Sin embargo, los Mavericks nos crearon problemas graves de emparejamiento. Ante todo, no contábamos con nadie capaz de seguir el ritmo de José Juan Barea, el menudo y veloz base que, al igual que Chris Paul, fue muy hábil a la hora de superar nuestra defensa. Albergábamos la esperanza de que Steve Blake, más ligero y ágil que Fish, se convirtiese en nuestro tapón defensivo, pero después de haber pasado la varicela no estaba en condiciones de correr. En segundo lugar, los Mavericks se las apañaron para contener a Kobe con DeShawn Stevenson, escolta sólido y musculoso, y prácticamente neutralizaron a Andrew Bynum con el dúo de pívots formado por Tyson Chandler y Brendan Haywood. Además, como Barnes y Blake no estaban en plena forma, nuestro banquillo tuvo dificultades para enfrentarse a la segunda unidad de los de Dallas, sobre todo al sexto hombre Jason Terry, devastador desde la zona de triples.

Una de las mayores decepciones tuvo que ver con la actuación de Pau, que en el pasado se había desempeñado bien contra los Mavericks. Los árbitros permitieron que Dirk Nowitzki, ala-pívot de los de Dallas, empujase a Pau y le impidiera ocupar firmemente la posición de poste, lo que nos causó muchos problemas a la hora de atacar. Insistí a Pau para que luchase, pero se debatía con un grave problema familiar y no estaba concentrado. Como no podía ser de otra manera, los medios de comunicación se inventaron explicaciones para justificar el rendimiento menos que estelar de Pau, incluidos cotilleos como que había roto con su novia y había tenido una disputa con Kobe, nada de lo cual era cierto. De todas maneras, los rumores perturbaron a Pau e influyeron en su concentración.

El primer encuentro fue un misterio para mí. De buen principio dominamos y en el tercer cuarto llevábamos lo que consideré una sólida ventaja de dieciséis puntos. Repentinamente y sin saber por qué, dejamos de jugar tanto en defensa como en ataque y la energía pasó a los Mavericks. Hacia el final del último cuarto todavía teníamos posibilidades de ganar pero, de forma nada característica, perdimos varias oportunidades de definir el partido. A cinco segundos del final los Mavericks ganaban por un punto cuando Kobe tropezó intentando esquivar a Jason Kidd y el pase de Pau se le escapó. A continuación hicieron falta a Kidd, que encestó uno de los tiros libres, y Kobe falló un triple abierto en el mismo momento en el que sonaba la bocina. Los Mavericks ganaron por 96-94.

En el segundo encuentro la situación fue de mal en peor. Salimos con fuego en la mirada, pero no tardó en apagarse. Los Mavericks no vencieron debido a la brillantez de su juego, que no existió, sino a que nos superaron en agresividad y se las apañaron para aprovechar nuestras jugadas defensivas en cámara lenta. La gran sorpresa la dio Barea, que estuvo prácticamente imparable y, sin esfuerzo, superó con gran habilidad a los defensores para conseguir doce puntos (equivalente al total de nuestro banquillo) y cuatro asistencias. Nowitzki superó fácilmente a Pau y anotó veinticuatro puntos, que contribuyeron a la victoria de los Mavericks por 93-81. En los últimos segundos del encuentro, Artest estaba tan frustrado que se colgó de Barea, que intentaba presionarle en defensa, actitud que le valió un partido de suspensión. No tuvo una de sus mejores noches.

La ausencia de Artest nos dolió pero no resultó catastrófica. En el tercer partido lo sustituimos por Lamar y llevamos a cabo un esfuerzo concertado para mover el balón por dentro a fin de aprovechar nuestro mejor juego interior, que era más sólido. Funcionó durante la mayor parte del encuentro y nos permitió disponer de una ventaja de siete puntos cuando quedaban cinco minutos para el final. En ese momento los Mavericks, cargados de buenos lanzadores de tres, aprovecharon nuestra debilidad en el perímetro, sobre todo cuando empleamos una alineación corpulenta. Liderados por Nowitzki, que anotó treinta y dos puntos y cuatro de cinco triples, consiguieron la victoria por 98-92.

Tras esa derrota, mi hijo Charley me telefoneó para decirme que tanto él como sus hermanos Chelsea, Brooke y Ben tenían previsto volar a Dallas para asistir al siguiente encuentro. Le pregunté si se habían vuelto locos y respondió:

—No. No queremos perdernos tu último partido.

—¿Qué significa eso de mi último partido? El domingo ganaremos.

Desde que empecé a entrenar en la Continental Basketball Association, mis hijos siempre han ido al pabellón a los grandes encuentros. Por aquel entonces nos desplazábamos en coche desde nuestra casa en Woodstock para asistir a los enfrentamientos y June convertía esos trayectos en aventuras familiares. Cuando me incorporé a los Bulls, como los niños estudiaban, solo asistían a los partidos finales, viajes que pagaba el club. El ritual continuó cuando me trasladé a Los Ángeles, aunque para entonces tenían edad suficiente como para disfrutar de las fiestas relacionadas con las series. En 2011 habían asistido a tantas finales (trece, para ser exactos) que les gustaba decir que cada mes de junio la NBA les organizaba un juerga.

Mi momento preferido fue cuando se presentaron en Orlando para las finales de 2009 y me regalaron la gorra de baloncesto amarilla de los Lakers con el número romano X bordado para celebrar mi décimo campeonato. Me pregunté si habría una gorra con el XII.

Los buitres ya habían comenzado a rondarme. Al ver que llegaba a Dallas mi amigo Andy Bernstein, fotógrafo de la NBA, lo saludé a medias en broma y a medias en serio como «un muerto que camina». Por mucho que ahora parezca solo un pensamiento mágico, lo cierto es que estaba realmente convencido de que ganaríamos el cuarto enfrentamiento y nos llevaríamos la serie a Los Ángeles. He de reconocer que no había pensado mucho en cómo quería terminar mi carrera ni en lo que haría después. Solo intentaba concentrarme en el momento y llegar al próximo partido.

Transmití el siguiente mensaje a los jugadores: ganad el partido, haced que la serie vuelva a nuestro terreno y presionad a los Mavericks. Tal vez se me escapó algo, pero no tenía la sensación de que los jugadores habían tirado la toalla ni de que la serie ya estaba perdida. Tampoco pensé que se habían hartado de jugar juntos.

Cuando eres entrenador no experimentas los mismos temores que tienes como jugador. Como baloncestista, te obsesionas por no fastidiarla y cometer un error que destroce el encuentro. Como míster, piensas de qué manera puedes entusiasmar a esos chicos y lograr que se centren en el partido. Te planteas qué clase de perspectivas puedes ofrecerles para que jueguen con más espontaneidad y qué cambios puedes producir en tu forma de entrenar a fin de colocarlos en una posición ventajosa.

En el cuarto enfrentamiento, mi preocupación consistió en lograr que Pau desplazara a Nowitzki y consiguiera una mejor posición en el poste. La clave de nuestra victoria se basaba en el firme juego interior que iniciaba Pau. Durante el tercer encuentro me harté tanto de ver cómo lo empujaban que, para cabrearlo, le di un golpe en el pecho justo cuando salía de la pista. A la prensa le causó gracia y Pau entendió qué me proponía pero, por desgracia, no bastó.

Me temo que la varita mágica del entrenador no habría servido de nada en el cuarto encuentro. Los Mavericks tuvieron el toque apropiado de principio a fin, consiguieron un extraordinario 60,3 por ciento en tiros de campo y del 62,5 por ciento desde la zona de tres; bailaron, rieron, se divirtieron y nos dieron una paliza: 122-86. Gran parte de los daños fueron obra de los reservas de los Mavericks, sobre todo de Terry, que conquistó el récord de los play-offs anotando nueve triples y 32 puntos; Predrag Stojakovic encestó seis triples de seis y Barea consiguió veintidós puntos corriendo por la pista como Correcaminos o el Coyote.

La primera mitad fue tan asimétrica que casi resultó cómica. En la media parte íbamos 63-39, pero me negué a rendirme. Dije a los jugadores que solo necesitábamos unos pocos ajustes defensivos y varios lanzamientos para darle la vuelta al partido. Comenzaron a intentarlo. En la mitad del tercer cuarto, Fish robó el balón e hizo un pase largo a Ron, que corrió totalmente solo por la pista. Podría haber sido el momento de cambiar la dirección del encuentro pero, al elevarse hacia la canasta, dio la sensación de que no sabía qué hacer con el balón, por lo que se le escapó de las manos y rodó por el borde del aro. Poco después Terry encestó un triple y puso fin a lo que había sido nuestra última amenaza.

Fue muy duro ver lo que pasó a continuación. En el último cuarto, Lamar hizo una fea falta a Nowitzki y lo expulsaron. Segundos después, Bynum asestó a Barea un peligroso codazo y lo arrojó al suelo. Fue inmediatamente expulsado y, más tarde, suspendido durante cinco encuentros. Al abandonar la cancha se quitó la camiseta y mostró el pecho a los seguidores, gesto bochornoso y típico de una liga menor.

Todo había terminado.

Cuando pensaba que un enfrentamiento estaba decidido, Chick Hearn, el difunto locutor de los Lakers, solía decir: «¡Este partido está en la nevera; la puerta se ha cerrado, la luz se ha apagado, los huevos se enfrían, la mantequilla se endurece y la gelatina tiembla!».

En aquel momento esas palabras resultaron muy verídicas, no solo con relación al encuentro, sino a ese intento de ganar el campeonato y a mi época como entrenador principal de los Lakers.

Todo estaba en la nevera.

Nunca he sido hábil para afrontar las pérdidas. Como tantos competidores, una de las fuerzas principales que han impulsado mi vida no solo ha sido la de ganar, sino la de evitar perder. Por alguna razón, ese fracaso no me afectó tanto como otras pérdidas que he sufrido en mi trayectoria dedicada al baloncesto. Se debió, en parte, a que no eran las finales. Es mucho más fácil hacer frente a la derrota en las primeras rondas que en un encuentro en el que sientes que estás a punto de conquistar el anillo. Además, la manera en la que se desplegó el último partido con los Mavericks fue tan absolutamente absurda que resultó difícil tomársela en serio.

No me gustó la forma en la que los jugadores se comportaron al final del partido. Cuando nos reunimos por última vez en el vestuario, me pareció poco adecuado soltar un discurso sobre el manual de comportamiento en la NBA, así que dije: «Creo que esta noche no jugamos correctamente. No sé qué ha pasado en este momento concreto y es probable que la prensa le atribuya mucha importancia, pero no deberíais considerar este partido como la vara de medir vuestra capacidad o vuestra competitividad. Sois mucho mejores». Me moví por el vestuario y agradecí personalmente a cada jugador la gran tarea que habíamos compartido a lo largo de los años.

Por regla general, a los jugadores les resulta más fácil asimilar las pérdidas que a los entrenadores. Se meten en la ducha, salen y dicen: «Estoy cansado y tengo hambre. Vayamos a cenar». Los entrenadores no disfrutan de la misma clase de liberación que produce practicar un deporte agotador. Nuestro sistema nervioso continúa en plena actividad una vez que se apagan los focos del estadio.

En mi caso, los nervios suelen activarse en plena noche. Duermo unas horas y de repente mi cerebro despierta y empieza a dar vueltas: «¿Tendría que haber hecho eso o aquello? Por Dios, el castigo del último cuarto fue mortificante. Quizá tendría que haber modificado la jugada…». Y así hasta el infinito. A veces necesito sentarme y meditar largo rato para que el runrún cese y pueda volver a dormir.

El entrenamiento te conduce a una montaña rusa emocional que cuesta detener, por mucho que hayas practicado diligentemente el desprenderte de tu deseo de que las cosas no sean como en realidad son. Da la sensación de que siempre hay algo más, por pequeño que sea, de lo que prescindir. El maestro zen Jakusho Kwong propone que nos convirtamos en «participantes activos de la pérdida». Añade que hemos sido condicionados para buscar solo el triunfo, ser felices y procurar satisfacer la totalidad de nuestros deseos. Por mucho que a cierto nivel comprendamos que la pérdida es la catalizadora del crecimiento, la mayoría de las personas siguen considerando que la pérdida es lo contrario a la ganancia y que hay que evitarla a toda costa. Si algo he aprendido en mis años de práctica del zen y como entrenador de baloncesto es que lo que resiste perdura. A veces el desprendimiento ocurre enseguida y otras requiere varias noches o semanas en vela.

Después de hablar con los jugadores, recorrí el pasillo del American Airlines Center en dirección a la sala donde esperaban mis hijos. Estaban desconsolados. Algunos tenían los ojos llenos de lágrimas y el resto se mostraban incrédulos.

«No me lo puedo creer —declaró Chelsea. Es el partido más difícil que hemos visto. ¿Por qué tuvo que ser justamente este?».

Desde entonces me he hecho varias veces la misma pregunta. Tenemos tendencia a achacar la culpa a otro cuando sucede un desastre imprevisto. Los columnistas se dieron un festín culpando a todo el mundo de esa derrota, desde Kobe y Pau, pasando por Fish, hasta Ron y Lamar…, y, por descontado, a mí. Andrew declaró a la prensa que consideraba que el equipo tenía «problemas de confianza» pendientes y es posible que haya algo de verdad en sus palabras. Considero que diversos factores impidieron que ese equipo de los Lakers se conjuntara en esa fuerza integrada y ganadora de campeonatos que con anterioridad tantas veces había sido.

La fatiga fue un factor considerable. Hacen falta muchas agallas, tanto física y psicológica como espiritualmente, para ganar un campeonato. Cuando lanzas para conquistar el tercer anillo consecutivo, has jugado tantos partidos que cada vez es más difícil apelar a los recursos interiores que te permiten alzarte con el triunfo. Además, muchos individuos clave del equipo, yo incluido, estábamos dispersos debido a cuestiones personales que nos impidieron luchar con el mismo espíritu competitivo del pasado. Como declaró llanamente Lamar una vez terminado el partido: «Simplemente nos faltó algo».

Los sabios budistas sostienen que «solo hay una distancia casi imperceptible» entre el cielo y la tierra. Creo que lo mismo se aplica al baloncesto. Ganar un campeonato es un acto de delicado equilibrio y con la voluntad solo puedes lograr algo hasta cierto punto. Como líder tu tarea consiste en hacer cuanto está en tu mano para crear las condiciones perfectas para el éxito, aparcando tu ego e inspirando al equipo para que juegue de la manera correcta, aunque llegados a cierto punto tienes que soltarte y entregarte a los dioses del baloncesto.

El alma del éxito consiste en entregarse a lo que existe.