Capítulo veintiuno
La liberación

Cae siete veces. Levántate ocho.

PROVERBIO CHINO

Era el momento que todos esperábamos. Después de nueve meses y 104 partidos, la temporada 2009-10 se redujo a eso: el partido de revancha con los Boston Celtics en el séptimo encuentro de las finales del campeonato. Cuando esa tarde llegamos al Staples Center, no cabía la menor duda de que los jugadores estaban decididos a vengarse del desastre que hacía dos años habían padecido en el TD Garden.

Ya era bastante negativo que los Celtics nos hubiesen pisoteado durante el último partido de las finales de 2008. Nos habían humillado al estilo bostoniano clásico: empaparon con Gatorade al entrenador Doc Rivers antes de que se cumpliera el tiempo reglamentario, de modo que tuvimos que sentarnos en el banquillo con toda nuestra pena y esperar a que los asistentes secaran el parqué del estadio lleno a reventar de boquiabiertos seguidores locales que nos dijeron de todo menos guapos. Cuando pensamos que por fin todo había terminado, nos tocó soportar un infernal trayecto en medio de un gentío alborotador que intentó volcar el autobús del equipo. Esa pesadilla había perdurado en nuestras mentes durante dos años.

De haberse tratado de otro equipo, tal vez habríamos quitado hierro al asunto, pero se trataba de los Celtics, el conjunto que obsesionaba a los Lakers desde 1959, año en el que los de Boston aplastaron a los entonces Minneapolis Lakers en cuatro encuentros y conquistaron el campeonato de la NBA. En la década de 1960 el dominio de los Celtics fue tan absoluto que Jerry West dejó de vestir prendas verdes porque le recordaban la frustración sufrida por los Lakers a lo largo de esa década.

La derrota más vergonzosa tuvo lugar en 1969, cuando unos Celtics entrados en años y liderados por Bill Russell en su última temporada como jugador-entrenador, se recuperaron de una desventaja por 2-3 y arrebataron el triunfo a los Lakers en su propia pista. Los Lakers estaban tan seguros de ganar el séptimo partido que el propietario Jack Kent Cooke encargó que colocaran miles de globos púrpuras y dorados en el techo del Forum para soltarlos durante las celebraciones una vez terminado el encuentro. ¡Ah, no pudo ser! Quedaba menos de un minuto cuando West golpeó la pelota, alejándola mientras defendía, y esta cayó en manos de Don Nelson, que realizó un lanzamiento desde la línea de tiros libres que tocó la parte posterior del aro, flotó por el aire y entró milagrosamente en la canasta. Los Celtics se adelantaban por 108-106.

West, que había jugado genialmente a lo largo de la serie y se convirtió en el primer y único baloncestista de un equipo perdedor al que nombraron jugador más destacado de las finales, quedó traumatizado. «Me pareció injusto que diéramos tanto, que jugáramos hasta que ya no nos quedaban fuerzas en el cuerpo y que no pudiésemos ganar —le contaba años después al escritor Roland Lazenby. Creo que la gente no entiende el trauma que supone perder. No se imagina lo triste que puede hacerte sentir, sobre todo a mí. Me sentí fatal. Incluso llegué al extremo de querer abandonar el baloncesto».

West no lo dejó. Tres años después logró un anillo de campeonato, si bien no fue contra los Celtics, sino contra mi equipo, los Knicks. La maldición de los Celtics se cernió sobre la franquicia como un globo de los que no pudieron soltar hasta mediada la década de 1980, fecha en la que los Lakers de los años dorados vencieron a Boston dos de las tres finales que disputaron. La rivalidad entre ambos equipos era un elemento tan importante en la tradición de los Lakers que, en cierta ocasión, Magic Johnson confesó que iba con Boston cuando ese equipo no jugaba contra los Lakers porque, como apunta el escritor Michael Wilbon, «solo los Celtics saben los que se siente al estar en lo más alto del mundo del baloncesto durante toda la existencia de la franquicia».

Al comenzar el séptimo partido de 2010, las estadísticas no estaban de nuestra parte. A lo largo de las décadas, los Lakers se habían enfrentado cuatro veces a los Celtics en el séptimo encuentro de una final y siempre habían perdido. En esa rotación jugábamos en casa y dos días antes habíamos ganado claramente el sexto encuentro por 89-67. Ahora teníamos más armas que en 2008, sobre todo gracias al pívot Andrew Bynum, que en dicho año no había podido jugar debido a una lesión de rodilla. También habíamos fichado a Ron Artest, uno de los mejores jugadores defensivos de la liga. Quien más me preocupaba era Rasheed Wallace, que ocupaba el puesto de Kendrick Perkins, el pívot lesionado. En defensa Wallace no era tan fuerte como Perkins, si bien representaba una impresionante amenaza ofensiva que con anterioridad nos había causado muchos problemas. Por eso no quise dar nada por hecho.

Según las pautas de los Lakers, la temporada 2009-10 no había presentado muchos incidentes. El peor contratiempo se produjo antes del comienzo de la temporada, cuando Trevor Ariza, que había desempeñado un gran papel en el intento de conquistar el campeonato de 2009, abandonó el equipo para convertirse en agente libre. También era un magnífico lanzador exterior bajo presión, tanto desde las esquinas como desde otros puntos de la cancha. Durante las vacaciones, las negociaciones entre el representante de Trevor y los Lakers llegaron a un punto muerto, por lo que Mitch Kupchak habló seriamente con Artest, cuyo contrato con los Rockets estaba a punto de expirar. Por su parte, antes de que se firmara el acuerdo, Ron anunció en Twitter que se incorporaba a los Lakers. Desconcertado por ese giro de los acontecimientos, Trevor firmó con Houston como agente libre y posteriormente fue traspasado a Nueva Orleans.

De Artest me gustaban su corpulencia (medía 2,01 metros y pesaba 118 kilos), su fuerza y su juego defensivo cerrado. Ron, al que hacía poco la encuesta de los gerentes generales había considerado el jugador «más duro» de la NBA, era lo bastante contundente y astuto como para neutralizar a aleros ágiles y móviles como Paul Pierce, de los Boston Celtics. Por otro lado, en ataque Ron podía volverse irregular y no era tan veloz como Trevor, lo que significaba que tendríamos que modificar nuestro rápido contraataque y adaptarlo a una ofensiva más lenta en el centro de la pista.

También me preocupaba la imprevisibilidad de Ron. Era célebre por la descomunal pelea en la que participó como jugador de los Pacers en un partido de 2004 contra los Pistons en Auburn Hills. La riña estalló después de que Ron hiciese una falta a Ben Wallace, que se disponía a anotar una bandeja, por lo que este se vengó empujándolo con un golpe en el pecho. En mitad de la disputa, un seguidor de Detroit tiró un vaso a Ron, que se dirigió a las gradas y empezó a repartir golpes. El resultado fue la suspensión durante setenta y tres partidos, la más larga en la historia de la NBA no relacionada con las drogas ni con las apuestas. También penalizaron a Wallace y a otros jugadores, pero no tanto como a Ron.

Durante la serie contra Houston en los play-offs de 2008 Ron, que entonces jugaba en los Rockets, fue expulsado en el segundo encuentro tras un choque con Kobe por un rebote. También perdió dos autobuses de equipo que se dirigían al Staples Center para disputar el séptimo encuentro y cogió el tercero, que trasladaba a la directiva de Houston, vestido con chándal.

Ron se crio en el duro ambiente de las viviendas públicas de Queensbridge y se tatuó una Q en la pierna derecha y una B en la izquierda para no olvidar sus raíces. Recuerda que oía disparos mientras jugaba en las pistas de la calle Doce. En cierta ocasión fue testigo de la muerte de un joven durante un partido en un centro de barrio; estalló una pelea y uno de los jugadores arrancó una pata de la mesa de los anotadores y se la clavó. «Sigo perteneciendo al gueto —declaró Ron al Houston Chronicle. Eso no cambiará. Jamás cambiaré mi cultura».

El baloncesto fue su salvación. A los doce años ya era lo bastante bueno como para jugar de forma amateur. Se unió a Lamar Odom y a Elton Brand, también futura estrella de la NBA, en el equipo Brooklyn Queens Express, que un verano destacó por ganar 67-1. Los tres jugadores triunfaron en el instituto y en la universidad y fueron elegidos en la primera ronda del draft de 1999. Los Bulls escogieron a Brand y a Ron en los puestos primero y decimosexto y los Clippers se quedaron con Lamar en la cuarta posición. Desde 1999, Artest había jugado en cuatro equipos (los Bulls, los Pacers, los Kings y los Rockets) y ahora estaba a punto de compartir pista con Lamar, su compañero de infancia. Para Ron fue como volver a casa.

A pesar de sus orígenes y a su propensión a jugar duro, fuera de la pista Ron es un alma bondadosa que, sin hacer alardes, tiene muchos gestos solidarios con los niños. En cierta ocasión estaba en China y conoció a un joven forofo que no podía pagar sus libros de texto, por no hablar de un par de zapatillas de baloncesto firmadas por él. Ni corto ni perezoso, el deportista se quitó su reloj de 45.000 dólares y lo subastó a fin de sufragar la educación del muchacho.

Ron es muy poco convencional. En la época en la que jugó en los Kings propuso, sin éxito, prescindir de la totalidad de su salario a fin de que su amigo, el escolta Bonzi Wells, no se fuese a otro equipo. En 2011 se cambió el nombre por el de Metta World Peace, según dijo, «para inspirar y unir a los jóvenes de todo el mundo». La palabra metta significa «amabilidad amorosa» en pali y alude a un principio fundamental de las enseñanzas budistas: el cultivo del amor universal. Por lo tanto, su nombre viene a ser «paz mundial y amabilidad amorosa». Está claro que Ron ha recorrido un largo camino desde sus primeros tiempos en los Lakers, cuando le dijo a Mark Ziegler, reportero del San Diego Union-Tribune: «No se qué significa zen, pero me gustaría ser un hombre zen. Espero que me permita flotar. Siempre he soñado con flotar».

Lo que más me preocupaba de Ron era si aprendería el triángulo ofensivo con la rapidez necesaria. Al igual que Dennis Rodman, a Ron le costaba mantener la concentración. La solución de Dennis consistía en trabajar día y noche en el gimnasio para quemar esa energía agotadora. Como le costaba ceñirse a una pauta de ejercicios, Ron se dedicó a practicar tiros en suspensión. El único problema radicó en que cada día lanzaba con un estilo distinto. Eso influyó en su rendimiento en los partidos. A veces parecía tocado por la gracia y todo entraba, pero otras era imposible saber qué sucedería.

Durante una sesión de entrenamientos propuse a Ron que escogiera un tipo de lanzamiento y se limitara a practicarlo, pero me entendió mal.

—¿Por qué siempre te metes conmigo? —preguntó.

—No creo que me haya metido contigo. Solo pretendo ayudarte —respondí.

Aunque ninguno de los dos habló con tono colérico, el entrenador asistente Brian Shaw me llevó a un aparte y me advirtió:

—Phil, estás pisando terreno pantanoso.

Quedé muy sorprendido. Solo había querido apoyar a Ron. A Brian le preocupaba que el jugador interpretase erróneamente mi lenguaje corporal (acercarme y hablar en voz baja) y lo considerara una forma de agresión.

Después de ese incidente me di cuenta de que la mejor manera de comunicarme con Ron consistía en ponerlo todo de forma positiva, no solo las palabras que empleaba, sino mis ademanes y mis expresiones faciales. Al final aprendió a usar el sistema triangular y, con la ayuda de Kobe y de otros compañeros, se integró en el ADN del equipo.

Ron no fue la única duda de la temporada 2009-10. El deterioro físico de Kobe fue otra de las preocupaciones de la temporada. En diciembre, durante un partido contra los Timberwolves, se rompió el índice de la mano con la que lanzaba, pero decidió saltarse la operación y dejar que soldase solo, decisión de la que más tarde se arrepintió. Como no podía ser de otra manera, esa lesión tuvo un efecto negativo en su porcentaje de lanzamientos; sus números bajaron varias categorías.

En febrero se agudizó su torcedura de tobillo y accedió a descansar tres partidos con el fin de recuperarse. Kobe estaba orgulloso de su férrea resiliencia y detestaba perderse partidos. A decir verdad, las dos temporadas anteriores había jugado los 208 encuentros disputados. Sin embargo, tenía que recuperarse y el descanso proporcionó al equipo la oportunidad de jugar sin él. Cabe añadir que ganaron esos tres partidos contra adversarios de peso.

En abril, justo cuando volvía a encontrar el ritmo, la rodilla derecha de Kobe, que hacía años que le causaba molestias, se inflamó y lo obligó a perderse dos partidos. Esa lesión lo afectaría durante los play-offs y tuvo que ver con sus desconcertantes problemas de tiro en los finales de temporada.

El único elemento favorable del problema de rodilla de Kobe fue el efecto positivo que ejerció en nuestra relación. La temporada anterior, cuando esa rodilla empezó a fallarle, lo autoricé a no forzarse en los entrenamientos e incluso le permití saltarse algunos para que no perdiera fuerzas en la pierna. Kobe se sintió conmovido por mi interés por su bienestar y el vínculo entre nosotros se reforzó. En los entrenamientos solíamos comentar diversas ideas y en los vuelos en el avión del equipo solíamos dedicar tiempo a estudiar vídeos de partidos. Con el tiempo desarrollamos esa clase de estrecha camaradería que yo ya había mantenido con Michael Jordan. En el caso de Kobe, la conexión fue menos formal. Con Michael solía organizar reuniones por adelantado para hablar de estrategias, mientras que Kobe y yo charlábamos constantemente.

A Kobe le gusta decir que aprendió el noventa por ciento de lo que sabe de liderazgo viéndome actuar. «No solo se trata de una forma de liderazgo en baloncesto, sino de una filosofía de vida. Consiste en estar presente y disfrutar cada momento tal cual llega, dejar que mis hijas se desarrollen a su ritmo en lugar de tratar de imponerles que hagan algo con lo que, en realidad, no se sienten cómodas; se trata de nutrirlas y guiarlas. Todo eso lo aprendí de Phil». Agradezco esas palabras.

Al comienzo de los play-offs, Kobe tendría diversas oportunidades de poner a prueba sus aptitudes como líder. Durante la temporada regular las lesiones acosaron al equipo, no solo a Kobe, sino a otros jugadores. Tanto Pau Gasol como Andrew Bynum se perdieron diecisiete partidos debido a varios problemas y Luke Walton estuvo de baja la mayor parte de la temporada a causa de un intenso dolor de espalda. La mayor parte del tiempo la química del equipo fue buena, lo que nos permitió conservar el primer puesto de la Conferencia Oeste, con un balance de 57-25, pese a que a finales de temporada sufrimos una racha negativa de 4-7.

Nuestro adversario en la primera ronda fueron los Oklahoma City Thunder, equipo que nos presionó más de lo previsto. Con el propósito de inquietar a Kevin Durant, su joven y prometedor alero, declaré a los periodistas que, en mi opinión, los árbitros lo malcriaban concediéndole un montón de canastas fáciles, como si fuera una superestrella (Lo digo porque durante la temporada lanzó la mayoría de los tiros libres, en gran medida debido a la jugada que empleaba, enganchando el brazo con el que lanzaba por debajo de los brazos de los defensores, jugada que desde entonces ha sido prohibida por la NBA). Con ese comentario Durant se puso a la defensiva, que era exactamente lo que yo pretendía, y la NBA me multó con 35.000 dólares, algo que no entraba en mis planes. Tal como sucedieron las cosas, Durant no tuvo un gran rendimiento en la serie, aunque sospecho que en esto tuvo más que ver la defensa que aplicó Ron que no mi verborrea.

La estrategia de los Thunder consistió en dejar libre a Ron en las esquinas con la intención de recuperar los rebotes cuando fallaba e iniciar rápidos contraataques. Ron les dio el gusto y falló veinte de sus veintitrés lanzamientos en los cuatro primeros encuentros. El veloz ataque de los Thunder, así como nuestra lenta defensa de transición, permitieron que Oklahoma City ganase dos partidos en su cancha y empatara la serie a dos.

En los cuatro primeros partidos Kobe había tenido que hacer un gran esfuerzo, pero en el quinto renació después de que le extrajeran una considerable cantidad de líquido de la rodilla. Una de nuestras mejores estrategias consistió en encomendarle que marcara a Russell Westbrook, el base libre de los Thunder, que había hecho lo que le daba la gana con nuestros bases y escoltas. Kobe no solo mantuvo a Westbrook en quince puntos en cuatro de trece lanzamientos, sino que activó nuestro ataque convirtiéndose en facilitador del juego y moviendo el balón por dentro para pasárselo a Pau, que anotó veinticinco puntos, y a Bynum, que consiguió veintiuno. Marcador final: Lakers 111, Thunder 87.

En el sexto enfrentamiento, el director de orquesta fue Artest, que redujo al 21,7 por ciento el acierto de tiros de campo de Durant, uno de los porcentajes más bajos en la historia de los play-offs. De todas maneras, el juego fue un toma y daca hasta el último segundo, en el que Pau palmeó un lanzamiento de Kobe que no entraba y selló la victoria por 95-94.

Las dos rondas siguientes no fueron tan angustiosas. Lo mejor fue que, como la rodilla ya no le molestaba tanto, de repente Kobe comenzó a promediar cerca de treinta puntos por encuentro. Tras liquidar a los Jazz en cuatro enfrentamientos, en las finales de la Conferencia Oeste, nos enfrentamos con los Phoenix Suns, el equipo más destacado de la liga desde la pausa del All-Star. No eran tan grandiosos como la alineación de los Lakers, pero tenían una sólida combinación 1-2 gracias a Steve Nash y Amar’e Stoudemire, así como un banquillo fuerte y una defensa enérgica y compacta.

El momento decisivo se produjo en el quinto partido, que tuvo lugar en Los Ángeles. La serie estaba empatada a dos y el marcador permaneció muy igualado casi todo el tiempo. Avanzado el partido, que los Lakers ganaban por tres puntos, Ron cogió un rebote ofensivo y, en lugar de esperar a que pasase el tiempo, lanzó un triple mal preparado y erró, lo que permitió a los Suns luchar y empatar el encuentro con un triple. Por suerte, Ron se redimió cuando quedaban muy pocos segundos, ya que recuperó un caprichoso tiro en suspensión de Kobe y anotó los puntos ganadores justo cuando sonaba la bocina.

Dos días después viajamos a Phoenix y finiquitamos la serie. Ron revivió, consiguió cuatro de siete desde la línea de tres y anotó veinticinco puntos. Todo indicaba que por fin demostraba su valía…, justo cuando más lo necesitábamos.

En cuanto comenzaron las finales del campeonato, mis inquietudes se centraron en la hiriente defensa de los Boston Celtics. Su estrategia consistió en taponar la zona con cuerpos voluminosos, presionar a nuestros hombres pequeños para que perdieran el balón y obligar a Lamar y a Ron a lanzar tiros en suspensión. Se trataba de un buen plan, que en el pasado había dado resultados, pero ahora éramos más resilientes que en 2008 y teníamos una mayor variedad de opciones anotadoras.

Impulsados por Pau, que estaba impaciente por demostrar al mundo que no era un perdedor «blando», apelativo que la prensa le había endilgado en 2008, en el primer encuentro salimos a por todas. En el segundo, los Celtics respondieron con el asombroso rendimiento del escolta Ray Allen, que anotó treinta y dos puntos, incluidos ocho triples, que se convirtieron en el récord en una final. Aunque Fish soportó muchas críticas de los medios de comunicación por no poder controlar a Allen, Kobe también tuvo dificultades para contener al base Rajon Rondo, que consiguió un triple-doble. De repente la serie quedó empatada a uno y emprendimos el viaje para librar tres encuentros en Boston.

En el tercero le tocó saldar cuentas a Fish. En primer lugar, anuló a Allen en defensa y le forzó a no anotar ni uno solo de sus trece intentos de campo, uno menos que el récord de una final. En el cuarto partido, Fish se apropió del partido, anotó once puntos seguidos y recuperó la ventaja de pista para los Lakers. Exultante por lo que acababa de conseguir, terminado el encuentro entró en el vestuario, donde le costó contener las lágrimas. Los Celtics no se dieron por vencidos. Ganaron los dos encuentros siguientes, se adelantaron 3-2 en la serie y dieron pie a la confrontación clásica en Los Ángeles.

Tex Winter solía decir que nuestros anillos habían sido desencadenados por un partido en el que habíamos dominado totalmente a nuestros adversarios. El sexto encuentro tuvo esas características. Dominamos en el primer cuarto, superamos claramente a los Celtics por 89-67 y volvimos a empatar la serie.

Por su parte, el espíritu de Boston permaneció prácticamente intacto. Al inicio del séptimo partido salieron decididos a luchar y consiguieron una ventaja de seis puntos. Mediado el tercer cuarto, los Celtics acrecentaron la diferencia hasta los trece, por lo que decidí hacer algo atípico y solicité dos tiempos muertos. En esa ocasión no podía quedarme cruzado de brazos y esperar a que a los jugadores se les ocurriese una solución: necesitaba movilizar urgentemente la energía.

El problema consistía en que Kobe estaba tan desesperado por ganar que había abandonado el triángulo ofensivo y vuelto a sus antiguas costumbres de pistolero, pero se sentía tan presionado que fallaba. Le aconsejé que confiase en el sistema: «No tienes que hacerlo todo solo. Permite que el juego te llegue».

Este es el ejemplo clásico del momento en el que es más importante prestar atención al espíritu que al marcador. Poco después, oí que Fish elaboraba con Kobe un plan para volver a introducirlo en el ataque en cuanto abandonase el banquillo y volviera a la cancha.

Kobe cambió el chip, todo volvió a fluir y paulatinamente redujimos la ventaja de los Celtics. La clave estuvo en el triple de Fish cuando quedaban seis minutos y once segundos de partido, que puso el marcador 64-64 y que desencadenó un parcial de 9-0 que permitió que nos adelantásemos por seis puntos. Los Celtics se situaron a tres puntos gracias al triple de Rasheed Wallace, a falta de un minuto y veintitrés segundos, pero Artest respondió inmediatamente con otro triple y acabamos ganando por 83-79.

La belleza de ese partido estaba en su descarnada intensidad. Fue como ver que dos pesos pesados veteranos que habían luchado con todas sus armas regresaban al cuadrilátero por última vez y que se esforzaban hasta que sonaba la última campana.

Las emociones se desbordaron cuando acabó el partido. Kobe, que aseguró que esa victoria era, «con mucho, la más dulce», se subió de un salto a la mesa del marcador, se regodeó con las aclamaciones de los seguidores, extendió los brazos y dejó que la lluvia de confeti púrpura y dorada cayese sobre él. Fish, que solía ser el estoicismo personificado, volvió a llorar en el vestuario cuando abrazó a un Pau Gasol también con los ojos llenos de lágrimas. Magic Johnson, que había participado en las celebraciones de cinco campeonatos, confesó a Micke Bresnahan, de Los Angeles Times, que jamás había visto semejante manifestación de emociones en el vestuario de los Lakers. «Creo que por fin comprendieron la historia de la rivalidad y lo difícil que resultaba vencer a los Celtics».

Aquella fue la victoria más gratificante de mi carrera. La temporada había sido ardua, salpicada de incoherencias y de lesiones engorrosas, pero al final los jugadores se convirtieron en un ejemplo de valor y de trabajo en equipo. Me conmovió ver cómo Pau superaba el estigma de «blandito» que durante dos años lo había perseguido y la forma en la que Fish luchó después de ser calcinado por Ray Allen. También fue enternecedor ver que Ron maduraba, desempeñaba una función clave a la hora de contener a Pierce y realizaba los lanzamientos correctos justo cuando los necesitábamos. Posteriormente declaró: «No me imaginaba que ganar ese trofeo me haría sentir tan bien. Ahora me parece que soy alguien».

Más allá de la emoción de conseguir otro anillo, hubo algo profundamente satisfactorio en dejar atrás la maldición de los Celtics con una apoteósica victoria en nuestro pabellón. La afición desempeñó un papel muy importante en ese triunfo. Los seguidores de los Lakers suelen ser objeto de burla por su actitud serena y relajada, pero aquel día se mostraron más fogosos que nunca.

Fue como si ellos también entendieran instintivamente la importancia simbólica de ese momento, la importancia no solo para el equipo, sino para el conjunto de la comunidad angelina. En la ciudad de los sueños, ese fue el único reality show real.