La conexión es la razón por la que estamos aquí.
Es aquello que da finalidad y sentido a nuestras vidas.
BRENÉ BROWN
Mientras estábamos en el limbo sucedió algo curioso: comenzó a aflorar un equipo nuevo y más dinámico.
La noche del estreno en el Staples Center fue agitada. Perdimos por 93-95 con los Rockets y el público abucheó a Kobe cuando lo presentaron. Tres días después nos desplazamos a Phoenix y batimos claramente a nuestra maldición, los Suns, por 119-98. Aquella noche el anotador principal fue el recién llegado Vladimir Radmanovic, que marcó diecinueve puntos, pero hubo cuatro jugadores más que consiguieron dobles figuras. Derek Fisher, que en vacaciones había regresado a los Lakers, consideró ese triunfo como el presagio de los que estaban por venir. Como declaró posteriormente: «Aquel partido sembró en nuestra mente la semilla de que, si jugábamos como correspondía, podíamos ser bastante buenos».
A mediados de enero teníamos un balance de 24-11 y habíamos derrotado a la mayoría de los mejores equipos de la liga. Uno de los motivos de nuestro éxito temprano tuvo que ver con la maduración de Andrew Bynum, que había perfeccionado su juego de pies y sus movimientos con Kareem Abdul-Jabbar y con Kurt Rambis, lo que le permitió convertirse en una seria amenaza anotadora. Kobe no tardó en notarlo y comenzó a utilizarlo en los bloqueos y continuación, con lo cual creó un montón de lanzamientos fáciles para Andrew. En los primeros tres meses promedió 13,1 puntos y 10,2 rebotes por partido, las cifras más altas de su carrrera.
Otra de las razones fue la inyección de energía procedente de varios reservas jóvenes, entre los cuales se incluían Radmanovic, Jordan Farmar, Luke Walton y Sasha Vujacic. Aunque aún les quedaba mucho camino por recorrer, ya habían realizado un largo trayecto. Lo mejor de todo es que estaban llenos de alegría y de entusiasmo y mejoraron la química del equipo. Cuando encajaron, incorporaron una dimensión novedosa y veloz a nuestro ataque, la cual fue muy difícil frenar. A finales de noviembre también fichamos a Trevor Ariza, otro jugador joven y talentoso, en un intercambio con Orlando. Se trataba de un alero rápido, polifacético, capaz de atacar la canasta y de realizar tiros exteriores en carrera.
El tercer motivo de nuestros progresos a comienzos de temporada, que probablemente fue el más importante, se relaciona con la segunda etapa de Derek Fisher. Fish era uno de los veteranos de nuestra conquista de tres campeonatos sucesivos y su retorno a los Lakers después de tres años con los Golden State Warriors y los Utah Jazz nos proporcionó un líder maduro, experimentado y capaz de dirigir el ataque y proporcionar al equipo el imprescindible sentido del orden.
Como ya he dicho, una de las claves de nuestro enfoque consiste en conceder a los jugadores la libertad de encontrar su propio destino en el marco de la estructura del equipo. Fish no era un creador de juego tan imaginativo como Steve Nash o Chris Paul, pero aprovechaba sus facultades (resistencia mental, sólidos tiros exteriores y claridad de ideas pese a estar sometido a presión) para desarrollar un papel que no solo le resultó útil, sino que ejerció una influencia profunda en el equipo.
«Al explicarlo parece más místico de lo que realmente es —dice acerca del proceso que llevó a cabo. La meta de los entrenadores consistía en fijar las directrices básicas sobre cómo teníamos que jugar al baloncesto como grupo. A continuación tenías que desarrollar tus pautas de todo lo demás. Fue una forma extraña de crear una organización sin organizar en exceso. No tenía que ver con lo que pensaban que debías hacer, actitud que adoptan mucho entrenadores, sino que tomaron distancia y nos dejaron hacer».
En su primera etapa en los Lakers, Fish empezó jugando como base reserva. Estudió diligentemente el juego e incorporó nuevas habilidades a su repertorio hasta que, en 2001 y tras la partida de Ron Harper, ocupó el puesto de titular. Aunque al principio tuvo dificultades para pasar los bloqueos defensivos, aprendió a aplicar su fuerza formidable para esquivar a los pívots. También desarrolló un lanzamiento de tres letal que resultaba muy útil en los últimos minutos de los partidos, cuando los adversarios se apiñaban alrededor de Kobe, por lo que quedaba totalmente desmarcado y podía causar graves daños. Cuando llegamos a la temporada del triplete, se había convertido en el tercer anotador de los Lakers, solo por detrás de Shaq y de Kobe.
También fue uno de los jugadores más generosos que he entrenado y un modelo para el resto del equipo. Al inicio de la temporada 2003-04, le pedí que renunciase a su titularidad para dar cabida a Gary Payton y accedió sin rechistar. Con el avance de la temporada, aumenté sus minutos de juego, sobre todo hacia el final de los partidos. El ataque fluía mejor cuando Fish estaba en la pista.
Tras esa temporada, pasó a ser agente libre y llegó a un lucrativo acuerdo de cinco años con los Warriors, aunque lo cierto es que nunca se sintió cómodo en ese equipo. Dos años después lo traspasaron a Utah, donde desempeñó un papel decisivo como base reserva en el intento del equipo por llegar a las finales de la Conferencia Oeste. Ese mismo año a su hija le diagnosticaron un cáncer ocular y Fish me abordó para plantear su regreso a Los Ángeles, donde la pequeña podría recibir una mejor atención médica. Al final llegó a un acuerdo con Mitch Kupchak para rescindir su contrato con los Jazz y firmar uno nuevo con los Lakers con un salario reducido.
En cuanto llegó al equipo, nombré cocapitán a Fish. También le dije que quería dar más de veinte minutos de juego por partido al base Jordan Farmar porque era excelente a la hora de salir del banquillo y desencadenar el ataque con su velocidad y presteza. A Fish le pareció bien y juntos promediaron 20,8 puntos por encuentro. En cierta ocasión pregunté a Fish qué necesitaba para mejorar su juego y contestó que le gustaría realizar más lanzamientos, pero debía conformarse con lo que tenía porque a alguien le tocaba encargarse de liderar el ataque y ni Kobe ni Lamar podían hacerlo.
Fish fue el perfecto compañero de liderazgo de Kobe. Habían crecido juntos como rookies y cada uno confiaba implícitamente en el otro. Derek era más paciente que Kobe y tenía un enfoque más equilibrado a la hora de resolver problemas. Mientras Kobe contagiaba al equipo su deseo de ganar, Fish tenía el don de inspirar a los jugadores con su labia y de mantenerlos con los pies en el suelo y centrados. Luke Walton comenta: «Cada vez que Derek hablaba, me parecía que debía sonar música de fondo, como en esas películas épicas sobre el deporte. Me hubiera gustado apuntar lo que decía porque nadie habría sido capaz de expresarlo mejor».
En ocasiones Fish cumplió la función de mediador entre Kobe y yo. Cierta vez lo critiqué durante una reunión del equipo por lanzar demasiado y desestabilizar el ataque; se marchó hecho una furia y dijo que no participaría en las prácticas informales de aquel día. Fish intervino hábilmente, habló con Kobe y consiguió calmarlo.
Cuando regresó a los Lakers, Fish comprendió rápidamente que Kobe y él tenían que adoptar un estilo de liderazgo distinto al que nos había dado resultado durante la primera época. En el equipo no había más veteranos de los campeonatos, nos habíamos quedado sin los Ron Harper, los John Salley y los Horace Grant. Fish fue consciente de que, si querían sintonizar con nuestra nómina de jugadores jóvenes e inexpertos, Kobe y él tendrían que ponerse en su piel. Actualmente dice: «No podíamos liderar ese equipo desde diez mil pies de altura. Tuvimos que descender al nivel del mar y tratar de crecer con ellos. A medida que el proceso se desplegó, comenzamos a notar verdaderas conectividad y hermandad».
Enero significó el mes de la verdad para el equipo. Mediado el mes, Bynum se dislocó la rótula en un partido contra Memphis, un duro golpe que lo dejó en el dique seco durante el resto de la temporada. Al día siguiente, en una entrevista de radio Kobe rindió homenaje a Andrew, con lo que puso fin a las especulaciones relativas a su posible traspaso. Aunque en vacaciones se había burlado de la falta de experiencia de Bynum, en ese momento Kobe habló como si fuera su principal seguidor y declaró que los Lakers eran «un equipo de campeones con él [Bynum] en la alineación».
Dos semanas después supe por Kupchak que había llegado a un acuerdo con los Grizzlies para traer a Los Ángeles al pívot All-Star Pau Gasol. A cambio, Memphis obtuvo a Kwame Brown, a Aaron McKie, a Javaris Crittenton y los derechos de Marc, el hermano de Pau, actualmente pívot All-Star de los Grizzlies. El acuerdo con Pau me recordó aquel momento de 1968 en el que los Knicks se hicieron con Dave DeBusschere en un intercambio con Detroit, transacción que un comentarista calificó como «el equivalente baloncestístico de la compra de Louisiana». Al igual que DeBusschere, Pau era maduro, inteligente, poseedor de una profunda comprensión de nuestro deporte y con disposición a adoptar una función subalterna, si era necesario, con tal de mejorar las probabilidades que el equipo tenía de ganar.
Fue la persona correcta en el momento adecuado. En cuanto se incorporó, dejamos de ser un equipo que luchaba por arañar cien puntos por encuentro para transformarnos en una veloz máquina de anotar que promediaba más de 110 puntos y se divertía muchísimo al conseguirlo.
Estrella de la selección española, Pau se formó según el estilo de baloncesto europeo, más cooperativo, motivo por el cual no tuvo dificultades en adaptarse enseguida a el triángulo ofensivo. La forma de jugar de Pau era ideal para el triángulo: no solo era un poste sólido, que medía 2,15 metros y pesaba 114 kilos, con una gran variedad de tiros en suspensión a media distancia, ganchos e intensas jugadas por arriba y por abajo, sino que también era un magnífico pasador, reboteador y un jugador veloz a la hora de iniciar contraataques. Su debilidad principal tenía que ver con la escasa fuerza de su cuerpo de cintura para abajo. Los pívots más sólidos y agresivos solían apartarlo en los bloqueos.
Antes de que Pau entrase en escena habíamos sufrido una pequeña racha perdedora y algunos de los jugadores más jóvenes comenzaron a comportarse de una manera que ejerció un efecto negativo en el estado de ánimo del equipo. Esos roces desaparecieron en cuanto Gasol hizo acto de presencia. En primer lugar, el intercambio dio pie a la salida de dos de los jugadores más rebeldes: Kwame y Javaris. Por si no bastase con eso, el comportamiento amable de Pau modificó el clima emocional del equipo. Es difícil quejarse cuando uno de los mejores talentos de la liga juega a tu lado y hace lo que sea necesario para ganar.
La llegada de Pau también permitió que varios jugadores mostraran facultades hasta entonces ocultas. Por ejemplo, hacía años que Lamar Odom luchaba, sin éxito, por convertirse en un sólido jugador número dos. La presencia de Pau hizo desaparecer la presión y liberó a Lamar, que volvió a mostrar un estilo de juego más relajado y libre, con el que se sentía más cómodo.
La forma de jugar de Kobe también mejoró. Estaba encantado de tener en el equipo a un pívot «con un par de manos», como solía decir, y no tardaron en desarrollar una de las mejores combinaciones un-dos de la liga. La presencia de Pau también dio a Kobe la oportunidad de dedicar más atención al juego y de permitir que otros jugadores lanzasen, lo que lo convirtió en un mejor jugador global de equipo y, por extensión, en mejor líder. Kobe no cabía en sí de alegría por los fichajes fundamentales que llevamos a cabo esa temporada, sobre todo los de Fish, Trevor Ariza y Pau. «Logramos un nuevo base, un nuevo alero y un español y después todo salió bien —declaró. Ese año los regalos de Navidad se adelantaron».
El amargo descontento de Kobe, que en la pretemporada también había hecho mella en el equipo, era agua pasada. Lo mejor de todo es que se recuperó el carácter y corazón necesarios para crear una hermandad de campeones.
De repente todo se puso a nuestro favor. Con Pau en la plantilla tuvimos una racha 26-8 y acabamos la temporada con un balance de 57-25, el mejor palmarés de la Conferencia Oeste. Kobe fue elegido el jugador más valioso de la liga debido, en parte, a que se convirtió en un deportista mejor y más polifacético. El único equipo con un balance mejor que el nuestro fueron los Celtics, que en vacaciones habían fichado a Garnett y al certero escolta Ray Allen y que consiguieron el tercer mejor récord de su franquicia con un balance de 66-16.
En general, es el talento el que decide los play-offs, aunque en ocasiones los acontecimientos fortuitos también determinan la victoria. En nuestro caso, hubo un poco de todo. En las dos primeras rondas superamos a los Nuggets y a los Jazz practicando un baloncesto enérgico e integrado que hacía años que no veía. Después, mientras esperábamos el equipo al que nos enfrentábamos en las finales de la Conferencia Oeste, un extraño giro de los acontecimientos inclinó la balanza a nuestro favor. Los Spurs, defensores del título, se hicieron con el séptimo partido, duramente ganado en Nueva Orleans. Tras este, quedaron retenidos en el aeropuerto. El equipo se vio obligado a dormir en el avión mientras esperaban la llegada de otro. En consecuencia, su vuelo aterrizó a las seis y media de la mañana, hora del Pacífico. Aunque el entrenador Gregg Popovich se negó a considerar que ese viaje de pesadilla había sido responsable de la deslucida actuación del equipo en los dos encuentros siguientes, yo estoy convencido de que guarda relación con ella. En el tercer cuarto del primer partido cogieron veinte puntos de ventaja, pero en el último cuarto se vinieron abajo y les arrebatamos la victoria por 89-85. Tres días después parecían agotados cuando los derrotamos por una diferencia de treinta puntos. Los Spurs se recuperaron y ganaron el tercer encuentro en San Antonio, pero en los dos enfrentamientos posteriores Kobe se hizo cargo de la situación y en cinco partidos sellamos el resultado de la serie.
Por fin llegó la largamente esperada confrontación con Boston. La rivalidad entre los Lakers y los Celtics es una de las más legendarias que existen en el deporte. De hecho, el doctor Buss estaba tan obsesionado con los Celtics que en su lista de deseos a realizar apuntó que quería ganar más campeonatos que ellos. Hasta entonces íbamos a la zaga de los de Boston, que nos superaban por dos, 16-14, y teníamos un misérrimo historial 2-8 en las finales que habíamos disputado con ellos. Era la primera vez que ambos equipos se enfrentaban en una final desde 1987, año en que los Lakers se alzaron con el triunfo por 4-2.
No estaba seguro de que nuestro equipo se encontrara en condiciones de volver a derrotar a los Celtics, que contaban con un poderoso juego interior liderado por Garnett, Paul Pierce y Kendrick Perkins. También me preocupaba que consiguieran dominarnos bajo la canasta, sobre todo teniendo en cuenta que Andrew Bynum estaba fuera de juego. Asimismo, me inquietaba que nuestro equipo hubiese tenido demasiado éxito prematuramente y no se hubiese puesto lo bastante a prueba durante las primeras rondas como para resistir a un equipo duro y físico como Boston.
Los Celtics ganaron el primer partido en casa por 98-88, en parte inspirados por el regreso de Pierce a la cancha en el último cuarto, después de retirarse de la pista en el tercer periodo debido a lo que parecía una grave lesión de rodilla. Tres días después se pusieron con una ventaja de 2-0 en la serie. Quedé impresionado por la forma en la que marcaron a Kobe. En lugar de asignarle un doble marcaje, hicieron que varios defensores se movieran y asistiesen a quien lo cubría, táctica que a menudo le impidió entrar en la zona y lo mantuvo exiliado en el perímetro durante la mayor parte del partido. Garnett, elegido jugador defensivo del año, realizó una excelente labor con Lamar, se colocó a su izquierda y lo retó a que lanzara tiros en suspensión. Esa situación generó cada vez más inseguridad en Lamar, por lo que Garnett se sintió lo bastante confiado como para apartarse momentáneamente de su lado y ayudar a Kendrick Perkins a castigar a Pau cada vez que este penetraba en la zona.
Nos recuperamos fugazmente y ganamos el tercer encuentro en casa, pero en la segunda mitad del siguiente nos derrumbamos, desaprovechamos una ventaja de veinticuatro puntos y nos pusimos 3-1 en la serie. Tras librarnos de una situación ignominiosa en el quinto partido, volvimos a Boston y en el último encuentro la paliza fue tan brutal, 131-92, que la derrota nos persiguió a lo largo de todo el verano.
El tono de la confrontación quedó fijado a comienzos del primer cuarto, cuando Garnett embistió por la zona, arrojó a Pau al parqué y machacó por encima de él mientras el pívot yacía en el suelo e intentaba evitar ser golpeado. Como era previsible, ninguno de los árbitros pitó falta.
Terminado el encuentro, Kobe y yo nos encerramos en el vestuario de los Boston Bruins, equipo de hockey sobre hielo que juega en el mismo estadio. Kobe estaba deprimido y tardó bastante en dirigirse a las duchas. Mientras permanecíamos en el vestuario, Ron Artest, que en aquellas fechas jugaba con los Sacramento Kings, se acercó y nos dijo que en el futuro le gustaría formar parte de los Lakers. Poco sabíamos que dos años después, en las finales, Artest desempeñaría una función decisiva cuando nos enfrentásemos a los Celtics.
La pesadilla continuó incluso después de dejar el pabellón. Las calles se habían llenado de alborotados seguidores de los Celtics, que maldijeron a los Lakers e intentaron volcar el autobús del equipo cuando un atasco nos obligó a detenernos. Un forofo se subió al parachoques delantero, me miró cabreado y me hizo la peineta. Me molestó que la policía de Boston no hiciese nada por alejar a la muchedumbre, aunque al final agradecí ese alboroto porque sacó del letargo a cuantos viajaban en el autobús, que se comprometieron a regresar a Boston y devolvérsela a los Celtics con la misma moneda.
No hay nada más eficaz que una derrota humillante para focalizar la mente.
Una vez que regresamos a Los Ángeles, mi antiguo compañero en los Knicks, Willis Reed, llamó para consolarme por la vergonzosa derrota ante Boston. Repuse que, en mi opinión, nuestros jugadores tenían que crecer y asumir la responsabilidad de lo que había pasado en las finales.
—Supongo que dejaste que tus chicos fueran a morir en el séptimo partido para que aprendiesen algo de esa espantosa sensación —comentó Reed.
—Así es, porque nadie comprende realmente lo que significa a no ser que lo sufra —añadí.
A partir de ese momento, no fue necesario convencer de nada a los jugadores. Cuando en octubre regresaron a Los Ángeles para el campamento de entrenamiento de la temporada 2008-09, detecté en sus ojos un brillo hasta entonces inexistente. «No hay experiencia que retuerza tanto las entrañas como llegar a las finales de la NBA y perder —afirma Fish. Nos fuimos de vacaciones cuestionándolo todo porque habíamos estado muy cerca y todavía seguíamos muy lejos. Creo que esa derrota nos obligó a plantearnos si era eso lo que realmente queríamos».
La respuesta fue radicalmente afirmativa. Desde el primer día los Lakers se convirtió en un equipo de posesos. «No estábamos dispuestos a que nada nos frenase —añade Fish. Nos daba igual lo que hubiera que afrontar y no nos importaban los altibajos, ya que sabíamos que tanto mental como físicamente éramos lo bastante fuertes como para resolverlo. Y así fue».
Durante el campamento de entrenamiento conversamos sobre lo que habíamos aprendido en los play-offs y que en el futuro podría resultarnos útil. Los jugadores comentaron que se habían dado cuenta de lo buenos que podíamos ser y también comprendieron que no habíamos jugado con la intensidad física necesaria para ganarlo todo. Cuando Boston nos arrasó, Pau fue etiquetado de «blando», pero sabíamos que no era cierto. De todas maneras, si pretendíamos ganar el campeonato teníamos que modificar esa percepción.
Quedé impresionado por la fría determinación de los jugadores. La temporada anterior habían dado un paso de gigantes en lo que se refiere al dominio del sistema triangular. En esta, e inspirados por la derrota compartida, ahondaron en su compromiso para volverse más integrados e invencibles como equipo.
Es esto lo que a menudo describo como «bailar con el espíritu». Al mencionar al espíritu no me refiero a nada religioso, sino a ese sentimiento profundo de camaradería que se desarrolla cuando un grupo de jugadores se compromete a apoyarse mutuamente a fin de lograr algo más grande que ellos mismos, sin tener en consideración los riesgos. Esa clase de compromiso con frecuencia implica compensar las debilidades de los compañeros, despotricar cuando es necesario y proteger al jugador que es acosado por el adversario. Cuando un equipo se compromete en esos términos, lo notas en el modo en el que los jugadores mueven el cuerpo y se relacionan entre sí, tanto dentro como fuera de la pista. Juegan con gozoso abandono y hasta cuando se pelean lo hacen con dignidad y respeto.
Los Lakers de la temporada 2008-09 formaron un equipo de esas características y su espíritu se fortaleció a medida que avanzaba la temporada. No fue el equipo más talentoso ni el más dominante físicamente que yo haya entrenado, pero los jugadores alcanzaron una profunda conexión espiritual que, de vez en cuando, les permitió hacer milagros en la cancha. Algo que me gustaba mucho de esa versión de los Lakers era que un buen puñado de jugadores habían crecido juntos y aprendido a jugar del modo correcto. Para entonces se conocían lo suficientemente bien como para sincronizar sus movimientos de tal forma que desconcertaban a sus adversarios.
Un jugador que reflejaba el espíritu del equipo fue Luke Walton. Hijo de Bill Walton, miembro del Hall of Fame, Luke había bebido de las fuentes de la sabiduría del baloncesto desde su más tierna infancia. Tras estudiar en la Universidad de Arizona, los Lakers lo eligieron en el draft de 2003, pero tuvo dificultades para encontrar su sitio porque no encajaba en el perfil al uso de los aleros. No poseía un tiro en suspensión letal ni estaba dotado para crear sus propios lanzamientos, aunque le encantaba mover el balón y jugar correctamente al baloncesto. Era excelente a la hora de bascular el flujo del juego de un lado a otro de la pista, actividad decisiva en el triángulo ofensivo. Muchos entrenadores no atribuyen gran valor a esas habilidades, pero yo alenté a Luke a que se desarrollase en esa dirección. Al final se convirtió en uno de los mejores facilitadores del equipo.
Como tantos jugadores jóvenes, Luke era emotivo y solía encerrarse en sí mismo y no hablar con nadie durante días si había jugado mal o el equipo había perdido debido a un error suyo. Intenté transmitirle que la mejor manera de apearse de la montaña rusa emocional consiste en coger el camino del medio y no entusiasmarse demasiado cuando ganas ni deprimirte en exceso si juegas mal. Con el paso del tiempo, Luke maduró y se serenó.
Para reaccionar, algunos jugadores necesitan un toque suave y otros, como Luke, algo más revulsivo. A veces lo irritaba a propósito para ver cómo reaccionaba. En otros momentos, durante los entrenamientos lo ponía en situaciones difíciles para comprobar si era capaz de gestionar la presión.
«Fue frustrante —recuerda Luke—, porque no siempre entendí qué hacía Phil o con qué intención. No estaba dispuesto a explicarlo. Quería que lo averiguaras por tu cuenta». Al cabo de un par de años, Luke se dio cuenta de que había asimilado lo que le enseñamos y comenzó a jugar de forma más natural e integral.
Otro componente del equipo que en esa época también se convirtió en un jugador más completo fue Kobe. Desde el regreso de Fish, Kobe había desarrollado un estilo de liderazgo más incluyente que fructificó en la temporada 2008-09.
Hasta entonces, Kobe había liderado mayormente con el ejemplo. Había trabajado más que nadie, casi nunca se perdía un partido y esperaba que los compañeros jugasen a su nivel. No había sido la clase de cabecilla que se comunica eficazmente y logra que todos estén en sintonía. Cuando hablaba con sus compañeros, hacía comentarios como este: «Pásame el maldito balón. Me importa un bledo que me marquen dos defensores».
Ese enfoque solía surtir el efecto contrario. Luke lo describe en los siguientes términos: «Kobe está en pista y me grita que le pase el balón. Tengo a Phil en el banquillo diciendo que haga el pase correcto, sean cuales sean las consecuencias. Por lo tanto, en lugar de fijarme en lo que pasa en la cancha, intento prestar atención a lo que grita Kobe y al entrenador, que me dice que no le lance el balón. Eso dificultó mucho mi trabajo».
Kobe empezó a cambiar. Aceptó al equipo y a sus compañeros, comenzó a reunirse con ellos cuando estaban de gira y los invitó a cenar. Fue como si los demás jugadores hubieran dejado de ser sus escuderos para convertirse en sus colegas.
Luke detectó el cambio. De repente, Kobe conectó con él de una forma mucho más positiva. Si estaba bajo de ánimo porque había fallado tres tiros seguidos, Kobe le decía: «Venga ya, tío, no te preocupes por esa chorrada. Yo fallo tres tiros consecutivos en cada puñetero partido. Sigue lanzando. El próximo intento entrará». Luke añade que cuando el líder te habla así en lugar de fulminarte con la mirada, realizar el siguiente lanzamiento te resulta mucho más sencillo.
La temporada comenzó con una racha de 17-2 y no aflojamos hasta comienzos de febrero cuando, después de vencer a Boston y a Cleveland, decidí que nos tomaríamos las cosas con más tranquilidad. Quería hacer cuanto estuviese en mi mano para evitar que los jugadores se agotaran antes de los play-offs. Solo habíamos perdido dos partidos contra los Spurs y los Magic. Terminamos la temporada con el mejor balance de la Conferencia Oeste, 65-17, lo que nos dio la ventaja de jugar en casa contra todos salvo los Cleveland Cavaliers, en el caso de que tuviéramos que enfrentarnos con ellos.
Para motivar a los jugadores, decidí ponerme mi anillo de campeón de 2002 en los partidos de play-off. Aquel anillo había sido testigo de muchas cosas. Lo había llevado en dos finales del campeonato que perdimos y en otros play-offs que no salieron como pretendíamos. Tal como le dije a Mike Bresnahan, periodista de Los Angeles Times: «Tengo que deshacerme de este anillo».
Mi mayor reserva era la indolencia del equipo. Todo había sido muy fácil en la temporada regular y en la primera ronda arrasamos a los Utah Jazz por 4-1. Me inquietaba cómo se enfrentaría el equipo con un advesario de nuestro nivel y capaz de jugar una variante más física del baloncesto. En la segunda ronda nos topamos con un equipo de esas características: los Houston Rockets.
En principio, los Rockets no parecían tan imponentes. Se habían quedado sin dos de sus mejores jugadores, Tracy McGrady y Dikembe Mutombo, y confiábamos en poder frenar a la amenaza que les quedaba, el pívot Yao Ming, mediante un doble marcaje por parte de Bynum y de Gasol. Cuando en el tercer encuentro Yao se rompió el pie y no pudo participar en el resto de la serie, Rick Adelman, entrenador de los Rockets, reaccionó organizando una alineación pequeña compuesta por Chuck Hayes, pívot de 1,98 metros; el alero Ron Artest, el alapívot Luis Scola y los bases Aaron Brooks y Shane Battier. La estrategia dio resultado. Durante el cuarto encuentro, nuestra apática defensa se desplomó y Houston empató la serie a dos. Lamar lo calificó de «nuestro peor partido del año».
Aunque el espíritu del equipo pareció flaquear, remontamos en el quinto partido en el Staples Center y derrotamos a los Rockets por 118-78, la mayor ventaja en una victoria de los Lakers en un play-off desde 1986. Luego volvimos a perder impulso y en el sexto enfrentamiento nos vinimos abajo. Posteriormente Kobe etiquetó al equipo de bipolar, y debo reconocer de que no iba muy errado. Fue como si los Lakers tuviesen dos personalidades en conflicto y nunca sabíamos cuál (si el doctor Jekyll o míster Hyde) haría acto de presencia en una noche determinada.
Las cosas finalmente cambiaron durante el séptimo partido, que tuvo lugar en Los Ángeles. Decidimos comenzar el juego con una defensa agresiva, lo que elevó nuestro rendimiento a otro nivel. De repente Pau plantó cara y realizó bloqueos decisivos; Kobe defendió al estilo Jordan, cortó líneas de pase y robó balones; Fish y Farmar aunaron fuerzas para contener a Brooks, y Andrew se convirtió en una fuerza imparable en la zona, ya que anotó catorce puntos con seis rebotes y dos tapones. Logramos reducir el porcentaje de lanzamiento de los Rockets al 37 por ciento, los superamos en rebotes por 55-33 y alcanzamos la victoria por 89-70.
Después del partido, Kobe reflexionó sobre las consecuencias de lo que acabábamos de conseguir: «El año pasado, por estas fechas, todos nos calificaban de imbatibles y en las finales mordimos el polvo. Prefiero ser el equipo que está allí, al final de las finales, no ahora».
Nos quedaban unas cuantas lecciones que aprender antes de llegar a ese punto, pero me alegré de haber superado nuestro problema de doble personalidad. ¿O todavía lo teníamos?
Nuestro adversario en las finales de la Conferencia Oeste, los Denver Nuggets, representaba otra clase de amenaza. Contaban con grandes lanzadores, incluido Carmelo Anthony, al que Kobe había apodado el Oso, y dos jugadores que en el pasado nos habían hecho mucho daño: el base Chauncey Billups y el ala-pívot Kenyon Martin.
En el primer encuentro los Nuggets jugaron muy duro y sobrevivimos por los pelos gracias al heroico empujón en el último momento de Kobe, que en el último cuarto anotó dieciocho de sus cuarenta puntos. En el segundo partido desperdiciamos una ventaja de catorce puntos y perdimos por 106-103. Quedé decepcionado por la falta de entusiasmo y la floja defensa aplicada por Bynum en ese enfrentamiento, por lo que en el tercer encuentro incluí a Odom en la alineación inicial a fin de contar con más energía atlética en pista. Reconozco que nos ayudó, pero lo que más me impresionó fue la resiliencia del equipo en los últimos minutos del encuentro. Durante un tiempo muerto del final del último cuarto, Fish reunió al equipo y pronunció uno de sus discursos más edificantes: «Este es un momento en el que podemos definirnos. Un momento en el que podemos adentrarnos en ese destino».
Sus palabras causaron impacto. Quedaba un minuto y nueve segundos cuando Kobe, que marcó 41 puntos, encestó un triple por encima de J. R. Smith, lo que nos llevó a ponernos por delante, 96-95. En los últimos treinta y seis segundos, Trevor Ariza robó un saque de banda de Kenyon Martin y garantizó la victoria.
Claro que la serie aún no había terminado. En el cuarto encuentro los Nuggets nos apisonaron y en el siguiente nos las vimos y nos las deseamos. El punto de inflexión tuvo lugar en el último cuarto del quinto partido, en el que pusimos en práctica un plan para volver contra los Nuggets su propia agresividad. En lugar de evitar los marcajes dobles, hicimos que Kobe y Pau atrajesen a los defensores, lo que creó posibilidades interiores para Odom y Bynum, y en cuanto los Nuggets intentaron tapar esos agujeros, Kobe y Pau se lanzaron al ataque. Ganamos por 103-94 y dos días después rematamos la serie en Denver.
Esperábamos enfrentarnos nuevamente con los Celtics en las finales del campeonato, pero Orlando los venció en una reñida serie a siete partidos en las semifinales de la Conferencia Este y luego ganó a los Cleveland Cavaliers, de modo que fueron los Magic los que se enfrentaron con nosotros. Los Orlando Magic contaban con Dwight Howard, pívot de veintitrés años y jugador defensivo del año, y con un sólido grupo de triplistas, encabezado por Rashard Lewis. Me sorprendió que los Orlando Magic batieran a los Celtics (sin Garnett) y a los Cavaliers (con LeBron James) y pensé que ese equipo todavía no estaba en condiciones de llegar al primer nivel.
Kobe compartió mi opinión y logró que en el primer encuentro, celebrado en el Staples Center, todo pareciera muy fácil, ya que anotó cuarenta puntos, su máximo en un partido de las finales, al tiempo que nuestra defensa reducía las estadísticas de Howard a doce puntos, para finalmente ganar por 100-75. En el segundo enfrentamiento, los dioses del baloncesto nos acompañaron, ya que en los últimos segundos Courtney Lee falló un alley oop potencialmente ganador, lo que nos dio otra oportunidad de arañar la victoria en la prórroga.
Cuando nos desplazamos a Orlando para el tercer partido, los Magic renacieron, consiguieron un porcentaje récord en unas finales de la NBA del 62,5 por ciento de aciertos y ganaron por 108-104. Esa situación sentó las bases del mejor momento de Fish en todos los playoffs en los que ha jugado.
Fish, que tenía una enorme capacidad de realizar grandes tiros ganadores, no estuvo muy certero en el cuarto partido. De hecho, cuando saltó a la pista, perdíamos por tres puntos, solo quedaban 4,6 segundos y había fallado sus cinco intentos anteriores de triple. Eso no le impidió prepararse para el sexto cuando su defensor, Jameer Nelson, retrocedió insensatamente para ayudar a marcar a Kobe en lugar de hacer una falta a Fish, que solo dispondría de dos tiros libres, a fin de asegurar el partido. Ese error permitió que Fish anotara un triple y provocase la prórroga. Con el marcador empatado a 31,3 segundos del final, Fish lanzó otro triple espectacular y los Lakers nos adelantamos por 94-91.
Puro carácter. Puro Fish.
De haber sido una película, aquel tendría que haber sido el final, pero todavía nos quedaba por superar un gran obstáculo.
Antes del inicio del quinto encuentro, la prensa había entrado en el vestuario y pedido a los jugadores que imaginasen qué sentirían si ganaban el anillo. Cuando entré en la sala de los preparadores físicos, oí que Kobe y Lamar se planteaban preguntas sobre pequeñeces relativas a las finales de la NBA. Cerré las puertas e intenté generar otro estado de ánimo.
En lugar de dar mi charla habitual de antes del partido, tomé asiento y dije: «Situemos correctamente nuestras mentes». Permanecimos cinco minutos en silencio y sincronizamos nuestra respiración.
A continuación el entrenador asistente Brian Shaw inició su explicación con diagramas sobre los Magic. Cuando le dio la vuelta al sujetapapeles vi que estaba totalmente en blanco. «No he escrito nada porque tus chicos ya saben qué tienen que hacer para superar a este equipo. Salid y luchad con la idea de que jugáis por cada uno de vosotros y con cada uno de vosotros para que esta noche se acaben los play-offs».
Fue una manera genial de fijar las pautas del partido decisivo.
Kobe lideró el ataque desde el primer minuto, anotó treinta puntos que nos permitieron coger ventaja en el segundo cuarto y ya no hubo vuelta atrás. Cuando sonó la bocina, Kobe dio un salto y celebró el triunfo con sus compañeros en el centro de la pista. Luego se acercó a la banda y me abrazó.
No recuerdo exactamente qué nos dijimos, pero su mirada me conmovió profundamente. Aquel fue nuestro instante de triunfo, un momento de reconciliación total que había tardado siete largos años en llegar. Su expresión de orgullo y de alegría consiguió que valiera la pena todo el dolor que habíamos soportado a lo largo de ese camino.
Para Kobe fue el momento de la redención. Ya no tendría que aguantar que los expertos deportivos y los seguidores le dijesen que, en ausencia de Shaq, jamás volvería a ganar un campeonato. El jugador describió esa falta de confianza como una tortura china.
En mi caso, fue un momento de reivindicación. Aquella noche superé el récord de campeonatos conseguidos por Red Auerbach, algo que a su manera me resultó gratificante. De todos modos, para mí lo más importante fue el modo de conseguirlo: juntos, como un equipo plenamente integrado.
Lo más gratificante fue ver que Kobe dejaba de ser un jugador egoísta y exigente para transformarse en un líder al que sus compañeros querían seguir. Para llegar a ese punto, Kobe tuvo que aprender a dar a fin de recibir. El liderazgo no consiste en imponer tu voluntad a los demás, sino en dominar el arte de dejarte ir.