Que confíen en ti es un cumplido mayor que ser amado.
GEORGE MacDONALD
Cierto día de comienzos de la temporada 2001-02, Rick Fox me dijo que ya no se sentía en la cresta de la ola y que esa sensación lo estaba volviendo loco. No hablaba de drogas, sino de la excitación espiritual que había experimentado durante el intento de ganar el segundo campeonato. Rick se crio en el seno de una familia pentecostal de Bahamas y enseguida entendió a qué me refería cuando hablé del baloncesto como un deporte espiritual. Acotó que cuando todos jugaban con una sola mente, la experiencia resultaba tan hermosa que se sentía mejor que con todo lo que hasta entonces había hecho. De repente, esa sensación se había evaporado como un sueño y deseaba recuperarla.
Yo sabía de qué hablaba Rick; al fin y al cabo, lo había vivido. El sentimiento descrito por Rick también se denomina «adicción espiritual»: una sensación de conexión tan poderosa y jubilosa que no quieres que desaparezca. El problema radica en que, cuanto más intentas aferrarte, más esquiva se vuelve. Intenté explicar a Rick que, aunque profunda, su experiencia de la temporada anterior no había sido más que un momento en el tiempo y que intentar recrearla era una batalla perdida porque todo había cambiado, incluido el propio Rick. A veces el baloncesto es una gozada, como lo fue para nosotros a finales de la temporada 2000-01, y en otras ocasiones se convierte en un trabajo duro, largo y penoso. De todas maneras, si la abordas como una aventura, cada temporada adquiere su propia belleza.
Desde el primer día de la temporada 2001-02 supe que no sería fácil. Los tripletes nunca lo son. Por la parte positiva, valga decir que Kobe y Shaq se llevaban bien. No se agredían de palabra y a menudo los vi reír juntos, tanto en los entrenamientos como después de los partidos. Durante una gira por Filadelfia, Shaq y varios jugadores más asistieron a la retirada de la camiseta de Kobe en el instituto Lower Merion. Una vez cumplida la ceremonia, Shaq abrazó a Kobe en el escenario.
No todos los cambios fueron tan positivos. El equipo volvía a estar en estado de flujo. En líneas generales, las plantillas de los Lakers eran mucho más fluidas que las de los Bulls. En el despacho de Jeanie hay un retrato de los jugadores que participaron en los tres campeonatos durante mi primera época como entrenador de los Lakers. En el cuadro solo aparecen siete jugadores; O’Neal, Bryant, Horry, Fox, Fisher, Shaw y Devean George. El resto de la lista lo formaba una rotación constante de atletas, algunos de los cuales desempeñaron funciones decisivas mientras que otros nunca encontraron su espacio. El entorno de «sillas musicales» convirtió en todo un desafío mantener un sentimiento fuerte de unidad del equipo de una temporada a la siguiente.
En vacaciones perdimos a los dos exjugadores de los Bulls que quedaban en el equipo: a Ron Harper, que por fin asumió la retirada largamente postergada, y a Horace Grant, que se fue a los Orlando Magic. Los reemplazamos por dos jugadores sólidos: Mitch Richmond, base seis veces All-Star, y Samaki Walker, prometedor ala-pívot de los San Antonio Spurs. Fue imposible sustituir la experiencia de Ron y de Horace en los campeonatos, así como su influencia estabilizadora en el equipo.
Si en algunos momentos la segunda temporada pareció un culebrón, la tercera evocó Oblómov, la novela rusa sobre un joven carente de fuerza de voluntad que pasa casi todo el tiempo tumbado en la cama. Nuestro problema más grave fue el aburrimiento. Le ocurre a muchos equipos campeones, pero en el caso de los Lakers fue más pronunciado. Nuestro equipo había tenido tanto éxito tan rápidamente que los jugadores creyeron que, cuando les diera la gana, podrían accionar un interruptor y subir automáticamente de nivel…, tal como habían hecho la temporada anterior.
Fox elaboró una teoría interesante sobre lo que sucedía. Pensaba que al inicio de la temporada el ego de los jugadores estaba tan hinchado que se creyeron que sabían más que los entrenadores sobre lo que había que hacer para conseguir un nuevo anillo. Lo explicó en estos términos: «El primer año los seguimos ciegamente. El segundo colaboramos con alegría. El tercero quisimos pilotar la nave». Rick recuerda que aquella temporada hubo muchos más debates que la precedente en lo que se refiere al proceso de toma de decisiones por parte de los entrenadores. Añade: «Aunque no lo llamaría anarquía, diría que los chicos intervinieron más, manifestaron sus opiniones e intentaron encontrar diversas maneras de esquivar el triángulo». En su opinión, el resultado fue que, a menudo, el equipo estuvo fuera de sincronía.
Esa actitud no me sorprendió. Ya la había visto en los Bulls durante la primera temporada del triplete. En lo que a mí se refiere, los Lakers empezaban a convertirse en un equipo más maduro, resultado inevitable de nuestro intento de dar poder a los jugadores para que pensasen por su cuenta en vez de depender en todo del equipo de entrenadores. Por mucho que interrumpiera provisionalmente la armonía del equipo, el debate siempre me ha gustado porque demuestra que los jugadores se implican en la resolución de problemas. El peligro surge cuando una masa crítica de jugadores incumple el principio de generosidad en el que se basa el equipo. Es entonces cuando se desata el caos.
El error que los equipos campeones repiten con frecuencia consiste en tratar de repetir la fórmula ganadora. Casi nunca funciona porque, al inicio de la siguiente temporada, tus adversarios han estudiado tus vídeos y encontrado la manera de contrarrestar cada una de tus jugadas. La clave del éxito sostenido radica en seguir creciendo como equipo. Ganar consiste en adentrarse en lo desconocido y crear algo nuevo. Recordemos aquella escena de la primera entrega de Indiana Jones, en la que alguien pregunta a Indy qué piensa hacer y este responde: «No lo sé, lo inventaré sobre la marcha». Yo veo el liderazgo desde la misma óptica. Se trata de un acto de improvisación controlada, de un ejercicio de dedos a lo Thelonious Monk, de un momento al siguiente.
La complacencia y los egos hinchados no eran los únicos problemas del equipo. Mi mayor preocupación tenía que ver con el estado físico de Shaq. Antes de las vacaciones de verano se había comprometido a recuperar su peso de rookie, 130 kilos, pero se presentó con más de 150 kilos, en vías de recuperación de la operación del meñique izquierdo y con graves problemas en los pies.
En el caso de Shaq, al igual que con el resto de jugadores, necesitaba encontrar la manera más eficaz de comunicarme con él. Por fortuna, desde el principio Shaq y yo nos entendimos sin excesivas complicaciones. En ocasiones fui muy directo. Por ejemplo, justo antes del segundo encuentro de las finales de 2001, le dije que no tuviese miedo de ir tras Allen Iverson cuando intentaba hacer una bandeja. Shaq quedó tan desconcertado por la insinuación de que temía a Iverson que se olvidó de liderar al equipo a la hora de canturrear «¡Uno, dos, tres…, Lakers!» antes del inicio del partido. Esa noche O’Neal taponó ocho lanzamientos y neutralizó eficazmente la amenaza planteada por Iverson. En otras situaciones, lo motivaba indirectamente a través de la prensa. En pleno aburrimiento en mitad de la temporada 2000-2001, pinché a Shaq para que se dinamizase diciendo a los periodistas que, en mi opinión, los únicos jugadores que lo daban todo eran Kobe y Fox. Shaq se molestó por el comentario, pero luego se mostró mucho más agresivo en la pista.
Shaq sentía un gran respeto por las figuras masculinas de autoridad, pues así lo había criado su padrastro, Phil, militar de carrera al que llamaba «sargento». De hecho, en mi primer año con el equipo Shaq se refería a mí como su «padre blanco». Estaba tan automatizado a la hora de respetar la autoridad que, si no quería hacer algo, solicitaba a otros que me lo comunicasen. La primera temporada le pedí que jugase 48 minutos por partido en lugar de los 40 a los que estaba acostumbrado. Lo intentó durante una o dos semanas, participó todos los minutos durante varios partidos y al final decidió que necesitaba más descanso. En lugar de decírmelo personalmente, nombró como mensajero a John Salley. En otra ocasión, envió a uno de los preparadores físicos a informarme de que aquel día no asistiría al entrenamiento. Cuando pedí explicaciones, el preparador respondió que Shaq, que quería ser agente de policía, había pasado toda la noche recorriendo la ciudad en busca de coches que figuraban en la lista de vehículos robados del departamento de policía de Los Ángeles. En el fondo, el pívot soñaba con convertirse en un Clark Kent de carne y hueso.
El personal de los Lakers comenzó a llamar Gran Temperamental a Shaq porque solía refunfuñar cuando sufría lesiones o su propio juego lo decepcionaba. Dirigió contra mí buena parte de su frustración. A principios de la temporada 2001-02 lo multé por tomarse dos días libres por el nacimiento de su hija cuando solo había solicitado uno. Como reacción, Shaq dijo a los reporteros: «El muy cabrón sabe perfectamente qué puede hacer con esa multa». En el siguiente partido, contra Houston, anotó treinta puntos y trece rebotes.
Llamar la atención de la prensa no me preocupaba tanto como cuando Shaq se desquitaba con uno de sus compañeros de equipo. Fue lo que sucedió en un partido contra los San Antonio Spurs durante los play-offs de 2003. Shaq estaba furioso porque al final del encuentro Devean George cometió un error que permitió a Malik Rose coger un rebote ofensivo y anotar la canasta ganadora. Acabado el encuentro, Shaq empezó a golpear a Devean en el vestuario, pero Brian Shaw lo frenó.
Shaw era quien se encargaba de cantar las cuarenta al equipo. Comprendía perfectamente la espinosa dinámica interpersonal de los Lakers, por lo que fomenté que dijera lo que pensaba. «Mientras crecí, mi madre siempre dijo que esta boca mía algún día me metería en líos —recuerda Brian—, ya que si veía algo que no me parecía correcto necesitaba expresarlo. Pensaba que todo estaría bien siempre y cuando dijese la verdad. Nadie puede enfadarse con la verdad».
Al ver que Shaq agredía a Devean, Brian le gritó: «Si hubieras aprovechado toda esa energía para bloquear el rebote bajo los tableros lo habrías cogido y probablemente habríamos ganado el partido. En lugar de desquitarte con Devean, ¿por qué no te haces responsable de tus carencias?». En ese momento Shaq soltó a Devean y se abalanzó sobre Brian, que intentó hacerle un placaje, pero acabó arrastrado por los suelos del vestuario hasta que le empezaron a sangrar las rodillas y el resto de los jugadores lo rescataron.
«Shaq se puso furioso conmigo porque herí sus sentimientos —añade Brian. Un par de días después me abordó y dijo: “Debo reconocer que tenías razón. Actué mal. No tendría que haberme puesto así”».
Aquella temporada, Kobe también estaba inmerso en una transición complicada. La primavera anterior se había distanciado de su familia a causa de su matrimonio con Vanessa Laine, una joven de dieciocho años que acababa de terminar el instituto. Sus padres, Joe y Pam, que habían compartido con él su casa de Brentwood, consideraron que era demasiado joven para casarse, pero Kobe estaba impaciente por comenzar una nueva vida. «Lo hago todo siendo joven», declaró a los periodistas. Joe y Pam, espectadores habituales de los partidos de los Lakers, regresaron a Filadelfia y aquel año no asistieron a las finales del campeonato en la ciudad natal de la familia. Kobe y sus padres se reconciliaron dos años después. Entretanto, Vanessa y él se trasladaron a una nueva casa, situada a una manzana de la que la madre de la joven ocupaba en Newport Beach, y tuvieron a Natalia, su primogénita.
En su prisa por entrar en la NBA, Kobe se había saltado la universidad y parte de los dolores de crecimiento que acompañan sistemáticamente a quien sale al mundo por primera vez. Tras la riña con sus padres, intentó funcionar como adulto por su cuenta, a veces de forma sorprendente. A pesar de que siempre había evitado los roces con otros jugadores, Kobe se volvió beligerante en varios momentos de la temporada 2001-02. En cierta ocasión discutió con Samaki Walker mientras viajaban en el autobús del equipo y de repente le asestó un puñetazo. Samaki rio para restar importancia a la situación y comentó: «Sirvió para conocer su intensidad». Posteriormente, durante un partido celebrado en el Staples Center, Kobe reaccionó violentamente ante los insultos de Reggie Miller, cerró el puño y lo persiguió por la pista hasta que cayeron de forma estrepitosa sobre la mesa de anotadores. Fue suspendido durante dos partidos.
Kobe arrastraba en su interior una gran ira contenida y me preocupaba que algún día hiciese algo de lo que podría arrepentirse. Brian, que se había convertido en su confidente y mentor, opinaba que esos rifirrafes eran muestras de que su compañero «iba de camino a la adultez y delimitaba lo que estaba dispuesto a soportar y lo que no». Aquel año yo había nombrado cocapitán a Kobe y Brian añade que, al verlo atravesar esa fase de crecimiento, «te dabas cuenta de que evidentemente estaba madurando y de que se convertía en mejor compañero de equipo y en uno de los nuestros. Hubo momentos en los que todavía perdía el norte y decía tonterías, pero la mayor parte del tiempo se sentía cómodo en su piel y mucho más seguro de quien era».
La improvisación fue la única manera de superar la temporada 2001-02. Nada de lo que sucedió siguió un patrón que yo conociera de antemano. Comenzamos con una racha 16-1, el mejor inicio en la historia de la franquicia, y los medios de comunicación empezaron a soltar indirectas en el sentido de que podríamos superar el palmarés 72-10 de los Bulls. La algarabía no duró mucho. En diciembre nos hundimos en un letargo inexplicable que duró hasta mediados de febrero. Aunque nos defendimos ante los rivales más duros, en ese período perdimos seis veces contra equipos colistas, incluidos dos encuentros con unos Bulls en vías de reconstrucción. A partir de esa fecha nos nivelamos, pero en ningún momento logramos accionar ese interruptor ilusorio del que todos hablaban.
Sabía que ese equipo era capaz de jugar muchísimo mejor. La estrategia consistía en mantener unidos cuerpo, mente y espíritu hasta llegar a los play-offs. Una de mis mayores decepciones tuvo que ver con el modo de sacar lo mejor de Mitch Richmond. Era un magnífico anotador que a principios de la temporada había promediado 22,1 puntos, si bien tuvo dificultades para adaptarse al triángulo ofensivo. No le gustaba entrar y salir constantemente del banquillo porque necesitaba mucho tiempo para calentar las piernas. Afortunadamente, al final de la temporada Shaw pudo ocupar el lugar de Mitch como tercer base. Dado que el banquillo no era tan sólido, tuvimos que apoyarnos mucho en los titulares a la hora de jugar minutos adicionales y las grietas comenzaron a notarse. Hacia el final de la temporada decidí ser menos severo con el equipo para evitar que los jugadores titulares se agotaran demasiado pronto. En consecuencia, entramos en los play-offs empatados en el segundo puesto de la Conferencia Oeste y todavía seguíamos sin encontrar la inspiración.
En la primera ronda arrasamos a Portland, pero nuestro juego no fue impresionante. Solo cuando perdimos como locales con los Spurs, en el segundo partido de las semifinales de la Conferencia Oeste, y la serie quedó empatada 1-1 despertamos por fin y comenzamos a jugar como campeones.
Shaq lo estaba pasando mal. Por si no bastara con los problemas en los dedos de los pies, en el primer encuentro se hizo daño en el índice de la mano con la que anotaba y, en el segundo, se torció el tobillo izquierdo. Yo seguía pensando que tenía que ser más agresivo y lo manifesté. Antes del tercer enfrentamiento, en San Antonio, los reporteros me acribillaron a preguntas y respondí: «A decir verdad, he tenido una conversación acalorada con Shaq para que se involucre activamente en la búsqueda del balón… Respondió, básicamente, [me duele] el dedo del pie». Esa semana Shaq había evitado a la prensa, pero cuando un periodista lo presionó espetó: «Pregúntale a Phil, el cabrón se las sabe todas».
Shaq participó en el partido tal como yo esperaba. A pesar del índice lesionado marcó veintidós puntos y consiguió quince rebotes pese a los problemas de los pies. También ayudó a refrenar a la mayor amenaza de los Spurs, Tim Duncan, que falló 17 de sus 26 lanzamientos de campo.
Aunque Shaq se recompuso, aquel fue el partido de Kobe. Quedaban seis minutos y veintiocho segundos y los Lakers ganaban por 81-80 cuando Kobe anotó siete puntos en un parcial de 11-2 que aseguró nuestra victoria. Sus declaraciones posteriores sonaron como si acabara de salir de un taller de meditación: «Estuve más centrado y focalizado en todo lo que me rodeaba. Los pequeños detalles se te escapan si en un partido te implicas demasiado emocionalmente. Tienes que salir del círculo».
Aquel encuentro me demostró lo bueno que podía ser ese equipo en el último período. En el cuarto partido íbamos diez puntos por detrás cuando quedaban cuatro minutos y cincuenta y cinco segundos. Entonces, Kobe volvió a cobrar vida, anotó dos triples, cogió un rebote con canasta en los últimos cinco segundos y el partido acabó 87-85. Dos noches después tuvimos una racha de 10-4 en los últimos minutos y ganamos la serie por 4-1. Por fin el equipo había encontrado su identidad como uno de los grandes rematadores de encuentros. No había más tiempo que perder.
A los seguidores de Sacramento, sede de nuestros adversarios en la Conferencia Oeste, les encantaba odiar a los Lakers. Años atrás yo había hecho la broma de que la capital del estado era una ciudad ganadera a medio civilizar y desde entonces habían intentado devolvérmela, colgando cencerros y gritando insultos detrás de nuestro banquillo, por no hablar de otras tácticas de distracción. Tampoco ayudaba que los dos últimos años hubiésemos eliminado a los Kings de los play-offs.
En esa ocasión, los fieles del equipo tenían motivos para ser optimistas. Su equipo había terminado la temporada con el mejor balance de la liga, 61-21, y en los play-offs contaba con la ventaja de casa. Los Kings eran uno de los mejores equipos tiradores que he visto. Además de Chris Webber, el ala-pívot del All-Star, contaban con una equilibrada alineación de lanzadores capaces de hacerte daño desde todas las posiciones imaginables, alineación que incluía a Vlade Divac, Predrag Stojakovic, Doug Christie y Hedo Turkoglu, por no hablar del nuevo y veloz base Mike Bibby, osadísimo cuando se trataba de penetrar defensas y realizar grandes lanzamientos.
Ganamos el primer encuentro en Sacramento y con doce marcamos el récord de victorias consecutivas en play-offs como visitantes. Los Kings se tomaron la revancha en el segundo partido y se aprovecharon de la situación de Kobe, que estaba en vías de recuperación de una intoxicación alimentaria. La gran sorpresa se produjo en el tercer enfrentamiento, que los Kings ganaron sin dificultades gracias a Bibby y a Webber, que juntos sumaron cincuenta puntos. Impertérrito, una vez terminado el partido, Kobe bromeó con los periodistas: «Bueno, ahora no nos aburrimos».
El lanzamiento milagroso se produjo en el cuarto encuentro. Durante la primera mitad las cosas no iban nada bien, ya que perdíamos por veinte puntos y éramos incapaces de poner en marcha nuestro ataque. En la mitad siguiente modificamos la situación, frenamos el veloz ataque de los Kings y nos comimos la ventaja que tenían. Solo quedaban once segundos cuando la diferencia se redujo a dos puntos. Kobe lanzó una bandeja y falló. Shaq cogió el rebote y también erró. Vlade Divac, el pívot de los Kings, golpeó la pelota, que acabó en manos de Robert Horry, solo en la línea de tres. Como si todo estuviera escrito, Robert se estiró, lanzó y vio que el balón entraba perfectamente justo cuando sonaba la bocina. Ganamos por 100-99.
Fue un tiro característico de Robert Horry, la clase de lanzamiento con el que sueñan los jóvenes. Aún nos quedaba mucho camino por recorrer antes de silenciar los cencerros. Los Kings volvieron a la carga y ganaron el quinto partido en casa, por lo que se adelantaron 3-2 en la serie de siete encuentros. Los Lakers no se dejaron dominar por el pánico. A las dos y media de la madrugada, el día del sexto enfrentamiento, Kobe telefoneó a Shaq, su nuevo mejor amigo, y le comunicó: «Tío, mañana te necesitamos. Haremos historia». Shaq estaba despierto, reflexionando sobre el próximo partido, y se dieron ánimos mutuamente. «Enfrentarse a la eliminación era para nosotros pan comido —declaró más adelante Kobe a los periodistas. Opinó exactamente lo mismo que yo».
Aquella noche Shaq estuvo imparable. Anotó 41 puntos con diecisiete rebotes y dominó totalmente la zona. Los Kings pusieron a todos sus hombres contra él y en los últimos minutos tanto Divac como Scott Pollard fueron eliminados por faltas, de modo que el único que les quedó fue el pívot reserva Lawrence Funderburke, que no pudo hacer nada para frustrar las jugadas interiores de Shaq. «Para pararme tuvieron que cometer faltas…, no había otra opción», comentó Shaq. Kobe también estaba tocado por la gracia, ya que anotó 31 puntos, incluidos cuatro tiros libres decisivos en los últimos segundos, que garantizaron nuestra victoria por 106-100.
El domingo siguiente, el comité de bienvenida de seguidores de los Kings nos mostró el trasero cuando nuestro autobús llegó al Arco Arena para jugar el séptimo partido. Los Lakers reímos. Aunque solo fuera por eso, esa gamberrada contribuyó a quitar hierro a lo que podría haber sido el partido más complicado al que se enfrentaron nuestros jugadores. Aunque era un conjunto excelente como visitante, jugar el séptimo encuentro en la pista del adversario es la prueba más letal y desafiante que existe. La última vez que me había encontrado en esa tesitura había sido en 1973, como jugador, cuando teníamos que vencer a los Celtics en el séptimo enfrentamiento en Boston para ganar las finales de la Conferencia Este. Fue uno de los momentos más inquietantes y estimulantes de mi carrera.
Los Lakers estaban extraordinariamente tranquilos. Horas antes, habíamos meditado juntos en el hotel y me llevé una grata sorpresa cuando llegué y vi que estaban listos y a punto. Permanecimos en silencio y noté que los jugadores hacían un esfuerzo conjunto, preparándose mentalmente para la confrontación que les aguardaba. Esos hombres habían compartido mucho y sabían instintivamente que la conexión que mantenían se convertiría en la fuerza que disiparía la ansiedad a medida que, a lo largo del partido, la presión fuera en aumento.
Tenían razón: no solo se trataba de un partido de baloncesto, sino de un escalofriante maratón que se prolongó durante más de tres horas. Al final, fue la compostura colectiva de los Lakers la que se alzó con el triunfo. La ventaja cambió diecisiete veces de equipo; hubo prórroga cuando Bibby convirtió dos tiros libres y empató el marcador a 100, y Shaq falló un tiro de cuatro metros justo cuando sonaba la bocina. Fue una prueba bestial de voluntades y, tal como Fish comentó con Bill Plaschke, tuvimos que «ahondar más profundamente de lo que jamás lo habíamos hecho».
Me mostré más entusiasmado que de costumbre porque quería mantener focalizados a los jugadores. Kobe dijo que le pareció que los Kings jugaban mejor que nosotros, pero nosotros luchamos con más perseverancia, actitud que dio fruto en los últimos minutos del encuentro. Fox logró el récord de su carrera en los play-offs con catorce rebotes y Horry consiguió doce. Por su parte, los Kings estaban bastante alterados. Habitualmente serenos, fallaron catorce de sus treinta tiros libres y nosotros solo erramos seis de treinta y tres. En los dos últimos minutos de la prórroga, desperdiciaron una ventaja de dos puntos al fallar cinco lanzamientos seguidos y perder un par de veces el balón.
El final fue un esfuerzo denodado. Shaq realizó un lanzamiento en suspensión y luego anotó dos tiros libres, mientras Fish y Kobe encestaban un par cada uno desde la línea, con lo cual el partido quedó fuera del alcance de nuestros rivales. Una vez concluido el encuentro los jugadores estaban tan agotados que apenas lo celebraron, si bien el resultado no les sorprendió. «Hace cinco años que jugamos juntos —declaró Horry. Si a estas alturas no sabemos lo que hay que hacer, algo falla».
Terminado el encuentro, Shaq, que permaneció cincuenta y un agotadores minutos en pista, se mostró menos alegre que de costumbre. Cuando nuestro autobús salía del aparcamiento, Shaq reparó en un grupo de fans de Sacramento que nos increpaban, por lo que se bajó los pantalones y decidió despedirse cariñosamente de ellos a su estilo. Uno de los nuestros llamó a esa despedida «la salida de la luna llena».
En mi opinión, aquel fue el enfrentamiento por el título, por mucho que todavía teníamos que superar las finales del campeonato. El equipo adversario, los New Jersey Nets, contaban con Jason Kidd, uno de los mejores bases, y con Kenyon Martin, un ala-pívot impresionante, pero no tenían a nadie que pudiese hacer frente a Shaq. Intentaron que el rookie Jason Collins lo cubriera, pero Shaq hizo lo que quiso y promedió 36 puntos de camino a su tercer premio consecutivo como el jugador más valioso en las finales. A lomos de Shaq, pasamos por encima de los Nets y nos convertimos en el primer equipo de los Lakers que, tras el traslado del club desde Minesápolis a comienzos de la década de 1960, conquistaba tres anillos sucesivos. Por fin podíamos considerarnos legítimamente como una dinastía.
Con esa victoria empaté el récord de Red Auerbach en cuanto a mayor cantidad de campeonatos ganados: nueve. Los medios de comunicación dieron mucha importancia a ese empate, sobre todo después de que Auerbach declarara que costaba considerarme un gran entrenador porque jamás me había encargado de construir un equipo ni entrenado a jugadores jóvenes. Afirmé que dedicaba esa victoria a Red Holzman, mi mentor, que, de haber estado vivo, se habría sentido muy feliz de verme al mismo nivel que su archienemigo.
Para mí lo más importante fue lo que le sucedió al equipo. Cuando comencé a entrenar a los Lakers, pensé que cosecharíamos grandes éxitos si lográbamos llegar al punto en el que los jugadores confiasen lo suficiente en sus compañeros como para comprometerse con algo mayor que ellos mismos. A mediados de esa larga y difícil temporada, cuando los Memphis Grizzlies nos hicieron morder el polvo, no habría apostado un céntimo a nuestras posibilidades de hacer historia. En el último momento, que es el que de verdad cuenta, los jugadores ahondaron profundamente dentro de sí mismos y formaron un equipo de campeones basado en la confianza.
Por sorprendente que parezca, quien mejor lo comprendió fue Kobe Bryant. Tiempo atrás se habría burlado de esa idea, pero había madurado y el equipo había crecido con él. «Hemos compartido tantas batallas que la confianza surge de manera espontánea —afirmó. Cuantas más guerras libramos, más comprendes a las personas que te acompañan en la batalla».
Una respiración, una mente, un espíritu…