Capítulo dieciséis
El goce de no hacer nada

Si te quedas tranquilo, sin hacer nada,

la primavera llega y la hierba crece por sí misma.

PROVERBIO ZEN

A veces, cuando relleno formularios, en la casilla profesión escribo «mago». No pretendo engañar a nadie. Lisa y llanamente, cuando pienso en la labor de equilibrar egos que tenemos que realizar los entrenadores de la NBA, creo que la mejor manera de definirla consiste en decir que hacemos magia.

Sin duda fue así en el otoño de 2000, cuando nos reencontramos en Los Ángeles para iniciar la nueva temporada. El año posterior a la conquista del campeonato siempre es el más difícil. En esa fase todos los egos levantan la cabeza y la química misteriosa que el equipo tenía poco tiempo atrás repentinamente desaparece.

Rick compara ganar un campeonato de la NBA con conseguir tu primer Oscar. «Define quién eres y durante el resto de tu vida significas algo», afirma. Claro que también modifica nuestras expectativas. «Te conviertes en campeón y a lo largo de varios meses te dan palmaditas en la espalda. Al fin regresas para la nueva temporada y te dices que eso es lo que quieres que te pase».

La mayoría de los jugadores intentan ocultar sus expectativas personales, pero no es complicado detectarlas, sobre todo cuando empiezan a jugar. Una de las cosas buenas del triángulo ofensivo radica en que pone de manifiesto el estado de ánimo de cada jugador sin necesidad de que pronuncie palabra alguna.

Lo primero que noté fue la pérdida de impulso. Los jugadores se habían dedicado en corazón y alma a ser campeones y muchos ahora funcionaban a velocidad de crucero. Opté por no presionarlos demasiado a comienzos de la temporada. Les dije que, dado que ya habían ganado un campeonato, había llegado el momento de investigar cómo solucionar los problemas por sí mismos.

De todos modos, faltaba algo. En vacaciones habíamos perdido a algunos de los jugadores más competentes: Glen Rice se marchó a Nueva York como agente libre, A. C. Green fue fichado por Miami y John Salley se retiró. Para cubrir esos puestos fichamos a baloncestistas sólidos, incluidos el ala-pívot Horace Grant y el pívot Greg Foster, que habían formado parte de la plantilla de los Bulls, así como a J. R. Rider, escolta capaz de anotar más de 20 puntos por partido…, siempre y cuando no se desconcentrase. Hablé con Ron Harper para que retrasara un año más su retirada y nombré a Rick Fox cocapitán y alero titular. En los dos primeros meses perdimos más encuentros de lo que consideraba aceptable, razón por la cual me pareció que esa temporada sería una montaña rusa emocional. El equipo había perdido la armonía grupal.

Un jugador cuyas aspiraciones no me costó deducir fue Kobe Bryant. Se había esforzado durante el verano, aseguraba que había realizado más de dos mil lanzamientos diarios y había dado otro salto de gigante en rendimiento. Los seguidores quedaron encantados con sus nuevas y espectaculares jugadas y su popularidad se disparó, ya que estuvo a punto de superar a Shaquille O’Neal en las decisivas estadísticas de venta de camisetas personalizadas. Tuvo un inicio realmente estimulante liderando la clasificación de anotadores, mientras en tiros de campo rondaba el 50 por ciento. A principios de diciembre superó en anotación a su rival, Vince Carter, por 40-31, en la victoria sobre los Raptors en Toronto y un locutor de la radio local aseguró: «El año pasado los Lakers eran conocidos como el equipo de Shaq, pero ha dejado de ser así».

Kobe engordaba su currículo a costa del resto del equipo. A comienzos de temporada le había pedido que volviese a jugar como en la temporada anterior, pasando el ataque por Shaq y ciñéndose al sistema hasta los últimos minutos de partido. La respuesta de Kobe consistió en duplicar prácticamente la cantidad de lanzamientos por encuentro y en adoptar un estilo irregular de pases, mejor dicho, de no pases, que enfureció a sus compañeros de equipo, sobre todo a Shaq. Su egoísmo y su imprevisibilidad generaron en sus compañeros la sensación de que ya no confiaba en ellos, lo que desgastó un poco más la armonía del equipo.

La temporada anterior Kobe había adoptado el triángulo ofensivo. Estaba impaciente por poner a prueba el sistema que había convertido en campeones a Michael y a los Bulls. Sin embargo, al comienzo de esa temporada me dijo que, en su opinión, el triángulo ofensivo era demasiado aburrido y simple y le impedía expresar sus aptitudes. Aunque lo comprendí, le expliqué que necesitábamos ganar la mayor cantidad de encuentros con la menor cantidad posible de contratiempos, incluidas las lesiones y el agotamiento de final de temporada. Sospecho que no me creyó.

En mi caso, parte del reto consistía en que los Lakers eran un equipo muy distinto a los Bulls. En Chicago no contábamos con un pívot dominante, como Shaq, así que adaptamos el sistema para que el ataque incorporase a Jordan. Los Bulls disponían de un gran líder en la pista, Scottie Pippen, el hombre que siempre he dicho que ayudó a Michael a convertirse en Michael. El papel de orquestador principal de los Lakers recayó, por defecto, en Kobe, que no estaba interesado en convertirse en el Pippen de Shaq. Quería crear lanzamientos para su propio lucimiento.

Rick Fox describe al Kobe de esa época como «voluntarioso y decidido, pero como un elefante en una cacharrería». En sus primeros años en los Lakers, Rick compitió frecuentemente con Kobe por obtener minutos de juego. «Kobe es un macho alfa —sostiene. Observa el mundo con la mirada de quien piensa “Sé más que tú”. Si te interponías en su camino, se empeñaba en empujarte y volverte a empujar hasta que te apartases. Si no retrocedías, te devoraba».

Rick compara el afán competitivo de Kobe con el de M. J., con el que trabajó en los campamentos de baloncesto cuando era universitario. Rick comenta: «No conozco a nadie más que se comporte como ellos. Lo único que les importa es ganar, cueste lo que cueste. Exigen que quienes los rodean actúen de la misma manera, les da igual que puedan o no hacerlo. Dicen: “Busca dentro de ti la manera de mejorar, pues es lo que yo hago cada día de la semana y cada minuto del día”. No toleran nada, absolutamente nada, que esté por debajo de ese nivel».

Fox detectó una diferencia entre Michael y Kobe: «Michael necesitaba ganar en todo. Por ejemplo, no podía conducir de Chapel Hill a Wilmington sin convertir el trayecto en una carrera. Quisieras o no competir, Michael competía contigo. Me parece que, por encima de todo, Kobe compite consigo mismo. Se pone obstáculos y se plantea desafíos, por lo que necesita que otros lo acompañen. Practica un deporte individual con uniforme de equipo…, y lo domina. En cuanto abandona la pista, no le interesa competir contigo por la forma de vestir o de conducir. Está obsesionado por conquistar las metas que se puso a los quince o dieciséis años».

Ese era exactamente el motivo por el que resultaba tan complicado entrenar a Kobe. Mentalmente lo tenía todo resuelto y se había planteado el objetivo de convertirse en el mejor jugador de baloncesto de todos los tiempos. Estaba seguro de lo que tenía que hacer para llegar a su meta. Por lo tanto, ¿para qué escuchar a los demás? Si seguía mis consejos y reducía sus canastas no alcanzaría sus propósitos.

Me pregunté cómo conseguiría hacer entrar en razón a ese chico.

El jugador que se sintió más molesto con el estilo egoísta de Kobe fue Shaq. Concluidos los play-offs, le dije a Shaq que se lo pasase bien en verano y que regresara relajado y dispuesto a trabajar. Aunque captó la primera parte del mensaje, lamentablemente tuvo dificultades para asimilar el «dispuesto a trabajar». Se presentó pasado de peso y fuera de forma y tardó casi media temporada en volver a estar en condiciones. Parecía agotado, como si aún no se hubiese recuperado de la temporada anterior, en la que había liderado la lista de anotadores de la liga y conquistado los tres premios al jugador más valioso.

A comienzos de la temporada 2000-01, su porcentaje de lanzamientos disminuyó y su habilidad para los tiros libres, que nunca había sido destacable, se esfumó. A principios de diciembre, Shaq superó el récord de fallos en la zona de tiros libres, ostentado por Wilt Chamberlain, con cero de once en el partido contra Seattle. La situación empeoró tanto que los seguidores empezaron a enviarme amuletos y cristales para darle suerte. Hasta su hija de tres años le dio consejos. Aunque intentó trabajar con Shaq, al cabo de dos días Tex Winter tiró la toalla y aseguró que era «imposible de entrenar en lo que a tiros libres se refiere». Por eso trajimos a Ed Palubinskas, genio australiano de los tiros libres descubierto por el representante de Shaq, y su trabajo no tardó en dar frutos. Al final de la temporada, el porcentaje de Shaq en la línea de tiros libres había pasado del 37,2 al 61,5.

A finales de diciembre, después de un partido contra los Suns en el que Kobe marcó 32 puntos y Shaq a duras penas consiguió dieciocho, este nos comunicó al gerente general Mitch Kupchak y a mí que quería ser traspasado. Kupchak, que había sustituido a Jerry West después de la inesperada dimisión de este último durante el verano, no se tomó en serio la petición. Mitch estaba convencido de que, simplemente, Shaq manifestaba su frustración por los intentos de Kobe de adueñarse del ataque.

Así fue el inicio de lo que se convirtió en una contienda en toda regla entre Shaq y Kobe por el tema de quién lideraba el equipo. Era evidente que la alianza formada la temporada anterior se había resquebrajado.

Recomendé que se conocieran mejor con la esperanza de que, de ese modo, fortalecieran sus vínculos. Kobe se resistió a la idea de acercarse demasiado a Shaq y lo espantaron los intentos del pívot de convertirlo en su «hermanito». Como el propio Kobe explicó, procedían de culturas distintas y tenían muy poco en común. Shaq era hijastro de un militar del sur pasado por Newark, Nueva Jersey, y Kobe era el vástago cosmopolita de un exjugador de la NBA de Filadelfia, pasado por Italia.

Sus personalidades también eran sorprendentemente distintas. Shaq era un muchacho generoso al que le gustaba divertirse y que se mostraba más interesado por hacerte reír con sus chistes que por conseguir el título de máximo anotador. No entendía que Kobe siempre quisiera volverlo todo tan difícil. «Es lo que enloquecía a Kobe con relación a Shaq —reconoce Fox. Este necesitaba divertirse hasta en los momentos más serios. Si no se divertía, no quería participar». Por su parte, Kobe era frío, introvertido y capaz de mostrarse mordazmente sarcástico. Aunque tenía seis años menos que Shaq, parecía mayor y más maduro. Como dijo Del Harris, exentrenador de los Lakers: «Llegabas a preguntarte cómo había sido Kobe de niño. Esa era la cuestión, nunca fue un niño». En mi opinión era fácil confundir la mundología y la intensa concentración de Kobe con madurez. Desde mi perspectiva, todavía le quedaba mucho por madurar…y, dada su naturaleza, tendría que hacerlo de la manera más difícil.

y

Poco después de que Shaq plantease su poco entusiasta petición de traspaso, Ric Bucher publicó en ESPN the Magazine un artículo de portada sobre Kobe, en el que este daba a entender que le interesaría cambiar de equipo. El artículo hacía referencia a una conversación que habíamos mantenido a principios de la temporada, durante la cual le había pedido que relajase su juego. La respuesta de Kobe, según el artículo, había sido: «¿Que relaje mi juego? Necesito aumentar el nivel. He mejorado. ¿Cómo pretendéis contenerme? Estaría mejor jugando en otro equipo». También arremetía contra Shaq. «Si Shaq tuviera un porcentaje de tiros libres de un setenta por ciento, todo resultaría mucho más sencillo. Tenemos que conocer nuestros puntos fuertes y nuestras flaquezas. Confío en el equipo, pero confío todavía más en mí mismo. Pues sí, el año pasado ganamos y el ataque pasaba por Shaq. Este año barreremos en las series en lugar de ganarlas en cinco y en siete partidos».

Kobe se dio cuenta de que esos comentarios podían ser muy ofensivos para sus compañeros e intentó suavizar el golpe lanzando una advertencia antes de la publicación del artículo. Nada impidió que Shaq se enfureciera. «No entiendo por qué alguien querría cambiar de equipo, salvo por motivos egoístas —comentó a los periodistas después del siguiente entrenamiento. El año pasado íbamos 67-15 y jugábamos con entusiasmo. La ciudad estaba feliz. Hasta se organizó un desfile. Ahora vamos 23-11, así que hay que sumar dos más dos». A continuación lanzó la bomba: «Es evidente que si el ataque no pasa por mí la casa no está protegida. Y no se hable más».

Habría sido tentador incorporar mi ego a la disputa. De hecho, la inmensa mayoría de expertos de la prensa supuso que lo haría. No estaba dispuesto a convertir lo que consideraba una ridícula rabieta en algo más grave. Ya lo había visto demasiadas veces en Chicago, cuando Jerry Krause intervenía en una situación problemática y acababa empeorando las cosas. Por regla general, prefiero emplear una página del libro de estrategias del otro Jerry de Chicago: Jerry Reinsdorf. En cierta ocasión aseguró que la mejor manera de resolver los conflictos consiste en consultarlos con la almohada. Lo importante es no actuar por despecho y armar un lío todavía peor. Con un poco de suerte, el problema se resuelve por sí mismo.

No soy contrario a emprender acciones directas si la situación lo requiere pero, al igual que Reinsdorf, descubrí que puedes solucionar muchas dificultades mediante lo que Lao-tsé denomina la «no acción». A menudo este enfoque se confunde con la pasividad cuando, de hecho, es todo lo contrario. La no acción consiste en estar en sintonía con lo que le ocurre al grupo y actuar o no actuar consecuentemente. En el prefacio a su adaptación del Tao Te Ching, de Lao-tsé, Steven Mitchell compara la no acción con el desempeño deportivo: «Un buen atleta entra en un estado de conciencia corporal en el que el golpe o el movimiento correctos tienen lugar por sí mismos, sin esfuerzos y sin la intervención de la voluntad consciente». También escribe: «Este es el paradigma de la no acción: la forma de acción más pura y más eficaz. El juego juega el juego; el poema escribe el poema; es imposible distinguir al bailarín del baile». O, como proclama Lao-tsé según la interpretación de Mitchell:

Necesitas forzar las cosas cada vez menos

hasta que por fin llegas a la no acción.

Cuando no haces nada,

nada queda sin hacer.

En el caso de Shaq y Kobe, decidí no forzar la situación. En lugar de aplicar mano dura para que hiciesen las paces, dejé que el conflicto se desplegase a lo largo de las semanas siguientes. Llegué a la conclusión de que no merecía la pena que la pelea fuese en aumento y el equipo se desviara de lo que me parecía el verdadero problema: lograr que los jugadores recuperaran la concentración y la disciplina que habían mostrado durante nuestro primer intento de ganar el campeonato.

El día siguiente a la publicación del artículo en la revista ESPN the Magazine pedí a la prensa que no hiciera comentarios. «No es asunto vuestro, sino nuestro». Quede claro que, incluso mientras lo decía, sabía que era una petición inútil. Al fin y al cabo, estábamos en Los Ángeles, la capital mundial de los cotilleos. Era imposible que los periodistas se resistieran a contar la historia de dos superestrellas jóvenes que chocaban por ver quién iba a ser el macho alfa.

No intenté suprimir el artículo ni simular que no existía. Como dice Brian Shaw, permití que «se manifestase». Brian añade: «Phil siempre permitió que Shaq fuera quien es y que Kobe también lo fuera aunque, al mismo tiempo, dejó claro quién conducía el autobús. Por lo tanto, cuando se desviaba del camino, era él quien lo devolvía a la senda. Mientras permaneciésemos en la carretera podíamos seguir avanzando y cogerlo para ir adonde queríamos».

A lo largo de las semanas siguientes, el culebrón de Shaq y Kobe llegó a extremos absurdos. Si reparaba en que Shaq se acercaba furtivamente a un reportero, Kobe se negaba a hablar con él y prometía una exclusiva a otro periodista. Si veía que determinado preparador físico vendaba los pies de Kobe, Shaq insistía en que fuese otro quien se ocupara de los suyos. Parecía la historia de nunca acabar.

Quedé gratamente impresionado por la forma en la que el resto de los jugadores gestionaron la situación. Casi todos se negaron a tomar partido. Robert Horry se burló del asunto y lo describió como «una presunta disputa entre dos perros calientes marcando territorio». Brian Shaw, que había jugado con O’Neal en Orlando, comentó que le recordaba el choque entre Shaq y Penny Hardaway, por entonces estrella en ciernes, con la salvedad de que Penny no se oponía a hacer del Robin de Batman interpretado por Shaq, mientras que Kobe se negaba. A Brian le gustaba decir que los Lakers no eran el equipo de Shaq ni el de Kobe, sino el del doctor Buss, que era quien firmaba los cheques.

A Rick Fox el pique entre Shaq y Kobe le recordó al punto muerto al que Larry Bird y Kevin McHale llegaron a principios de la década de 1990, época en la que Fox se unió a los Celtics. Larry era serio con todo y Kevin mostraba una actitud más lúdica hacia el baloncesto. Bromeaba durante los entrenamientos y con frecuencia realizaba disparatadas bandejas, lo que volvía loco a Larry. Además, esperaban que todos los integrantes del equipo se pusieran de parte de Larry o de Kevin. Fue una pesadilla.

Afortunadamente, las diferencias entre Shaq y Kobe no llegaron a esos extremos. A mediados de febrero, en la época del partido del All-Star, ambos jugadores estaban hartos del altercado e informaron a los cronistas deportivos de que ya lo habían superado. «Estoy preparado para dejar de responder a esas estúpidas preguntas», declaró Shaq. Kobe adoptó la posición compartida por muchos de sus compañeros cuando dijo: «Lo que no mata te hace más fuerte».

Ahora que ha madurado y cría a dos hijas cabezotas, Kobe se ríe de lo que tuvo que ser tratar con él durante aquella temporada delirante. «Mis hijas están en esa fase en la que creen que lo saben todo. Me recuerdan a mí. Me imagino los quebraderos de cabeza que le causé a Phil. —Pero también añade—: Aunque hubo momentos en los que parecía que no aprendía nada, estaba aprendiendo».

Según Kobe, utilicé su trifulca con Shaq para reforzar al equipo. «Phil contaba con dos machos alfa que tenía que hacer avanzar en la misma dirección —reconoce Kobe actualmente. El mejor modo de lograrlo era montarse en mi trasero porque [Phil] sabía que así conseguiría que Shaq hiciera lo que él quería. Me pareció bien, pero no es necesario fingir que no me daba cuenta de lo que pasaba».

En ese aspecto tiene razón. Aquella temporada lo presioné mucho porque era más adaptable que Shaq. Debo reconocer que Tex, el crítico más severo de Michael Jordan, pensó que debía ser menos tajante con Kobe. En mi opinión, necesitaba instrucciones claras para madurar y crecer. Kobe contaba con toda clase de herramientas. Sabía pasar, lanzar y atacar desde el regate. Sin embargo, si no aprendía a usar correctamente a Shaq y a aprovechar su inmenso poder, el equipo estaría perdido. Aunque sabía que hasta cierto punto inhibiría su estilo libre, me parecía que nuestra mejor estrategia consistía en pasar el balón al pívot y hacer que la defensa se cerrara a su alrededor. No se diferencia mucho del fútbol americano, en el que tienes que establecer el juego en carrera antes de emprender el juego aéreo. En baloncesto necesitas penetrar antes de apelar a tus lanzadores y los jugadores que cortan para anotar canastas fáciles.

Kobe lo entendía, pero otras fuerzas pudieron con él. «A Phil le costó mucho contenerme —reconoce Kobe—, porque por naturaleza soy un número uno. Tuve que actuar contra mi naturaleza para convertirme en el número dos. Me sabía capaz de liderar el equipo y para mí fue todo un desafío porque jamás había oído que un número dos adoptase posteriormente al papel de líder y ganara».

Finalmente Kobe se planteó el problema en otros términos. «Tal como lo vi, me imaginé como una especie de Navy Seal [miembro de los equipos de élite de la Marina estadounidense que actuán de manera encubierta] que interviene y hace su trabajo sin decir esta boca es mía. Aunque no recibe los elogios que se merece, los verdaderos puristas del baloncesto saben lo que ha hecho», explica Kobe.

Tras la pausa del All-Star, emprendimos una larga gira que esperaba que ayudase a acercar a los miembros del equipo. Como parte de mi programa anual de dar un libro a cada jugador, regalé a Shaq un ejemplar de Siddhartha, el relato de ficción que Hermann Hesse hace de la vida de Buda. Pensé que el libro inspiraría a Shaq y lo llevaría a replantearse su adhesión a lo material. En la obra, el joven príncipe Siddhartha renuncia a su vida de lujos para buscar la iluminación. Pretendía que Shaq entendiera que cada uno tiene que encontrar su propio camino espiritual…, y que acumular cada vez más juguetes no es la manera. Fue mi forma de movilizarlo para que explorara el camino de la paz interior, serenando su mente, centrándose en algo que no fuesen sus propios deseos y volviéndose más compasivo con sus compañeros de equipo, sobre todo con Kobe, que también intentaba resolver varias cuestiones del mismo cariz.

Me causó gracia el comentario de texto que Shaq me entregó varias semanas después. La síntesis es la siguiente: el libro trata de un joven que tiene poder, riquezas y mujeres (como yo) y que lo deja todo para buscar una vida sagrada (nada que ver conmigo). Me habría llevado una enorme sorpresa si, de repente y después de leer el libro, Shaq hubiera decidido buscar la iluminación. De todas maneras, creo que el mensaje sobre la compasión le llegó. Es un hombre generoso de alma.

Con Kobe la historia fue muy distinta. Le regalé La mandolina del capitán Corelli, novela ambientada en una pequeña isla griega que el ejército italiano ocupó durante la Segunda Guerra Mundial. En el transcurso del relato, los isleños tienen que aceptar que ya no controlan su destino, unirse y adaptarse a la nueva realidad. Al final, ganan aunque pierdan. Esperaba que ese mensaje y el paralelismo con su lucha en los Lakers hiciese mella en Kobe. Por desgracia, no le interesó.

Pese a quien pese, la vida acostumbra a enseñarnos las lecciones que necesitamos aprender. Durante la segunda mitad de la temporada, Kobe sufrió una sucesión de lesiones (la torcedura del tobillo derecho, un problema en la cadera derecha, dolor en el hombro derecho y una lesión en el meñique derecho) que lo obligaron a hacer frente a su propia vulnerabilidad. Aunque en fecha anterior había enfurecido a varios de los jugadores mayores diciendo que el equipo tenía «demasiadas piernas viejas», en marzo las pasó canutas y comentó con Brian Shaw que los jugadores con los que más se identificaba eran los veteranos Harper, Grant y el propio Shaw. En su libro sobre la temporada 2000-01, Ain’t No Tomorrow, Elizabeth Kaye analiza la forma en que las lesiones de Kobe suavizaron la actitud que tenía hacia sus compañeros y hacia sí mismo. «Por primera vez Kobe ya no pudo abrirse paso por la fuerza en la pista para conseguirlo todo. “Existen grietas y agujeros por los que siempre he podido pasar y que ahora se han vuelto infranqueables. No consigo elevarme como me gustaría”, reconoció Kobe ante Shaw. Este respondió: “Yo me siento así cada día. A partir de este punto es cuando empiezas a crecer. A partir de aquí aceptas que tienes que confiar menos en tu capacidad física y más en tus neuronas”», cuenta Kaye.

Afortunadamente, no todos los jugadores sufrieron lesiones en la segunda mitad de la temporada. Tras perderse sesenta y dos partidos debido a una fisura en un pie, Derek Fisher regresó entusiasmado y con renovada seguridad. Su reaparición no podía ser más oportuna. Con Harper lesionado y Kobe con gripe, necesitábamos a alguien capaz de arrancar el ataque y apartar al equipo del abatimiento de mitad de la temporada.

Cuando salió a la pista para su primer partido, en casa contra los Boston Celtics, me percaté de que tenía delante a otro Derek. Salió disparado y anotó 26 puntos (el máximo de su carrera), más 8 asistencias y 6 robos. Por si fuera poco, su osado ataque a uno y otro extremo de la cancha electrizó al equipo. Marcó el punto de inflexión de la temporada.

Aún nos quedaban varios obstáculos por salvar. La semana siguiente, justo antes de un partido en Milwaukee, el columnista Rick Telander publicó en el Chicago Sun-Times un artículo en el que yo mencionaba un rumor que había oído, según el cual Kobe había saboteado los partidos de su equipo de la escuela secundaria a fin de realizar una reaparición espectacular y dominar en los últimos minutos. No solo se trataba de un comentario irresponsable e improvisado, sino que era falso. A Kobe no le causó la menor gracia y los Lakers no tardaron en recibir una llamada de su abogado, en la que amenazaba con demandarme por calumnias. Me disculpé personalmente con Kobe y también lo hice en presencia de todo el equipo. De todos modos, era consciente de que me había pasado de la raya. Lo que entonces desconocía es que tardaría años en recuperar plenamente la confianza de Kobe.

Para empeorar un poco más las cosas, durante el partido en Milwaukee, Kobe volvió a torcerse el tobillo tocado y se perdió los nueve partidos siguientes. Fue un verdadero golpe porque los play-offs estaban muy próximos. Durante las semanas que Kobe estuvo sin jugar, el equipo subió otro peldaño. A principios de abril entramos en una racha de ocho partidos que clausuraron la temporada regular. Mediada esa racha, Kobe volvió a la pista para enfrentarse a Phoenix en casa y resultó evidente que aquella noche se puso en plan Navy Seal. Dedicó casi todo el partido a dar a los Suns un curso especializado sobre el modo de jugar al baloncesto como se debe, ayudando sin cesar a sus compañeros incluso después de que fallaran varios tiros y jugando una defensa agresiva, lo que nos permitió conseguir la victoria por 106-80. Tras marcar únicamente veinte puntos (pocos para él), una vez terminado el encuentro declaró a la prensa: «No se trata de anotar, sino de frenar a los contrincantes».

El baloncesto se despliega por caminos inescrutables. A muchos niveles, aquella había sido la temporada más complicada de mi trayectoria profesional, más difícil incluso que mi última alegría en Chicago. Parecía impensable que ese equipo, que parecía a punto de explotar en cualquier momento, aunase esfuerzos al final de la temporada y tuviera una racha ganadora digna de cualquiera de los mejores conjuntos de la historia de nuestro deporte.

A pesar de los conflictos, era un equipo que sabía que estaba destinado a la grandeza…, siempre y cuando fuera capaz de salirse del camino que llevaba. En medio de la crisis me ocupé de hablar extensamente sobre el poder de la comunidad. En Los Ángeles no era fácil crear comunidad por medios tradicionales debido a que los jugadores vivían alejados unos de otros y a que la ciudad resultaba seductora y estaba llena de distracciones. Las penurias sufridas durante esa temporada nos obligaron a unirnos.

En The Zen Leader, Ginny Whitelaw refiere que la alegría aflora cuando la gente queda unida por un intenso sentimiento de conexión. «Esta alegría suele ser más sutil que la del tipo “dar saltos de alegría” —escribe Whitelaw. Podemos experimentarla como el compromiso pleno con lo que hacemos y provoca una serena satisfacción. Puede parecerse a la energía que se renueva a sí misma, de la misma manera que columpiarse aparentemente nos proporciona más energía que la que exige».

Esa clase de alegría es contagiosa e imposible de fingir. El maestro espiritual Eckhart Tolle comenta: «Descubres con entusiasmo que no tienes que hacerlo todo por ti mismo. En realidad, no hay nada significativo que puedas hacer solo. El entusiasmo sostenido da origen a una ola de energía creativa y luego lo único que tienes que hacer es cabalgarla».

Los Lakers cabalgaban dicha ola cuando comenzaron los play-offs. Me sorprendió lo equilibrados y relajados que estaban los jugadores en los últimos minutos de los partidos, sobre todo en comparación con la temporada anterior. Nada parecía desconcertarlos.

«Ahora lo único que la gente nota es nuestra compostura —declaró Fish a Tim Brown, de Los Angeles Times. No jugamos sin control ni entregamos constantemente la pelota. Creo que ese es el sello no solo de Phil, sino de todo el equipo de entrenadores. Es su personalidad». A Fish le impresionó que los entrenadores siguieran preparando meticulosamente al equipo para cada partido, al margen de lo que pasaba entre Shaq y Kobe.

Estaba claro que los jugadores empezaban a interiorizar la actitud de «corta leña y transporta agua» que nosotros siempre habíamos pregonado. Durante el segundo partido de las finales de la Conferencia Oeste contra los San Antonio Spurs se produjo un momento decisivo. En el tercer cuarto me expulsaron por invadir el espacio de un árbitro y, presuntamente, obstaculizar su trabajo. En el pasado, el equipo habría perdido el rumbo y caído en picado, pero en esa ocasión los jugadores aumentaron la defensa y terminaron con un parcial final de 13 a 5, para ganar el encuentro por 88-81. Después Fox aseguró: «Hemos madurado hasta el extremo de mantener la compostura en ausencia de Phil».

Tras barrer a los Portland Trail Blazers en la primera ronda, nos tocó enfrentarnos a los Sacramento Kings, que, sin mucho éxito, probaron varias tácticas para frenar a Shaq. En el primer partido, Vlade Divac se convirtió en su sombra, pese a lo cual Shaq marcó 44 puntos y cogió veintiún rebotes. En el segundo, le asignaron a Scot Pollard la mayor parte del tiempo, lo que redujo el rendimiento de Shaq en solo un punto y un rebote. Por último, en el tercer enfrentamiento en su pabellón, los Kings aumentaron un poco más la presión, rodearon a Shaq y le hicieron falta tras falta durante el último cuarto. Afortunadamente, eso creó un montón de oportunidades para otros jugadores, sobre todo para Kobe, que anotó 36 puntos. Nos adelantamos en la serie por 3-0.

Esa noche Kobe regresó a Los Ángeles para estar con su esposa Vanessa, hospitalizada debido a unos dolores atroces. Permaneció a su lado hasta que la estabilizaron y voló de regreso a Sacramento para el cuarto partido, durante el cual consiguió 48 puntos y 16 rebotes, con lo que lideró al equipo hacia otra aplastante victoria. Su inmenso entusiasmo inspiró a los compañeros. Kobe dijo: «Estaba preparado para hacer lo que hiciese falta. Pensaba correr y esforzarme hasta el agotamiento. No tiene importancia».

Cuando llegamos a San Antonio para las finales de la conferencia, habíamos ganado quince encuentros seguidos (incluyendo los de la temporada regular) y los expertos apuntaban a que podríamos convertirnos en el primer equipo que barriese todas las series en los play-offs. No sería fácil superar a San Antonio. Tenían dos de los mejores pívots, David Robinson y Tim Duncan, y el mejor balance de la liga en esa temporada, 58-24. La última vez que nos habíamos enfrentado éramos locales y nos habían derrotado. Claro que había ocurrido en marzo, antes del regreso de Fish: historia antigua.

Robinson y Duncan hicieron un buen trabajo con Shaq, que solamente marcó veintiocho puntos. Ningún Spur parecía saber qué tenía que hacer con Kobe, que anotó 45 puntos, la máxima anotación que alguien había conseguido contra los Spurs en la historia de los playoffs. Al final del encuentro, un exultante Shaq entrechocó puños con Kobe y exclamó: «¡Eres mi ídolo!». Después declaró a los reporteros: «Creo que es…, creo que es, con mucho, el mejor jugador de la liga. No hay nada que decir cuando juega así, anota, nos implica a todos y practica una buena defensa. Es adonde he intentado llevarlo a lo largo de todo el año».

Cuando comencé a trabajar con Kobe, intenté convencerlo de que no se presionara tanto y permitiese que el juego fluyera con más naturalidad. Entonces se había resistido, pero ahora no sucedió lo mismo. Después de aquel partido afirmó: «Personalmente, intenté dar juego a mis compañeros. Es la forma de mejorar: aprender a usar a los compañeros para crear oportunidades, jugar consistentemente y esperar a que el juego y las oportunidades me lleguen». Hablaba cada vez más como yo.

Regresamos a Los Ángeles para el tercer encuentro y vivimos un exitazo por 111-72, durante el cual Kobe y Shaq obtuvieron 71 puntos entre los dos, uno menos que los marcados por toda la alineación de los Spurs. Dos días después ganamos la serie. En esa ocasión, el héroe fue Fish, que anotó seis de siete triples y veintiocho puntos, el máximo de su carrera.

Aunque intentamos mantener la calma, era difícil ignorar que algo importante estaba a punto de suceder. Tras la victoria en el tercer partido, Fox declaró: «Se ha vuelto más grande que Shaquille. Se ha vuelto más grande que Kobe y que cualquier esfuerzo realizado por uno o dos. Nunca había visto algo semejante. Parece que empezamos a convertirnos en el equipo que pensamos que podríamos ser».

Esos comentarios acerca de que haríamos historia no intimidaron a los Philadelphia 76ers, el equipo con el que nos enfrentamos en las finales del campeonato. Se trataba de un conjunto duro y brioso, liderado por el base Allen Iverson que aquel año, con su 1,83 metros y sus 75 kilos, se convirtió en el baloncestista más bajo que ganaba el premio al jugador más destacado. Iverson restó importancia a los comentarios sobre una victoria aplastante, se llevó la mano al corazón y afirmó: «Los campeonatos se ganan desde aquí».

Tras su espectacular actuación en el primer encuentro en el Staples Center, dio la impresión de que podría tener razón, ya que anotó 48 puntos; en la prórroga los Sixers se comieron nuestra ventaja de cinco puntos y pusieron fin a nuestra legendaria racha de diecinueve victorias. Debo reconocer que sentí alivio cuando los medios de comunicación dejaron de hablar incesantemente de esa racha. Por fin podíamos centrarnos sin distracciones en derrotar a los Sixers. Antes del partido siguiente y con la intención de intimidar a Kobe y al resto del equipo, Iverson comunicó a los periodistas que los Sixers «extenderían la guerra». Kobe no reculó cuando las burlas de Iverson se convirtieron en una contienda de insultos en la zona central de la pista y lo silenció con 31 puntos y ocho rebotes, por lo que vencimos 98-89.

Aquello no fue más que el comienzo. El tercer encuentro en Filadelfia se convirtió en otra pelea callejera y Shaq y Fish fueron eliminados por faltas cuando quedaban poco más de dos minutos. No nos importó. Al final Kobe y Fox también la liaron, mientras Horry salía de la nada y aseguraba la victoria con otro de sus típicos triples y cuatro tiros libres transformados. «Los 76ers tienen corazón. ¿Y qué? —declaró Shaw. Puedes tener corazón y perder. Nosotros tenemos corazón y lesiones y, simplemente, jugamos».

El resto de la serie pasó volando. Como dijo Iverson, vencimos en el cuarto partido con «mucha intervención de Shaquille O’Neal». Dos días más tarde conseguimos el título en un partido que muy pocos considerarían una obra de arte. Como suele ocurrir, Horry sintetizó magistralmente el momento. Hizo referencia a la difícil temporada y declaró: «Es un final. Ha habido demasiado revuelo, demasiados problemas, demasiadas personas hablando de que no lo conseguiríamos. Es un cierre. A eso se reduce».

Sentí un gran alivio cuando por fin terminó esa temporada delirante. Sin embargo, al recordarla, me doy cuenta de que aprendí una lección importante sobre la transformación del conflicto en sanación. En cierta ocasión Gandhi manifestó: «El sufrimiento alegremente soportado deja de ser sufrimiento y se transmuta en un gozo indescriptible». Si hubiéramos intentado sofocar las disensiones en lugar de dejar que se agotasen espontáneamente, tal vez ese joven equipo jamás se habría unido como sucedió al final. Sin dolor los Lakers no habrían encontrado su alma.