La grandeza es una condición espiritual.
MATTHEW ARNOLD
Rick Fox describe mi manera de abordar el entrenamiento como una obra de teatro en tres actos. Tal como lo ve, durante los primeros veinte o treinta partidos de cada temporada estoy relajado y dejo que los personajes se manifiesten como son. «La mayoría de los entrenadores inician la temporada con una idea de lo que pretenden hacer y la imponen a los jugadores —explica. Siempre tuve la sensación de que Phil acudía con la mente abierta. “Veamos cómo se expresa cada individuo. Veamos cómo reacciona el grupo en acción y si es capaz de resolver problemas”. En ese momento nada parece preocuparlo en relación con el equipo. No se deja dominar por el pánico. No le da demasiadas vueltas a nada porque sería prematuro».
El segundo acto tiene lugar durante los veinte o treinta partidos de la segunda mitad de la temporada, tanto antes como después del encuentro del All-Star. «Era entonces cuando nutría al equipo, cuando los jugadores empezaban a aburrirse —acota Rick. En ese momento Phil pasaba más tiempo con cada uno de nosotros. Nos daba libros. Siempre tuve la sensación de que en ese período era cuando más me impulsaba».
Durante los últimos veinte o treinta enfrentamientos que desembocaban en los play-offs comenzaba el tercer acto y, según Fox, mi comportamiento cambiaba, variaban mi aspecto, mi modo de hablar y la forma en la que movía el cuerpo, como si estuviera diciendo: «Ha llegado mi momento». En la carrera hacia los play-offs, yo solía limitar el acceso de los medios de comunicación a los jugadores y adoptaba un papel más asertivo en la promoción del equipo. «Phil nos proporcionó renovada confianza y una identidad de la que antes carecíamos —asegura Rick. También nos quitaba la presión de encima y la cargaba sobre sus hombros. Volvía ciudades enteras contra él. Todos se cabreaban con Phil y ya no pensaban en nosotros. Era como decir “Fijaos en el lío que he creado” para que nosotros pudiéramos hacer lo que nos tocaba sin llamar la atención».
Como les gustaba decir a los jugadores: «Suena bien». Claro que las cosas no siempre salieron bien con tanta facilidad.
Me reuní con Shaq, Harper y Kobe antes de mi primera temporada con los Lakers para anunciar que ese sería el equipo de Shaq y que el ataque se organizaría a través de él. Añadí que Kobe sería el líder en la pista, relación parecida a la que en época anterior habían mantenido Kareem y Magic. Me pareció que Kobe todavía no estaba en condiciones de ser cocapitán, así que asigné esa posición a Ron y le pedí que cumpliese la función de mentor de Kobe para que este aprendiera a convertirse en un líder. Quería dejarlo todo claro desde el primer momento para que no existiese la menor ambigüedad en cuanto a las funciones, sobre todo con Kobe.
A decir verdad, no tuvimos ocasión de poner a prueba esa estructura porque Kobe se fracturó la mano derecha en el primer partido de la pretemporada y hasta diciembre estuvo de baja. Elegimos a Brian Shaw, base artesano, corpulento y polifacético, para que sustituyera a Kobe mientras se recuperaba y el equipo comenzó a unirse, consiguiendo 12-4 en el primer mes. Nuestra primera derrota fue ante los Trail Blazers, que hicieron un buen trabajo a la hora de detener a nuestros bases, sabotear nuestros ataques y hacer falta a Shaq cada vez que cogía un balón. Más tarde pregunté a Scottie, que jugaba en los Trail Blazers, qué opinaba de nuestro equipo, a lo que respondió con retintín: «Me parece que vuestro triángulo parece más bien un cuadrado».
Entrado el mes y durante un partido contra los Nets, propuse una jugada a la que llamábamos home run, pero Horry no se enteró, por lo que no llegó a buen puerto. Cuando pregunté qué había pasado, Robert respondió: «No recibí tu llamada». Como sabía que procedía de una familia religiosa, en ese momento hice una alusión bíblica: «Las ovejas le siguen porque conocen su voz». Añadí que «todo consiste en reconocer la voz del amo y responder a su llamada». Salley me preguntó a qué me refería con esa afirmación políticamente incorrecta y respondí que se trataba de una parábola según la cual las ovejas conocen la voz de su amo, que Jesús empleó para explicar la comprensión que sus discípulos tenían de la voluntad de Dios. En las semanas posteriores a aquel incidente, los jugadores me tomaron el pelo cada vez que los convoqué al corrillo que formábamos antes de los entrenamientos diciendo: «Sí, amo».
Kobe regresó el 1 de diciembre y el equipo continuó en racha durante ese mes de enero. Sin embargo, el ataque no fluía tanto como antes. Kobe tuvo dificultades para aceptar el triángulo y a menudo hizo lo que le dio la gana, actitud que molestó a sus compañeros. Muchos me dijeron que no les gustaba jugar con él porque no respetaba el sistema. Yo ya había vivido esa misma situación con Michael, pero Kobe, que acababa de cumplir veintiún años, no era tan maduro ni tan amplio de miras como Jordan.
En el supuesto de que los hijos estén destinados a realizar los sueños incumplidos de sus padres, Kobe fue un caso digno de libro de texto. Su padre, Joe «Jellybean» Bryant, había sido un ala-pívot de 2,06 metros de los legendarios Philadelphia 76ers de la década de 1970. En cierta ocasión Bryant padre afirmó que practicaba la misma clase de juego que Magic Johnson, pero la NBA no estaba preparada para su estilo recreativo. Tras jugar en dos equipos más, terminó su carrera en Italia, donde Kobe se crio.
Benjamín de tres hermanos (y el único varón), Kobe fue el ojito derecho de la familia y nada de lo que hacía estaba mal. Logró más de lo previsto, era inteligente y talentoso y poseía dotes naturales para el baloncesto. Dedicó muchas horas a imitar las jugadas de Jordan y de otros, que estudiaba en las filmaciones que sus parientes le enviaban desde Estados Unidos. Tenía trece años cuando la familia regresó a Filadelfia y no tardó en convertirse en estrella del instituto Lower Merion High School. John Lucas, por entonces entrenador principal de los 76ers, invitó a Kobe a practicar con el equipo durante el verano y quedó sorprendido por la decisión y la calidad de las aptitudes del joven jugador. Poco después, Kobe decidió dejar la universidad e ingresar directamente en el baloncesto profesional, a pesar de que tenía las puntuaciones necesarias para elegir centro. Jerry West declaró que la prueba de Kobe previa al draft, cuando solo tenía diecisiete años, era la mejor que había visto en su vida. Jerry llegó a un acuerdo con los Hornets para elegir a Kobe en el decimotercer puesto del draft de 1996, el mismo año en el que se llevó a Shaq de Orlando, ya convertido en agente libre, con un acuerdo por siete años y 120 millones de dólares.
Kobe tenía grandes sueños. Poco después de que yo empezara a entrenar a los Lakers, Jerry me llamó a su despacho para comunicarme que Bryant le había preguntado cómo era posible que hubiese promediado más de treinta puntos por partido cuando Elgin Baylor, su compañero de equipo, también anotaba treinta y pico tantos por partido. Kobe estaba empeñado en superar a Jordan. Su obsesión por Michael era muy llamativa. El joven no solo dominaba buena parte de las jugadas de Jordan, sino que había adoptado muchos gestos de M. J. Cuando aquella temporada jugamos en Chicago, organicé un encuentro entre las estrellas, pues pensé que Michael podría contribuir a modificar la actitud de Kobe y llevarlo hacia una generosa labor de equipo. En cuanto se estrecharon las manos, las primeras palabras que brotaron de los labios de Kobe fueron las siguientes: «Por si no lo sabes, puedo patearte el culo de igual a igual».
Yo admiraba la ambición de Kobe, aunque también consideraba que tenía que salir de su capullo protector si quería ganar diez anillos, que, según había dicho a sus compañeros de equipo, era la razón por la que lanzaba. Es evidente que el baloncesto no es un deporte individual y que para alcanzar la grandeza tienes que confiar en los buenos oficios de los demás. Kobe todavía no se había abierto a sus compañeros ni había intentado conocerlos. Cuando los partidos terminaban, en lugar de quedarse con ellos regresaba a su habitación de hotel y estudiaba grabaciones o charlaba por teléfono con sus amigos del instituto.
También era un principiante obstinado y testarudo. Estaba tan seguro de sus capacidades que era imposible señalarle un error y lograr que corrigiera su comportamiento. Necesitaba experimentar directamente el fracaso para poner fin a la resistencia. Con frecuencia se trataba de un proceso penoso, tanto para él como para el resto de los implicados, hasta que de repente tenía un destello de lucidez y encontraba la forma de cambiar.
A principios de febrero se produjo uno de esos momentos. Se desencadenó cuando el equipo se vio afectado por un desconcertante malestar. Tras un rendimiento para nada estelar, cerré la puerta del vestuario a todos, salvo a los jugadores, y pregunté qué había pasado para que, súbitamente, dejaran de jugar juntos. Se trataba de una pregunta retórica y añadí que la abordaríamos al día siguiente, después del entrenamiento. Nos reunimos en la pequeña sala de vídeos del Southwest Los Angeles Community College, el espacio provisional en el que entrenábamos. Había cuatro hileras de cinco sillas y en la primera tomaron asiento Shaq, Fox, Fish, Harp y Shaw. Kobe se instaló en la última fila y se tapó la cabeza con la capucha de la sudadera. Analicé las exigencias que el triángulo ofensivo planteaba a cada uno y concluí: «Por el bien del equipo, es imposible ser un jugador egoísta y lograr que este ataque funcione. Y punto». Pedí comentarios, pero reinó el silencio. Estaba a punto de levantar la sesión cuando Shaq tomó la palabra y fue directamente al grano: «Me parece que Kobe juega de una forma demasiado egoísta como para que ganemos». La situación estalló. Algunos jugadores asintieron para manifestar su apoyo a Shaq, incluido Rick Fox, que añadió: «¿Cuántas veces hemos hablado de este tema?». Ninguno de los presentes salió en defensa de Kobe, a quien pregunté si tenía algo que añadir. Finalmente se dirigió al grupo y con tono tranquilo y bajo aseguró que se preocupaba por todos y deseaba formar parte de un equipo ganador.
No quedé nada satisfecho con aquella reunión. Me preocupaba que esas quejas y su falta de resolución ejerciesen un efecto negativo en la armonía grupal. A lo largo de los días siguientes, perdimos cuatro de los posteriores cinco encuentros, incluida la «masacre» por 105-81 a manos de los Spurs en el Alamodome. Una noche de aquella semana soñé que zurraba a Kobe y abofeteaba a Shaq. Escribí en mi diario: «Shaq necesita y Kobe desea…, el misterio de los Lakers».
Los jugadores se echaron mutuamente las culpas del desastre y me di cuenta de que debía resolver el descontento sin más dilaciones. En primer lugar, quedé con Shaq para desayunar y hablar de lo que significa ser líder. Le referí cómo, con su seguridad en sí mismo y en sus compañeros de equipo, Michael había electrizado a los Bulls antes del quinto partido contra Cleveland, que había que ganar sí o sí, en los play-offs de 1989. Los Cavaliers acababan de derrotarnos en casa y empatar la serie y Michael había tenido una mala noche. Nada de eso lo afectó. Su confianza absoluta animó al equipo y ganamos el encuentro decisivo…, como no podía ser de otra manera, con otro lanzamiento de los suyos, milagroso y en el último segundo.
Expliqué a Shaq que tenía que encontrar la manera de inspirar a los Lakers. Era necesario que manifestase su confianza y su disfrute del deporte de tal manera que sus compañeros, sobre todo Kobe, sintieran que si aunaban fuerzas nada sería imposible. Añadí que el primer trabajo del líder de un equipo consiste en animar a sus compañeros, no en bajarles la moral. Probablemente no era la primera vez que Shaq oía ese discurso, pero me parece que en aquella ocasión por fin lo comprendió.
Con Kobe adopté otra estrategia. Intenté ser lo más directo posible y demostrarle en presencia de otros jugadores que sus errores egoístas dañaban al equipo. Durante una sesión en la sala de vídeos, comenté: «Ahora sé por qué a los chicos no les gusta jugar contigo. Tenéis que jugar juntos». También apunté que, en el caso de que no quisiera compartir el balón con sus compañeros, de buena gana me ocuparía de conseguirle el traspaso. En esa situación no tuve dificultades para interpretar el papel de poli malo (Nota: a veces hay que sacar la porra). Sabía que después Harper suavizaría el golpe y, de una forma menos brusca, le explicaría cómo jugar más generosamente sin sacrificar su creatividad.
También hablé con Kobe sobre lo que hace falta para ser líder. En determinado momento dije: «Supongo que en algún momento te gustaría ser capitán de este equipo…, tal vez cuando seas mayor y tengas veinticinco años». Respondió que quería ser capitán al día siguiente, a lo cual añadí: «No podrás serlo si nadie te sigue».
Finalmente lo entendió, por lo que comenzó a buscar modos de encajar en el sistema y jugar de forma más cooperativa. También hizo esfuerzos por relacionarse más con sus compañeros, sobre todo cuando estaban de viaje. Después de la pausa del All-Star, todo comenzó a cobrar forma. Tuvimos una racha de 27-1 y terminamos la temporada con el mejor balance de la liga: 67-15.
Los jugadores se alegraron de que consiguiéramos resolver un problema que durante los tres últimos años había afectado al equipo. Como dijo Rick Fox, la actitud de primero yo de Kobe «era una mina terrestre a punto de explotar. Todos sabíamos que alguien tenía que pisarla, pero nadie estaba dispuesto a hacerlo. Phil por fin la pisó y ahora hablamos con más libertad».
Mientras nos preparábamos para los play-offs, pensé que sería útil ofrecer a los jugadores un curso de repaso de baloncesto generoso, en este caso desde otra perspectiva: la de Buda. Dediqué una de las sesiones de entrenamiento a hablar del pensamiento de Buda y de su aplicación al baloncesto. Es probable que algunos jugadores perdieran enseguida el interés, pero, de todas maneras, la charla apartó sus mentes de las presiones de la postemporada que estaba a punto de iniciarse.
En pocas palabras, Buda predicó que la vida es sufrimiento y que la causa primordial de nuestro sufrimiento se corresponde con nuestro deseo de que las cosas sean distintas a como realmente son. En un momento las cosas nos van bien y, en el siguiente, no. Sufrimos cuando intentamos prolongar el placer o rechazar el dolor. Por la parte positiva, Buda también postuló una manera práctica de eliminar los anhelos y la desdicha siguiendo lo que denominó «el noble camino óctuple», cuyos pasos son la visión correcta, el pensamiento correcto, el hablar correcto, la acción correcta, el medio de vida correcto, el esfuerzo correcto, la atención plena correcta y la concentración correcta.
Llegué a la conclusión de que esas enseñanzas podrían ayudarme a explicar lo que intentábamos conseguir como equipo de baloncesto.
Lo que más me preocupaba de este equipo eran los fantasmas de los play-offs anteriores. Los jugadores perdían la paciencia y entraban en pánico cuando la presión iba en aumento y no conseguían superar la situación únicamente con su talento. Como planteó un maestro budista que conozco, solían colocar una cabeza encima de otra cuando el juego comenzaba a caer en picado. Dicho de otra manera, permitían que su miedo o su cólera persistiesen y descuidaban lo que tenían entre manos.
Con los Lakers descubrí que debía convertirme en un modelo de serenidad y paciencia muchísimo mayor que en el caso de los Bulls. Tenía que demostrarles que la clave de la paz interior consiste en confiar en la interconexión esencial de todas las cosas: una respiración, una mente. Es lo que nos dota de fuerza y energía en medio del caos.
La primera ronda de los play-offs contra Sacramento fue una experiencia aleccionadora. Los Kings formaban un equipo joven, veloz y explosivo, y tenían un excelente ataque de pases, que resultaba difícil frenar cuando los jugadores estaban en pleno movimiento. El adversario que más me preocupaba era Chris Webber, demasiado potente y rápido para nuestro dúo de alas-pívots, formado por A. C. Green y Robert Horry. Eso significaba que podía quedar libre y ayudar a Vlade Divac a marcar a Shaq. También me impresionó el banquillo de los Kings, liderado por Predrag Stojakovic, un escalofriante anotador exterior. Calculé que nuestras mayores posibilidades radicaban en aflojar el ritmo y neutralizar el juego en carrera de los Kings.
Esa estrategia funcionó en los dos primeros encuentros, que ganamos sin dificultades; cuando la serie a cinco partidos se trasladó al ruidoso pabellón de Sacramento, los Kings aprovecharon varias generosas decisiones arbitrales y la deslucida defensa de Shaq para igualar la serie a dos. Después del tercer encuentro, un reportero de Sacramento me preguntó si esos eran los seguidores más ruidosos con los que me había encontrado en mi vida y respondí que no. «Fui entrenador de baloncesto en Puerto Rico, donde, si ganabas como visitante, te rajaban los neumáticos y te echaban de la ciudad a pedradas para romper los cristales de las ventanillas del coche». Añadí: «En Sacramento la gente está a medio civilizar y es posible que, a su manera, sea un poco pueblerina». Quería hablar con ironía, pero ese comentario desencadenó una reacción negativa en la capital del estado, que nos persiguió durante años.
El último partido, que era imprescindible ganar y que se celebró en el Staples Center, fue la prueba de fuego de los jóvenes Lakers. Dije a los jugadores: «Si no ganáis este enfrentamiento no merecéis pasar a la siguiente ronda. Tenéis que jugar para ganar más que para evitar perder». Tengo que reconocer que dieron la talla. Por fin los árbitros comenzaron a pitar a Webber por organizar contra Shaq una especie de defensa zonal, con lo cual nuestro pívot quedó liberado y se hizo cargo del juego, encestando siete de sus primeros ocho lanzamientos desde el campo, por lo que acabó con treinta y dos puntos y dieciocho rebotes. Ganamos por 113-86. «Sabíamos que esa noche haríamos historia si no desarrollábamos nuestro mejor juego —reconoció Shaq. Pero no queríamos escribir esa historia».
En la serie siguiente conseguimos una ventaja relativamente fácil por 3-0 contra los Phoenix, pero en el cuarto enfrentamiento nos desplomamos y permitimos que los Suns marcasen 71 bochornosos puntos en la primera mitad.
Durante el descanso no hablé con los jugadores y dejé que se enfadaran y se peleasen entre sí hasta que faltaban dos minutos para la reanudación del partido. Entré en el vestuario hecho una furia y tiré una botella de Gaterlode contra la pared para llamar la atención de los chicos. No suelo hacer recriminaciones, pero tenían que conocer mi opinión sobre su incoherencia y falta de disciplina en un momento en el que no podían permitirse la más mínima torpeza. Después del encuentro, que perdimos por 117-98, di una explicación más meditada: «Estáis hartos los unos de los otros y no estáis dispuestos a trabajar juntos como una unidad cohesionada. Resulta comprensible en esta fase de una temporada tan larga pero, para ganar el campeonato, necesitáis encontrar la manera de combinar vuestras energías y conseguir una energía comparable a la de vuestro adversario. Tenéis que averiguar qué hace falta para ganar noche tras noche. Aprendamos la lección de este encuentro y no permitamos que vuelva a ocurrir». Dos noches después, los Suns no pudieron con nosotros y ganamos por 87-65.
Desde el principio sabía que nuestro contrincante en las finales de la Conferencia Oeste, los Portland Trail Blazers, sería el equipo a derrotar en los play-offs. Contaban con la plantilla más cara de toda la liga (73,9 millones de dólares), incluidos el pívot Arvidas Sabonis (más corpulento que Shaq con sus 2,21 metros y sus 132 kilos), el brioso ala-pívot Rasheed Wallace, el base zurdo Damon Stoudamire, el polifacético lanzador Steve Smith, y Pippen, capaz de hacer de todo. También disponían de un banquillo dinámico, que incorporaba a los bases Bonzi Wells y Greg Anthony y al alero Detlef Schrempf, de 2,06 metros. Con tal de pincharlos, apodé a los Blazers «el mejor equipo que el dinero puede comprar».
El jugador que me preocupaba era Scottie. Era doctor en el triángulo ofensivo y conocía todas las manera habidas y por haber de desorganizarlo. Con el fin de impedir que Scottie acosase a nuestros bases, situamos a Horry, con su 2,08 metros, en la pista defensiva e hicimos que Harper deambulase por lo alto de la cancha como alero. También intentamos usar a Kobe como base tradicional a fin de aprovechar el desajuste defensivo entre nuestros bases altos y Stoudamire, base de los Portland, que medía 1,78 metros. Ambas estrategias funcionaron mejor de lo previsto. De todas maneras, nuestra mayor ventaja fue en el centro de la pista. A pesar de su estatura, Sabonis no era lo bastante ágil como para frenar a Shaq, por lo que con frecuencia los Blazers tuvieron que ponerle un triple marcaje, y en partidos posteriores apelaron a la estrategia de hacer falta constantemente a Shaq, el «hack-a-Shaq». Kobe afirmó que sin duda los Blazers eran más corpulentos y atléticos que nosotros pero, «por su cuenta, Shaq equivale a cuatro de ellos».
El primer encuentro fue un paseo. Nuestro banquillo hizo un magnífico segundo tiempo y Shaq consiguió 41 puntos, por lo que ganamos por 109-94. Durante el segundo partido, Scottie empezó a presionar a Glen Rice y a penetrar nuestra defensa, marcando diecisiete puntos en la primera mitad, lo que condujo a los Blazers a una ventaja de dos dígitos antes de sufrir una caída y dislocarse dos dedos. Por milagroso que parezca, en la media parte solo perdíamos de tres puntos, pero en el tercer cuarto nuestro ataque se fue a pique y solo anotamos ocho puntos, la puntuación más baja de la franquicia en los play-offs. Aquel enfrentamiento se convirtió en una llamada de alerta. Intenté que los jugadores averiguaran por su cuenta cómo encontrar su resolución interior y evitar el fracaso, pero no sucedió. Tenía muy claro que era necesario detener el ataque de Scottie por toda la cancha, por lo que después del partido comuniqué a Kobe que se encargaría de marcarlo.
Ganamos los dos encuentros siguientes, en Portland, y nos adelantamos 3-1 en la serie. El primero fue una motivadora remontada que incluyó un osado tiro en suspensión de Harper cuando solo faltaban 29,9 segundos para el fin del partido. Lo más destacable de la segunda victoria fue el rendimiento perfecto de Shaq, con nueve sobre nueve desde la línea de tiros libres, el mejor que había tenido en los play-offs. A partir de ahí y cuando la mente de los jugadores se llenó de sueños con anillos, los Blazers nos arrasaron en el par de encuentros siguientes y la serie quedó empatada a tres.
Nada funcionaba. En la mitad del sexto partido perdíamos por quince puntos y Fox se puso furioso.
—¡Otra vez más de lo mismo! —se lamentó en alusión al historial de los Lakers, que solían derrumbarse en los play-offs. A todo el mundo se le ha puesto cara de tonto. ¿Qué haremos? ¿Permitiremos que los árbitros decidan cómo tenemos que jugar? ¿Seremos pasivos y dejaremos que nos derroten o nos levantaremos y les plantaremos cara? ¿Nos ayudaremos los unos a los otros?
—Será mejor que le digas que se calle —me aconsejó Tex.
—No —contesté. Alguien tiene que decir estas cosas.
No era el entrenador, sino un jugador del equipo, quien tenía que hacer esas puntualizaciones.
¿Ya he dicho lo mucho que detesto los séptimos encuentros? Pues este fue extraordinariamente desafiante. Los Blazers estaban en racha e hicimos tremendos esfuerzos por contenerlos. En el tercer período despegaron y anotaron dieciocho puntos en siete posesiones; repentinamente vimos que perdíamos de dieciséis puntos y nos hundíamos. Si he de ser sincero, pensé que ya nos habíamos ahogado. Pedí tiempo muerto e intenté instilar vida a nuestros aturdidos y confusos soldados.
Entonces sucedió algo estupendo: el equipo se encontró a sí mismo. Los Blazers nos acribillaron con bloqueos y continuación en la parte superior porque Shaq se negaba a abandonar su zona de confort y a que lo pillasen persiguiendo jugadores como Stoudamire o Smith. En momentos como aquel, Shaq solía sumirse en una espiral descendente contra sí mismo, actitud que en el pasado le había afectado durante los grandes partidos. Se trataba del ejemplo perfecto de poner una cabeza sobre otra. Le dije de forma inequívoca que había llegado su momento. Necesitaba abandonar la zona y, pasara lo que pasase, cortar los bloqueos y continuación. Manifestó su acuerdo inclinando la cabeza.
Otra cosa que necesitábamos era dejar de tratar de enviar el balón a Shaq, que estaba rodeado de forma infranqueable y solo había anotado dos tiros de campo en los tres primeros cuartos. Teníamos un montón de jugadores libres y los Blazers nos desafiaban a que convirtiésemos los lanzamientos que nos ofrecían.
«Olvidaos de Shaq. Cuatro tíos lo rodean. Lanzad, simplemente lanzad», aconsejé.
El ataque se produjo desde todos los ángulos. Brian Shaw, que sustituía a Harper, se desplegó, encestó varios triples clave, ayudó a que Shaq anotara mucho y luchó con Brian Grant por un rebote importante. Kobe comenzó a practicar algunas de las jugadas que le aconsejamos. Liderada por un Shaq envalentonado, nuestra defensa cortó el paso a los principales lanzadores de los Blazers. En determinado momento, conseguimos un parcial de 25-4.
Quedaba menos de un minuto para el final del partido e íbamos cuatro puntos por delante cuando Kobe se dirigió a la canasta y sorprendió a todo el mundo: lanzó un maravilloso alley-oop a Shaq, a medio metro por encima del aro, y este atrapó para machacar la canasta. Fue gratificante ver que finalmente esos dos hombres se unían para realizar una jugada coordinada a la perfección que dejó el encuentro fuera del alcance de nuestros adversarios. Ese pase simbolizó la distancia que Kobe y Shaq habían recorrido desde aquella inquietante reunión del equipo durante el invierno, en la que sus egos habían colisionado. Desde entonces habían buscado una forma mutuamente satisfactoria de colaborar que culminó en ese lanzamiento espectacular y definitivo. Aquel momento fue un punto de inflexión decisivo para nuestro nuevo equipo.
Las finales del campeonato contra los Indiana Pacers no serían tan transformadoras como nuestra batalla con los Trail Blazers, pero tampoco estuvieron exentas de peligros. Los Pacers eran el equipo con mejor tiro de la liga y tenían muchas formas de complicarnos la vida.
La principal amenaza era el escolta Reggie Miller, famoso por su sobrecogedora habilidad para salir de bloqueos y realizar tiros en suspensión de los que sirven para decidir el resultado de un encuentro. También contaban con el alero Jalen Rose, un artista en el uno contra uno; con el pívot Rik Smits, impresionante lanzador de tiros en suspensión; con el base Mark Jackson, sólido en el poste; con los polifacéticos ala-pívots Dale Davis y Austin Croshere, así como con un aguerrido banquillo en el que figuraban Sam Perkins, el genio de los triples, y el superveloz base Travis Best. Para colmo, Indiana disponía de uno de los mejores conjuntos de preparadores de la NBA, en el que figuraban Dick Harter, gurú de la defensa; Rick Carlisle, coordinador del ataque, y Larry Bird, el entrenador principal.
Comenzamos con buen pie. En el primer partido, jugado en Los Ángeles, Shaq apabulló a los Pacers con 43 puntos y diecinueve rebotes, mientras que Miller se desinfló y solo anotó uno de dieciséis lanzamientos. El partido quedó sentenciado enseguida. Dos días más tarde, repetimos y vencimos a los Pacers con otra virtuosa actuación de Shaq y sendos veintiún puntos por parte tanto de Rice como de Harper. La otra cara de la moneda fue que en el primer tiempo Kobe se torció el tobillo y todo apuntaba a que también se perdería el partido siguiente.
Indiana reaccionó y se alzó con la victoria en el tercer encuentro, que tuvo lugar en Indianápolis. Eso no fue lo más importante. Después del primer enfrentamiento, Christina, la esposa de Rice, se quejó a los periodistas de que yo no daba suficientes minutos en pista a Glen y la prensa se cebó con ese comentario. Ella comentó con Bill Plaschke, columnista del Los Angeles Times: «Si fuera yo, ya me habría convertido en Latrell Sprewell II» (en alusión a Latrell Sprewell, entonces estrella de los Warriors, que había golpeado y agarrado del cuello a su entrenador, P. J. Carlesimo). Fue un comentario totalmente fuera de lugar, pues lo cierto es que Glen y yo ya habíamos hablado de limitar sus minutos de juego en determinadas situaciones y él había estado de acuerdo con ello. Glen manejó magistralmente bien a los medios y, aunque apoyó a su esposa, en público no defendió sus acusaciones.
De hecho, tenía algo más urgente de lo que preocuparme: el tobillo de Kobe. Antes del inicio del tercer partido, él me rogó que lo pusiera en pista, pese a que el dolor lo estaba matando. Después de ver que se ponía dificultosamente de puntillas en el pasillo contiguo al vestuario, decidí que era demasiado arriesgado y lo obligué a permanecer en el banquillo.
Tres noches más tarde, la del cuarto encuentro, Kobe seguía muy dolorido, pero insistió en jugar. Fue su gran noche. Casi todo el enfrentamiento estuvo muy igualado; en el primer minuto del tiempo suplementario Shaq tuvo que volver al banquillo porque estaba cargado de faltas, así que Kobe lo sustituyó y encestó ocho de nuestros dieciséis puntos, consiguiendo la victoria por 120-118. Una vez acabado el encuentro, Shaq corrió al parqué y abrazó a su compañero, al que ahora llamaba su «pequeño gran hermano».
Kobe me dejó impresionado. Era la primera vez que notaba lo insensible que podía llegar a ser ante un dolor atroz. No permitiría que nada lo frenase. Aquella noche me recordó a Michael Jordan.
Como no podía ser de otra manera, perdimos el siguiente encuentro de forma espectacular, por 33 puntos, lo que significó la peor derrota de la temporada. El partido fue un fracaso tan rotundo que me pregunté si el equipo tenía lo necesario para ganar el campeonato. Fox adoptó una perspectiva más optimista al comentar: «La recuperación resulta mucho más divertida cuando te dan una paliza como la de hoy».
Tras repasar las grabaciones, decidimos introducir cambios en algunas posiciones defensivas: hicimos que Harper se ocupara de Miller, Kobe de Jackson y Rice de Rose. También desplazamos a A. C. para que se encargase de Rik Smits, que tenía dificultades para coger pases lanzados por encima de la cabeza de un defensor. Como era previsible, Smits tuvo un mal partido y solo anotó uno de ocho lanzamientos de campo. Sin embargo, el resto del equipo encestó en el Staples Center como si estuviera jugando en casa. Solo en el cuarto período, con los Pacers por delante 84-79, las tornas comenzaron a cambiar.
Una de nuestras mejores estrategias era una jugada a la que llamábamos el «puño en el pecho», que consistía en que dos jugadores practicasen un bloqueo y continuación en el ala mientras otro ocupaba la esquina. La belleza de la jugada radicaba en que alejaba a tres Pacers de la zona de tiro a fin de encargarse del bloqueo y continuación y del anotador de la esquina. Eso los obligaba a ocuparse individualmente de Shaq (craso error) o a dejar libre al lanzador de la esquina y darle la posibilidad de anotar un triple (error todavía más grave).
En el cuarto tiempo realizamos seis «puños en el pecho», lo que nos ayudó a despejar la pista. También tuvimos éxito con otras jugadas, incluida la que llamábamos la «cadena perpetua», que consistía en que Brian Shaw enviaba a Shaq un pase elevado sobre el tablero. Kobe también se animó, anotó lanzamientos, consiguió rebotes y, sobre todo, ayudó a Shaq, de modo que al inicio de la última parte logramos un parcial de 15-4 y cogimos la delantera.
Íbamos 110-103 y quedaban tres minutos y dos segundos cuando Bird puso finalmente en práctica la estrategia de cortar tajantemente a Shaq. En los veintiún segundos siguientes le hicieron dos faltas y solo encestó uno de sus cuatro lanzamientos libres. Decidí retirarlo de la pista hasta que faltaran dos minutos para el final del encuentro, momento en el que sancionarían con una técnica a los Pacers si cometían deliberadamente una falta. Entretanto, Indiana fue ganando terreno y el marcador se puso en 110-109 cuando quedaban un minuto y treinta y dos segundos para el final del partido.
De allí no pasaron. Solo faltaban trece segundos cuando Kobe marcó dos tiros libres y aseguró nuestro triunfo por 116-111. Al abandonar la cancha, se señaló el dedo del anillo y agitó el índice como si estuviera diciendo que ese no era más que el primero de muchos campeonatos.
Acabado el encuentro, el doctor Buss me tomó el pelo por mi impaciencia. «¿Por qué se te ocurrió ganar el primer año y hacer que pareciese tan sencillo? —bromeó. De esa forma, parece que los demás somos tontos por no haberlo logrado antes».
Debo reconocer que jamás imaginé que conquistaríamos tan rápido el primer anillo. Pensaba que, como mínimo, los jugadores tardarían un par de años en aprender el sistema y formar una unidad cohesionada. Este equipo había cogido la vía rápida hacia la gloria. Fue gratificante ver que los principios básicos que habíamos desarrollado con los Bulls resultaban tan eficaces para transformar un conjunto radicalmente distinto en un equipo de campeones. Era evidente que la supremacía de Shaq constituía uno de los factores clave de nuestra victoria, lo mismo que la infatigable creatividad de Kobe. Lo que más me agradó fue la sinergia que ambos mostraron hacia el final de la temporada, en cuanto se dieron cuenta de que se necesitaban mutuamente para alcanzar el único objetivo que tenía sentido.
Yo también viví una transformación decisiva aquella temporada. Aprendí a superar mi miedo a lo desconocido y a crear una nueva vida en una ciudad desconocida sin perder lo que más amaba. Había llegado mi momento de establecer relaciones renovadas y más profundas con mis hijos, no solo con Brooke, que vivía en casa, sino con los demás, que me visitaban regularmente. También había llegado la hora de seguir abriéndome espiritualmente. En los momentos difíciles, la meditación me había ayudado a hacer frente a las dudas e incertidumbres que surgen cuando rompes con el pasado y te lanzas a una nueva existencia. Hacía años que no me sentía tan vivo.
De todos modos, lo que me produjo más placer fue ver cómo ese grupo de jugadores talentosos pero indisciplinados se transformaban en una fuerza a tener en cuenta. Todavía les quedaba mucho por aprender, pero me impresionó la rapidez con la que habían pasado de un equipo del estadio 3, orientado hacia el yo, a un equipo del estado 4, focalizado en el nosotros. Despacio, muy despacio, generaron la confianza necesaria para recuperarse de la adversidad y conectarse con una fuente de fuerza interior que la mayoría jamás había experimentado. Plantaron cara a sus demonios de frente y sin pestañear.