Capítulo catorce
Una respiración, una mente

Los sentimientos van y vienen

como las nubes en el cielo agitadas por el viento.

La respiración consciente es mi amarre.

THICH NHAT HANH

Estaba en el medio de la nada, en una pequeña aldea a orillas del lago Iliamna, en Alaska, cuando me enteré de la noticia. Me acompañaban mis hijos Ben y Charlie. Habíamos ido a pescar con mosca a una zona virgen y aislada y la captura no iba muy bien que digamos. Aquella tarde suspendimos temprano la jornada y subimos en barca por el río Iliamna para visitar las cataratas. Cuando regresamos al pueblo, un pandilla de niños nos rodeó.

—¿Es usted Phil Jackson? —preguntó uno de los chicos.

—Sí. ¿Por qué?

—Acabamos de enterarnos de que los Lakers lo han fichado.

—¿Qué dices? ¿Cómo te has enterado?

—Tenemos una parabólica y lo han pasado por ESPN.

Así comenzó la aventura. Debo reconocer que no fue una sorpresa total. Había hablado del tema con Todd, mi representante, antes del viaje a Alaska y le había autorizado a negociar con los Lakers porque allí no se podría poner en contacto telefónico conmigo. De todos modos, fue una sorpresa recibir la noticia de boca de un chiquillo inuit en un sitio que en espíritu estaba tan alejado de la cultura lujosa y de rabiosa actualidad de Los Ángeles.

No fue un cambio sencillo para mí. Terminada la temporada 1997-98, June y yo nos trasladamos a Woodstock, población del estado de Nueva York en la que ya habíamos vivido. Albergábamos la esperanza de revitalizar nuestro matrimonio, que se había resentido durante mi último y tenso año de trabajo en los Bulls. Además, June se había hartado de su papel de esposa de un miembro de la NBA. Independizados nuestros hijos, June ansiaba una vida novedosa y más satisfactoria. Yo quería lo mismo…, o eso pensaba. Evalué otros intereses, como dar conferencias sobre liderazgo y colaborar en la campaña presidencial de mi amigo Bill Bradley. Al final no encontré nada que me gustase tanto como guiar a los jóvenes a la victoria en una pista de baloncesto.

Hacia el final de la temporada 1998-99, comencé a recibir llamadas de equipos que querían hablar conmigo y ne reuní con los New Jersey Nets y los New York Knicks. Ninguna de esas conversaciones fructificó, aunque agudizaron mis ganas de retornar al baloncesto. De más está decir que no era lo que June esperaba. Mi esposa pensaba que yo estaba en condiciones de dejar atrás el baloncesto y dedicarme a una actividad que no me obligase a viajar tanto. No pudo ser y en verano tomamos la decisión de separarnos.

Poco después me trasladé a Montana, mi verdadero refugio, donde los Lakers me contactaron. El equipo estaba cargado de talentos, entre los cuales figuraban estrellas en ascenso como Shaquille O’Neal y Kobe Bryant, o Glen Rice y Robert Horry, dos de los mejores lanzadores exteriores de la liga. Durante los play-offs, los Lakers habían cojeado debido a la inestable química grupal y los jugadores carecían de la fortaleza mental necesaria para rematar con éxito encuentros decisivos.

Mientras evaluaba si aceptaba o no el puesto, recordé que durante la expedición a campo a través que realizaba, en la habitación del hotel había visto el encuentro de las semifinales de la Conferencia Oeste, en el que los Lakers fueron barridos por los San Antonio Spurs. Lo que vi no me gustó nada. Tim Duncan y Dave Robinson, pívots de los Spurs, obligaron a Shaq a realizar fade aways desequilibrados en lugar de su clásico y potente movimiento hacia el centro de la zona, y luego lo machacaron atrás para romper la defensa de los Lakers. Me di cuenta de que, mientras miraba esos partidos, visualizaba diversas maneras de contrarrestar la estrategia de los Spurs y transformar a los Lakers en el equipo en el que estaban destinados a convertirse.

Fue el mensaje que intenté transmitir a finales de junio, durante la primera rueda de prensa que ofrecí como recién nombrado entrenador jefe del equipo. El evento tuvo lugar en el Hilton de Beverly Hills y, mientras preparaba lo que diría, Kobe se presentó en mi habitación con un ejemplar de mi libro Canastas sagradas. Me pidió que se lo firmase y añadió que estaba muy entusiasmado ante la posibilidad de trabajar conmigo porque era un gran fan de los Bulls. Lo tomé como una buena señal.

«Se trata de un equipo talentoso, joven y que está a punto —declaré aquel día a los periodistas. Hace tiempo que lo está, pero todavía no ha dado el salto. Se trata de una situación parecida a la que hace diez años existía en Chicago y albergamos la esperanza de tener el mismo éxito».

Añadí que la clave consistía en que cada integrante de los Lakers confiase lo suficiente en los demás como para trabajar conjunta y eficazmente y llevar a cabo la transición de un equipo de individualidades a un colectivo, tal como habían hecho los Bulls a comienzos de la década de 1990. «Cuando se cuenta con un sistema de ataque, no se puede ser solo la persona que coge el balón e intenta anotar —expliqué. Tienes que mover la pelota porque has de compartirla con todos. Si lo haces, repartes el juego y ahí radica la gran diferencia».

Terminada la rueda de prensa, Jerry West me llevó a Westchester para visitar a Jerry Buss en su nueva residencia de estilo español construida en los promontorios que miran al océano. El doctor Buss, que estudió química pero amasó su fortuna en el negocio inmobiliario durante la década de 1970, tuvo la buena fortuna de adquirir los Lakers (más el Forum y Los Angeles Kings, equipo de hockey sobre hielo) en 1979, año de la llegada de Magic Johnson al equipo, al que lideró en la consecución de cinco campeonatos a lo largo de la década siguiente. Desde entonces, el equipo no había estado a la altura de lo que prometía.

El doctor Buss era espabilado, pero poseía un perfil muy bajo; vestía vaqueros, una camisa sencilla y zapatillas de marca. Declaró que estaba orgulloso de los triunfos que los Lakers habían logrado en el pasado y que le apetecía volver a ganar un campeonato.

—Creo que podrá ganar tres, tal vez cuatro campeonatos —repuse.

—¿En serio? —preguntó sorprendido.

Buss quedó impresionado por mi descaro. Posteriormente comentó que era la primera vez que un entrenador ponía el listón tan alto a comienzos de la temporada. Pero yo no estaba alardeando.

Fue un verano extraño. Poco después de mi regreso a Montana tras las reuniones con la organización de los Lakers, mi hija Chelsea vino de visita con su novio y se rompió el tobillo en un accidente con una moto de montaña, de modo que pasó ocho semanas escayolada. Como le costaba desplazarse, pidió la baja en su trabajo en Nueva York y decidió hacer la recuperación en Montana, donde mi hijo Ben y yo la cuidamos. June también pasó unas semanas para echarle una mano.

Cierto día Shaq apareció por casa sin anunciarse. Se había desplazado a Montana para actuar en un concierto de rap en la cercana Kalispell. Cuando llegó yo no estaba en casa, así que June lo hizo pasar. A mi regreso, vi que Shaq saltaba en una cama elástica instalada junto al lago, lo que causó sensación en el barrio. De repente, montones de embarcaciones llenas de curiosos se congregaron en la bahía, cerca de casa, para mirar boquiabiertos a ese gigantón que volaba por los aires. Shaq no los decepcionó. Después de la exhibición en la cama elástica, se dedicó a realizar volteretas hacia atrás en el muelle y, por último, dio un intrépido paseo en moto acuática por la bahía.

Como ya se había mojado, pedí a Shaq que me ayudase a desplazar un árbol enorme que una tormenta reciente había derribado en el jardín. Verlo trabajar fue impresionante. Cuando terminamos, el deportista comentó: «Entrenador, seguro que nos divertimos un montón». Esa era la esencia de Shaq: la diversión.

Cuando llegó la hora de preparar las maletas y viajar en coche a Los Ángeles, experimenté ansiedad ante mi nueva vida. Me preocupaba qué les ocurriría a mis hijos ahora que me había convertido en padre soltero y me mudaba a una ciudad nueva y desconocida. Para facilitar esa transición, mis hijas Chelsea y Brooke me grabaron un popurrí de canciones que hacían referencia a los nuevos comienzos. Habían pasado más de veinticinco años desde la última vez que recorrí las carreteras secundarias de California. Atravesaba Sierra Nevada cuando sonó la versión soul de Amazing Grace, interpretada por Willie Nelson. Me dejé llevar por la emoción; frené, apagué el motor y me eché a llorar. Contemplé las cumbres californianas iluminadas por el sol y tuve la sensación de que dejaba atrás un oscuro capítulo de mi vida y me dirigía hacia algo nuevo y brillante. Mis hijas lo habían comprendido y esa grabación era su modo de decir: «Sigue andando, papá, vive la vida y no te encierres».

Mis primeros días en Los Ángeles fueron mágicos. Un amigo me consiguió una casa muy bonita y espaciosa en Playa del Rey, no lejos del aeropuerto y de las futuras instalaciones de práctica de los Lakers. Mi nuevo hogar contaba con espacio más que suficiente para huéspedes. Pocas semanas después y con gran alegría por mi parte, Brooke, que acababa de graduarse en la Universidad de Colorado, se trasladó a casa para ayudarme y se quedó a fin de realizar un posgrado en psicología. Durante la primera semana que pasé en Los Ángeles, Bruce Hornsby, amigo compositor que me había presentado a los Grateful Dead, me invitó a un concierto en el Greek Theatre del Griffith Park, donde actuó con Linda Ronstadt, Jackson Browne y otros iconos mundiales de la música. Era una cálida tarde de septiembre y el público se mostró amistoso y afable. Todo fue típicamente californiano y me sentí a mis anchas.

Uno de mis primeros compromisos consistió en asistir a la reunión de negocios anual de la NBA en Vancouver. Estaba allí cuando conocí a Jeanie, la hija del doctor Buss y vicesecretaria de operaciones comerciales del equipo, que organizó una cena para los ejecutivos de los Lakers. Era una mujer lista, atractiva, de hermosos ojos y gran sentido del humor. Al día siguiente nos encontramos por casualidad en el aeropuerto. Jeanie volvía a casa para celebrar su cumpleaños con amigos, pero su vuelo se retrasó, por lo que acabamos charlando en la sala de espera. Me contó varias anécdotas divertidas sobre la desastrosa época de Dennis Rodman en los Lakers, durante el año 1999, que sonaron como un penoso reality show convertido en teatro del absurdo.

Emocionalmente aún me sentía bastante dolido y no estaba seguro de encontrarme en condiciones de mantener una nueva relación, pero ocurrió. Al día siguiente entré en mi despacho y sobre el escritorio había un trozo del pastel de cumpleaños de Jeanie. Pasé por su despacho para agradecérselo y se ruborizó, por lo que tuve la sensación de que su regalo era algo más que un gesto pueril. Por eso la invité a cenar esa noche. Las cosas no podían ir mejor.

Cuando nos reunimos en la Universidad de Santa Barbara para el campamento de entrenamiento, me percaté de que los Lakers eran un equipo del estadio 3 que defendía claramente la perspectiva «Soy genial y tú no». Uno de los principales puntos fuertes del equipo era el predominio de Shaq como pívot. El triángulo ofensivo estaba diseñado para pívots potentes, capaces de dominar la zona, postear eficazmente y catalizar el ataque con pases precisos. Shaq lo hacía tan bien o mejor que los pívots que habíamos tenido en Chicago, y además era un anotador explosivo que atraía defensas dobles y triples, lo que daba pie a todo tipo de posibilidades. Mark Heisler, columnista de Los Angeles Times, escribió que Shaq representaba un paso evolutivo: «El primer [baloncestista] de 135 kilos y 2,16 metros que la NBA ha visto y que no está gordo». Durante el verano Shaq se había puesto en 159 kilos pero, cuando estaba en forma, era más fuerte, veloz y ágil que cualquier otro pívot de la liga. También poseía una capacidad extraordinaria para los contraataques a toda velocidad. Sin embargo, no era tan fuerte como yo esperaba en los rebotes o en defensa y también noté que era contrario a salir de la zona para seguir bloqueos, lo que lo volvía vulnerable a los equipos que contaban con buenos bloqueos y continuación, como los Jazz, los Spurs y los Trail Blazers.

Kobe era uno de los escoltas más creativos que he visto en mi vida, capaz de llevar a cabo jugadas asombrosas, comparables en muchos aspectos a las de Michael Jordan, su ídolo. Aunque admiraba su profundo deseo de ganar, sabía que aún tenía mucho que aprender sobre el trabajo en equipo y la abnegación. Pese a ser un pasador genial, su primer impulso consistía en penetrar regateando y machacar por encima de quien se interpusiera en su camino. Al igual que gran parte de los jugadores más jóvenes, intentaba forzar la acción en vez de permitir que la jugada fluyese hacia él. Me planteé la posibilidad de asignarle la posición de base, pero dudé de que pudiera contener su ego el tiempo suficiente como para dominar el sistema del triángulo.

Rice era otro jugador con grandes dotes. Antiguo alero All-Star con los Charlotte Hornets, realizaba un tiro en suspensión de tal precisión que solía volver loco a Scottie Pippen. Glen también había sido un defensor veloz y agresivo, pero había perdido la práctica desde su incorporación a los Lakers. La alineación también incluía a Horry, un fibroso ala-pívot de 2,08 metros que posteriormente fue apodado Rob Grandes Tiros por su capacidad para realizar en el último minuto lanzamientos que permitían ganar partidos. Rob había conseguido dos anillos con Houston antes de ser traspasado a Phoenix y, más tarde, a Los Ángeles. Su promedio de anotaciones había disminuido y me preocupaba que no poseyera la fortaleza ni la corpulencia necesarias para plantar cara a los ala-pívots más fornidos de la liga.

El equipo también contaba con varios reservas prometedores, incluidos Rick Fox y Derek Fisher, que más adelante se convertirían en importantes líderes. Rick había sido la estrella de la Universidad de Carolina del Norte y era lo bastante corpulento y ágil como para ocupar la posición de ala-pívot tanto como la de alero. Boston lo había escogido en el draft, donde languideció varias temporadas en la época posterior a Larry Bird. Se lo conocía por cometer errores incomprensibles, que los jugadores denominaban «el balón de Ricky», pero también era un buen lanzador en los últimos segundos, un sólido defensor y un generoso jugador de equipo. Derek Fisher, base de 1,85 metros y 95 kilos, procedente de la Universidad de Arkansas en Little Rock, era espabilado, agresivo, polifacético y poseía un buen lanzamiento exterior y aptitudes naturales para el liderazgo.

Nuestras mayores debilidades estaban en las posiciones de base y ala-pívot. Nos esforzamos por cerrar un trato con Houston para fichar a Scottie Pippen, pero se lo llevaron los Portland Trail Blazers, que aquel año fueron nuestro adversario en la Conferencia Oeste. Afortunadamente, logramos fichar a Ron Harper, cuyo contrato con los Bulls había finalizado, y a A. C. Green, veterano alapívot que no solo era un buen defensor, sino que conocía a fondo el triángulo, ya que había jugado con los Dallas Mavericks a las órdenes de Jim Cleamons, exentrenador de los Bulls. También incorporamos como refuerzo al pívot John Salley, que había ganado anillos con los Bulls y con los Pistons.

El motivo por el que fichamos a tantos jugadores experimentados respondió a que queríamos poner fin a la penosa historia del hundimiento de los Lakers a causa de la presión, la inmadurez y la falta de disciplina. En 1998, los Lakers perdieron quince de sus primeros dieciocho lanzamientos en la derrota más bochornosa en la historia del equipo, la paliza por 112-77 a manos de los Jazz en el primer partido de las finales de la Conferencia Oeste. Horry declaró que el partido le recordó a El mago de Oz porque el equipo jugó «sin corazón, sin cerebro y sin valentía». El entrenador Del Harris puso la guinda a ese comentario diciendo: «Y sin magia».

También formé un equipo de entrenadores experimentados, compuesto principalmente por veteranos con los que había trabajado en Chicago, que incluía a Cleamons, a Frank Hamblen y a Tex Winter (para gran consternación de Jerry Krause). Asimismo, conservé a Bill Bertka, entrenador asistente de los Lakers.

Nuestro plan consistía en comenzar por el principio, enseñar a los jugadores los rudimentos del sistema y llevar a cabo ejercicios de pases y lanzamientos básicos. El primer día del campamento pedí a los jugadores que formaran un círculo en el centro de la pista, por lo que Chip Schaefer, coordinador de rendimiento atlético que me había traído de los Bulls, recordó un viejo anuncio televisivo de E. F. Hutton. «Todos estaban pendientes de cada palabra, incluidos los veteranos —evoca Chip. Todos pidieron silencio porque querían oír cada una de las palabras de ese tío». Un rato después, durante el entrenamiento, Chip reparó en que Rick Fox sonreía de oreja a oreja, y que luego dijo: «Tengo la sensación de haber vuelto al instituto. No era como: “Ay, Dios mío, he vuelto al instituto”. Sonreía porque en los fundamentos del baloncesto hay algo que los jugadores adoran».

La perspectiva de Fish es más amplia: «Habíamos pasado por un par de años de play-offs frustrantes. A pesar de que contábamos con muchos talentos, todavía no habíamos encontrado la manera de utilizar al máximo nuestro potencial. Phil y el resto del personal contratado lograron llamar nuestra atención y nos centraron de una manera que no habíamos visto en los tres primeros años que jugamos juntos. Dijera lo que dijese Phil, fuera lo que fuese lo que quería que hiciéramos y la forma de lograrlo, todos parecimos adoptar esa clase de espíritu impresionable, típico de los parvulitos. Eso nos convirtió en una máquina, en un grupo eficaz, comparable a varios de los mejores equipos de la historia».

Mi experiencia de la primera jornada es distinta. Aunque me gustó el deseo de aprender de todos, me sentí disgustado por la escasa capacidad de atención de los jugadores. Antes del campamento les había enviado una carta de tres páginas sobre el triángulo ofensivo, la meditación plena y otros temas que quería comentar con ellos. Cuando comencé a pronunciar mi primera charla seria reparé en que tenían dificultades para concentrarse en lo que les decía. Miraron el techo, se movieron incómodos y arrastraron los pies. Se trataba de una actitud que nunca había vivido con los Bulls.

Con el propósito de solucionar el problema, el psicólogo George Mumford y yo elaboramos un programa de meditación diaria para los jugadores y aumentamos paulatinamente el tiempo dedicado a cada sesión, de tres a diez minutos. También les di a conocer el yoga, el taichi y otras disciplinas orientales con el fin de que equilibrasen mente, cuerpo y espíritu. En Chicago habíamos utilizado la meditación, principalmente, para agudizar la conciencia de la pista. En el caso de este equipo, nuestro objetivo consistió en vincular a los jugadores a fin de que experimentase lo que denominábamos «una respiración, una mente».

Uno de los principios básicos del pensamiento budista sostiene que nuestro concepto convencional del yo como entidad aparte es una ilusión. A nivel superficial, lo que consideramos el yo puede parecer que está separado y que se distingue de lo demás. Al fin y al cabo, todos somos distintos y tenemos personalidades definidas. Sin embargo, a nivel más profundo formamos parte de un todo interconectado.

Martin Luther King se refirió fluidamente a este fenómeno. «En un sentido real, toda la vida está interrelacionada —afirmó. La totalidad de las personas están inmersas en una red ineludible de reciprocidad, unidas en un único tejido de destino. Lo que afecta directamente a una persona afecta indirectamente a todas las demás. Nunca podré ser lo que debo ser a menos que seas lo que debes ser y nunca serás lo que debes ser a menos que yo sea lo que debo ser. En eso consiste la estructura interrelacionada de la realidad».

Nichiren, maestro budista japonés del siglo XIII, tenía un punto de vista más pragmático. En una carta a sus discípulos, perseguidos por las autoridades feudales, aconsejó que cantasen juntos «con el espíritu de muchos en cuerpo pero con una sola mente, trascendiendo sus diferencias para volverse tan inseparables como los peces y el agua en la que nadan». La unidad propuesta por Nichiren no es la uniformidad mecánica, impuesta desde fuera, sino una conexión que respeta las cualidades singulares de cada individuo. El maestro añade: «Si el espíritu de muchos en cuerpo pero con una sola mente prevalece, las personas logran sus metas, mientras que si son uno de cuerpo pero de mentes distintas no consiguen nada digno de mención».

Esa era la clase de unidad que quería fomentar en los Lakers. Aunque no pretendía convertir a los jugadores en adeptos, pensaba que la práctica de la meditación los ayudaría a poner fin a la perspectiva que tenían de sí mismos, orientada hacia el yo, y les permitiría atisbar otra forma de relacionarse entre sí y con el mundo que les rodeaba.

Cuando empecé a entrenar a los Bulls, ya habían empezado a transformarse en un equipo orientado hacia una sola mente. El ideal lakota del guerrero les gustó porque habían librado incontables batallas con los Detroit Pistons, su mayor rival. Ese enfoque no era el más adecuado para los Lakers porque tenían numerosos enemigos en lugar de uno y, desde mi perspectiva, el más perturbador era la cultura de la que se alimentaban.

Los futuros jugadores de la NBA se ven inmersos en un universo que refuerza la conducta narcisista precisamente en el período en el que van al instituto. A medida que crecen y siguen teniendo éxito, acaban rodeados por legiones de representantes, promotores, seguidores y otros aduladores que repiten machaconamente que son el no va más. Tardan muy poco en empezar a creérselo. Además, Los Ángeles es un universo consagrado a celebrar la idea del yo glorificado. Fueran donde fuesen, los Lakers (no solo las superestrellas, sino todos los jugadores) eran recibidos como héroes y se les ofrecían oportunidades infinitas y con frecuencia lucrativas de complacerse en lo maravillosos que eran.

Mi intención consistió en proponerles un refugio seguro y solidario para que se resguardaran de toda esa locura y en ponerlos en contacto con su anhelo profundo, aunque todavía desconocido, de establecer una conexión real. Fue el primer paso ineludible, del que dependía el éxito futuro del equipo.