Capítulo trece
El último baile

Cuando las pautas se rompen afloran mundos nuevos.

TULI KUPFERBERG

Cuando estuve con los Knicks, Dave DeBusschere me enseñó una importante lección. En la temporada 1971-72, los Knicks incorporaron a Jerry Lucas como recambio de Willis Reed, que luchaba con las lesiones. Jerry era un polifacético ala-pívot de 2,06 metros, gran reboteador, hábil pasador y poseedor de un buen tiro exterior. Antes de que llegase, Dave no tenía una gran opinión de Jerry. Lo consideraba un ególatra excéntrico, más interesado en acrecentar sus promedios de puntos y de rebotes que en ganar partidos. Cuando Lucas se incorporó a los Knicks, Dave encontró la manera de colaborar con él. Le pregunté cómo había hecho para cambiar tan rápidamente de parecer y contestó: «No permitiré que mis sentimientos personales se interpongan en la consecución de nuestro objetivo como equipo».

Durante los dos últimos años de mi trabajo con los Bulls había sentido exactamente lo mismo en relación con Jerry Krause. Aunque habíamos tenido diferencias, respetaba su inteligencia para el baloncesto y disfruté trabajando con él en la creación de los equipos campeones. Sin embargo, nuestra relación se había agriado lentamente tras el desacuerdo de hacía tres años a raíz de Johnny Bach. Además, las negociaciones por mi contrato habían llegado a un desagradable punto muerto durante la temporada 1996-97. Como sucede con la mayoría de las relaciones, ambos contribuimos a su deterioro. Me dejé llevar por la necesidad de proteger a toda costa la intimidad y la autonomía del equipo, mientras Jerry hizo denodados esfuerzos por recuperar el control de la organización. Esa clase de conflicto es habitual en el mundo deportivo y, lamentablemente para nosotros, nuestras diferencias se airearon en un gran escenario público.

Si vuelvo la vista atrás, creo que mi forcejeo con Jerry me enseñó cosas sobre mí mismo que de otra forma no habría aprendido. El Dalái Lama lo denomina «el don del enemigo». Desde la perspectiva budista, batallar con enemigos te ayuda a desarrollar una mayor compasión y tolerancia hacia los demás. «Para practicar sinceramente y desarrollar la paciencia necesitas que alguien te haga daño deliberadamente. Por lo tanto, esas personas nos ofrecen verdaderas oportunidades de practicar estas cualidades. Ponen a prueba nuestra fuerza interior de una forma en que ni siquiera puede hacerlo nuestro gurú», afirma.

En términos estrictos, no llamaría «enemigo» a Jerry, aunque es indudable que nuestros conflictos pusieron a prueba mi fuerza interior. Coincidíamos en la mayoría de las cuestiones relacionadas con el baloncesto, pero teníamos visiones contrapuestas sobre el modo de tratar a las personas. Yo intentaba ser lo más abierto y transparente posible, mientras Jerry tendía a ser cerrado y reservado. En cierta medida, fue víctima del sistema, pues en la NBA resulta difícil establecer buenos acuerdos si no eres cauteloso a la hora de compartir información. Jerry no era muy hábil como comunicador, razón por la cual cuando hablaba con los jugadores podía parecer falso o, peor aún, engañoso. Lo compadecí porque sabía que, en el fondo, no era un Maquiavelo despiadado, que era la imagen que los periodistas solían dar de él. Jerry solo pretendía demostrar al mundo que era capaz de crear un equipo campeón sin basarse en Michael Jordan y estaba deseoso de que así ocurriera.

A mediados de la temporada 1996-97, Jerry Reinsdorf, el propietario de los Bulls, propuso que Krause y mi representante, Todd Musburger, elaboraran los términos básicos de mi nuevo contrato. Solicitamos un aumento por el cual mi salario sería comparable al que otros entrenadores como Pat Riley y Chuck Daly percibían en esas fechas. A pesar de mi historial, Krause tenía dificultades para verme a ese nivel y las negociaciones fracasaron. Debo reconocer que Jerry Reinsdorf se dio cuenta de que no era justo que yo tuviera que hacerme cargo de los play-offs (la época en la que se deciden la mayoría de los puestos de entrenador) sin saber si la temporada siguiente tendría trabajo. Por eso accedió a que otros clubes me contactaran y poco después varios equipos, Orlando incluido, se mostraron interesados.

Pero yo todavía no estaba en condiciones de dejar los Bulls. Poco después de los play-offs, Reinsdorf voló a Montana y llegamos a un acuerdo por un año que resultó satisfactorio para los dos, ya que quería volver a reunir a todos para intentar ganar otro anillo. Ese mismo verano, aunque en fecha posterior, consiguió trabajosamente acuerdos de un año con Jordan (por 33 millones de dólares) y con Rodman (por 4,5 millones de dólares, más incentivos hasta un máximo de diez millones) por lo que la nómina de los jugadores (menos Scottie) en la temporada 1997-98 ascendió a 59 millones de dólares. La única duda que quedaba por resolver era la del futuro de Pippen.

Scottie no tuvo un buen verano. Durante los playoffs se había lesionado un pie y tenía que pasar por el quirófano, motivo por el cual estaría dos o tres meses fuera de juego. Estaba en el último año de su contrato de siete temporadas y se sentía cada vez más molesto por el bajo salario que recibía en relación con lo que cobraban otros jugadores de la liga. En 1991, Scottie había firmado una ampliación de contrato por cinco años a razón de dieciocho millones de dólares, decisión que en su momento le había parecido correcta. Desde entonces, en la NBA los salarios se habían disparado y ya había, como mínimo, cien jugadores que cobraban más que Scottie, incluidos cinco compañeros de equipo. A pesar de que muchos lo consideraban el mejor jugador de la NBA que no se apellidaba Jordan, Scottie tendría que esperar un año más, hasta la finalización del contrato, para sacar partido de su rendimiento. Mientras tanto, también existía la posibilidad remota de que lo traspasasen.

Para empeorar un poco más la situación, Krause amenazó con emprender acciones legales si Scottie participaba en su partido benéfico anual y se arriesgaba a lesionarse de nuevo el pie. Esa actitud enfureció a Scottie, que comentó que tenía la sensación de que Krause lo trataba como si fuese una de sus propiedades. Krause me pidió que mediara, pero no quise agravar aún más la situación. Finalmente, Scottie participó en el partido benéfico y, para desquitarse de Krause, postergó la operación hasta después del inicio del campamento de entrenamiento.

Este giro de los acontecimientos no me gustó nada y a Michael tampoco. A lo largo del verano habíamos dado la cara por Scottie, que ahora ponía en peligro la temporada con su decisión de postergar la intervención quirúrgica. Scottie contribuía tanto a la cohesión del equipo que costaba imaginar llegar lejos sin él durante la mitad de la temporada regular, que era lo que más o menos duraría su recuperación.

En nuestro día anual de encuentro con los medios, que se celebraba antes del inicio de la temporada, Krause decidió hablar con los periodistas y cometió la pifia de su vida. Supuse que el motivo por el que Jerry acudió fue para aclarar ante la prensa que mi ausencia era una decisión tomada entre los dos. Sin embargo, en el proceso declaró que «no son los jugadores y los entrenadores quienes ganan campeonatos, sino las organizaciones». Al día siguiente intentó corregir su error y precisó que lo que pretendía decir era que, «por sí solos, no son los jugadores y los entrenadores quienes ganan campeonatos», pero el daño ya estaba hecho. Michael se ofendió muchísimo ante ese arrogante comentario de Jerry y durante la temporada lo convirtió en el grito de guerra del equipo.

Horas después Krause me llamó a su despacho y declaró: «Me da igual que ganes ochenta y dos partidos, este es tu último año». Estaba claro. Cuando Reinsdorf me visitó en Montana, hablamos de que aquella sería mi última temporada, pero no acabé de creérmelo hasta que Krause pronunció esas palabras. Al principio fue angustioso pero, después de meditarlo, se volvió increíblemente liberador. Al menos ahora tenía claridad.

Apodé esta temporada «el último baile» porque era lo que parecía. Pasara lo que pasase, la temporada siguiente la mayoría de los jugadores cuyos contratos estaban a punto de finalizar, incluidos Michael, Scottie, Dennis, Luc, Steve y Jud, no vestirían el uniforme de los Bulls. La irrevocabilidad proporcionó a la temporada cierta resonancia que vinculó estrechamente al equipo. Parecía que habíamos emprendido una misión sagrada, impelidos por una fuerza que trascendía la fama, la gloria y el resto del botín de la victoria. Lo hacíamos por el puro gusto de jugar juntos una vez más. Fue mágico.

Eso no significa que fuera fácil. Los componentes del equipo se hacían mayores. Rodman tenía 37 años; Pippen, 33, y Michael y Harper cumplirían 35 y 34 a lo largo del año. Era necesario que conserváramos las energías durante la temporada regular para estar en forma cuando comenzasen los play-offs, pero sería difícil sin contar con Scottie en pista. Había que encontrar la manera de apañarnos hasta su regreso.

En ausencia del director de orquesta, el equipo tuvo dificultades para hallar el ritmo y su comienzo fue muy irregular. Nuestro gran problema consistía en rematar los partidos muy reñidos, algo que hasta entonces había sido nuestra especialidad. El punto más bajo se produjo en Seattle a finales de noviembre, cuando perdimos con los SuperSonics por 91-90 y bajamos al octavo puesto en la Conferencia Este, con un récord 8-6. Nuestros adversarios se dieron cuenta de que podían aprovechar esa situación.

Durante el viaje a Seattle, la ira de Scottie se desbordó. Dijo a los periodistas que estaba tan harto de la directiva que ya no quería jugar con los Bulls. Después del partido se emborrachó en el autobús camino del aeropuerto y lanzó una desagradable perorata contra Krause, que ocupaba un asiento en las primeras filas. Intenté refrenar el cabreo de Scottie señalando la botella de cerveza que yo tenía en la mano para darle a entender que había bebido demasiado.

Una vez en Chicago, puse en contacto a Scottie con el psicólogo del equipo para que lo ayudase a controlar su ira. Por otro lado, seguí preocupado por su estado de ánimo. El día de Acción de Gracias me llamó a las tantas de la noche para hablar de su situación. Afirmó que estaba totalmente decidido a que lo traspasasen e intenté convencerlo de que pensara en el problema desde otra perspectiva. Me preocupaba que, si en ese momento presionaba demasiado con sus exigencias, la liga llegara a etiquetarlo de problemático y fastidiara sus posibilidades de fichar la temporada siguiente por uno de los mejores equipos. En mi opinión, lo mejor para la carrera de Scottie sería terminar la temporada en los Bulls. Le aconsejé que no permitiera que su enfado con la directiva fastidiase su deseo de regresar y que contribuyera a que el equipo conquistase el sexto campeonato. Respondió que no quería dar a la directiva la ocasión de romperle el corazón.

Me di cuenta de que hacía falta tiempo para resolver esa situación. Finalmente llegué a la conclusión de que la mejor estrategia sería dejar que los jugadores ayudaran a Scottie a aclararse, tal como habían hecho tras su airado estallido cuatro años atrás. Pedí a Harper, el mejor amigo de Scottie en el equipo, que le hiciese saber hasta qué punto sus compañeros necesitaban su ayuda. También veté la propuesta de que Scottie viajara con el equipo para evitar otra incómoda confrontación en carretera entre Krause y él. Además, la recuperación de Scottie avanzaba más despacio de lo previsto porque tenía los músculos muy atrofiados. A mediados de diciembre, su salto vertical se había reducido de 76 a 43 centímetros, de modo que necesitaría un mes más para volver a estar en forma. Me pareció bien. Calculé que, cuanto más tiempo pasase trabajando con sus compañeros de equipo, mayores posibilidades tendría Scottie de estar en contacto con la alegría de jugar al baloncesto. A finales de diciembre detecté que veía con mejores ojos la idea de reincorporarse a los Bulls.

Entretanto, hacíamos lo que podíamos. A mediados de diciembre íbamos 15-9 tras vencer a los Lakers en casa por 104-83, pero el equipo todavía no estaba cohesionado y se apoyaba demasiado en Michael. Durante una sesión filmada dije algo que pretendía ser una broma tras ver unas imágenes en las que Luc fastidaba una jugada:

—Todos cometemos errores y el mío consiste en haber vuelto este año con este equipo.

Acto seguido Michael acotó con tono sombrío:

—Lo mismo digo.

Poco después Luc, que evidentemente se sintió dolido por nuestros comentarios, añadió:

—Ser crítico es muy fácil. —Cuando Tex se le echó encima y lo acusó de tener una actitud negativa, Luc replicó—: No me refería a los entrenadores. El crítico es Michael.

—Lo único que me molesta es perder. Creo que deberías tomar la decisión de ser mejor la próxima vez. Corto y cambio —apostilló Michael.

Se hizo un silencio sepulcral.

—Se acabó —sentenció Michael. No perderemos más.

A decir verdad, no iba muy errado. Inmediatamente después comenzamos a remontar y tuvimos una racha de 9-2. Fue muy decisivo poner a Toni Kukoc de titular cuando nos enfrentamos a equipos que contaban con aleros corpulentos. Esa modificación le permitió desempeñar la función de tercer base, que era lo que hacía Pippen, y aprovechar sus aptitudes creativas para el manejo del balón. Toni era inconformista y estaba siempre atento a la jugada que nadie más podía imaginar. En ocasiones funcionó maravillosamente bien. Sin embargo, carecía de la resistencia mental y de la capacidad física para navegar por las agitadas aguas del calendario de 82 partidos de la NBA como anotador principal o como encargado de mover la pelota. Sin Toni como amarre, nuestro banquillo se volvió mucho más débil.

La gran sorpresa la dio Rodman. En la temporada 1996-97 había tenido altibajos y me preocupaba que volviese a perder el interés por el baloncesto. Durante la recuperación de Scottie le pedimos que interviniera y aplicase al equipo una inyección de energía. De repente se puso a jugar al baloncesto en ambos extremos de la cancha y al nivel de los jugadores más valiosos.

A Michael le gusta contar de qué manera se unieron Dennis y él en ese período. La clave estuvo en su afición mutua por los cigarros. «Cuando Scottie se lesionó, Dennis y yo quedamos como líderes del equipo —recuerda Michael. Por eso fui a ver a Dennis y le dije: “Escucha, conozco todas tus tonterías. Sé que te gusta que te señalen faltas técnicas, y sé qué imagen intentas proyectar. Tío, necesito que permanezcas en el partido. No hace falta que te expulsen. Scottie no está, lo que significa que tendrás que dar la cara como un líder, en vez de situarte detrás de Scottie y de mí”». Dennis asumió el reto prácticamente todo el tiempo, hasta que, durante un partido, se cabreó y lo expulsaron. «Ahora sí que estoy furioso —afirmó Jordan. Estoy jodido porque tuvimos esa conversación y me ha dejado colgado. Esa noche llamó a la puerta de mi habitación del hotel y me pidió un cigarro. Nunca lo había hecho en todo el tiempo que llevábamos juntos. De todas maneras, sabía que me había defraudado y esa fue su manera de disculparse».

El 10 de enero Scottie regresó a la alineación para el partido contra los Golden State Warriors y de la noche a la mañana el equipo se transformó. Fue como asistir a la reaparición de un gran director de orquesta después de un permiso. De repente, todos supieron qué notas tocar y cómo armonizar. A partir de esa fecha, tuvimos una racha de 38-9 y empatamos con los Utah Jazz con el mejor balance de la liga: 62-20.

A medida que la temporada regular llegaba a su fin, consideré importante que rematásemos nuestra trayectoria como equipo. Se trataba del fin de una época y quería que dedicásemos tiempo a reconocer nuestros logros y la fuerza de nuestra conexión. Mi esposa June propuso que llevásemos a cabo el mismo ritual del programa para enfermos terminales en el que trabajaba y que estaba dirigido a los niños cuyos padres habían fallecido. Por lo tanto, organicé una reunión extraordinaria del equipo antes de inicio de los play-offs y pedí a cada uno que escribiese cuatro líneas sobre el significado que para ellos tenían la temporada y nuestro equipo.

Nos reunimos en la sala tribal. Asistió el núcleo del núcleo del equipo: los jugadores, los entrenadores y los preparadores físicos. Solo la mitad de los presentes habían escrito algo, si bien todos participaron. Steve Kerr habló de la emoción de convertirse en padre mientras estaba con el equipo y de haber llevado a su hijo de cuatro años, forofo del baloncesto, al vestuario de los Bulls para que conociese a Michael, Scottie y a Dennis. El entrenador principal Chip Schaefer citó el famoso versículo 13 de la Primera Epístola a los Corintios:

Si hablo las lenguas de los hombres y de los ángeles, pero no tengo amor, soy como bronce que suena o como címbalo que retiñe. Y si tengo el don de profecía y conozco todos los misterios y todo el saber; y tengo tanta fe como para mover montañas, pero no tengo amor, nada soy.

Michael escribió un poema corto. Fue muy conmovedor. Alabó la dedicación de todos y añadió que albergaba la esperanza de que el vínculo que habíamos establecido durase eternamente. Añadió: «Nadie sabe qué nos depara el futuro, pero terminemos bien el presente».

Fue muy emotivo oír cómo un grupo de curtidos jugadores de la NBA se mostraba ante los demás con tanta ternura. Cuando terminaron de hablar, pedí a Michael que introdujese su mensaje en un bote de café. A continuación apagamos las luces y prendí fuego a sus palabras.

Jamás olvidaré aquel momento, el aura serena de la sala, el fuego que ardió en la oscuridad y la intensa intimidad que compartimos estando juntos en silencio y viendo cómo se apagaban las llamas. Creo que el vínculo entre nosotros nunca fue tan intenso.

En la última semana de la temporada regular perdimos dos partidos, incluido un encuentro en casa con los Pacers. Aunque en la Conferencia Este nos habíamos asegurado la ventaja de ser locales, esa derrota me llevó a plantearme varias preguntas cuando comenzaron los play-offs. Mi preocupación principal tenía que ver con el cansancio. Michael y Scottie jugaban muchos minutos y yo no sabía si nuestro banquillo sería lo bastante resistente como para concederles el espacio que necesitarían cuando el partido estuviera avanzado. Nuestra estrategia al comienzo consistía en jugar una defensa dura, conservar las energías y hacer participar a Michael en los últimos minutos. Un elemento positivo fue la reaparición de Kukoc, que la temporada anterior había sufrido mucho de fascitis plantar y que en ese momento jugó tan bien que Sam Smith propuso que el gran trío de los Bulls incluyese a Toni en lugar de a Rodman. En cuanto a Dennis, me preocupaban su incoherencia y su dispersión, sobre todo porque ya no contábamos con Brian Williams como reserva. Con el fin de fortalecer la defensa interior, traspasamos al alero Jason Caffey y recuperamos a Dickey Simpkins, jugador más corpulento y agresivo, así como exjugador de los Bulls, de quien esperábamos que ayudase a Dennis y a Luc a cerrar la zona.

Tras un lento comienzo en los dos primeros partidos, que Bernie Lincicome, del Chicago Tribune, caracterizó como «zombies driblando», finalmente eliminamos a los New Jersey Nets en la primera ronda. En la serie siguiente, los Charlotte Hornets nos sorprendieron en el segundo enfrentamiento y nos batieron en un potente cuarto período liderado por nuestro exjugador B. J. Armstrong. El hecho de que B. J. nos superase inspiró a los nuestros, sobre todo a Michael, que estalló y remató a los Hornets en cinco encuentros.

Los Pacers fueron nuestros siguientes adversarios y no se rindieron con tanta facilidad. Formaban un equipo poderoso, a las órdenes de Larry Bird, el gran exjugador de los Celtics, que contaba con uno de los mejores lanzadores de la liga, Reggie Miller, y con una sólida línea de ataque liderada por el pívot Rik Smits. En una de las sesiones del club del desayuno, a Michael, a Scottie y a Harp se les ocurrió una creativa estrategia para neutralizar a los bases de los Pacers. Propusieron que Pippen marcara al base Mark Jackson porque en el pasado lo había hecho muy bien y que Harper se encargase de Miller porque era muy competente pasando bloqueos. Por su parte, Michael se encargaría del escolta Jalen Rose o del alero Chris Mullin, con lo cual ahorraría la energía que consumía persiguiendo a Reggie en defensa.

Di el visto bueno al proyecto, que funcionó bien. Obligó a los Pacers a 46 pérdidas de balón en los dos primeros encuentros, por lo que conseguimos una ventaja de dos partidos en la serie. Concluido el segundo enfrentamiento, Larry se quejó a la prensa del juego físico de Pippen. En consecuencia, en el siguiente encuentro Scottie tuvo enseguida problemas con las faltas. Luego Larry fastidió nuestra estrategia defensiva cuando cambió a Jackson por Travis Best, que era más veloz. Eso nos obligó a modificar el plan y a asignar a Harp (o a Kerr) a defender a Best y a emparejar a Michael con Miller. En el último cuarto, Reggie consiguió salvar los bloqueos, ganar un poco de espacio y marcar trece puntos rumbo a la victoria de los Pacers por 107-105.

Los últimos segundos del cuarto encuentro me recordaron la final de los Juegos Olímpicos de 1972 porque fueron totalmente caóticos. Ganábamos 94-93 y quedaban 4,7 segundos cuando hicieron falta a Scottie, que falló los dos tiros libres. En ese momento Harper y Miller tuvieron un altercado: Ron arrojó a Reggie sobre nuestro banquillo y comenzó a golpearlo. Posteriormente ambos jugadores fueron multados y Rose, que se había sumado a la refriega, fue castigado con un partido de suspensión. A mí también me multaron por comparar a los árbitros con los de los Juegos Olímpicos de 1972, que con una falta inoportuna invalidaron el triunfo del equipo estadounidense. Cuando la situación se calmó, Reggie apartó a Michael de un empujón con ambas manos, recibió un saque de banda y marcó un triple cuando solo quedaban 0,7 segundos para el final.

En el quinto encuentro apelamos a nuestra arma más letal, la defensa, y en Chicago cortamos el paso a los Pacers por 106-87, lo que nos colocó con una ventaja de 3-2 en la serie. «Esta noche ha habido un predominio inesperado —afirmó Michael. Si todos estamos concentrados y jugamos a nuestra manera, podemos jugar realmente al baloncesto». De momento todo iba bien. Dos días después, los Pacers volvieron a empatar la serie en Indianápolis, en otro partido cuyo arbitraje fue dudoso. Solo quedaba un minuto y veintisiete segundos cuando Hue Hollins, la vieja némesis de Scottie, le sancionó con una falta técnica que permitió que Miller empatase el partido a 87. Con los Pacers dos puntos por delante en los últimos segundos, Michael se dirigió a la canasta y cayó. Todos pensamos que le habían hecho falta, pero los árbitros miraron para otro lado. Y así acabó el encuentro.

¿Sería ese el final del imperio de los Bulls? Nunca me han gustados los séptimos encuentros; puede pasar cualquier cosa. Si perdíamos, también significaba que sería el último partido de Michael. Antes del mismo hablé con los jugadores sobre la perspectiva de la derrota. Expliqué que podíamos perder y que lo importante era jugar haciendo el esfuerzo que correspondía y sin dejarse dominar por el miedo a ser vencidos. Michael lo entendió. En su caso, perder no era una opción. En uno de los círculos que formó el equipo, M. J. declaró con expresión fría y decidida: «No perderemos este partido».

Nada se consigue fácilmente. Michael se esforzó y solo anotó nueve de veinticinco tiros. Al ver que sus lanzamientos en suspensión no daban resultado, se inventó canastas saltando hacia el aro en medio de varios jugadores y sacando faltas. Acabó con veintiocho puntos duramente conseguidos, diez de los cuales marcó desde la zona de tiros libres. También consiguió nueve rebotes y dio ocho asistencias.

La determinación de Michael fue contagiosa, sobre todo para el banquillo. Toni marcó 21 puntos, Kerr anotó once y Jud Buechler logró cinco rebotes en once minutos. Nuestro trabajo en los tableros fue la clave de aquel partido. Aunque aquella noche solo tuvimos un 38,2 por ciento de aciertos en el lanzamiento, en rebotes superamos a los Pacers por 50-34, lo que nos dio un montón de segundas oportunidades de anotar. Rodman, que no tuvo su mejor noche, solo colaboró con seis.

En mitad del cuarto período, el equipo falló diez puntos seguidos y se puso por debajo en el marcador por 77-74, lo que me llevó a pensar que ya éramos historia. En ese momento los jugadores se volvieron creativos, lucharon por el balón y buscaron toda clase de posibilidades para abrir el juego. Michael lanzó un pase a Longley y Scottie, que ofensivamente no estaba en su mejor momento, recogió la pérdida de balón de Luc y realizó un lanzamiento en suspensión cuando quedaban menos de cinco minutos de partido, lo que nos permitió situarnos 81-79. Ganamos el encuentro por 88-83.

Una vez terminado el partido, un agotado Michael declaró: «El basket tiene que ver con el corazón y creo que esta noche hemos visto mucho corazón en la pista. Ha sido un gran esfuerzo. Se trata de un equipo realmente campeón en la manera de ganar y en lograr que las cosas pasen».

La serie siguiente, las finales del campeonato contra los Utah Jazz, tampoco sería un camino de rosas. En primer lugar, no contamos con la ventaja de jugar en casa porque los Jazz nos habían batido durante la temporada regular. Eso suponía que tendríamos que ganar dos partidos como visitantes o tres seguidos como locales, algo que nunca había sucedido fuera de la temporada regular. La clave para vencer a los Jazz consistía en sabotear su excelente juego de bloqueo y a continuación presionando a los bases John Stockton y Howard Eisley. Karl Malone era una máquina ofensiva, pero a la hora de crear lanzamientos no destacaba como Michael. Malone esperaba que los bases organizasen el juego. Si conseguíamos frenarlos, asfixiaríamos a Malone.

En el primer partido esperé para dar entrada a Harper porque no parecía muy seguro en ataque. En los últimos minutos Kerr no pudo contener a Stockton, razón por la cual en la prórroga perdimos por 88-85. En el segundo ganamos por los pelos a los Jazz, 93-88, y regresamos a Chicago para hacer historia. En el tercero, decidimos que Pippen ayudara a la defensa de Stockton cuando cruzaba la pista con el balón, ya que su corpulencia y envergadura de brazos dificultaría que John iniciase el ataque. Ganamos 96-54 y los Jazz se alzaron con la plusmarca de la menor cantidad de puntos que un equipo anotaba en un partido de play-offs. Jerry Sloan, el veterano entrenador de los Jazz, declaró: «Creo que, desde que comencé en este oficio, nunca había visto jugar mejor defensivamente a un equipo».

Ganamos los dos partidos siguientes en casa, por lo que teníamos una ventaja de 3-1 en la serie. Scottie destacó tanto en el cuarto enfrentamiento que Sam Smith propuso que lo nombrasen jugador más valioso de las finales, por encima incluso de Jordan. Claro que antes teníamos que ganar, lo que resultó más difícil de lo que imaginaba. En Chicago hubo tantas expectativas ante el quinto encuentro, que podía convertirse en el gran final de Michael, que a los jugadores les costó mucho concentrarse en el juego y perdimos por 83-81.

Todo se reducía al sexto partido en Utah. De hecho, todo se reducía a 18,8 segundos de aquel enfrentamiento, uno de los momentos más dramáticos en la historia del deporte. Yo no quería el séptimo encuentro, y menos aún en el Delta Center, donde la escandalosa hinchada local ejercía una poderosa influencia en los árbitros en los grandes partidos. Las cosas no pintaban nada bien cuando llegamos al pabellón para jugar el sexto. Scottie sufría intensos espasmos en la espalda y estuvo en el banquillo gran parte del partido. Harper había cogido un virus gripal que le afectaba el estómago. Longley jugaba una cantidad de tiempo limitada debido a que estaba cargado de faltas. El promedio de rebotes de Dennis en esta serie era de 6,75, muy por debajo de su media de quince en la temporada regular. Kukoc y Kerr se encontraban bien, aunque supuse que no podrían compensar la ausencia de Pippen. Antes de empezar pregunté a Michael si estaba en condiciones de permanecer en pista los cuarenta y ocho minutos que duraba el encuentro. «Si lo necesitas, los jugaré», respondió.

Después de siete minutos, Scottie dejó la pista a causa del dolor y se quedó en el banquillo durante el resto de la primera mitad. Resistimos y cumplimos los dos primeros cuartos perdiendo únicamente por cinco puntos. Scottie volvió a jugar después del descanso y estuvo diecinueve minutos en pista, mayormente como señuelo para el ataque. Iniciado el último cuarto, Utah ganaba por 66-61, pero lentamente perdió terreno ante los Bulls. Quedaban cinco minutos cuando empatamos a 77.

Tuvimos un problema: las piernas de Michael no daban más de sí y ya no podía elevarse para los tiros en suspensión. Lo apremié a que lanzase a canasta porque en pista los Jazz no contaban con un pívot taponadora. Le aconsejé que, si se veía obligado a realizar un tiro en suspensión, se acordase de completar la continuación, algo que no había hecho. Solo quedaban 41,9 segundos cuando John Stockton marcó un lanzamiento en suspensión desde 7,30 metros que permitió a los Jazz adelantarse en el marcador por 86-83. Pedí tiempo muerto y dije a los jugadores que llevasen a cabo una variación de una de mis jugadas favoritas: despejar el espacio a un lado de la cancha a fin de que Michael crease su propio lanzamiento. Scottie pasó el balón a Michael, situado en mitad de la pista, para que este rebasase a Russell por la derecha y encestase una bandeja contra el tablero, lo que nos puso 86-85 a favor de Utah.

Como cabía esperar, los Jazz no pidieron tiempo muerto y se dispusieron a iniciar una de las jugadas ensayadas. Michael previó por dónde iría el pase y rodeó a Karl a fin de robarle el balón.

En ese momento todo se ralentizó. Michael, que a menudo tenía una percepción sobrenatural de lo que ocurría en la pista, subió la pelota y evaluó la situación. Kerr y Kukoc estaban en la pista, por lo que los de Utah no podían correr el riesgo de asignarle doble defensa. De esa forma, Russell estaba solo para defender a Michael mientras este, como un felino que estudia a su presa, aguardaba tranquilamente el paso de los segundos. Russell intentó apoderarse del balón y Michael amagó con lanzar a canasta, dio un ligero empujón a Bryon, frenó en seco y lo hizo caer al suelo. Lentamente, con toda la tranquilidad del mundo, Michael se cuadró y encestó un tiro fantástico con el que ganamos el partido.

Posteriormente Jordan refirió lo que pasó por su mente en esos últimos segundos. Sus palabras parecen un poema dedicado a la atención plena. «Cuando lo cogí [el balón robado], el momento se convirtió en el momento. Karl no se dio cuenta de que me acercaba y le quité la pelota. Aproveché el momento en el que Russell se estiró. No tuve la menor duda. Era un partido que se decidiría por dos o tres puntos y siempre estuvimos muy cerca. Cuando cogí el balón, levanté al cabeza y vi que quedaban 18,8 segundos. Dejé pasar el tiempo hasta que detecté que la cancha estaba como yo quería. John Stockton estaba pendiente de Steve Kerr, así que no podía correr el riesgo de apartarse. En cuanto Russell se movió, vi claro mi camino y supe que podríamos retener el balón durante 5,2 segundos».

Me costó creer lo que acababa de ocurrir. Pensaba que había sido testigo del momento más genial de Michael durante el famoso encuentro del año anterior en el que había jugado con gripe. Este había sido a otro nivel. Daba la sensación de que todo había transcurrido de acuerdo con el guion. Aunque años después Michael volvería al baloncesto y jugaría con los Washington Wizards, creo que todos piensan que ese lanzamiento fue su broche de gracia, un final perfecto donde los haya.

Concluidas las celebraciones, Michael invitó a los componentes del equipo y a sus invitados a una fiesta en uno de sus restaurantes de Chicago. Terminada la comida, el equipo se retiró a fumar cigarros y a recordar viejos tiempos con los Bulls. Las anécdotas fueron de lo mundano a lo profano. A continuación, cada uno brindó por un integrante del equipo. Celebré a Ron Harper por su generosidad al pasar de ser una estrella ofensiva a convertirse en especialista defensivo, lo que generó la consecución del segundo triplete de campeonatos. Scottie fue el último en tomar la palabra y brindó por Michael, el compañero con quien compartía el liderazgo. Declaró: «Nada de esto habría ocurrido sin ti».

Después de las finales se habían desatado muchas especulaciones sobre el destino de los Bulls. ¿Intentaría Reinsdorf volver a reunir al equipo para otro intento? Eso solo sucedería si Michael llegaba a firmar un acuerdo milagroso, comparable a su último lanzamiento. Mentalmente, yo ya estaba fuera. Fue por eso que le dije a Michael que no vinculara su decisión con la mía.

Durante las celebraciones del campeonato tuve otra reunión con Reinsdorf. Me ofreció la posibilidad de continuar con los Bulls, aunque sin garantías de recuperar a Michael y a Scottie. Krause y él habían tomado la decisión de reconstruir el equipo, proceso que no despertaba mi interés. Además, me hacía falta un descanso. June y yo queríamos mudarnos a Woodstock (Nueva York), donde yo había vivido antes de trabajar con los Bulls. Por lo tanto, rechacé elegantemente el ofrecimiento. Michael esperó a que terminase el cierre patronal, en enero de 1999, y anunció oficialmente su salida del equipo.

Cuando como entrenador franqueé por última vez las puertas del Berto Center, vi que varios periodistas me esperaban. Hablamos unos minutos, monté en mi moto y me alejé a toda velocidad. Fue un momento agridulce. Experimenté una profunda sensación de alivio cuando dejé atrás todo el drama del último año. También supe que sería todo un desafío desprenderme del profundo apego que sentía por el equipo que tanto me había aportado.

La maestra budista Pema Chodron habla del desprendimiento como de la oportunidad del verdadero despertar. Uno de sus proverbios preferidos afirma: «Solo encontramos en nosotros mismos aquello que es indestructible cuando nos exponemos una y otra vez a la aniquilación».

Era eso lo que buscaba. Sabía que no sería fácil pero, cuando el nuevo futuro se desplegó ante mí, me consolé con la certeza de que el desprendimiento es una vía necesaria, aunque en ocasiones desgarradora, hacia la transformación sincera.

«Las cosas que se separan constituyen una especie de prueba y también una forma de sanación —escribe Chodron. Pensamos que el propósito es superar la prueba o el problema, pero lo cierto es que nada se resuelve. Las cosas vuelven a unirse y tornan a separarse. Es así de sencillo. La sanación procede de dejar espacio para que todo ocurra: espacio para el dolor, para el alivio, para la desdicha y para la alegría».

En mi último año en Chicago había experimentado esas emociones. Poco después emprendería otro recorrido peculiar que me pondría incluso más a prueba.