Capítulo once
La poesía del baloncesto

Es más divertido ser pirata que alistarse en la Marina.

STEVE JOBS

Con frecuencia me piden que revele el secreto de los Bulls de la temporada 1995-96, que algunos consideran el mejor equipo de baloncesto que ha existido. ¿Cómo es posible que un equipo que en mayo no tenía nada que hacer se transformase, en cuestión de meses, en un conjunto imbatible?

La respuesta sencilla consistiría en afirmar que tuvo que ver con las superestrellas: Michael Jordan, Scottie Pippen y Dennis Rodman. En este deporte, el talento solo te permite llegar hasta cierto punto. Otros equipos han tenido jugadores mucho más brillantes que los Bulls y no lograron nada ni remotamente parecido a nuestro éxito. Otra explicación podría hacer referencia a la magia del triángulo ofensivo, si bien hasta Tex Winter reconocería que el triángulo solo constituye una parte de la respuesta.

A decir verdad, fue una confluencia de fuerzas la que en el otoño del 1995 transformó a los Bulls en una nueva estirpe de equipo campeón. Desde la perspectiva del liderazgo tribal, los Bulls estaban en fase de pasar de equipo del estadio 4 al estadio 5. La primera serie transformó a los Bulls de un equipo «Soy genial y tú no» en un equipo «Somos geniales y ellos no». En la segunda serie el equipo adoptó una perspectiva más amplia: «La vida es genial». Mediada la temporada, tuve claro que no era la competición en sí misma la que impulsaba al equipo sino, lisa y llanamente, el gozo del deporte propiamente dicho. Ese baile era nuestro y el único equipo que podía competir con nosotros era el formado por nosotros mismos.

El primer avance decisivo fue el cambio de visión. Inmediatamente después de perder ante Orlando en los play-offs de 1995, me di cuenta de que necesitábamos volver a imaginar la manera en la que empleábamos a nuestros hombres pequeños. A mediados de la década de 1990, la mayoría de los equipos contaban con bases bajos. El dogma de la NBA sostenía que, a menos que pudieses encontrar otro Magic Johnson, la mejor estrategia consistía en situar hombres pequeños como bases para mantener el ritmo de los creadores veloces y menudos que por aquel entonces dominaban la liga. Tras ver a Scottie Pippen en esa posición, había aprendido que poner de base a un jugador de dos metros con una envergadura extraordinariamente larga creaba toda clase de posibilidades fascinantes.

Me pregunté qué sucedería si situábamos simultáneamente en la pista a tres bases altos y de brazos largos. No solo desencadenaría desajustes defensivos a los otros equipos, sino que mejoraría inconmensurablemente la defensa, ya que los bases corpulentos podrían cambiar de posición y defender a los postes sin tener que doblar el marcaje. También nos permitiría prescindir de la presión constante en toda la pista, que afectaba de modo negativo a alguno de nuestros jugadores de más edad. Con los bases corpulentos conseguiríamos presionar más eficazmente detrás de la línea de tres.

Durante las vacaciones hubo que decidir a qué jugadores dejábamos en libertad para que se presentasen al draft de expansión. Tuvimos que elegir entre B. J. Armstrong, nuestro actual base, y Ron Harper, nuestro anterior escolta en ciernes, que había sido desplazado cuando Michael regresó a la alineación. No me gustó nada tener que renunciar a B. J. Era un base firme con un buen lanzamiento de tres y fiable en la defensa. Sin embargo, medía 1,88 metros y pesaba 79 kilos, por lo que no era lo bastante corpulento como para cambiar de posición y defender a jugadores más fuertes o doblar el marcaje de grandes pívots como Shaquille O’Neal. Pese a que no había satisfecho las expectativas como anotador, Ron se adaptaba bien al triángulo y era un buen defensor de equipo. Como base también era corpulento, ya que medía 1,98 metros y pesaba 84 kilos, además de poseer la fuerza y la capacidad atlética para jugar prácticamente en cualquier posición. Por lo tanto, Jerry Krause y yo decidimos quedarnos con Ron. En la reunión de fin de año comuniqué a Ron que tenía grandes planes para él en la temporada 1995-1996, si bien era necesario que mejorara su condición y se reinventase como jugador defensivo más que como amenaza anotadora. El paso a una estrategia de bases corpulentos suponía una transformación filosófica significativa para el equipo y, si funcionaba, nos volvería más flexibles, más fulminantes e incontenibles.

El segundo avance importante consistió en contratar a Dennis Rodman como ala-pívot. Durante las vacaciones preparamos una lista de posibles candidatos y Rodman figuraba el último. Aunque ya habíamos hablado de incorporar a Dennis, la idea nunca atrajo demasiado a Krause, quien decía que Rodman no era «nuestra clase de jugador». En 1993, después de ser traspasado a San Antonio desde Detroit, Dennis tuvo dificultades para adaptarse a la cultura de los Spurs, pese a que destacó como mejor reboteador de la liga. Se saltaba las normas, llegaba tarde a los entrenamientos, hacía tonterías en la pista y lucía ropa llamativa y joyas. A decir verdad, la directiva de San Antonio estaba tan harta de sus payasadas rebeldes que muchas veces lo multó por valor de varios miles de dólares y lo dejó en el banquillo durante el quinto y decisivo encuentro de las finales de la Conferencia Oeste de 1995, que los Spurs perdieron con los Houston Rockets.

Aunque compartía parte de las preocupaciones de Jerry, las excentricidades de Dennis no me preocupaban tanto como su estilo egoísta de juego. Entrenadores que habían trabajado con él habían comentado que estaba tan obcecado por rebotear que era reacio a ayudar a sus compañeros de equipo en la defensa. También me pregunté si podría jugar con Michael y con Scottie, que estaban resentidos por la manera brutal en que Dennis había tratado a los Bulls cuando formaba parte de los Pistons. El ojeador Jim Stack pensó que podíamos perder a Rodman si no actuábamos deprisa, por lo que Jerry decidió analizar seriamente la posibilidad de ficharlo.

Dos semanas después, Jerry me invitó a su casa para que conociera a Rodman y a Dwight Manley, su representante. Cuando llegué, Dennis estaba espatarrado en el sofá con gafas de sol y gorra de rapero. Permaneció mudo durante la charla, por lo que quise hablar con él en privado en el patio. Solo le interesaba saber cuánto le pagaríamos. Respondí que los Bulls pagaban por rendimiento, no por promesas, y que si estaba a la altura de su potencial ya lo cuidaríamos bien.

Al día siguiente volví a reunirme con Dennis en la sala tribal del Berto Center. En esa ocasión se mostró más receptivo. Le pregunté qué había ido mal en San Antonio. Repuso que todo comenzó cuando invitó a Madonna, con la que por aquellas fechas salía, a visitar el vestuario una vez terminado el partido. El frenesí mediático que se desató molestó a la directiva del club.

Manifesté mi preocupación por su fama de egoísta. Acotó que, en San Antonio, el verdadero problema fue que se hartó de ayudar al pívot David Robinson, quien, según dijo, se sentía intimidado por Hakeem Olajuwon, de Houston.

—La mitad de los jugadores de los Spurs guardaban los cojones en el congelador antes de salir de casa —añadió sarcásticamente.

Reí y pregunté:

—¿Te ves capaz de dominar el triángulo?

—No es un problema para mí, desde luego —contestó. El triángulo consiste en buscar a Michael Jordan y pasarle el balón.

—Para empezar no está mal. —Entonces nos pusimos serios. Si te ves capaz de realizar este trabajo, firmaré el acuerdo. Recuerda que no podemos fallar. Estamos en condiciones de ganar el campeonato y de verdad que queremos regresar a lo más alto.

—De acuerdo.

A continuación, Dennis echó un vistazo a los objetos de los aborígenes norteamericanos que decoraban la estancia y me mostró el collar que le había regalado un ponca de Oklahoma. Nos quedamos un rato en silencio. Dennis era hombre de pocas palabras pero, al estar así, tuve la seguridad de que respondería por nosotros. Aquella tarde nos comunicamos a un nivel no verbal con un vínculo del corazón.

Al día siguiente, Jerry y yo celebramos una reunión de seguimiento con Dennis para repasar las normas del equipo sobre asistencia, puntualidad y varias cuestiones más. Era una lista bastante corta. Cuando terminé de leerla, Dennis declaró: «No tendréis ningún problema conmigo y seréis campeones de la NBA».

Ese mismo día hablé con Michael y con Scottie para saber si tenían reservas a la hora de jugar con Dennis y respondieron que no. Por lo tanto, Jerry preparó el papeleo y cerró el trato, traspasando a Will Perdue a los Spurs a cambio de Rodman. Y yo me preparé para el paseo de mi vida.

Antes de que Dennis llegase al campamento de entrenamiento mantuve una larga charla con los jugadores. Les advertí de que, probablemente, Dennis se saltaría algunas normas porque le costaba acatar ciertas directrices. Era probable que, esporádicamente, me viese obligado a hacer excepciones. «Tendréis que mostraros maduros en esta cuestión», pedí. ¡Vaya si lo fueron!

Casi todos los jugadores sintieron enseguida mucho apego por Dennis. Pronto se percataron de que sus locuras (los anillos en la nariz, los tatuajes y las juergas hasta altas horas de la noche en bares gays) eran puro teatro de cara a la galería que, con ayuda de Madonna, había creado para llamar la atención. Por debajo de todo eso, era un chico tranquilo de Dallas, de corazón generoso, que trabajaba mucho, jugaba con tesón y haría lo que fuese con tal de ganar.

En mitad del campamento de entrenamiento tomé conciencia de que Dennis incorporaría al equipo una nueva dimensión que yo no había previsto. No solo era el mago de los tableros, sino un defensor inteligente e hipnotizante que se podía encargar de cualquiera, Shaq incluido, que le sacaba quince centímetros y unos cuarenta kilos de peso. Con Dennis en la alineación, podríamos organizar robos rápidos y también tomárnoslo con calma y jugar encuentros duros de media pista. Me encantaba verlo jugar. Cuando salía a la cancha se mostraba muy desinhibido y gozoso, como un niño que aprende a volar. Comenté con otros entrenadores que, a cierto nivel, me recordaba a mí mismo.

El lado oscuro de Dennis resultó más desafiante. En ocasiones parecía una olla exprés a punto de estallar. Pasaba períodos de gran ansiedad que duraban cuarenta y ocho o más horas y la presión se acumulaba en su interior hasta que no tenía más opción que liberarla. En esos momentos, su representante solía pedirme que, si no había partido, diera el fin de semana libre a Dennis. Se iban a Las Vegas y se pasaban un par de días de juerga. Dennis volvía hecho una ruina, pero luego se recuperaba y trabajaba hasta volver a poner su vida en orden.

Aquel año dejé de caminar por las bandas durante los partidos porque me di cuenta de que, si estaba agitado, Dennis se volvía hiperactivo. Si yo discutía con un árbitro, Dennis se consideraba autorizado a hacer lo mismo. Por lo tanto, decidí mostrarme lo más discreto y contenido que podía. No quería que Dennis se disparase porque, una vez alterado, era imposible saber qué camino tomaría.

El tercer avance decisivo fue la nueva actitud de Michael ante el liderazgo. Durante la primera serie de campeonatos, Michael había liderado principalmente con el ejemplo pero, tras perder contra Orlando, se dio cuenta de que necesitaba hacer algo espectacularmente distinto para motivar al equipo. Limitarse a clavar la mirada en sus compañeros y esperar que fuesen como él ya no daba resultado.

Michael estaba en un momento crítico. Lo había afectado un comentario de la prensa durante la serie con Orlando, según el cual había perdido su genialidad y ya no era el Michael Jordan de antes. Aquel verano regresó al gimnasio decidido a volver a ponerse en forma para jugar al baloncesto. Incluso montó una pista en el estudio de Los Ángeles —donde rodaba Space Jam— a fin de practicar entre una toma y otra y trabajar el nuevo salto en suspensión tirándose hacia atrás que acabaría por convertirse en su sello distintivo. Cuando en octubre se presentó en el campamento de entrenamiento, vi que su mirada era de pura venganza.

Tras una semana en el campamento tenía que celebrar una rueda de prensa telefónica cuyo horario coincidía con nuestro entrenamiento matinal. Cuando mi ayudante se presentó en la pista para decirme que había llegado la hora, di instrucciones a los demás preparadores para que postergaran los ejercicios y dejasen que los jugadores practicaran lanzamientos hasta mi regreso. La llamada solo duraba quince minutos pero, antes de que terminase, Johnny Ligmanowski, gerente del equipo, llamó a la puerta y dijo: «Será mejor que vengas. M. J. acaba de asestar un puñetazo a Steve y se ha ido al vestuario porque está decidido a abandonar el entrenamiento». Por lo visto, Kerr y Jordan se habían liado en una refriega que fue subiendo de tono hasta que Michael golpeó a Steve en la cara y le dejó un ojo a la funerala.

Cuando llegué al vestuario, M. J. estaba a punto de entrar en la ducha. «Tengo que irme», me dijo. Respondí: «Será mejor que llames a Steve y lo aclares antes de mañana».

Para Michael fue un aviso importante. Acababa de pelearse por una tontería con el integrante más bajo del equipo. ¿Qué estaba pasando? «Esa situación me obligó a mirarme a mí mismo y me dije que me estaba comportando como un idiota —recuerda Jordan. Sabía que tenía que ser más respetuoso con mis compañeros. Y también con lo que me ocurría en el intento de regresar al equipo. Tenía que mirar más hacia dentro».

Fomenté que Michael trabajase más estrechamente con George Mumford. Este entendía lo que le pasaba a Michael porque había visto a su amigo Julius Erving experimentar presiones parecidas tras convertirse en una superestrella. A Michael le resultaba difícil desarrollar relaciones estrechas con sus compañeros de equipo porque, tal como dice George, estaba «encerrado en su propia habitación». No podía salir públicamente con ellos y divertirse, como hacía Scottie. Gran parte de los nuevos jugadores le tenían un respeto pavoroso, hecho que también generó una distancia difícil de salvar.

Michael quedó impresionado por el entrenamiento en atención plena que George había realizado con el equipo, que contribuyó a que los jugadores se aproximasen a su propio nivel de conciencia mental. En opinión de George, Michael necesitaba transformar su perspectiva del liderazgo. «Todo consiste en estar presente y en asumir la responsabilidad acerca de cómo te relacionas contigo mismo y con los otros —afirma George. Eso significa estar dispuesto a adaptarte para reunirte con los demás donde están. En vez de esperar que se sitúen en otra parte, enfadarte y por la mera voluntad intentar llevarlos a ese sitio, tratas de encontrarlos donde están y liderarlos hasta el lugar al que quieres que vayan».

Mientras Michael se dedicaba a jugar al béisbol, George y yo habíamos introducido cambios en el aprendizaje del equipo con el fin de mejorar la capacidad de los jugadores de crecer mental, emocional y espiritualmente. Para cohesionarse con el equipo y convertirse en su líder en pista, Michael tendría que llegar a intimar más con sus compañeros y a relacionarse más compasivamente con ellos. Tendría que comprender que cada jugador era distinto y que tenía algo importante que ofrecer al conjunto. En calidad de líder, su tarea consistía en averiguar cómo obtener lo mejor de cada uno de sus compañeros. Como dice George, Michael tenía que «emplear su habilidad para ver cosas en la pista de baloncesto y usarlas para mejorar su modo de vincularse con los demás».

Michael se mostró dispuesto a afrontar ese desafío porque también había cambiado durante la temporada en la que permaneció alejado del equipo. Seguía siendo un competidor feroz, pero en algunos aspectos se había suavizado. Dejó de juzgar tanto a los demás y se volvió más consciente de sus propias limitaciones. Al jugar al béisbol en equipos menores y pasar muchas horas con sus compañeros, redescubrió la alegría de comprometerse con otros hombres y, más que nada, deseó volver a tener esa experiencia con los Bulls.

Michael trabajó con Mumford y adoptó un nuevo modo de liderazgo a partir de lo que funcionaba mejor con cada jugador. Decidió que con algunos sería «físico» y demostraría lo que había que hacer con su cuerpo o, en el caso de Scottie, con el simple hecho de estar presente. «Scottie era una de esas personas por las que tenía que estar allí cada día —afirma Michael. Si yo me tomaba un día libre, hacía lo mismo, pero si asistía cada día me seguía». Con otros jugadores, sobre todo con Dennis, Michael se mostraría «emocional». «No podías gritarle a Dennis. Tenías que encontrar la manera de entrar unos segundos en su mundo para que entendiese lo que decías». Y con otros se comunicaría, principalmente, a nivel «verbal». Valga como ejemplo Scott Burrell, alero de los Bulls en la temporada 1997-98. Michael explica: «Podía gritarle y me entendía, pero esa actitud no afectaba su seguridad en sí mismo».

La única persona por la que no necesitó preocuparse fue Kerr. La pelea había forjado un vínculo sólido entre ambos jugadores. «A partir de ese día Michael me miró con otros ojos —reconoce Steve. Jamás volvió a meterse conmigo, nunca más me avasalló y también empezó a confiar en mí en la cancha». Michael apostilla: «Siento el máximo respeto por Steve porque, en primer lugar, se vio inmerso en una situación en la que, en realidad, no tenía la menor posibilidad de ganar. Y en segundo, porque se mantuvo firme. Cuando empecé a pegarle me devolvió el golpe. Eso me enfureció. De todas maneras, es de allí de donde procede el respeto mutuo».

Desde la perspectiva de Michael, el segundo triplete de campeonatos fue más difícil que el primero debido a las personalidades en juego. La mayor parte de los jugadores de los primeros equipos campeones llevaban varios años juntos y así habían librado muchas batallas. Como sostiene M. J.: «Subíamos la cuesta y caíamos, y volvíamos a caer hasta que remontábamos como grupo». La segunda vez, la mayoría de los jugadores no se conocían bien, a pesar de lo cual todo el mundo esperó que ganaran desde el principio. «Creo que en el segundo triplete necesitamos a Phil más que en el primero —reconoce Michael ahora. En el primero los egos todavía no se habían asentado y en el segundo tuvimos que entrelazar diversas personalidades y los egos eran realmente potentes. Phil tuvo que unirnos como hermandad».

La piezas encajaron maravillosamente bien. No teníamos un pívot dominante, como los Celtics de la década de 1960 y otros grandes equipos del pasado, si bien los Bulls contaron con un extraordinario sentido de la unidad, tanto en ataque como en defensa, y un poderoso espíritu colectivo.

Todo lo que hicimos estuvo destinado a reforzar dicha unidad. Siempre insistí en realizar entrenamientos estructurados, con una programación clara que los jugadores recibían de antemano. También comenzamos a organizar otros aspectos del proceso grupal para crear un sentido del orden. En líneas generales, no apelé a la disciplina como arma, sino como forma de inculcar armonía en la vida de los jugadores. Era algo que había aprendido tras años de práctica de la atención plena.

Aquella temporada pedimos a los jugadores que se presentasen en las instalaciones de entrenamiento a las diez de la mañana para realizar cuarenta y dos minutos de ejercicios de resistencia y calentamientos. Michael optó por comenzar antes en su casa con Tim Grover, su entrenador personal, y aquel año invitó a Scottie y a Harper a participar del programa, que denominaron «el club del desayuno». A las diez también asistían a los calentamientos para las prácticas, que comenzaban a las once. Nos centramos en refinar nuestras aptitudes con el triángulo, así como nuestros objetivos defensivos del próximo partido o de las semanas siguientes. Luego pasábamos a la parte ofensiva, incluido el entrenamiento en toda la pista. A menudo incorporaba a Pip o a M. J. a la segunda unidad para averiguar qué influencia ejercía su presencia en los entrenamientos. Después descansaban y practicaban lanzamientos; nuestro preparador físico, Chip Schaefer, les recargaba las pilas con zumos de frutas recién preparados. Si teníamos que realizar una gira, subíamos a la sala del equipo a celebrar una breve sesión de vídeos.

Al principio, como si se tratara de un juego, Dennis intentó saltarse las reglas. Una de las normas estipulaba que los jugadores tenían que presentarse en los entrenamientos con los cordones de las zapatillas atados y sin joyas. Dennis solía aparecer con una zapatilla sin atar o con una pieza de joyería escondida en alguna parte. A veces le imponía una multa ridícula o bromeaba con su aspecto y, en otras ocasiones, nos limitábamos a no hacerle el menor caso. Le aclaré que no era por mí, sino por sus compañeros, por quien tenía que preocuparse si llegaba tarde a los entrenamientos. El problema se solucionó en cuanto se dio cuenta de que sus amagos de rebelión no nos interesaban.

Algo que me encantaba de ese equipo era que cada integrante tenía una idea clara de su función y la llevaba a cabo de manera competente. Nadie se quejó de que no jugaba suficientes minutos, no lanzaba suficientes tiros o no tenía suficiente notoriedad.

Jordan se centró en ser coherente y en intervenir, siempre que fue necesario, para asestar el golpe decisivo. A principios de diciembre y tras marcar treinta y siete puntos en el partido contra los Clippers, comunicó a los cronistas deportivos que, «como jugador, vuelvo a sentirme prácticamente igual que antes». Incluso bromeó porque no dejaban de compararlo con el que había sido: «Según algunos, ni siquiera soy capaz de estar a la altura de Michael Jordan. Claro que tengo las máximas posibilidades de ser él porque lo soy».

Scottie se sintió liberado al no tener que vivir de acuerdo con el legado de Jordan y se comportó como el jugador más destacado en su nuevo papel de director de orquesta del ataque, función que le resultó mucho más natural. Harper también se adaptó extraordinariamente bien a su posición de base multiusos y bulldog defensivo. Simultáneamente, Dennis superó todas las expectativas. No solo dominó el sistema triangular en poquísimo tiempo, sino que se amoldó perfectamente a Michael, a Scottie y a Harper en la defensa. «Básicamente, contamos con cuatro perros de presa en la alineación inicial —explica Kerr—, y todos podían defender cuatro o cinco posiciones en pista. Era increíble».

Dennis jugaba al baloncesto con un entusiasmo tan desbordante que no tardó en convertirse en favorito de los seguidores. Les encantaba ver cómo recuperaba balones sueltos y cogía rebotes para iniciar contraataques a toda velocidad. A comienzos de la temporada, Dennis comenzó a teñirse el pelo de distintos colores y a quitarse la camiseta después del partido para lanzarla a las gradas. A los seguidores les encantó. «De repente, me convertí en el más grande desde Michael Jordan», comentó.

El quinto titular era Luc Longley, pívot australiano de 2,18 metros y 120 kilos que, pese a no ser tan móvil y explosivo como Shaq, tenía la corpulencia necesaria para taponar el centro y obligar a otros pívots a forzar sus jugadas. Su suplente era Bill Wennington, que poseía un buen tiro en suspensión a corta distancia, el cual solía aplicar para alejar a su defensor de la canasta. Entrada ya la temporada, incorporamos dos pívots más a la alineación, James Edwards y John Salley, quienes, al igual que Dennis, habían formado parte de los Bad Boys de Detroit.

Al principio, Toni Kukoc puso pegas cuando lo convertí en el sexto hombre del equipo, pero lo convencí de que era la posición más eficaz para él. Como titular, a veces había tenido dificultades para jugar cuarenta minutos sin agotarse. Como sexto hombre podía entrar en la pista y proporcionar un refuerzo anotador al equipo, labor que realizó en varios encuentros decisivos. También podía aprovechar sus extraordinarios pases para recargar al equipo si Scottie no estaba en la cancha. Steve Kerr también jugó un papel fundamental como amenaza anotadora de larga distancia; el base Randy Brown fue un especialista en defensa de gran energía y Jud Buechler funcionó como talentoso alero. También contamos con Dickey Simpkins y con el rookie Jason Caffey como ala-pívots de refuerzo.

Teníamos absolutamente todo lo que necesitábamos para cumplir con nuestro destino: talento, liderazgo, actitud y objetivos comunes.

Cuando evoco la temporada 1995-96, recuerdo otra parábola que John Paxson descubrió acerca del emperador Liu Bang, el líder que convirtió China en un imperio unificado. Según la versión de W. Chan Kim y de Renée A. Mauborgne, Liu Bang organizó un opíparo banquete para celebrar su gran victoria e invitó al maestro Chen Cen, que durante la campaña lo había asesorado. Chen Cen estuvo acompañado por tres discípulos, quienes quedaron perplejos ante el enigma que se planteó en plena celebración.

Cuando el maestro pidió que se explicasen, respondieron que el emperador ocupaba la mesa central en compañía de los tres miembros de su plana mayor: Xiao He, que había administrado magistralmente la logística; Han Xin, que había encabezado la brillante operación militar y ganado todas las batallas, y Chang Yang, tan dotado para la diplomacia que era capaz de conseguir que los jefes de Estado se rindieran incluso antes de comenzar los combates. A los discípulos les costó entender al hombre sentado a la cabecera de la mesa, es decir, al emperador propiamente dicho. Declararon:

—No se puede decir que Liu Bang sea de origen noble y sus conocimientos de logística, guerra y diplomacia no están a la altura de los de su plana mayor. ¿A qué se debe entonces que sea emperador?

El maestro sonrió y preguntó:

—¿Qué determina la resistencia de la rueda de un carro?

—Tiene que ver con la solidez de los radios.

—En ese caso, ¿a qué se debe que la resistencia de dos ruedas construidas con los mismos radios no sea la misma? —preguntó el maestro. Mirad más allá de lo visible. Recordad que la rueda no solo se compone de radios, sino del espacio existente entre ellos. Los radios sólidos pero mal situados dan por resultado una rueda débil. La consecución de su pleno potencial depende de la armonía existente entre ellos. La esencia de la construcción de ruedas depende de la habilidad del artesano para concebir y crear el espacio que sustenta y equilibra los radios. Pensad un poco. ¿Quién es el artesano en esta situación?

Tras un largo silencio, uno de los discípulos preguntó:

—Maestro, ¿de qué manera el artesano garantiza la armonía entre los radios?

—Piensa en la luz del sol —contestó el maestro. El sol nutre y revitaliza los árboles y las flores. Lo hace entregando su luz. Al final, ¿en qué dirección crecen? Sucede exactamente lo mismo con un maestro artesano como Liu Bang. Sitúa a los individuos en posiciones que permiten la realización plena de su potencial y garantiza la armonía entre todos reconociendo sus logros específicos. Por último, de la misma manera que los árboles y las flores crecen hacia el sol, los individuos se vuelven con devoción hacia Liu Bang.

Liu Bang habría sido un magnífico entrenador de baloncesto. La forma en la que organizó su campaña no fue muy distinta al modo en que incorporamos la armonía a los Bulls durante las tres temporadas siguientes.

El inicio de la temporada 1995-96 me recordó a Josué y la toma de Jericó. Las murallas no hicieron más que caer. Daba la sensación de que, cada vez que nos trasladábamos a otra ciudad, el equipo local sufría algún problema. Un jugador estrella resultaba lesionado, un defensor clave cometía una falta en el momento justo o la pelota rebotaba en la dirección adecuada y en el momento adecuado. No todo se debió a la suerte. Muchos de nuestros adversarios no supieron cómo hacer frente a nuestros tres corpulentos bases y nuestros defensores se mostraron extraordinariamente hábiles a la hora de parar los ataques durante el segundo y el tercer períodos. A finales de enero, íbamos 39-3 y los jugadores comenzaron a hablar de batir el récord de 69 victorias, ostentado por los Lakers de la temporada 1971-72.

Me preocupaba que se embriagaran de triunfos y se desinflasen antes de llegar a los play-offs. Me planteé ralentizar el ritmo, pero parecía que nada podía detener a esa armada invencible…, ni siquiera las lesiones. Rodman se hizo daño en la rodilla a principios de temporada y estuvo doce partidos en el banquillo. En ese tiempo llegamos a estar 10-2. En marzo, Scottie se perdió cinco encuentros a causa de una lesión, al tiempo que Dennis volvió a sus viejas costumbres y fue castigado con seis partidos de suspensión por dar un cabezazo a un árbitro y calumniar al comisionado y al árbitro principal. En ese período perdimos únicamente un partido.

A medida que nos aproximábamos al listón de los setenta partidos, el revuelo mediático fue en aumento. Chris Wallace, reportero de ABC News, apodó al equipo «los Beatles del baloncesto» y nos calificó a Michael, a Scottie, a Dennis y a mí como los nuevos Fab Four (los cuatro fabulosos, en alusión a los de Liverpool). El día del gran partido contra los Bucks, los helicópteros de las televisiones nos siguieron a lo largo del trayecto hasta Milwaukee y la gente se apiñó en los pasos elevados de la carretera interestatal con pancartas de apoyo. A nuestra llegada al pabellón de los Bucks, vimos que un grupo de fans se había congregado a las puertas con la esperanza de vislumbrar el pelo de Rodman.

Como no podía ser de otra manera, teníamos que dar dramatismo al partido. Cuando comenzó, estábamos tan alterados que en el segundo cuarto nos derrumbamos y solo marcamos cinco de veintiún tiros, lo que nos dio doce puntos. En la segunda mitad recuperamos lentamente el ritmo y ganamos por 86-80 en los últimos segundos.

La emoción principal que experimentamos fue el alivio. «Fue un partido muy feo, aunque a veces lo feo se vuelve hermoso —afirmó Michael. Lo cierto es que ya estaba pensando en el futuro. No iniciamos la temporada con la intención de ganar setenta encuentros. Queríamos ganar el campeonato y esa sigue siendo nuestra motivación».

Terminamos la temporada con dos triunfos más y a Harper se le ocurrió un nuevo lema de Duke Ellington para el equipo: «72 y 10 sin anillo no interesan ni un poquillo». Con el fin de inspirar a los jugadores, adapté una cita de Walt Whitman y la pegué en las puertas de sus taquillas antes del primer encuentro de play-offs contra los Miami Heat: «A partir de aquí no buscamos la buena fortuna, nosotros somos la buena fortuna». Todos suponían que nuestra trayectoria hacia el campeonato sería un camino de rosas, pero esos son siempre los partidos más difíciles de ganar. Quería que los jugadores supieran que, a pesar de la temporada extraordinaria que habíamos realizado, el camino que nos quedaba por recorrer no sería nada fácil. Ellos tendrían que generar su propia fortuna.

¡Y vaya si la generaron! Arrasamos a Miami y aplastamos a los de Nueva York en cinco encuentros. A continuación tocó Orlando. Con el propósito de preparar a los jugadores para la serie, incorporé varios fragmentos de Pulp Fiction a los vídeos de los partidos. En la escena preferida de los jugadores, el asesino experimentado que interpreta Harvey Keitel da instrucciones a dos mafiosos (Samuel L. Jackson y John Travolta) sobre la forma de limpiar el escenario de un asesinato muy horripilante. En mitad de la faena dice: «No empecemos todavía a chuparnos las pollas».

Desde que los Magic nos humillaron en los play-offs de 1995, habíamos puesto nuestras miras en la revancha. De hecho, habíamos reconstruido el equipo pensando básicamente en un enfrentamiento con Orlando. El primer encuentro fue toda una decepción. Nuestra defensa resultó demasiado infranqueable. Dennis contuvo a Horace Grant, razón por la cual en la primera parte del partido no anotó y solo logró un rebote. Luego Horace sufrió una hiperextensión del codo en un choque con Shaq y pasó el resto de la serie fuera de la pista. También anulamos a dos jugadores que la temporada anterior nos habían hecho mucho daño: Dennis Scott (cero puntos) y Nick Anderson (dos puntos). Ganamos por 121-83.

Los Magic reaccionaron en el segundo partido, pero doblegamos su espíritu cuando en el tercer período compensamos los dieciocho puntos de desventaja y acabamos venciendo. También se vieron afectados por las lesiones de Anderson (de muñeca), de Brian Shaw (de cuello) y de Jon Koncak (de rodilla). Los únicos Magic que representaron una amenaza como anotadores fueron Shaquille O’Neal y Penny Hardaway, pero no bastó. La serie concluyó, como correspondía, con una anotación relámpago de Michael que llegó a los cuarenta y cinco puntos en el cuarto partido.

Las probabilidades de que nuestro siguiente rival, los Seattle SuperSonics, ganaran las finales del campeonato eran de nueve a una. Sin embargo, se trataba de un equipo joven y talentoso que esa temporada había ganado 64 partidos y que podía crearnos problemas con su creativa defensa presionante. La clave consistía en impedir que sus estrellas, el base Gary Payton y el ala-pívot Shawn Kemp, estuvieran en recha y nos superasen. Decidí que Longley se encargara de Kemp a fin de aprovechar la corpulencia y la fortaleza de Luc y encomendé a Harper la misión de cubrir a Payton.

Al principio pareció que la serie terminaría rápidamente. Animados por nuestra defensa y por los veinte rebotes de Rodman en el segundo encuentro, ganamos los dos primeros partidos en Chicago. Dennis también batió una de las plusmarcas de las finales de la NBA gracias a sus once rebotes en ataque. Aquella noche Harper volvió a lesionarse la rodilla y la mayor parte de los tres partidos siguientes tuvo que permanecer en el banquillo. Afortunadamente, después del segundo partido los Sonics cometieron un error táctico y cogieron el vuelo de regreso a Seattle el mismo viernes por la noche, después del encuentro, en vez de esperar hasta el sábado por la mañana, como hicimos nosotros, para emprender el viaje con más tranquilidad. El domingo por la tarde los Sonics todavía parecían cansados y los batimos por 108-86.

En esa coyuntura se intensificó el debate acerca de si los Bulls eran el mejor equipo que había existido. Ignoré casi toda esa cháchara, pero me alegré cuando Jack Ramsay, ex entrenador de los Portland Trail Blazers, afirmó que los Bulls contaban con esa clase de defensa que «desafía cualquier período de tiempo». En mi opinión, los Bulls se parecían, sobre todo, al equipo de los New York Knicks de la temporada 1972-73. Al igual que los Bulls, aquellos Knicks eran un conjunto formado principalmente por recién llegados. Se trataba de jugadores muy profesionales y, aunque les gustaba jugar juntos, fuera de la pista no compartían mucho tiempo. A principios de la temporada yo les había dicho a los Bulls que, siempre y cuando mantuviesen unidas sus vidas profesionales, me daba igual lo que hicieran el resto del tiempo. Nuestros jugadores no estaban muy unidos, pero tampoco tan distantes. Lo más importante es que se respetaban profundamente.

Por desgracia, los dioses del baloncesto no cooperaron. Lesionado Harper, nos costó más trabajo frenar el ataque de los Sonics y perdimos los dos encuentros siguientes. Con ventaja en la serie por 3-2, regresamos a Chicago decididos a acabar las finales en el sexto partido. El encuentro estaba previsto para el día del padre, fecha muy emotiva para Michael, por lo que su juego ofensivo se resintió. Por otro lado, nuestra defensa fue insuperable. Harper participó en ese partido y anuló a Payton, mientras Jordan anulaba genialmente a Hersey Hawkins, que solo anotó cuatro puntos. De todas maneras, el jugador que robó el partido fue Dennis, con diecinueve rebotes y un montón de recuperaciones en ataque en lanzamientos fallidos. En determinado momento del último cuarto, Dennis le pasó a Michael en una puerta atrás que situó a los Bulls a 64-47 cuando todavía quedaban seis minutos y cuarenta segundos de juego. Una vez realizado el tiro, Michael vio que Dennis avanzaba hacia el otro extremo de la pista y ambos se desternillaron de risa.

Cuando sonó el pitido final, Michael nos abrazó rápidamente a Scottie y a mí, corrió al centro de la cancha para coger la pelota y se retiró a los vestuarios para evitar las cámaras de televisión. Cuando llegué lo vi en el suelo, hecho un ovillo y con la pelota abrazada contra el pecho mientras las lágrimas rodaban por sus mejillas.

Michael dedicó el partido a su padre. «Probablemente este ha sido el momento más duro para mí en el baloncesto —afirmó. Me han venido un montón de cosas al corazón, a la cabeza… Tal vez mi corazón no estaba orientado hacia el sitio donde me encontraba, aunque creo que en lo más profundo lo estaba hacia lo que para mí era más importante: que mi familia y mi padre no estuvieran aquí para verlo. Me siento feliz de que, a su manera, el equipo me sacara a flote, ya que ha sido una época dura para mí».

Fue un momento muy emotivo. Cuando recuerdo aquella temporada, no es el final lo que más destaca, sino el partido que en febrero perdimos con los Nuggets y que puso fin a nuestra racha ganadora de dieciocho encuentros. Llaman «el sueño de los corredores de apuestas» a esa clase de enfrentamientos porque el día anterior habíamos volado de Los Ángeles a Denver y no tuvimos tiempo de aclimatarnos al cambio de altitud.

Los Nuggets habían perdido más partidos de los que habían ganado, pero en el primer cuarto tuvieron un 68 por ciento de aciertos en los lanzamientos y cogieron una sorprendente ventaja de treinta y un puntos. En esa situación muchos equipos se habrían venido abajo, pero nos negamos a rendirnos. Hicimos de todo: nos volvimos grandes, nos volvimos pequeños, movimos el balón, lanzamos triples, aceleramos el ritmo, lo redujimos y, mediado el cuarto período, nos adelantamos gracias a un mate de Scottie Pippen acróbatico y potente. Michael lideró la remontada y en el tercer cuarto anotó veintidós puntos, pero no se trataba de un espectáculo individual, sino de un emocionante acto de perseverancia por parte de todos y cada uno de los integrantes del equipo. A pesar de que en los últimos segundos perdimos por 105-99, los jugadores abandonaron la pista con la sensación de que habían aprendido algo importante sobre sí mismos. Descubrieron que, por muy calamitosa que sea una situación, de alguna manera encontrarían el valor para luchar hasta el final.

Aquella noche los Bulls encontraron su corazón.