Capítulo diez
El mundo en cambio constante

Si vives en el río acabas haciéndote amigo de los cocodrilos.

PROVERBIO INDIO PUNJABI

Suponíamos que sería una noche de celebración. Michael Jordan asistió con su familia a la ceremonia del anillo de 1993 y al partido inaugural de la temporada en el Chicago Stadium. Fue su primera aparición pública después de anunciar el 6 de octubre su retirada y los seguidores estaban impacientes por manifestarle su agradecimiento. Después de recibir el tercer anillo, Michael dijo a la multitud que se había congregado en el pabellón: «En el fondo de mi corazón siempre seré seguidor de los Chicago Bulls y apoyaré al máximo a mis compañeros de equipo».

Aquella noche lo que menos necesitábamos era otro fan. No sé si se debió a la presencia de Michael en primera fila o a que jugábamos con Miami Heat, rival sediento de venganza al que habíamos vencido con frecuencia, pero fue uno de los peores partidos de la historia de la franquicia. Jugamos fatal. Marcamos récords como el equipo que había anotado menos puntos en un cuarto (seis), en una mitad del partido (veinticinco) y en nuestro amado pabellón (71). Fue tan malo que el banquillo de Miami nos habló despectiva y descaradamente toda la noche sin que reaccionásemos y nuestros seguidores comenzaron a abandonar las gradas en mitad del tercer período.

Tras la paliza por 95-71, Rony Seikaly, pívot de los Miami, comentó que le preocupaba que Michael decidiera «quitarse la chaqueta y convertirse nuevamente en Superman contra nosotros». Tengo que reconocer que me alegro de que no lo hiciera. ¿Existía mejor manera de que los jugadores aprendiesen que ya no podían contar con Michael que sufrir una derrota histórica y de esas proporciones cuando lo teníamos en primera fila?

Los gurús deportivos consideraron que, una vez retirado Michael, los Bulls estábamos en la UVI. Afirmaron que, con suerte, ganaríamos treinta encuentros. En Las Vegas, las apuestas iban veinticinco a uno, tal era el convencimiento de que no nos alzaríamos con un cuarto campeonato. Lo cierto es que me mostré cautelosamente optimista. El núcleo de nuestro equipo de campeones seguía intacto tras la salida de Michael y estaba seguro de que el espíritu de equipo creado a lo largo de los años nos permitiría llegar a los play-offs. Anoté lo que me pareció un objetivo sensato para esa temporada: cuarenta y nueve victorias. De todas maneras, aún no estaba lo bastante seguro como para compartir ese apunte.

Mi mayor preocupación se centró en encontrar la forma de sustituir los más de treinta puntos que Michael promediaba por partido. Como la retirada de Jordan se produjo bien entrado el año, Jerry Krause no dispuso de muchas opciones. Contrató a Pete Myers, un escolta fiable que era agente libre (y exjugador de los Bulls), sólido defensor, pasador excepcional y digno ejemplo de la ofensiva triangular. En sus siete años en la NBA solo había promediado 3,8 puntos por partido, nada que ver con las cifras que alcanzaba Jordan. Toni Kukoc parecía más prometedor y, tras un largo cortejo, Jerry finalmente lo convenció de que se incorporase a los Bulls. Kukoc, ala-pívot de 2,07 metros de altura, considerado «el mejor jugador del mundo fuera de la NBA», era un lanzador genial que había promediado diecinueve puntos por encuentro en la liga profesional italiana y había contribuido a que el equipo nacional croata se hiciese con la plata en Barcelona 92. Toni aún no había sido puesto a prueba en la NBA y me pregunté si sería lo bastante resistente como para soportar los castigos. Realizamos dos incorporaciones más: el base Steve Kerr y el pívot Bill Wennington; ambos parecían interesantes, pero había que ver si firmarían grandes números. Estaba claro que sería muy difícil llenar el vacío dejado por Jordan.

En la pretemporada invité a George Mumford, psicólogo deportivo y profesor de meditación, a reunirse con nosotros en el campamento de entrenamiento y dar a los jugadores un minitaller sobre la forma de hacer frente al estrés producido por el éxito. Michael anunció su retirada pocos días antes de la llegada de George y el equipo sufrió una crisis de identidad. Por consiguiente, George habló de los dos aspectos de cualquier crisis: peligro y oportunidades. Explicó que si tienes la actitud adecuada puedes lograr que la crisis se vuelva a tu favor. Se planteó la posibilidad de crear para el equipo una nueva identidad que sería aún más fuerte que la anterior. De repente los jugadores se animaron.

Los antecedentes de George eran interesantes. Había jugado al baloncesto en la Universidad de Massachusetts y compartido habitación con Julius Erving, uno de los grandes de la NBA, y con Al Skinner, entrenador del Boston College. Había sufrido una grave lesión que le obligó a dejar el equipo. Durante la recuperación manifestó interés por la meditación y estuvo varios años estudiando en el Insight Meditation Center de Cambridge. Posteriormente se dedicó a encontrar nuevas formas de integrar la meditación, la psicología y el desarrollo organizacional. Cuando lo conocí trabajaba con Jon Kabat-Zinn, fundador de la clínica para la reducción del estrés en la facultad de medicina de la Universidad de Massachusetts y pionero de la investigación sobre los efectos de la atención plena (mindfulness) en la gestión del dolor y la salud global.

George tuvo el don de desmitificar la meditación y explicarla con palabras que para los jugadores tuvieron sentido. También mostró una percepción intuitiva de las cuestiones a las que se estos enfrentaban gracias a su amistad con el Dr. J y otros atletas de élite. Yo ya había dado a conocer la meditación plena a la mayoría de los jugadores, por lo que sabían lo mucho que podía ayudarlos a mejorar su capacidad de interpretar lo que ocurría en la pista y a reaccionar más eficazmente. George quería que pasasen al siguiente nivel. Estaba convencido de que el entrenamiento en plenitud los ayudaría a estar más focalizados como individuos y a ser más generosos como equipo.

En los últimos años la expresión «atención plena» ha quedado tan diluida que ha perdido gran parte de su significado original. Procede del vocablo sánscrito smriti, que significa «recordar». «La atención plena es acordarse de regresar al momento presente», escribe el maestro zen Thich Nhat Hanh. Se trata de un proceso constante que no se limita al acto de la meditación propiamente dicha. El maestro acota: «Sentarse y contemplar nuestra respiración es una práctica maravillosa, pero no basta. Para que la transformación tenga lugar, tenemos que practicar la atención plena todo el día, no solo cuando nos sentamos en el cojín de meditación». ¿Y por qué es importante? Porque la mayoría de los seres humanos, incluidos los jugadores de baloncesto, dedicamos tanto tiempo a movernos entre pensamientos del pasado y del futuro que perdemos el contacto con lo que ocurre aquí y ahora. Eso nos impide apreciar el profundo misterio de estar vivos. Tal como escribe Kabat-Zinn en Mindfulness en la vida cotidiana: dondequiera que vayas, ahí estás: «La costumbre de ignorar nuestros momentos presentes a favor de los que están por venir conduce directamente a una aguda falta de conciencia del entramado de la vida al que estamos incorporados».

George enseñaba la atención plena como un estilo de vida, lo que llamaba «la meditación sin cojín». Eso quería decir que tenías que estar totalmente presente, no solo en la pista de baloncesto, sino a lo largo del resto del día. Añadió que la clave no consistía en sentarse a serenar la mente, sino en aprender a interpretar cada situación y a reaccionar eficazmente a partir de lo que ocurría en ese momento preciso.

Una de las primeras cuestiones que detectó en los jugadores, sobre todo en los más jóvenes, fue que estaban limitados por una actitud restrictiva que dificultaba su adaptación a la nueva realidad. «Muchos habían sido los atletas más importantes de sus equipos universitarios —afirma George—, pero ahora estaban en la NBA, donde había un montón de jugadores más veloces, más rápidos y más fuertes. Por lo tanto, tenían que encontrar un nuevo modo de competir y triunfar. Lo que les había permitido llegar hasta allí no los dejaría acceder al siguiente nivel».

George pone como ejemplo a Jared Dudley, alero de los Phoenix Suns con quien ha trabajado. En el Boston College, Dudley había sido un gran marcador en el poste y empleado un estilo agresivo que llevó a que lo apodasen Perro Basurero. Cuando comenzó a jugar como profesional se dio cuenta de que debía adoptar otro papel. Trabajó con George y descubrió cómo adaptarse a la situación y crecer como jugador. George recuerda: «Jared miró a su alrededor y dijo “Muy bien, necesitan a alguien que defienda…, ya lo haré yo. Necesitan a alguien que enceste triples…, ya lo haré yo”. Siempre pensaba en cómo quería jugar y qué necesitaba cambiar». Como resultado, Jared floreció en su nuevo papel y en la temporada 2011-12 promedió más de doce puntos por encuentro.

Nuestro objetivo consistía en ayudar a los jugadores a realizar una transformación parecida. Cada uno tenía que encontrar el papel que le permitiese aprovechar sus puntos fuertes. Al principio George se centró en conseguir que prestaran atención y ajustasen su comportamiento a los objetivos del equipo. Después de trabajar unos días con ellos, se dio cuenta de que el primer paso era ayudarlos a entender que lo que aprendían a hacer en la cancha también mejoraría su desarrollo individual. Como dice el propio George, necesitaban ver de qué manera, «en el proceso de convertirse en nosotros, también podían ser su mejor yo».

Nada de eso se consiguió de la noche a la mañana. La mayoría de las personas tardan años en llevar a cabo el proceso de tomar conciencia de la conexión entre uno mismo y los demás, así como de la sabiduría del momento presente. Los integrantes del equipo de la temporada 1993-94 fueron especialmente receptivos. Querían demostrar al mundo que podían ser algo más que el reparto de secundarios de Michael y ganar el campeonato por sí mismos. Aunque no tenían tanto talento como otros equipos que he entrenado, sabían intuitivamente que la mejor opción consistía en vincularse con tanta cohesión como fuese posible.

En un primer momento pareció que el partido inaugural de la temporada, celebrado en casa, sería profético. Varios jugadores sufrieron lesiones (incluidos Scottie, John Paxson, Scott Williams y Bill Cartwright) y a finales de noviembre nuestro récord era 6-7. Sin embargo comencé a detectar indicios de que el equipo empezaba a cohesionarse, lo que incluyó victorias en el último minuto en los encuentros contra los Lakers y contra los Bucks. Cuando Scottie se reincorporó, el equipo entró en erupción y ganó 13 de los 14 partidos siguientes. En la pausa del All-Star, íbamos 34-13 y en vías de ganar sesenta encuentros.

Scottie era el líder ideal para ese equipo. Al comienzo de la temporada y con el propósito de dejar las cosas claras, cogió la enorme taquilla de Michael, pero en su honor he de decir que no intentó convertirse en un clon de M. J. «Scottie no ha intentado ser lo que no es —comentó Paxson en su momento. No ha intentado anotar treinta puntos por partido. Simplemente juega como juega Scottie Pippen, lo que significa repartir balones. Es la pauta de siempre: los grandes jugadores mejoran a los demás. Scottie indudablemente lo ha conseguido». Como muestra valga un botón: Horace y B. J. entraron por primera vez en el equipo All-Star; Toni floreció como un gran lanzador en los momentos finales, y Kerr y Wennington se convirtieron en unos anotadores fiables.

Entrenar a Toni supuso todo un desafío para mí, ya que estaba acostumbrado al estilo europeo más libre y se sintió frustrado por las limitaciones del triángulo ofensivo. Le resultó imposible entender por qué yo concedía tanta libertad a Scottie y a él le agarraba de la muñeca cada vez que realizaba la misma jugada. Intenté explicarle que tal vez parecía que Scottie actuaba libremente, cuando en realidad cada uno de sus movimientos estaba dirigido a que el sistema funcionase más eficazmente. Cuando Toni se desmadraba era imposible saber qué ocurriría a continuación.

Toni era del todo imprevisible en la defensa, hecho que enloquecía a Scottie y a otros jugadores. Con el fin de acrecentar su nivel de atención plena, desarrollé una forma específica de lenguaje de signos que nos ayudara a comunicarnos durante los partidos. Si se apartaba del sistema, yo le lanzaba una mirada y esperaba a que me hiciese una señal de reconocimiento. Ahí radica la esencia del entrenamiento: señalar los errores a los jugadores y lograr que te den a entender que saben que han hecho algo mal. Si no reconocen el error el partido está perdido.

Tras la pausa del All-Star, los Bulls caímos en una crisis de la que no salimos hasta marzo. Terminamos la temporada con una racha de 17-5 y un balance convincente: 55-27. La eclosión continuó a lo largo de la primera ronda de los play-offs con Cleveland, equipo al que barrimos por 3-0. En Nueva York nos atascamos y perdimos los dos primeros encuentros de la serie.

El tercer partido tuvo el final más disparatado de todos los encuentros que me ha tocado entrenar, pero también supuso un punto de inflexión decisivo para el equipo.

Patrick Ewing condujo la pelota por la pista y lanzó un gancho que empató el marcador a 102. Pedí tiempo muerto y diseñé una jugada en la que Scottie se internaba y pasaba el balón a Kukoc para el último lanzamiento. A Scottie no le gustó y, cuando rompimos el círculo, se fue contrariado a un extremo del banquillo.

—¿Estás dentro o fuera? —pregunté.

—Fuera —repuso Scottie.

Su respuesta me sorprendió, pero el reloj se puso en marcha y pedí a Pete Myers que hiciese el pase a Kukoc, que anotó la canasta ganadora.

Abandoné la pista rumbo al vestuario sin saber muy bien cómo reaccionar. El comportamiento de Scottie era insólito. Hasta entonces jamás había puesto en duda mis decisiones. De hecho, lo consideraba el jugador de equipo por definición. Deduje que la presión de no haber resuelto el encuentro en la posesión previa de balón lo había afectado. Temí que si en ese momento lo criticaba con mucha dureza, Scottie se sumiría en una ofuscación que podría durar días.

Me estaba quitando las lentillas en el baño cuando oí que Bill Cartwright mascullaba en la ducha y aspiraba grandes bocanadas de aire.

—Bill, ¿estás bien? —pregunté.

—No puedo creer lo que Scottie ha hecho —respondió.

Al cabo de unos minutos reuní a los jugadores en el vestuario y concedí la palabra a Bill.

—Escucha, Scottie, lo que has hecho ha sido una tontería —aseguró sin apartar la mirada del cocapitán. ¡Y pensar en todo lo que hemos pasado en este equipo! Se presenta la oportunidad de hacer las cosas por nosotros mismos, sin Michael, y con tu egoísmo la fastidias. En mi vida me había sentido tan decepcionado.

Se quedó de pie con los ojos llenos de lágrimas y todos mantuvimos un atónito silencio.

En cuanto Bill terminó de hablar, hice que el equipo rezase un padrenuestro y me dirigí a la rueda de prensa. Los jugadores se quedaron en el vestuario y repasaron la situación. Scottie se disculpó por haberlos dejado en la estacada y reconoció que estaba frustrado por la forma en que el partido había acabado. Algunos compañeros también expresaron lo que sentían. «Creo que así nos purificamos como equipo —comentó Kerr más tarde. Limpiamos nuestro sistema de algunas cosas y volvimos a comprender cuáles son nuestros objetivos. Lo más delirante es que nos ayudó».

Ahora hace gracia ver la forma en la que los medios de comunicación plantearon la cuestión. Mostraron una actitud altamente moralizadora y me aconsejaron que hiciese de todo, salvo encarcelar a Scottie. Con toda probabilidad, como mínimo la mayoría de los entrenadores lo habrían castigado, pero llegué a la conclusión de que ser punitivo no era la mejor manera de resolver el problema. Al día siguiente, Scottie me aseguró que el incidente estaba olvidado y ahí acabó la historia. Por su actitud durante las prácticas supe que apenas le daba importancia.

Hubo quienes aplaudieron mi estrategia de gestión de la situación. La verdad es que no pretendía ser inteligente. En medio del fragor del partido, intenté centrarme en el momento y tomar decisiones de acuerdo con lo que estaba ocurriendo. En lugar de afirmar mi ego y enardecer todavía más las cosas, hice lo que era necesario: busqué a alguien que lanzase el balón e intentara conseguir la victoria. Más tarde, en vez de tratar de arreglar la situación por mi cuenta, dejé que los jugadores resolviesen el problema. Actué intuitivamente y dio resultado.

El equipo cobró vida en el siguiente encuentro. Scottie dirigió el juego, sumó veinticinco puntos, ocho rebotes y seis asistencias en el camino hacia una victoria por 95-83 que empató la serie a dos. «De repente pareció que celebrábamos el festival del amor —comentó Johnny Bach una vez concluido el encuentro. Pero fue en Chicago más que en Woodstock».

Me gustaría que esta historia tuviera un final feliz como el de los cuentos de hadas, pero la trama sufrió otro giro disparatado. En los últimos segundos del quinto encuentro teníamos un punto de ventaja cuando el árbitro Hue Hollins decidió atravesar el espejo. La mayoría de los árbitros evitan señalar faltas que pueden decidir partidos importantes cuando el tiempo está a punto de cumplirse. Sin embargo, estábamos en el Madison Square Garden, donde no parecían valer las normas seculares del baloncesto.

Solo quedaban 7,6 segundos cuando John Starks quedó atrapado en la línea de banda y, desesperado, le pasó el balón a Hubie Davis, situado en la línea de los tiros libres. Scottie se apresuró a cubrir a Davis y este lanzó un tiro en suspensión, apresurado y desequilibrado, que ni siquiera se acercó a la canasta. Al menos, es lo que pareció al pasar la moviola. No fue eso lo que ocurrió en el universo paralelo de Hollins. Pitó falta a Scottie, diciendo que había establecido contacto con Hubie y desestabilizado el lanzamiento (Davis había pataleado y Scottie chocó con sus piernas, movimiento que a partir de entonces la NBA considera falta en ataque). No hace falta decir que Hubie encestó los dos tiros libres y que los Knicks se adelantaron en la serie por 3-2.

En el sexto partido obtuvimos un triunfo decisivo sobre los Knicks, pero el cuento de hadas acabó en el séptimo. Después de perder por 87-77, reuní a los jugadores para rendir homenaje a nuestro logro. Era la primera vez en años que terminábamos la temporada sin estar rodeados de cámaras de televisión. Dije al equipo que teníamos que asimilar ese momento porque perder es tan inherente al deporte como ganar. Hablaba totalmente en serio. «Hoy nos han ganado, pero no estamos vencidos».

Fue un verano complicado. De repente, el equipo comenzó a derrumbarse. Paxson se retiró y se convirtió en locutor de radio del equipo. Cartwright anunció su retirada, pero cambió de parecer después de que los Seattle SuperSonics le hicieran una lucrativa oferta. Scott Williams firmó un gran contrato con los de Philadelphia. Horace Grant, que podía elegir ser agente libre, inicialmente aceptó la propuesta de Jerry Reinsdorf de quedarse en los Bulls, pero al final se marchó a Orlando.

También tuve que prescindir de Johnny Bach. Las tensiones entre Jerry Krause y Johnny llegaron a un punto de no retorno y dificultaron nuestro trabajo como grupo. Jerry, cuyo mote mediático era el Sabueso debido a su fama de sigiloso, desconfiaba de Johnny por sus presuntas filtraciones a Sam Smith para The Jordan Rules. En ese momento, Jerry afirmó que Johnny era responsable de haber dado información confidencial sobre nuestro interés por Gheorghe Muresan, el pívot rumano de 2,32 metros. Fue una acusación indignante. Aunque habíamos seguido a Muresan por toda Europa e incluso lo habíamos trasladado a Estados Unidos para hacerle una prueba, otros equipos también lo habían examinado, entre ellos Washington, que terminó quedándoselo.

De todos modos, pensé que lo mejor para todos, el propio interesado incluido, era prescindir de Johnny, que consiguió trabajo como entrenador asistente de los Charlotte Hornets. La salida de Johnny del equipo causó desaliento, tanto en mi personal como en los jugadores, y creó una grieta en mi relación con Krause.

Otro suceso perturbador de las vacaciones de la temporada 1993-94 fue el conflicto entre Pippen y Krause ante el posible traspaso de Scottie a los Seattle SuperSonics a cambio del ala-pívot Shawn Kemp y del alero Ricky Pierce. Scottie quedó boquiabierto cuando se enteró por la prensa del trato y no creyó a Krause cuando este le dijo que estaba abierto a que le hiciesen propuestas, tal como haría con cualquier otro jugador. Presionado por los seguidores de los Sonics, finalmente el propietario de Seattle dejó de apoyar ese acuerdo, pero el daño ya estaba hecho. Scottie se ofendió por la forma en que le habían tratado y a partir de ese momento su percepción de Jerry quedó negativamente afectada.

La moral del equipo mejoró a finales de septiembre, cuando contratamos al escolta Ron Harper, agente libre, y declaramos formalmente que no teníamos previsto traspasar a Pippen. Aconsejé a Scottie que no se dejase atrapar por la guerra mediática con Krause.

—Sé que estáis enemistados, pero esa situación no te favorece ni ayuda al equipo. Francamente, no te deja nada bien. Scottie, todo se resolverá positivamente. El año pasado realizaste una temporada digna de los mejores jugadores. ¿Por qué no lo dejas estar?

—Ya lo sé —reconoció Scottie encogiéndose de hombros. Las cosas están como están.

De todas maneras, el tira y afloja entre Pippen y Krause se prolongó en el tiempo y en una fecha tan tardía como enero de 1995 Scottie pidió que lo traspasaran.

Por su parte, la contratación de Harper resultó prometedora. Medía 1,98 metros, poseía un gran empuje, un buen lanzamiento y había promediado cerca de veinte puntos por encuentro durante los nueve años que había jugado con los Cavaliers y con los Clippers. En 1990 Ron había sufrido una gravísima lesión del ligamento cruzado anterior y, aunque se había recuperado, ya no representaba la misma amenaza con la que nos habíamos enfrentado en los play-offs de 1989 contra Cleveland. Fuimos optimistas y pensamos que conseguiría llenar, al menos en parte, el vacío que Jordan había dejado como anotador. En lo que al resto de la alineación se refiere, ya no estaba tan seguro. Nuestra principal debilidad radicaba en los dos recién llegados a los que aún no habíamos puesto a prueba: los ala-pívots Corie Blount y Dickey Simpkins.

A medida que avanzaba la temporada, me sentí cada vez más preocupado por la falta de espíritu competitivo del equipo. Para nosotros era un problema novedoso. El deseo de ganar de Michael era tan abrumador que nos lo había contagiado. Una vez fuera todos los jugadores del núcleo de los equipos de campeones, salvo Scottie, B. J. Armstrong y Will Perdue, de ese deseo no quedaba más que un tenue recuerdo. Habitualmente íbamos por delante en la primera mitad y en el cuarto período, cuando los partidos se volvían más físicos, caíamos víctimas de la presión. Tras la pausa del All-Star nos costó lo nuestro ganar más del 50 por ciento de los encuentros y como visitantes perdimos partidos que en el pasado habrían sido victorias a nuestro favor.

Una mañana de principios de marzo, Michael Jordan se presentó en mi despacho del Berto Center. Acababa de abandonar el entrenamiento de primavera y había regresado, tras rechazar la oferta de los White Sox de convertirse en jugador de reemplazo durante la huelga patronal en la inminente temporada de la liga profesional de béisbol. Michael comentó que estaba pensando en regresar al baloncesto y me preguntó si al día siguiente podía presentarse en el entrenamiento y trabajar con el equipo. «Bueno, creo que tenemos algún uniforme que probablemente te cabrá», repliqué.

A continuación se desencadenó el circo mediático más disparatado que he visto en mi vida. Hice cuanto pude por proteger la intimidad de Michael, pero enseguida se supo que Superman había regresado. En cuestión de días un ejército de reporteros deseosos de saber en qué momento Michael volvería a deleitarnos se apostó a las puertas de las instalaciones donde entrenábamos. Tras más de un año obsesionados con el caso de O. J. Simpson por el asesinato de su esposa, Estados Unidos anhelaba buenas noticias sobre un superhéroe deportivo. El misterio que rodeó el regreso de Michael proporcionó a la noticia un atractivo adicional. Cuando por fin Michael decidió retornar, su representante emitió el que quizás es el comunicado de prensa más escueto de la historia, ya que solo decía: «He vuelto».

El primer partido de Michael, celebrado el 19 de marzo contra los Pacers en Indianápolis, fue un acontecimiento mediático mundial que atrajo a la más numerosa audiencia televisiva que jamás tuvo un encuentro de la temporada regular. «Los Beatles y Elvis han regresado», bromeó Larry Brown, el entrenador de Indiana, cuando una legión de operadores de cámaras de televisión se apiñó en los vestuarios antes del partido. Durante el calentamiento, Corie Blount vio que un cámara filmaba las Nike de Michael y comentó: «Ahora entrevistan sus zapatillas».

La llegada de Michael causó una enorme influencia en el equipo. La mayor parte de los nuevos jugadores veneraban sus aptitudes para el baloncesto y durante los entrenamientos lucharon codo con codo para demostrarle de qué eran capaces. De todas maneras, entre Michael y sus compañeros de equipo existía un enorme abismo que le costó salvar. Generar el profundo nivel de confianza que requiere un equipo de campeones suele llevar años de trabajo duro. Aquel equipo no reunía esas condiciones. Michael apenas conocía a la mayoría de los jugadores y no quedaba tiempo suficiente en la temporada para modificar la situación.

Al principio no pareció tener demasiada importancia. Aunque tuvo dificultades para encontrar el ritmo de lanzamientos en aquel primer partido en Indiana, Michael explotó en el siguiente encuentro contra Boston y el equipo inició una racha de 13-3. Si alguien tuvo dudas sobre su capacidad durante su segunda época en el equipo, Michael las despejó seis días después, cuando marcó 55 puntos contra los Knicks en el Madison Square Garden, el máximo total de puntos anotados por un jugador aquel año.

Sin embargo, después del partido Michael se presentó en mi despacho y manifestó algunas reservas. «Tienes que decir a los jugadores que no pueden pretender que haga cada noche lo mismo que en Nueva York —aseguró. Quiero que en el próximo partido salgan y se muevan…, que jueguen como un equipo».

Me encontraba ante un nuevo Michael. En el pasado se habría regodeado de la victoria ante los Knicks…, y probablemente habría intentado repetir al día siguiente, pero había regresado de su año sabático en el béisbol con otra perspectiva. Ya no le interesaba jugar en solitario y anhelaba la armonía grupal que había convertido en campeones a los Bulls.

Le tocó esperar. Después de superar por 3-1 a los Charlotte Hornets en la primera ronda de los play-offs, nos enfrentamos a Orlando, un equipo joven, talentoso y decidido a sacar partido de nuestras debilidades. Los Orlando Magic contaban con Shaquille O’Neal, uno de los pívots más dominantes de la liga, y con Horace Grant, que jugaba muy bien contra nosotros en la posición de ala-pívot. También incluía un trío letal de lanzadores de triples: Anfernee Hardaway, Nick Anderson y Dennis Scott. Nuestra estrategia consistió en poner dos defensores sobre Shaq y obligarlo a batirnos en la línea de tiros libres. También decidimos que Michael se encargase de Hardaway y que, en caso necesario, los defensores que cubrían ahora a Horace se apartaran de él para lanzarse sobre Shaq o para perseguir a los triplistas. Tal vez ese enfoque habría funcionado si nuestros atacantes hubiesen estado más sincronizados durante la serie.

Uno de los momentos más desconcertantes se produjo en el primer partido cuando Michael, que no tenía una buena noche, cometió una falta contra Anderson cuando solo quedaban diez segundos y los Bulls ganaban por un punto. Después de que los Magic se adelantaran, Michael pasó el balón a un lado, perdiéndolo, y acabó con nuestras posibilidades de ganar. Una vez terminado el encuentro, cogí del hombro a Michael e intenté consolarlo. Dije que le daríamos la vuelta a esa experiencia y la emplearíamos de manera positiva para que nos ayudase a seguir hacia delante. «Eres nuestro hombre y no quiero que lo olvides jamás».

En el segundo partido Michael se recuperó y nos condujo a la victoria con sus 38 puntos. Nos repartimos los dos partidos siguientes en Chicago, pero en el quinto encuentro Horace nos hizo pagar el hecho de haberlo dejado libre con demasiada frecuencia. Encestó diez de sus trece tiros de campo para anotar veinticuatro puntos y pilotó a los Magic hasta una victoria por 103-95.

En comparación con nuestra bochornosa desintegración al final del sexto partido, el rendimiento de Horace solo fue un punto de luz. Parecía que estábamos en buena forma cuando B. J. nos puso por delante en el marcador, 102-94, a falta de tres minutos y veinticuatro segundos. En ese momento el equipo al completo implosionó y a partir de entonces no anotamos un solo punto más. Fallamos seis lanzamientos seguidos y perdimos dos veces la pelota mientras los Magic conseguían un enloquecedor parcial de 14-0, incluido un mate tremendo de Shaq que puso fin al partido. La temporada había terminado.

Después Michael se mostró extraordinariamente tranquilo. Dedicó media hora a hablar con los reporteros sobre lo desafiante que para él era adaptarse a los nuevos compañeros de equipo. «He vuelto con el sueño de ganar —declaró. Supuse que era realista pero, pensándolo bien, tal vez no es así, ya que hemos perdido».

Fue la clase de encuentro que, si lo permites, puede obsesionarte durante años. «Tragaos de una vez esta derrota y digeridla —aconsejé a los jugadores. Y después continuad con vuestras vidas». De todas maneras, sabía que sería difícil olvidar ese fracaso.

Varios días más tarde, mientras todavía me esforzaba por intentar entender lo que había fallado, repentinamente tuve una visión de cómo volver a convertir a los Chicago Bulls en un equipo de campeones.

Me moría de ganas de ponerme manos a la obra.