Capítulo nueve
La victoria agridulce

Los seres humanos no nacen para siempre el día

en que sus madres los alumbran, sino que la vida

los obliga a parirse a sí mismos una y otra vez.

GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ

Aquel verano Michael y Scottie pusieron rumbo a Barcelona para jugar con el Dream Team. A Jerry Krause no le gustó. Consideró que debían saltarse los Juegos Olímpicos y descansar antes de la temporada que les aguardaba. Los jugadores ignoraron esas palabras y me alegro de que no le hicieran caso. En Barcelona tuvo lugar una importante transformación que acabaría por tener una enorme influencia en el futuro de los Bulls.

Michael volvió de los Juegos Olímpicos hablando maravillas del rendimiento de Scottie. Antes del verano, Michael consideraba a Pippen el miembro más talentoso de su reparto de actores secundarios. Después de verlo jugar mejor que Magic Johnson, John Stockton, Clyde Drexler y varios futuros miembros del Hall of Fame en su participación en Barcelona 92, Michael se dio cuenta de que Scottie era el jugador más polifacético del que muchos consideran el mejor equipo de baloncesto que haya existido. A Michael no le quedó más remedio que reconocer que Scottie incluso lo había eclipsado en varios partidos.

Pippen retornó con renovada confianza en sí mismo y adoptó un papel incluso más significativo en los Bulls. Como el reglamento de la NBA nos impedía añadir un tercer cocapitán a la lista de jugadores (puesto ocupado por Michael y por Bill Cartwright), dimos a Scottie ese cargo de oficio. También pusimos como titular a B. J. Armstrong, ya que John Paxson estaba en vías de recuperación de una intervención de rodilla y su tiempo de juego quedó reducido.

En El tao de los líderes, John Heider resalta la importancia de interferir lo menos posible. «Las normas reducen la libertad y la responsabilidad —escribe. El cumplimiento de las normas es obligado y manipulador, de modo que disminuye la espontaneidad y absorbe la energía grupal. Cuanto más coercitivo eres, más resistente se vuelve el grupo».

Heider, cuyo libro se basa en el Tao Te Ching de Laotsé, aconseja que los líderes practiquen para volverse más abiertos. «El líder sabio sirve de ayuda: es receptivo, dócil y seguidor. La vibración de cada integrante del grupo domina y conduce, al tiempo que el líder sigue. Poco después es la conciencia del integrante la que se transforma y su vibración se resuelve».

Era precisamente lo que yo intentaba hacer con los Bulls. Mi objetivo consistía en comportarme lo más instintivamente posible a fin de permitir que los jugadores lideraran el equipo desde dentro. Quería que fluyesen con la acción, del mismo modo que el árbol se inclina con el viento. Por eso atribuí tanta importancia a los entrenamientos firmemente estructurados. En las prácticas me autoafirmaba vigorosamente para dotar a los jugadores de la visión fuerte del lugar al que necesitábamos ir y de lo que teníamos que hacer para llegar hasta allí. Una vez iniciado el partido, me situaba en segundo plano y dejaba que los jugadores orquestaran el ataque. Puntualmente intervenía para realizar ajustes defensivos o cambiar jugadores si necesitábamos un despliegue de energía. De todas maneras, la mayor parte del tiempo daba pie a que los jugadores llevasen la voz cantante.

Con el fin de que dicha estrategia funcionara, tuve que desarrollar un círculo fuerte de líderes del equipo capaces de hacer realidad dicha visión. La estructura es decisiva. En todos los equipos triunfadores que he entrenado, la mayoría de los jugadores tenía una idea clara del papel que esperábamos que desempeñasen. Si la escala de mandos está clara, la ansiedad y el estrés de los jugadores se reduce. Si es confusa y los atletas principales compiten constantemente por la posición de líder, por muy talentoso que sea el equipo el núcleo no se sustenta.

En el caso de los Bulls, mientras Michael formase parte del equipo no teníamos que preocuparnos por el macho alfa. En cuanto establecí un vínculo fuerte con Michael, todo encajó en su sitio. Jordan se vinculó fuertemente con el «ojo de buey social» que ya he descrito, porque concebía la estructura del liderazgo como una serie de círculos concéntricos. «Phil era la pieza central del equipo y yo, una extensión de dicha pieza central —explica. Phil confiaba en mí para que conectase con las diversas personalidades del equipo a fin de que este se vinculase con más intensidad. Como teníamos un gran vínculo, Scottie hacía todo lo que yo hacía y así sucesivamente. Eso fortaleció el vínculo entre todos hasta el extremo de que nada podía romperlo. Nada podía entrar en ese círculo».

Scottie era otra clase de líder. Se trataba de una persona más flexible que Michael. Escuchaba pacientemente a sus compañeros cuando se desahogaban e intentaba hacer algo para ayudarlos a resolver lo que los inquietaba. «Supongo que gravitábamos hacia Scottie porque se parecía más a nosotros —comenta Steve Kerr. Michael tenía una presencia tan dominante que, en ocasiones, no parecía humano. Daba la impresión de que nada le afectaba. Scottie era más humano y más vulnerable, como nosotros».

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La temporada 1992-93 fue un largo invierno de disgustos. Cartwright y Paxson estaban en recuperación por intervenciones de rodilla realizadas en las vacaciones y Scottie y Michael se vieron afectados por lesiones provocadas por cargas musculoesqueléticas. El año anterior había prometido a los jugadores que, en el caso de que ganáramos el segundo campeonato, durante el campamento de entrenamiento no tendríamos dos agotadoras prácticas diarias. Por eso cada día celebramos un entrenamiento largo, interrumpido por pausas para ver vídeos de los partidos. Esa programación no dio buenos resultados porque durante los descansos los jugadores se agarrotaban.

A algunos entrenadores les gusta realizar largas prácticas, sobre todo después de haber sufrido una derrota difícil de asimilar. Bill Fitch, mi entrenador universitario, es un ejemplo clásico. En cierta ocasión se sintió tan exasperado por nuestra actitud apática durante un partido en Iowa que cuando regresamos al campus de la universidad de Dakota del Norte nos obligó a entrenar, a pesar de que el avión había aterrizado después de las diez de la noche. No soy partidario de usar los entrenamientos para castigar a los jugadores. Prefiero que las prácticas sean estimulantes, divertidas y, sobre todo, eficaces. El entrenador Al McGuire me dijo en cierta ocasión que su secreto consistía en no hacerle perder el tiempo a nadie. «Si no puedes lograrlo en ocho horas diarias, no merece la pena». He practicado esa misma filosofía.

Gran parte de mi pensamiento sobre esta cuestión está influido por la obra de Abraham Maslow, uno de los fundadores de la psicología humanística, mundialmente conocido por su teoría de la «jerarquía de necesidades». Maslow estaba convencido de que la necesidad humana más elevada consiste en conseguir la «autorrealización», que define como «el uso pleno y el aprovechamiento de los talentos, las capacidades y las potencialidades de la persona». Con su investigación descubrió que las características básicas de las personas autorrealizadas son la espontaneidad, la naturalidad, una mayor aceptación de sí mismas y de los demás, elevados niveles de creatividad y una fuerte focalización en la resolución de problemas más que en la gratificación del ego.

Llegó a la conclusión de que, para conseguir la autorrealización, ante todo es preciso satisfacer una serie de necesidades más básicas, cada una de las cuales se apoya en la anterior y forma lo que comúnmente denominamos «pirámide de Maslow». El nivel inferior se compone de necesidades fisiológicas (hambre, sueño y sexo), seguido de preocupaciones de seguridad (estabilidad y orden), de amor (sentido de pertenencia), de autoestima (respeto y reconocimiento de uno mismo) y, por último, de autorrealización. Maslow concluyó que la mayoría de las personas no logran la autorrealización porque quedan atascadas en un nivel inferior de la pirámide.

En La personalidad creadora, Maslow describe los pasos decisivos para alcanzar la autorrealización:

  1. Experimentar la vida «intensa y desinteresadamente, con plena concentración y total dedicación».
  2. Realizar elecciones de momento en momento a fin de fomentar el crecimiento más que el miedo.
  3. Estar más en sintonía con tu naturaleza interior y actuar de acuerdo con la persona que eres.
  4. Ser honrado contigo mismo y asumir la responsabilidad de lo que haces y dices, en vez de jugar o adoptar una pose.
  5. Identificar las defensas de tu ego y encontrar la valentía necesaria para renunciar a ellas.
  6. Desarrollar la capacidad de determinar tu propio destino y atreverte a ser diferente e inconformista.
  7. Crear un proceso constante para desplegar tu potencial y llevar a cabo el trabajo necesario para realizar tu visión.
  8. Fomentar las condiciones para vivir experiencias cumbre o lo que Maslow denomina «momentos de éxtasis», en los que pensamos, actuamos y sentimos con más claridad y somos más afectuosos al tiempo que aceptamos mejor a los demás.

Cuando las descubrí en la escuela para graduados, me di cuenta de que las reflexiones de Maslow eran sumamente liberadoras. Como atleta conocía las experiencias cumbre, pero hasta entonces no había comprendido plenamente la psicología compleja que las sustenta. La obra de Maslow me abrió una puerta que me llevó a pensar de forma más expansiva en la vida. Me sentí muy atraído por sus postulados sobre la forma de librarte de tus hábitos y permitir que tu verdadera naturaleza se exprese. Más adelante, cuando me convertí en entrenador, descubrí que el enfoque de Maslow para equilibrar las necesidades físicas, psicológicas y espirituales me ofrecía las bases para desarrollar una nueva forma de motivar a los jóvenes.

Durante la temporada 1992-93, nuestro mayor enemigo fue el aburrimiento. La vida en la NBA puede ser una experiencia embrutecedora y mentalmente entumecedora, sobre todo si consiste en un largo viaje y cada minuto de cada día está programado. Mi objetivo consistió en que los jugadores salieran del capullo baloncestístico que los confinaba y explorasen los aspectos más profundos y espirituales de la vida. Cuando digo «espirituales» no me refiero a «religiosos». Estoy hablando de ese acto de autodescubrimiento que tiene lugar cuando vas más allá de tu modo rutinario de ver el mundo. Como dice Maslow: «La gran lección de los verdaderos místicos… [radica en] que lo sagrado está en lo cotidiano, es decir, que está presente en la vida de cada día, en los vecinos, en los amigos, en la familia, en el patio de casa».

Para que tu trabajo sea significativo tienes que alinearlo con tu verdadera naturaleza. «El trabajo es bendito, sagrado y edificante cuando surge de quienes somos, cuando tiene relación con nuestro recorrido de despliegue —escribe Wayne Teasdale, activista, maestro y monje laico, en A Monk in the World. Para que el trabajo sea sagrado, tiene que estar conectado con nuestra realización espiritual. Nuestro trabajo ha de representar nuestra pasión, nuestro deseo de contribuir a nuestra cultura y, sobre todo, al desarrollo de los demás. Con la palabra “pasión” me refiero a los talentos que tenemos que compartir con otros, a los que moldean nuestro destino y nos permiten ser realmente útiles a otros miembros de la comunidad».

Para conectar con lo sagrado, tanto en el trabajo como en la vida, es imprescindible crear orden a partir del caos. Teasdale cita a James Yellowbank, compositor aborigen estadounidense, quien afirma: «La labor de la vida consiste en mantener ordenado tu mundo». Esa tarea requiere disciplina, un equilibrio saludable entre el trabajo y el juego y nutrición para la mente, el cuerpo y el espíritu en el seno de la comunidad, valores profundamente arraigados en mi propio ser, así como los objetivos que me planteé para los equipos que he entrenado.

En ocasiones costó lograr que los jugadores se volcaran hacia dentro. No todos los integrantes de los Bulls se mostraron interesados por la realización «espiritual». Nunca intenté imponerla. Mi enfoque fue sutil. Cada año, en noviembre, el circo ocupaba el pabellón durante algunas semanas, por lo que el equipo emprendía una gira por la Costa Oeste. Antes de la gira y a partir de lo que sabía de cada uno de los jugadores, elegía un libro para que lo leyesen. Valga como ejemplo esta lista: La canción de Salomón, para Michael Jordan; Todo se desmorona, para Bill Cartwright; Zen y el arte del mantenimiento de la motocicleta, para John Paxson; The Ways of White Folks, para Scottie Pippen; Joshua: A Parable for Today (Joshua: una parábola para hoy), para Horace Grant; Zen Mind, Beginner’s Mind (Mente zen, mente de principiante), para B. J. Armstrong; El guerrero pacífico, para Craig Hodges; En el camino, para Will Perdue, y Beavis & Butt-Head: This Book Sucks (Beavis y Butt-Head: Este libro es una mierda), para Stacey King.

Algunos baloncestistas leyeron todos los libros que les propuse y otros los tiraron a la basura. De todas maneras, nunca esperé que aceptasen al cien por cien mis propuestas. El mensaje que quería transmitir era que me preocupaba lo suficiente por ellos en tanto individuos como para buscarles un libro que tuviese un significado específico para cada uno… o que, como mínimo, los hiciese reír.

Otro modo de superar los límites consistió en invitar a expertos para que viniesen y enseñaran yoga, taichi y otras técnicas mentecuerpo a los jugadores. También invité a conferenciantes, incluidos un nutricionista, un detective secreto y un carcelero para mostrarles nuevos modos de pensar ante problemas de difícil resolución. A veces, cuando recorríamos distancias cortas (por ejemplo, cuando íbamos de Houston a San Antonio), los metíamos a todos en el autobús para que tuviesen la oportunidad de ver cómo era el mundo más allá de las salas de espera de los aeropuertos. Cierta vez, tras una dolorosa derrota ante los Knicks en una serie de los play-offs, sorprendí al equipo cuando me los llevé a dar un paseo en el transbordador de Staten Island en vez de someterlos a otra serie de entrevistas extenuantes con la prensa neoyorquina. En otra ocasión organicé la visita a un ex compañero con el que yo había jugado al baloncesto, el senador Bill Bradley. Nos presentamos en su despacho de Washington, donde nos dio una charla sobre baloncesto, política y cuestiones raciales. Acababa de pronunciar un resonante discurso en el Senado (poco después de que Rodney King fuese agredido por agentes de la policía de Los Ángeles), durante el cual golpeó cincuenta y seis veces el micrófono con un lápiz para simbolizar los puñetazos que King recibió. En una de las paredes de su despacho colgaba la foto del tiro en suspensión que falló durante el séptimo partido de las finales de la Conferencia Este de 1971, encuentro que acabó definitivamente con la esperanza de los Knicks de repetir como campeones aquel año. Bill la conservaba como recuerdo de su falibilidad.

Esas actividades no solo nos fortalecieron como individuos, sino como equipo. Steve Kerr, que se incorporó a los Bulls en 1993, afirma: «Una de las mejores cosas de nuestros entrenamientos era que se apartaban de lo rutinario. Si en la NBA tienes un entrenador que cada día repite lo mismo y las prácticas son iguales, todo envejece con rapidez. Nuestras reuniones comunitarias eran realmente importantes. Nuestro equipo se unió de formas en las que jamás lo hicieron los demás equipos en los que he jugado».

Para Paxson, nuestras aventuras más allá de la rutina del baloncesto se volvieron trascendentes. «Daba la sensación de que pertenecíamos a algo realmente importante. Nos sentíamos buenos chicos porque intentábamos jugar de la forma adecuada. Parecía que formábamos parte de algo mayor que el deporte propiamente dicho. Esa percepción se reforzó cuando empezamos a ganar, ya que los seguidores nos transmitieron lo importante que era para ellos. Todavía hay personas que se acercan y me cuentan dónde estaban cuando ganamos el primer campeonato y por qué para ellos fue un momento de un valor incalculable. Jugábamos como había que hacerlo, y eso es lo que sueña la gente».

«Trascendentes» no es exactamente la palabra que emplearía para describir a los Bulls cuando a finales de abril comenzaron los play-offs. Nos habíamos arrastrado a lo largo de la temporada debido a la ausencia de Cartwright y otros jugadores lesionados. Aunque ganamos la división, terminamos con 57 victorias, diez menos que el año anterior. Además, en los play-offs ya no contaríamos con la ventaja de jugar en casa, como había sucedido la temporada anterior.

En cuanto se iniciaron los play-offs, los jugadores pasaron a otro nivel. Al menos esa fue la sensación que dio cuando en las primeras rondas batimos a Atlanta y a Cleveland. Luego nos enfrentamos a los Knicks en Nueva York y perdimos dos encuentros seguidos. En esa ocasión, el aspirante a matarreyes fue John Starks, un escolta veloz, muy agresivo y con un letal lanzamiento de tres que daba infinitos problemas a Jordan en la defensa. En el segundo partido, cuando solo quedaban 47 segundos, Starks voló por encima de Michael y de Horace y en sus narices encestó un mate que situó a los Knicks cinco puntos por delante. Pat Riley describió la jugada de Starks como «un signo de exclamación».

A nuestro regreso a Chicago, mostré a los jugadores el vídeo de ese mate y dije a Michael que teníamos que impedir que Starks penetrase en nuestra defensa y que debíamos cortar sus pases al poste hacia Ewing. Ese comentario llamó la atención de Jordan. En su caso, los desafíos no se limitaban a la pista de baloncesto. Esa misma semana Dave Anderson, columnista de The New York Times, reveló que habían visto a Michael apostando en Atlantic City el día del segundo partido y se preguntó si esa excursión a altas horas de la noche había afectado su rendimiento. De repente, un ejército de reporteros se presentó en el lugar donde entrenábamos e hizo preguntas específicas sobre los hábitos como jugador de Michael, algo que él consideró ofensivo, por lo que dejó de hablar con los medios de comunicación, conducta que también adoptaron sus compañeros de equipo. Me pareció que ese artículo era ridículo. Declaré a los periodistas: «No necesitamos toques de queda. Estamos hablando de adultos. Hay que hacer otras cosas en la vida porque, de lo contrario, la presión resulta excesiva».

Lamentablemente, la situación no se desactivó. Poco después, el empresario Richard Esquinas publicó un libro en el que sostenía que Michael le debía 1,25 millones de dólares por apuestas que había perdido al golf. Michael negó que las pérdidas fueran tan altas y más adelante se publicó que había llegado a un acuerdo con Esquinas por trescientos mil dólares. Afloraron otras historias, según las cuales turbios buscavidas del mundo del golf habían desplumado a Michael de sumas considerables. Aparecieron más reportajes y James Jordan, padre de Michael, salió en defensa de su hijo: «Michael no tiene problemas con el juego, sino con la competitividad».

Por suerte, ninguna de esas cuestiones influyó en el equipo. En todo caso, contribuyeron a que todos centrasen su energía en lo que tenían entre manos. Michael explotó en el tercer partido, y luego frenó a Starks y condujo a los Bulls a una victoria aplastante en el cuarto encuentro. «Lo grandioso de este equipo es que todos tenemos el ardiente deseo de ganar —declaró Cartwright. Realmente detestamos perder. Salimos a la pista con esa actitud. Odiamos perder y, cuando tienes tíos así, hacen lo que sea con tal de vencer».

La serie siguiente, las finales del campeonato contra Phoenix, se anunciaron como el enfrentamiento entre Michael y Charles Barkley, que ese año había aflorado como superestrella tras ganar el premio al jugador más valioso y pilotar a los Suns hasta un balance de 62-20, que lo llevó a encabezar la liga. Yo no estaba muy preocupado por Barkley porque nuestros jugadores conocían la mayoría de sus jugadas de cuando había formado parte de los 76ers. Me parecía mayor la amenaza que representaba el base Kevin Johnson, que encabezaba el relampagueante contraataque de su equipo, clave de un ataque que les llevaba a anotar muchos tantos. También me preocupaba el escolta Dan Majerle y sus increíbles triples.

Johnny Bach me insistió para que mantuviese nuestra presión defensiva en toda la pista para contener a Johnson, usando a B. J., a Pax y a Horace para atraparlo en el fondo de la pista. Esa táctica nos ayudó a ganar los dos primeros partidos a Phoenix y robarles la ventaja de campo. Cuando regresamos a Chicago, los Suns ya se habían recuperado y ganaron dos de los tres encuentros siguientes, incluido el maratón de tres prórrogas en el quinto partido. Michael ni se inmutó. Cuando embarcamos rumbo al sexto partido, apareció fumando un puro enorme y dijo: «Hola, campeones del mundo. Vayamos a Phoenix y demostremos lo que valemos».

El encuentro fue una batalla campal. Posteriormente llegué a la conclusión de que el mejor lema para esa serie habría sido «Tres de la manera más difícil», ya que la defensa de los Suns solo nos permitió doce puntos en el cuarto período. Claro que nuestra defensa fue más eficaz y limitó a los Suns a un raquítico porcentaje de tiro del 24 por ciento en el último período.

Todo dependía de una jugada que provocó la sonrisa de Tex Winter. Jordan entró en juego cuando quedaban ocho minutos y se hizo cargo de la situación; marcó nuestros primeros nueve puntos del cuarto, incluido un lanzamiento contra el tablero, y nos situó a dos puntos a falta de treinta y ocho segundos. Durante el tiempo muerto reuní a los jugadores y les dije con total seriedad: «Hay que alejarse de M. J».. Algunos me miraron como si me hubiera vuelto loco. Enseguida se percataron de que no hablaba en serio y la tensión se relajó.

Tal como se desarrollaron los acontecimientos, no fue Michael quien hizo el último lanzamiento. Regateó por la pista y le pasó la pelota a Pippen, que se la devolvió. Cuando la defensa de los Suns se abalanzó sobre él, M. J. entregó la pelota a Scottie, que comenzó a correr hacia la canasta. En el último momento, Scottie pasó el balón a Horace, que se encontraba en la línea de fondo. Este se dio cuenta de que Danny Ainge se acercaba para hacerle una falta, por lo que pasó la pelota a Paxson, que estaba totalmente solo en la línea de tiros libres. Fue John quien anotó el triple.

Eso sí que fue una experiencia cumbre. Años después, en una entrevista con el escritor Roland Lazenby, Paxson describió lo que pasó por su mente en aquel momento. «Fue un sueño hecho realidad. De niño estás en el patio de casa y tiras para ganar campeonatos. Y cuando lo haces, resulta que no es más que un lanzamiento en un partido de baloncesto. De todos modos, creo que permitió que un montón de gente se identificara con esa experiencia, ya que muchísimos niños y adultos representan sus fantasías en el patio de sus casas. Eso fue lo que volvió especial el tercero de los tres campeonatos. Se trata de una manera fantástica de definir un triplete encestando un triple».

A mí no fue el lanzamiento lo que me cautivó, sino el pase de Michael que condujo al pase de Scottie que condujo al pase de Horace que condujo al lanzamiento. Esa secuencia de pases jamás habría existido si no hubiésemos dedicado tantos meses y años a dominar no solo los ejercicios de Tex, sino a desarrollar la clase de inteligencia grupal necesaria para que un equipo actúe al unísono. Aquella noche el triángulo fue algo realmente bello.

Una vez terminado el partido, las lumbreras deportivas se dedicaron a comparar a los Bulls con los gigantes del pasado. Gracias a esa victoria, nos convertimos en el tercer equipo de la historia (tras los Minneapolis Lakers y los Boston Celtics) que ganaba tres campeonatos sucesivos de la NBA. Resultó halagador que nos incluyeran en la misma frase con esos conjuntos legendarios. Sin embargo, se les escapó la historia real: el viaje interior que los jugadores realizaron para transformar a los Bulls de un equipo del estadio 3 («Soy genial y tú no») en un equipo del estadio 4 («Somos geniales y ellos no»).

Siempre he sido contrario a preparar el equipaje antes de un gran partido, no sea que los dioses del baloncesto favorezcan a nuestro adversario y tengamos que quedarnos otro día. Después de esa victoria, regresamos al hotel, hicimos las maletas y montamos una fiesta en el avión que nos llevó de regreso a Chicago, donde nos esperaba una multitud de seguidores extasiados.

La temporada había sido dura. La presión no dejó de aumentar y crecer hasta que tuvimos la sensación de que jamás desaparecería. Sin embargo, los jugadores se apoyaron mutuamente para coger fuerzas y todo concluyó con un momento de pura poesía de baloncesto que difuminó tanto dolor y fealdad. Tras pocas horas de descanso, esa noche desperté de repente, embargado por un sentimiento de profunda satisfacción. Volví a conciliar el sueño y finalmente desaparecí durante horas.

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Los sentimientos de alegría no tardaron en volverse de amargura. En agosto, el padre de M. J. fue asesinado cuando regresaba de un funeral en Wilmington, Carolina del Norte. Michael quedó destrozado. Estaba muy unido a su padre, que tras jubilarse pasaba mucho tiempo en Chicago y era su mayor fan. Tras la desaparición de su padre, las hordas mediáticas no dejaron a Michael a sol ni a sombra y le dolió que su fama impidiese que su familia lo llorara en privado. Hubo un tiempo en el que Michael solo tenía que tratar con un puñado de cronistas deportivos, a la mayoría de los cuales conocía personalmente. En ese momento se vio acechado por un grupo numeroso y anónimo de expertos en celebridades que no tuvieron escrúpulos a la hora de invadir recovecos de su vida personal que hasta entonces habían estado vedados.

Desde hacía tiempo suponía que Michael quería dejar el baloncesto, así como las presiones que conllevaba, y dedicarse a otra cosa. Hacía varios meses que lanzaba indirectas acerca de que tal vez le interesaría pasarse al béisbol profesional e incluso había pedido a Tim Grover, su preparador físico, que diseñase una tabla de ejercicios orientada hacia dicho deporte. No me sorprendí cuando aquel verano Michael se reunió con Jerry Reinsdorf y le comunicó que quería dejar los Bulls y jugar en el otro club de Jerry, los White Sox. Jerry respondió que, antes de darle una respuesta, tenía que hablarlo conmigo.

No me interesaba tratar de convencer a Michael de que abandonase su sueño, pero quería cerciorarme de que había analizado su decisión desde todos los ángulos posibles. Le hablé como amigo más que como entrenador y en ningún momento incorporé mis intereses personales a la cuestión. En primer lugar, apelé a su sentido de una llamada superior. Dije que Dios le había dado un talento extraordinario con el que hacía felices a millones de personas y que no me parecía correcto que se fuera. Michael tuvo respuesta para ese comentario: «Por algún motivo, Dios me aconseja que siga mi camino y debo hacerlo. La gente tiene que aprender que nada dura eternamente».

A continuación intentamos encontrar la manera de que compitiera en los play-offs sin jugar a lo largo de toda la temporada regular. Michael ya había pensado en todo lo que propuse y rechazó esa idea. Al final comprendí que ya había tomado una decisión y hablaba seriamente de dejar el deporte que durante tanto tiempo había dominado. Fue muy conmovedor.

«Nos pusimos muy sentimentales y hablamos de los pasos que tenía que dar —recuerda Michael. Salí convencido de que Phil era un gran amigo. Me hizo pensar en muchas cosas y evitó que me apresurase a tomar una decisión. Al final de la reunión comprendió perfectamente que yo necesitaba un alto en el camino, que había llegado a un punto en el que luchaba con un montón de demonios en lugar de centrarme en el baloncesto. Irme era exactamente lo que necesitaba en aquel momento».

A medida que Michael cruzaba la puerta, por alguna razón percibí que ese no era el final de la historia.