Capítulo siete
Oír lo nunca oído

Por encima de todo, contempla el mundo entero con ojos brillantes,

ya que los secretos más grandes siempre se ocultan

en los lugares más inverosímiles.

Quienes no creen en la magia jamás la encuentran.

ROALD DAHL

En la entrada de mi casa de California del Sur cuelga un cuadro, parecido a un tótem, del núcleo de jugadores que conquistaron los tres primeros campeonatos de los Bulls. Se trata de una serie de retratos apilados verticalmente: arriba de todo está Michael Jordan, seguido de los restantes ordenadores del juego, y más abajo los suplentes. Con el elegante borde rojo y la paleta de colores suaves, más que una colección de imágenes el cuadro parece un objeto sagrado. Me gusta que el artista Tim Anderson no hiciera distinciones entre las estrellas y el resto de los atletas, salvo en el orden en el que aparecen. Todos los retratos tienen el mismo tamaño y cada uno muestra la misma actitud serena. En mi opinión, ese cuadro es un homenaje al concepto de equipo.

Después de la desgarradora derrota contra Detroit en los play-offs, aún nos quedaba un largo camino por recorrer antes de alcanzar ese ideal, pero era indudable que avanzábamos en la dirección correcta. Los jugadores habían comenzado a aceptar el sistema y detecté indicios de que se estaban convirtiendo en un equipo más generoso del estadio 4.

Durante el verano dediqué una buena cantidad de tiempo a reflexionar sobre lo que necesitábamos para acelerar el proceso. En primer lugar, teníamos que prepararnos para la agotadora temporada de ochenta y dos partidos como si corriésemos un maratón en vez de una sucesión de sprints. Para desbancar a los Pistons teníamos que asegurarnos la ventaja de jugar en casa y dar el máximo en el momento oportuno, tanto física como psicológicamente. En segundo lugar, necesitábamos emplear con más eficacia nuestra defensa zigzagueante y de alta presión, sobre todo en los partidos decisivos, en especial cuando la defensa representa la diferencia entre el triunfo y la derrota. En tercer lugar, era importante cerciorarnos de que cada partido resultaba significativo en función de lo que intentábamos conseguir como equipo. A menudo recordé a los jugadores que había que centrarse en el recorrido más que en el encuentro final porque, si focalizas toda tu atención en el futuro, el presente pasa de largo.

Lo más importante era conseguir que los jugadores alcanzasen una profunda inteligencia grupal a fin de trabajar juntos de forma más armoniosa. En El segundo libro de la selva, de Rudyard Kipling, hay una sección que sintetiza la clase de dinámica de grupo que quería que los jugadores creasen. Durante la temporada 1990-91 se convirtió en la consigna del equipo:

Esta es la ley de la selva, tan antigua y verdadera como el cielo;

que el lobo que la respete prospere

y que el lobo que la transgreda muera.

Al igual que la enredadera que rodea el tronco del árbol,

la ley va para aquí y para allá…

Porque la fuerza de la manada está en el lobo

y la fuerza del lobo está en la manada.

Cuando comencé a jugar con los Knicks, estuve un par de veranos como estudiante graduado en psicología en la universidad de Dakota del Norte. En ese período, estudié la obra del psicólogo Carl Rogers, cuyas ideas innovadoras sobre el poder personal han ejercido una poderosa influencia en mi perspectiva del liderazgo. Rogers, uno de los fundadores de la psicología humanística, fue un psicólogo clínico renovador que, tras años de experimentar, desarrolló varias técnicas eficaces para alimentar lo que denominó «el yo real» en lugar del yo idealizado en el que pensamos que tendríamos que convertirnos. Estaba persuadido de que la clave radicaba en que el terapeuta crease con el cliente una relación que no se centra en resolver el problema, sino en fomentar el crecimiento personal.

Según Rogers, para que esto suceda el terapeuta tiene que ser lo más honrado y auténtico posible y considerar al cliente una persona de valía incondicional, sea cual sea su condición. En su obra más influyente, El proceso de convertirse en persona, escribe que la paradoja «consiste en que, cuanto más dispuesto estoy simplemente a ser yo mismo con toda la complejidad de la vida y cuanto más dispuesto estoy a comprender y a aceptar las realidades de mí mismo y del otro, más parecen estimularse los cambios».

En opinión de Rogers, es casi imposible que alguien cambie a menos que acepte totalmente quién es. Tampoco desarrollará relaciones fructuosas con otros a no ser que descubra el sentido de su propia experiencia. Afirma: «Cada persona es una isla en sí misma, en un sentido muy real, y solo podrá construir puentes hacia otras islas si, ante todo, está dispuesta a ser ella misma y se permite ser ella misma».

No pretendo ser terapeuta, pero el proceso que Rogers describe no se diferencia mucho de lo que he intentado hacer como entrenador. En vez de meter por la fuerza a cada persona en roles predeterminados, siempre he intentado fomentar un entorno en el que los jugadores prosperen como individuos y se expresen creativamente en el marco de la estructura del equipo. Nunca me interesó convertirme en el mejor amigo de los jugadores y, de hecho, me parece importante guardar ciertas distancias. De todas maneras, intenté desarrollar con cada uno una relación sincera, cuidadosa y basada en el respeto mutuo, la compasión y la confianza.

La clave está en la transparencia. Lo único que los jugadores no soportan es un entrenador que no sea sincero e íntegro con ellos. En mi primer año como entrenador de los Bulls, B. J. Armstrong presionó para sustituir a John Paxson como base titular. B. J. insistió en que era mejor ordenador del juego que Paxson y que lo superaba en el control del balón. Sin embargo, se había mostrado reacio a adoptar el triángulo ofensivo porque pensaba que entorpecería sus posibilidades de realizar las elegantes jugadas individuales que lo caracterizaban. Le respondí que agradecía su entusiasmo, pero que prefería que compartiese minutos con Paxson debido a que John trabajaba mejor con los titulares y a él lo necesitábamos para dinamizar a los suplentes. Además, el equipo fluía mejor si John formaba parte de la alineación. Mi decisión no le hizo la menor gracia, pero captó el mensaje. Años más tarde, después de demostrar que podía organizar el ataque y jugar de forma cooperativa, lo nombramos titular del equipo.

Una de las labores más difíciles de los entrenadores consiste en evitar que los jugadores que no son estrellas afecten la química del equipo. Casey Stengel, gerente de los New York Yankees, decía: «El secreto de la gerencia consiste en mantener a los tíos que te detestan lejos de los que aún no han tomado una decisión». En baloncesto, los que te odian suelen ser los que no juegan tantos minutos como suponen que merecen. Dado que he sido suplente, sé lo irritante que puede ser morirte de aburrimiento en el banquillo en medio de un encuentro decisivo.

Mi estrategia consistió en mantener a los reservas tan involucrados como fuera posible en el desarrollo del juego. Tex decía que, si el triángulo ofensivo funcionaba bien, el equipo debía jugar como si se tratase de «los cinco dedos de una mano». Por lo tanto, cuando entraban en el terreno de juego, los suplentes debían fundirse como una sola pieza con los jugadores que ya estaban en la pista. En los primeros años empleé una rotación de diez jugadores (cinco titulares y cinco reservas) a fin de que los segundos pasasen suficiente tiempo en la cancha como para sincronizar con el resto del equipo. Entrada la temporada, reducía la rotación a siete u ocho atletas, aunque intentaba incorporar a los restantes reservas siempre que podía. En ocasiones los jugadores que no son estrellas ejercen una influencia sorprendente. Valga como ejemplo Cliff Levingston, ala-pívot suplente que jugó limitados minutos durante la temporada 1990-91, pero floreció en los playoffs porque estuvo perfectamente a la altura del ataque de los de Detroit.

No soy de abrazar ni acostumbro a repartir fácilmente alabanzas. De hecho, algunas personas me consideran distante y enigmático. Mi estilo consiste en mostrar aprecio con gestos sutiles: una señal de reconocimiento con la cabeza aquí y un apretón en el brazo allá. Lo aprendí de Dick McGuire, mi primer entrenador en los Knicks, quien después de los partidos solía acercarse a mi taquilla y me aseguraba en voz baja que me tenía en cuenta y que en el próximo encuentro intentaría concederme más minutos. Como entrenador, he intentado transmitir a cada jugador que me preocupo por él como persona, no solo como factótum del baloncesto.

El gran regalo que me hizo mi padre consistió en enseñarme a ser sinceramente compasivo al tiempo que me ganaba el respeto de los demás. Papá era un hombre alto, majestuoso, de porte distinguido, sonrisa cálida y mirada tierna que lo llevaba a parecer confiable, cuidadoso y un poco misterioso. Se semejaba a los retratos que he visto de George Washington, un hombre de hablar suave, modesto y que controlaba totalmente las situaciones. De pequeño, a menudo me situaba junto a mi padre y despedía a los miembros de la iglesia cuando se retiraban del servicio. Había quienes decían que me parecía a él en la dignidad de mi postura corporal. No tengo duda de que, como entrenador, me he beneficiado de mi estructura considerable y de mi voz grave y resonante. Cuando hablo con los jugadores, no necesito levantar la cabeza para mirarlos: podemos hablar cara a cara.

Papá era pastor en el verdadero sentido de la palabra, uno de los pocos cristianos sinceros que he conocido. Se regía por un sencillo conjunto de reglas dictadas por la Biblia y evitaba los pleitos y la animosidad en general porque entraban en conflicto con sus ideales cristianos. Mientras que en sus sermones mi madre clamaba contra el fuego y el azufre, papá se centraba, sobre todo, en la benevolencia y en tener un corazón generoso. Se preocupaba hondamente por sus feligreses y cada mañana, después del desayuno, rezaba por cada uno de ellos en su estudio. Los miembros de la iglesia se sentían protegidos y tranquilos, lo que contribuía a cohesionar la comunidad. Esta es una lección que jamás he olvidado.

Por regla general, los baloncestistas profesionales no son explícitos cuando se trata de sus anhelos más profundos. Prefieren comunicarse de forma no verbal o hacer bromas en lugar de revelar vulnerabilidades, sobre todo cuando hablan con su entrenador. Por consiguiente, en ocasiones resulta dificultoso averiguar qué hace vibrar a cada jugador.

Yo siempre buscaba formas nuevas de meterme en la cabeza de los jugadores. Cuando empecé a entrenar a los Bulls, les pedí que creasen lo que me gustaba describir como escudo personal, un sencillo perfil basado en preguntas del cariz de «¿cuál es tu máxima aspiración?», «¿quién ha influido más en ti?» y «¿qué es eso que la gente no sabe de ti?». Después les pedí que rellenasen un cuestionario más formal y emplée sus respuestas para tantearlos con más profundidad durante nuestras reuniones interpersonales a mitad de temporada.

Mi herramienta psicológica favorita era la que June denominaba el «ojo de buey social», que crea la imagen de cómo se ven las personas a sí mismas en relación con el grupo. En uno de nuestros largos viajes repartía entre los jugadores una hoja de papel con un ojo de buey de tres anillos, en el que el central representaba la estructura social del equipo. A continuación les pedía que se situasen en algún punto del ojo de buey de acuerdo con lo mucho o lo poco que se sentían conectados con el equipo. No es sorprendente que los titulares se situaran habitualmente cerca del ojo, mientas que los reservas se esparcían por el segundo y tercer anillos. En cierta ocasión el pívot suplente Stacey King, jugador que hablaba muy rápido, vestía con elegancia y hacía reír a todo el mundo, se dibujó bastante lejos del tercer anillo. Cuando le pedí que se explicase, respondió: «Entrenador, porque nunca tengo minutos de juego». No era cierto, pero era lo que sentía. De cara a la galería, Stacey parecía seguro de sí mismo e integrado, pero interiormente se sentía como un forastero que lucha por conquistar el reconocimiento. Creo que nunca supe cómo curar esa herida.

Mi intención consistía en conceder a los jugadores la libertad de averiguar cómo encajaban en el sistema en lugar de dictar desde lo alto qué quería que hiciesen. Algunos atletas se sintieron incómodos porque nunca les habían concedido esa clase de autonomía. Otros se mostraron totalmente liberados.

Al inicio de la temporada 1990-1991 decidí dejar tranquilo a Michael. Yo sabía que necesitaba tiempo para desentrañar cómo funcionar dentro del sistema triangular de una forma que para él tuviese sentido. Una vez terminada la temporada anterior, Michael había decidido que necesitaba fortalecer su musculatura para hacer frente a los golpes que le propinaban los Pistons y otros equipos. Contrató a Tim Grover, especialista en entrenamiento físico, que lo sometió a una agotadora serie de ejercicios con el propósito de aumentar su resistencia y fortalecer su torso y la parte inferior de su cuerpo. Como de costumbre, Michael fue sumamente disciplinado a la hora de realizar los ejercicios y se presentó en el campamento de entrenamiento mucho más vigoroso y fuerte, sobre todo en la zona de los hombros y los brazos.

Michael adoraba los desafíos. Por lo tanto, lo reté a que imaginase una nueva forma de vincularse con sus compañeros de equipo. Esperaba que los compañeros rindiesen a su mismo nivel, pero en la liga solo había un puñado de jugadores capaces de estar a su altura. Lo alenté a que echara un vistazo a su papel en el equipo e intentase buscar maneras de servir de catalizador para que todos jugasen al unísono. No le ordené lo que tenía que hacer, sino que me limité a pedirle que pensase en el problema desde otra perspectiva, básicamente haciendo preguntas acerca del impacto que tal o cual estrategia podía tener en el equipo. «¿Qué pensarían Scottie u Horace si hicieras esto?», le preguntaba. Lo trataba como a un igual y paulatinamente Michael comenzó a cambiar de manera de pensar. Si le permitía resolver el problema por su cuenta, estaba más dispuesto a aceptar la solución y a no repetir en el futuro la misma conducta contraproducente.

Al recordar aquella época Michael dice que ese enfoque le gustó porque «me permitió ser la persona que necesitaba ser». A veces yo le decía que tenía que ser agresivo y fijar el tono del equipo, mientras que otras le planteaba: «¿Por qué no intentas que Scottie haga esto para que los defensores lo persigan y tú puedas atacar?». Por regla general, intenté conceder a Michael el espacio necesario para que encontrase el modo de integrar sus ambiciones personales y las del equipo. «Phil sabía que para mí era importante ganar el título de máximo anotador, pero yo quería hacerlo de una manera que no afectase al funcionamiento del equipo», reconoce Michael ahora.

De vez en cuando Michael y yo teníamos una discusión, habitualmente cuando criticaba una de sus jugadas dictadas por el ego. Sin embargo, nuestros roces jamás se convirtieron en disputas graves. «Recuperar la tranquilidad me llevaba cierto tiempo —reconoce Michael. Tal vez tenía que mirarme al espejo e intentar comprender qué era exactamente lo que Phil decía. Me figuro que él hacía lo mismo. Cada vez que topábamos nuestro respeto mutuo iba en aumento». Estoy totalmente de acuerdo.

Otro jugador que aquella temporada dio un salto significativo fue Scottie Pippen. Evidentemente, estaba acostumbrado a los pasos de gigante. El menor de doce hermanos, Scottie, se crio en Hamburg, Arkansas. Su familia no tenía mucho dinero, en parte porque su padre había quedado incapacitado a causa de un accidente cerebrovascular que sufrió cuando trabajaba en una fábrica de papel. Scottie era el niño bonito de la familia. Aunque no recibió ofertas de becas, se inscribió en la universidad de Arkansas Central y estudió realizando trabajos diversos y actuando como gerente del equipo deportivo universitario. Su debut como jugador no becado del equipo de estudiantes de primer año no fue espectacular: promedió 4,3 puntos y 2,9 rebotes por encuentro. A lo largo del año siguiente creció diez centímetros, alcanzó el metro noventa y cinco y, tras jugar con ahínco todo el verano, regresó a la universidad en mucha mejor forma que cualquiera de sus compañeros de equipo. «Siempre fui un buen manejador del balón —reconoce Scottie. Eso significó una gran ventaja cuando crecí porque había que ser pívot para ocuparse de mí. Además, en la liga no había tíos tan grandes».

Scottie, que cuando se graduó ya medía dos metros, alcanzó una media de 26,3 puntos y 10 rebotes por partido y en el último año de universidad fue nombrado, por consenso, All-American. Jerry Krause, que lo había visto jugar hacía mucho, realizó unos pocos pero hábiles cambios a fin de escogerlo en el quinto lugar de la ronda del draft de 1987. Scottie estaba muy aferrado a su posición tradicional de alero y tuvo dificultades para encajar en esa función porque no era un gran lanzador exterior. Sin embargo, poseía la rara habilidad de coger un rebote, sortear el trasiego de jugadores y llegar a la otra punta de la pista para atacar la canasta. En la práctica, proteger a Michael convirtió a Scottie en un magnífico defensor. Cuando comencé a trabajar con él, lo que más me impresionó fue su capacidad de interpretar lo que ocurría en la cancha y reaccionar de manera consecuente. En la escuela secundaria había sido base y todavía tenía la mentalidad de compartir la pelota. Michael siempre intentaba anotar, mientras que Scottie parecía más interesado en cerciorarse de que la ofensiva en conjunto llegaba a buen fin. En ese aspecto, era más parecido a Magic Johnson que a Michael Jordan.

Durante mi segundo año como entrenador principal, me inventé una nueva posición para Scottie, la de «base-alero», y me encargué de que compartiese con los bases el trabajo de subir la pelota, experimento que dio mucho mejor resultado del esperado. Esta transformación abrió una faceta de Scottie que jamás se había explotado y lo convirtió en un magnífico jugador multidimensional, con capacidad para abrir juego al vuelo. Como él mismo dice, ese cambio «me convirtió en el jugador que quería ser en la NBA».

Scottie terminó segundo del equipo con 17,8 puntos, 7,3 rebotes y 2,5 robos de balón en la temporada 1990-1991; al año siguiente fue nominado como miembro del mejor quinteto defensivo de la NBA. El efecto que ejerció en el equipo fue poderoso. Convertir a Scottie en base le hizo tener la pelota tanto como Michael y permitió que M. J. se desplazase a los laterales de la línea de tres puntos y desempeñara diversos papeles ofensivos, incluido el liderazgo del ataque en transición. Ese cambio también creó posibilidades para otros jugadores, ya que Scottie era más ecuánime que Michael en su forma de distribuir el balón. De repente se puso en marcha una dinámica de grupo novedosa y más colaboradora.

Por aquel entonces, la mayoría de los entrenadores suscribían la teoría del entrenamiento mental postulada por Knute Rockne. Antes de los partidos intentaban acelerar con palabras de ánimo a sus jugadores. Ese enfoque funciona si eres linebacker. Cuando jugué con los Knicks descubrí que, cada vez que estaba demasiado excitado mentalmente, esa actitud ejercía un efecto negativo en mi capacidad de permanecer centrado si me veía sometido a presión. Por eso hice lo contrario. En lugar de acelerar a los jugadores, desarrollé diversas estrategias para ayudarlos a serenar sus mentes y fortalecer la conciencia a fin de que entrasen en el campo de batalla seguros de sí mismos y con poder.

Lo primero que hice con los Bulls consistió en enseñar a los jugadores una versión reducida de la meditación plena, basada en las prácticas zen que yo llevaba años realizando. No lo convertí en una cuestión de principios. Durante los entrenamientos, permanecíamos sentados alrededor de diez minutos, por regla general antes de una sesión de pase de vídeos. Algunos jugadores lo consideraban extraño y otros aprovechaban ese rato para echar una cabezadita. Accedieron porque sabían que la meditación era un elemento importante en mi vida. En mi opinión, conseguir que los jugadores estuvieran tranquilos y juntos durante diez minutos fue un buen punto de partida. Algunos jugadores, en especial B. J. Armstrong, se interesaron seriamente por la meditación y siguieron estudiando por su cuenta.

No pretendía convertir a los Bulls en monjes budistas, sino que me interesaba lograr que adoptasen un enfoque más pleno de nuestro deporte y de las relaciones que tenían entre ellos. En el fondo, la plenitud consiste en estar presente en el momento al máximo posible, sin dejarse arrastrar por pensamientos del pasado o del futuro. Según el maestro zen Suzuki, cuando hacemos algo «con la mente simple y clara…, nuestra actividad es fuerte y directa. Cuando hacemos algo con la mente embrollada con otras cosas, personas o la sociedad, nuestra actividad se torna muy compleja».

Como en una ocasión señaló el escritor John McPhee, para triunfar en el baloncesto es necesario tener una percepción muy sutil del lugar donde estás y de lo que ocurre a tu alrededor en cualquier momento dado. Pocos son los jugadores que nacen con esta capacidad (Michael, Scottie y Bill Bradley, por mencionar unos pocos) y casi todos tienen que adquirirla. Tras practicar la meditación durante años descubrí que, cuando te involucras plenamente en el momento, empiezas a desarrollar una conciencia mucho más profunda de lo que ocurre justo aquí y ahora. Y, en última instancia, esa conciencia conduce a una mayor sensación de unidad, que es la esencia del trabajo en equipo.

En cierta ocasión John Paxson me envió un artículo de la Harvard Business Review porque, según dijo, había hecho que se acordara de mí. Titulado «Parábolas de liderazgo» y firmado por W. Chan Kim y Renée A. Mauborgne, el artículo se componía de una serie de antiguas parábolas que se centraban en lo que los autores denominaron «el espacio nunca visto del liderazgo». La historia que llamó la atención de Paxson fue la de un joven príncipe a quien su padre envía a estudiar con un gran maestro chino la forma de convertirse en un buen gobernante.

La primera tarea que el maestro le encargó consistió en pasar un año a solas en el bosque. Cuando el príncipe regresó, el maestro le pidió que describiera lo que había oído y el joven repuso: «Oí el canto de los cuclillos, el frufrú de las hojas, el aleteo de los colibríes, el chirrido de los grillos, el soplido de la hierba, el zumbido de las abejas y el susurro y el grito del viento».

Cuando el príncipe terminó de hablar, el maestro le aconsejó que regresara al bosque y estuviese atento a otros sonidos que pudiera percibir. Por lo tanto, el príncipe regresó a la arboleda y allí estuvo varios días con sus noches, preguntándose a qué se refería el maestro. Una mañana comenzó a detectar tenues sonidos que jamás había percibido.

A su regreso, el príncipe comunicó al maestro: «Cuando presté más atención, oí lo nunca oído: el sonido de las flores cuando se abren, el sonido del sol calentando la tierra y el sonido de la hierba libando el rocío matinal».

El maestro asintió.

«Oír lo nunca oído es una disciplina necesaria para convertirse en buen gobernante —aseguró el maestro. Solo cuando aprende a prestar atención a los corazones de las personas, a oír los sentimientos que no comunican con la palabra, los dolores sin expresar y las quejas no habladas, el gobernante puede albergar la esperanza de inspirar confianza al pueblo, comprender si algo está mal y satisfacer las necesidades verdaderas de los ciudadanos».

Oír lo nunca oído… Se trata de una aptitud que todos los miembros del grupo necesitan, no solo el líder. En el caso del baloncesto, los estadísticos cuentan las asistencias que realizan los jugadores o los pases que conducen a anotar puntos; por mi parte, siempre me ha interesado más que los jugadores se centren en el pase que conduce al pase que conduce a los puntos. El desarrollo de esa clase de conciencia requiere tiempo pero, una vez que la consigues, lo invisible se torna visible y el partido se despliega ante tus ojos como si fuera un relato.

Con el propósito de reforzar la conciencia, me gustaba tener a los jugadores pendientes de lo que sucedería a continuación. Durante un entrenamiento estaban tan apáticos que decidí apagar las luces y hacer que jugasen a oscuras…, tarea nada fácil cuando intentas coger un pase estratosférico de Michael Jordan. En otra ocasión, tras una derrota bochornosa, decidí que realizaran las prácticas en el más absoluto de los silencios. Algunos entrenadores pensaron que estaba loco, pero a mí me importaba que los jugadores despertasen, aunque solo fuera un instante, para ver lo nunca visto y oír lo nunca oído.

Prepararse para los play-offs es como hacerlo para ir al dentista. Sabes que la visita no será tan mala como supones, pero no puedes dejar de obsesionarte. Todo tu ser se dirige hacia ese hecho. Con frecuencia la ansiedad se apodera de mí en plena noche y me quedo en la cama pensando y repensando nuestra estrategia para el siguiente partido. A veces, por muy de madrugada que sea, apelo a la meditación para desencallar mi mente y aliviarme tras la andanada de conjeturas. He descubierto que la forma más eficaz de hacer frente a la ansiedad consiste en estar seguro de que te encuentras lo más preparado que puedes para lo que está por venir. Mi hermano Joe suele decir que la fe es una de las dos cosas que suelen ayudar a plantar cara al miedo. La otra es el amor. Joe asegura que has de tener fe en que has hecho todo lo posible para estar seguro de que las cosas se resolverán…, sin tener en cuenta el resultado final.

Hay una anécdota que me encanta sobre la manera en la que Napoleón Bonaparte elegía a sus generales. Se dice que, tras la muerte de uno de sus grandes militares, Napoleón encomendó a uno de los oficiales del Estado Mayor que encontrase sustituto. Varias semanas después, el oficial regresó y describió al hombre que, en su opinión, era el candidato perfecto en virtud de su conocimiento de las tácticas militares y de su brillantez como gestor. Cuando el oficial terminó de hablar Napoleón lo miró y comentó: «Todo eso está muy bien pero ¿tiene suerte?».

Tex Winter me llamaba «el entrenador más afortunado del mundo». No creo que la suerte tenga mucho que ver. Es verdad que un jugador puede sufrir una lesión y que el equipo puede verse abocado a una calamidad, pero estoy convencido de que si has tenido en cuenta todos los detalles, son las leyes de causa y efecto, más que la suerte, las que determinan el resultado. Está claro que, en un partido de baloncesto, son muchas las cosas que es imposible controlar. Precisamente por ese motivo la mayor parte del tiempo nos centrábamos en lo que sí podíamos controlar: el movimiento de pies adecuado, el espacio apropiado en pista, el modo adecuado de mover la pelota. Cuando juegas como hay que hacerlo, para los jugadores el partido tiene sentido y ganar es un resultado posible.

Existe otra clase de fe que es más importante si cabe: la fe en que, a cierto nivel que supera la comprensión, todos estamos conectados. Por eso hago que los jugadores se reúnan solos y en silencio. El hecho de que un grupo permanezca junto, en silencio y sin distracciones permite que sus miembros resuenen mutuamente de formas profundas. Como aseguró Friedrich Nietzsche: «Los hilos invisibles son los vínculos más fuertes».

A lo largo de mi carrera, en varias ocasiones he visto cómo se formaban esos vínculos. El profundo sentimiento de conexión que se genera cuando los jugadores actúan de común acuerdo es una fuerza enorme que puede anular el miedo a perder. Esa fue la lección que los Bulls estaban a punto de aprender.

Mediada la temporada 1990-91, las piezas comenzaron a encajar en su sitio. Cuando los jugadores se sintieron más cómodos con la ofensiva triangular, Tex comenzó a hacer que se centrasen en una serie de acciones críticas que denominábamos «automatismos», acciones que podíamos poner en práctica si el equipo contrario sobrecargaba la defensa en una zona de la pista. El punto crítico era el que Tex describía como «el momento de la verdad», durante el cual el jugador que desplazaba el balón por la pista se topaba con los defensores. Si la defensa focalizaba mucha presión en él y en ese punto, el jugador podía realizar una jugada automática a fin de dirigir la acción a otro sector de la cancha y crear nuevas posibilidades de anotar. Uno de los automatismos preferidos por el equipo era el que denominábamos «el cerdito ciego», o puerta atrás con pase desde poste alto, acción mediante la cual los jugadores de la línea delantera se acercaban para aliviar la presión sobre el base mientras el ala-pívot del lado débil (es decir el cerdito), se liberaba, cogía el pase y rompía la defensa. El cerdito ciego fue una jugada decisiva no solo para los Bulls sino, más adelante, para los Lakers, ya que liberó a un lanzador del bloqueo doble en el lado débil y situó a dos de nuestros mejores jugadores en posición de anotar.

Los jugadores estaban entusiasmados. El cerdito ciego y otros automatismos les permitieron adaptarse de forma coordinada a lo que la defensa hacía, sin necesidad de esperar que yo les dictase las jugadas desde las bandas. «Se convirtió en nuestra arma principal —recuerda Scottie. Nos sentíamos muy bien cuando salíamos a la cancha y poníamos la pelota en juego. Echábamos a correr hacia determinados sitios porque allí nos sentíamos cómodos. Todos estábamos contentos. Michael recibía cada vez más balones. Teníamos más equilibrio a la hora de recuperar las transiciones. Comenzamos a convertirnos en un mejor equipo defensivo y finalmente se volvió un hábito para nosotros».

Los automatismos también enseñaron a los jugadores a aprovechar la defensa alejándose de la presión en vez de atacarla directamente. Sería importante cuando el equipo tuviese que hacer frente a equipos más fuertes y físicos, como los Pistons. Con el propósito de derrotar a Detroit, teníamos que volvernos resilientes y no retroceder. Jamás conseguiríamos vencerlos si cada vez que salíamos a la pista el partido se convertía en un combate de lucha libre.

Poco antes de la pausa del All-Star, los Bulls tuvieron una racha de 18-1, incluido un subidón de moral cuando ganamos en Auburn Hills a los Pistons 95-93. Pese a que Isiah Thomas tuvo que retirarse del encuentro a causa de una lesión de muñeca, ese partido fue decisivo en cuanto al modo en el que nos veíamos como equipo. A partir de ese momento, los Bad Boys de Detroit dejaron de parecernos tan «malos».

Terminamos la temporada encabezando la liga con un palmarés 61-21, lo que nos concedió la ventaja de pista en los play-offs. Arrasamos a los Knicks 3-0 y ganamos los dos primeros encuentros de la serie contra Filadelfia, pero topamos con problemas en el tercer partido. Jordan se presentó con una tendinitis en la rodilla (que probablemente sufrió jugando al golf) y los corpulentos ala-pívots y pívots de los 76ers, es decir, Armen Gilliam, Charles Barkley y Rick Mahorn, comenzaron a presionar a Horace Grant y a desmontar su juego.

Horace era un ala-pívot de 2,08 metros, con una excepcional velocidad de pies y gran intuición para los rebotes. Johnny Bach lo llamaba el Intrépido por su habilidad para atrapar a los que controlaban rápidamente el balón y para hacer funcionar la defensa de presión. Criado en la Georgia rural, Horace se había vinculado con Scottie desde el primer momento y en cierta ocasión había asegurado a los periodistas que es «como mi hermano gemelo». Sin embargo, durante la temporada 1990-91 se habían distanciado a medida que Scottie gravitaba hacia Michael. Simultáneamente Horace, que hacía denodados esfuerzos por salvar su matrimonio, había buscado consuelo en la religión.

El año anterior Johnny había propuesto que emplease a Horace como «víctima propiciatoria» con el fin de motivar al equipo. Se trata de una práctica bastante habitual en los equipos profesionales. A decir verdad, durante un corto período yo interpreté ese papel cuando jugué con los Knicks. El objetivo consiste en designar al jugador que recibirá la mayor parte de las críticas como modo de motivar al resto para que se vinculen. No estaba totalmente convencido de esa clase de entrenamiento a la vieja usanza, pero me mostré dispuesto a intentarlo. Sabía que los jugadores apreciaban a Horace y que le prestarían todo su apoyo si yo presionaba demasiado. Johnny, que mantenía una excelente amistad con Horace, me aseguró que era lo bastante duro como para soportar la presión.

Explicamos la idea a Horace y, al principio, accedió. Desde niño soñaba con ser marine, de modo que la disciplina severa lo atraía. Con el paso del tiempo las críticas lo irritaron y la crisis estalló en el tercer cuarto del tercer partido contra los 76ers.

Durante todo el partido Gilliam había golpeado a Horace en la espalda y lo había descolocado, pero los árbitros permitieron que se saliese con la suya. Cuando al final Horace respondió por pura frustración, los árbitros se dieron cuenta y pitaron falta.

Me puse furioso. Saqué a Horace del partido y empecé a chillarle por permitir que los 76ers lo tratasen mal. Horace replicó a gritos: «Estoy harto de ser tu víctima propiciatoria». Tras esas palabras comenzó a insultarme, algo insólito en él.

No es necesario añadir que perdimos aquel partido. Reconozco que yo no estaba en mi mejor momento. De todos modos, aprendí una lección fundamental: lo importante que es relacionarse con cada jugador como individuo, con respeto y compasión, al margen de la presión que yo pueda experimentar. Cuando la situación se calmó me reuní con Horace y le dije que teníamos que empezar de nuevo. Añadí que, a partir de ese momento, me centraría en hacerle críticas constructivas y que esperaba que, a su vez, me proporcionase información sobre todo aquello que pudiera perturbarlo.

Antes del partido siguiente me reuní a desayunar con el equipo para analizar lo ocurrido. Afirmé que habíamos roto el círculo tribal y que necesitábamos reconstruirlo. Al final de la reunión pedí a Horace que leyese al equipo un pasaje de los Salmos.

Aquel día Horace jugó como un poseso. Irrumpió en la pista, de buen principio aprovechó varios rebotes decisivos y anotó veintidós puntos. Ganamos 101-85 y, lo que es más importante, Horace se enfrentó a Gilliam y a otros pívots sin descentrarse. Fue una buena señal. Los 76ers parecían cansados y descompuestos y dos días más tarde, en el quinto y decisivo partido, los vencimos. La próxima parada era Detroit.

Durante los play-offs de 1990 había pasado al equipo un vídeo con escenas de El mago de Oz. El objetivo consistía en mostrar lo intimidados que se sentían los jugadores por las tácticas violentas de los Pistons. Había una imagen de B. J. Armstong dirigiéndose a la canasta y recibiendo puñetazos de la línea defensiva de los de Detroit, seguida de un fragmento en el que Dorothy dice: «Ya no estamos en Kansas, Toto». En otra secuencia, Joe Dumars pegaba a Jordan en un regate mientras el Hombre de Hojalata se lamentaba porque no tenía corazón. En otra, Isiah Thomas bailaba con Paxson, Horace y Cartwright mientras el León Cobarde se quejaba de no tener valor. Aunque al principio rieron, los jugadores se pusieron serios en cuanto comprendieron el mensaje que intentaba transmitirles.

En ese momento no fue necesario pasar fragmentos de películas. Me limité a reunir una serie de imágenes para las oficinas centrales de la NBA, en las que aparecían varios de los ejemplos más indignantes de golpes bajos de los Pistons a los Bulls. No se qué impacto causó esa filmación en los responsables, pero al menos puso de manifiesto que no nos quedaríamos de brazos cruzados.

No tuvo la menor importancia. La alineación de los Pistons en la temporada 1990-91 ya no era tan intimidatoria, sobre todo desde que se quedaron sin Rick Mahorn, el ala-pívot machacador. Además, nuestro equipo estaba mucho más seguro de sí mismo y equilibrado que el año anterior. Aconsejé a los jugadores que fuesen los primeros en atacar, en lugar de esperar a que los Pistons presionasen desde el principio, y que no se dejaran enredar por la sarta de insultos de los de Detroit. Me agradó el comportamiento de Scottie durante el primer partido. Cuando Mark Aguirre, la última incorporación de los Bad Boys, amagó con liarla, Scottie se limitó a reír.

Aquel día Jordan no jugó, pero intervino la segunda unidad y en el cuarto cuarto se colocó con 9 puntos por delante, ventaja que marcó la diferencia. Una vez terminado el partido y con un gesto que sorprendió a todos, Jordan agradeció a sus compañeros que lo hubiesen llevado hasta la victoria. En ese momento sentí que nuestros esfuerzos por transformar la actitud del equipo comenzaban a dar frutos. Días después, Scottie comentó a Sam Smith, periodista del Chicago Tribune, que había percibido ciertos cambios en Michael. «Se nota que M. J. tiene más confianza en todos nosotros. Tengo que reconocer que la ha desarrollado durante los play-offs. Juega a la pelota en equipo y por primera vez puedo decir que no salta a la pista solo para anotar. Parece tener la sensación…, bueno, en realidad, parece que todos tenemos la sensación de que podemos ayudarnos si jugamos unidos».

En el segundo partido encargamos a Scottie que subiese el balón y pasamos a Paxson al ala. Ese cambio creó a los Pistons dificultades complicadas de solventar, problemas que jamás resolvieron. También realizamos varios cambios defensivos que funcionaron bien: asignamos Pippen a Laimbeer, el pívot de los Pistons, y a Cartwright al alero Aguirre. Nuestra defensa estaba tan conectada que nada de lo que los Pistons intentaron dio resultado. En el cuarto encuentro se enfrentaron en casa con un equipo que lo había ganado todo y, como no pudieron frenarnos, el partido se volvió sucio. Laimbeer atacó a Paxson y Rodman arrojó a Scottie a las gradas con un golpe que podría haber acabado con su carrera deportiva. El peor momento tuvo lugar al final del partido, cuando los Pistons, encabezados por Isiah Thomas, se retiraron de la pista sin estrecharnos la mano… Un insulto no solo a los Bulls, sino al baloncesto propiamente dicho, que aún hoy sigue afectándome.

Nuestro siguiente adversario fue Los Angeles Lakers, franquicia legendaria que la década anterior había dominado la NBA y que seguía siendo un equipo poderoso, encabezado por Magic Johnson y con jugadores de la talla de James Worthy, Sam Perkins, Byron Scott y Vlade Divac. Esa serie se convertiría en la prueba definitiva para Michael, que siempre se había comparado con Johnson. Magic no solo tenía los anillos (cinco) y los premios al jugador más valioso (tres), sino impresionantes dotes de liderazgo. En su año como rookie se había incorporado a un equipo dominado por integrantes del All-Star, incluido Kareem Abdul-Jabbar, y lo había conducido magistralmente hasta el campeonato. Michael estaba en su séptimo año de la NBA y todavía no había conquistado su primer anillo.

Comenzamos despacio y perdimos el primer partido en Chicago. En mitad del encuentro detecté una debilidad que no había visto en los vídeos: cada vez que Magic no jugaba, sus compañeros de equipo eran incapaces de llevar la delantera a nuestra segunda unidad. Magic parecía cansado tras la agotadora batalla contra Portland en las finales de la Conferencia Oeste y quedó claro que, cuando descansaba, los Lakers eran mucho más débiles que cuando Michael estaba en el banquillo. Se trataba de algo que podíamos aprovechar.

Nuestro plan de juego consistió en alinear a Scottie con Magic.

Durante el segundo encuentro, Michael no tardó en cargarse de faltas, por lo que cambiar la posición de Scottie demostró ser un buen plan; ese ajuste desestabilizó a los defensores de los Lakers y ganamos fácilmente 107-86. Después del partido monté un vídeo para Michael a fin de que viese que Magic se apartaba con frecuencia de Paxson, su hombre, para ayudar a otros jugadores en la defensa. Magic estaba convencido de que Michael no soltaría el balón. Paxson era un gran anotador y, en situaciones complicadas, Michael confiaba en él más que en el resto de sus compañeros. En la serie contra Los Angeles, Michael había vuelto a su vieja costumbre de intentar ganar los partidos por su cuenta y riesgo. A pesar de que vencimos en el segundo encuentro, esa actitud nos afectó negativamente.

En los tres partidos siguientes la acción se trasladó a Los Ángeles. Durante el tercer encuentro, Michael empató el marcador cuando faltaban 3,4 segundos al llevar la pelota hasta la línea de tiros libres y lograr un veloz lanzamiento en suspensión. Nos reagrupamos y en la prórroga ganamos por 104-96. Dos días más tarde, nuestra defensa dominó totalmente a los Lakers en el cuarto encuentro y los llevó a su anotación más baja (82 puntos), desde la instauración del reloj de tiro, por lo que teníamos una ventaja de 3-1 en la serie. Magic lo describió como «una paliza de las de antes».

Durante el quinto encuentro llevamos la voz cantante casi todo el tiempo, si bien mediado el cuarto cuarto los Lakers contraatacaron y se pusieron por delante. Lo que vi no me gustó nada. A pesar de nuestras recomendaciones, Michael seguía dejando a Paxson en el limbo. Por eso pedí tiempo muerto y reuní al equipo.

—M. J., ¿quién está desmarcado? —pregunté y miré a Michael directamente a los ojos. Como no respondió, insistí—: ¿Quién está libre?

—Paxson —repuso.

—De acuerdo. Búscalo.

Después de ese diálogo, el encuentro cambió. Michael y los demás comenzaron a enviarle el balón a Paxson, que reaccionó encestando cuatro veces seguidas. Los Lakers estaban a dos puntos cuando quedaba poco más de un minuto. Percibí algo distinto en Michael cuando subió el balón por la pista. Supuse que se dirigiría hacia la canasta, como solía hacer en esas situaciones, pero engañó a la defensa y la atrajo hacia donde estaba al tiempo que intentaba crear una oportunidad para…, pues sí, ni más ni menos que para Paxson. Fue un final increíble. John marcó una canasta de dos puntos y ganamos 108-101.

Para mí fue un momento muy intenso. Dieciocho años antes había ganado mi primer anillo en ese mismo estadio, el Forum de Los Ángeles. Ahora había conquistado el primero como entrenador y lo mejor era que lo habíamos conseguido jugando al baloncesto de la misma manera en que lo había hecho mi equipo de los Knicks: de la manera adecuada.