Piensa a la ligera en ti mismo y profundamente acerca del mundo.
MIYAMOTO MUSASHI
Aquel verano estaba en Montana, sentado a orillas del lago Flathead, y pensaba en la temporada que nos aguardaba cuando me percaté de que había llegado la hora de la verdad para los Bulls. Los últimos seis años habíamos luchado por crear un equipo en torno a la figura de Michael Jordan. Ahora contábamos con los talentos precisos para ganar el campeonato, pero faltaba una pieza importante: los Bulls necesitaban convertirse en una tribu.
Para conseguirlo teníamos que superar a los Detroit Pistons y, en mi opinión, no podríamos vencerlos a menos que contásemos con una alineación totalmente nueva. Eran demasiado buenos luchando en el «estanque de los caimanes», como decía Johnny Bach. Cuando intentábamos jugar a su manera, nuestros hombres terminaban frustrados y enfadados, que era exactamente lo que los Pistons esperaban.
Por otro lado, nuestro equipo podía correr más que los Pistons, así como poner en práctica una defensa más eficaz. Quizá con la única excepción de Dennis Rodman, ningún miembro de los Pistons era lo bastante veloz como para seguir el ritmo de Michael, Scottie y Horace en el contraataque a toda velocidad. Gracias a la grandiosa presencia de Bill Cartwright bajo la canasta, nos habíamos convertido en uno de los mejores equipos defensivos de la liga. M. J. estaba muy orgulloso de haber ganado la temporada anterior el premio al mejor defensor del año y Scottie y Horace no tardarían en volverse defensores de primera categoría. Con el fin de aprovechar esas ventajas como equipo necesitábamos estar más conectados y adoptar una visión de la labor de equipo más amplia que el hecho de pasarle el balón a Michael y esperar a que anotase.
En mi época de entrenador asistente creé para los jugadores un vídeo con fragmentos de El guerrero místico, miniserie de televisión sobre la cultura sioux, basada en la novela éxito de ventas Hanta Yo: las raíces de los indios, de Ruth Beebe Hill. Los sioux me han fascinado desde que era crío: algunos vivieron en la pensión que mi abuelo regentaba cerca de una reserva de Montana. Mientras formé parte de los Knicks, un amigo sioux lakota de la universidad, Mike Her Many Horses (Mike Sus Muchos Caballos), me pidió que diera clases en varios seminarios que se organizaron en la reserva india de Pine Ridge, en Dakota del Sur. Pretendía ayudar a cicatrizar la herida creada en su comunidad a raíz del punto muerto que, en 1973, se había producido entre la policía y los activistas del movimiento a favor de los indios estadounidenses en el lugar de la matanza de Wounded Knee. En esos seminarios, que dicté con mis compañeros de equipo Bill Bradley y Willis Reed, descubrí que a los lakotas les encanta el baloncesto y que jugaban con un intenso espíritu de conexión que forma parte inseparable de su tradición tribal.
Uno de los elementos de la cultura lakota que despertó mi curiosidad se relaciona con su perspectiva del yo. Los guerreros lakotas tenían mucha más autonomía que sus equivalentes blancos, si bien la libertad entrañaba un alto grado de responsabilidad. George W. Linden, erudito en aborígenes estadounidenses, apunta que el guerrero lakota era «miembro de una tribu y, como tal, nunca actuaba en contra, al margen de o como el todo sin tener motivos de peso». En el caso de los sioux, la libertad no consistía en estar ausente, sino que tenía que ver con estar presente, añade Linden. Significaba «libertad “para”; libertad para la consecución de relaciones más extensas».
Lo que quería resaltar mostrando a los jugadores el vídeo de El guerrero místico era que conectarse con algo que trasciende las metas individuales puede ser una fuente de enorme poder. En términos generales, el héroe de la miniserie se basa en Caballo Loco, quien, tras experimentar una poderosa visión, se dirige a la batalla para salvar a su tribu. En la charla posterior al pase del vídeo los jugadores parecieron convencidos de la posibilidad de vincularse como tribu y cuando entramos en la nueva temporada pensé que podría reforzar esa perspectiva.
Como ya he mencionado en el primer capítulo, los consultores de gestión Dave Logan, John King y Halee Fischer-Wright describen los cinco estadios del desarrollo tribal en su obra Tribal Leadership. En mi primer año como entrenador principal, mi objetivo consistió en intentar que los Bulls dejaran de ser un equipo del estadio 3, equipo de guerreros solitarios empeñados en su éxito individual («Soy genial y tú no») y se transformasen en un equipo del estadio 4, en el cual la dedicación al nosotros supera la importancia del yo («Somos geniales y tú no»).
Conseguir esa transición requería algo más que aumentar, simplemente, la presión. Quería crear en los Bulls la cultura de la generosidad y de la conciencia plena. Para conseguirlo no bastaba con una o dos técnicas motivacionales innovadoras. Necesitaba desarrollar un programa multidimensional que incluyese el triángulo ofensivo y que incorporara las lecciones que a lo largo de los años había aprendido sobre la vinculación entre personas y el despertar del espíritu.
Mi primer paso consistió en hablar con Michael.
Sabía que Michael no era muy aficionado al triángulo. Lo denominaba, irónicamente, «la ofensiva de la igualdad de oportunidades», dirigida a una generación de jugadores que carecían de su capacidad creativa individual. Al mismo tiempo, también sabía que Michael anhelaba formar parte de un equipo más integrado y multidimensional de lo que lo eran los Bulls en aquel momento.
No sería una conversación fácil. Básicamente, pensaba decirle a Michael, quien la temporada anterior había conquistado su tercer título consecutivo como máximo anotador con una media de 32,5 puntos por partido, que redujese la cantidad de tiros que realizaba para que otros jugadores pudiesen involucrarse más en el ataque. Sabía que para él representaría un desafío: era el segundo baloncestista de la historia que en el mismo año ganaba el título de máximo anotador y el galardón como jugador más valioso de la liga; el primero había sido Kareem AbdulJabbar en 1971.
Le expliqué que quería poner en práctica el triángulo y, por consiguiente, probablemente no estaría en condiciones de ganar el título de máximo anotador.
—Tendrás que compartir el estrellato con tus compañeros de equipo porque, en caso contrario, no podrán crecer.
La reacción de Michael fue sorprendentemente pragmática. Su mayor preocupación radicaba en que no confiaba demasiado en sus compañeros, sobre todo en Cartwright, que tenía dificultades para coger pases, y en Horace, que no era tan hábil a la hora de pensar con los pies.
—Lo importante es permitir que todos toquen el balón para que no se sientan espectadores. Un solo hombre no puede vencer a un buen equipo defensivo. Hay que hacer un esfuerzo grupal.
—De acuerdo. Supongo que podré promediar treinta y dos puntos, lo que significa ocho puntos por cuarto —repuso Michael. Nadie más lo hará.
—Así planteado, hasta es posible que ganes el título —reconocí. ¿Qué tal si anotas la mayor parte de esos puntos hacia el final del partido?
Michael accedió a poner a prueba mi plan. Más adelante me enteré de que, poco después de mantener esa conversación, había dicho al reportero Sam Smith: «Le concedo dos partidos». Cuando comprendió que yo no estaba dispuesto a cejar en el empeño, Michael se encargó de aprender el sistema y de encontrar la manera de aprovecharlo a su favor, que era exactamente lo que yo pretendía que hiciese.
Fue divertido ver cómo Tex y Michael discutían sobre el sistema del triángulo ofensivo. Aunque admiraba las aptitudes de Jordan, Tex era purista con respecto al triángulo y no se privó de manifestar su opinión cuando el jugador se apartó del guion. Michael tampoco se cortó a la hora de crear variaciones del maravilloso mecanismo de Tex. En su opinión, el sistema era, en el mejor de los casos, un ataque sobre tres cuartos de pista. A partir de allí, el equipo tenía que improvisar y aplicar su «poder de pensamiento» para ganar los encuentros.
Fue todo un choque de visiones. Tex opinaba que, por muy talentoso que fuese, era una temeridad que un equipo dependiera tanto de un solo jugador y Michael sostuvo que su creatividad abría nuevas y emocionantes posibilidades para nuestro deporte.
—En la palabra «equipo» (‘team’) el «yo» (‘i’) no existe —solía decir Tex.
—Pero figura en la palabra «ganar» (‘win’) —replicaba Michael sonriendo.
En lo que a mí se refiere, ambos tenían razón…, al menos hasta cierto punto. No creo que el triángulo fuera la única solución para los Bulls. En realidad, yo buscaba un camino intermedio entre la pureza de Tex y la creatividad de Michael. Llevó tiempo pero, en cuanto los jugadores dominaron las cuestiones básicas, añadimos diversas variaciones que permitieron que el equipo pusiese en práctica determinadas jugadas a fin de evitar la intensa presión defensiva. Nada más ocurrir, el juego de los Bulls se desplegó realmente.
Otro cambio que introduje para que los Bulls estuviesen menos centrados en Jordan consistió en modificar la escala de mandos del equipo. Michael tenía una poderosa presencia en la pista y un estilo de liderazgo distinto al de Larry Bird y Magic Johnson, capaces de electrizar a un equipo gracias a sus personalidades magnéticas. Como apuntó Mark Heisler, columnista de Los Angeles Times, Jordan no era «un líder natural, sino un hacedor natural». Conducía el equipo con su mera fuerza de voluntad. Era como si dijese: «Tíos, aquí estoy y patearé unos cuantos traseros. ¿Me acompañaréis?».
Michael también exigía a sus compañeros de equipo el mismo nivel de rendimiento que esperaba de sí mismo. «Michael era un compañero de equipo exigente —reconoce Paxson. Si estabas en la cancha, tenías que hacer tu trabajo y, además, hacerlo bien. No soportaba que alguien no se preocupase tanto como él».
Llegué a la conclusión de que en el equipo necesitábamos otro líder para equilibrar el perfeccionismo de Michael, de modo que nombré cocapitán a Bill Cartwright. Pese a su forma suave de hablar, cuando se lo proponía Bill podía ser muy enérgico y no le daba miedo enfrentarse a Michael, actitud que este respetaba. «Bill era un líder tranquilo y callado. No hablaba mucho, pero cuando tomaba la palabra todos lo escuchaban —asegura Michael. Me hacía frente si pensaba que me había equivocado, lo cual estaba bien. Teníamos esa clase de trato. Nos desafiábamos mutuamente».
Los jugadores llamaban Profe a Cartwright porque llevaba a otros pívots a la escuela cuando pretendían esquivarlo en la zona bajo la línea de tiros libres. «Bill era la roca de nuestro equipo —apostilla Paxson. No retrocedía ante nadie…, y en aquellos tiempos el juego era mucho más físico. Parecía nuestro hermano mayor. Si alguien se metía contigo, se encargaba de hacerte saber que estaba allí para cuidarte».
A los treinta y dos años, Bill era el jugador de más edad del equipo. Supo intuitivamente qué intentábamos hacer con los Bulls y tuvo la capacidad de transmitírselo a sus compañeros mucho mejor que yo. Uno de mis fallos consiste en que a veces empleo generalizaciones demasiado amplias y afortunadamente Bill devolvía la conversación al mundo real.
El baloncesto es un gran misterio. Puedes hacerlo todo bien, contar con la mezcla perfecta de talentos y con el mejor sistema ofensivo del mundo, desarrollar una estrategia defensiva a prueba de lo que haga falta y preparar a los jugadores para todas las eventualidades posibles, pero si los jugadores carecen del sentimiento de unidad como grupo, tus esfuerzos son en vano. Además, el vínculo que une a un equipo puede ser muy frágil y muy esquivo.
La unidad no es algo que funciona pulsando un interruptor. Has de crear el entorno adecuado para que prospere y nutrirla cuidadosamente día tras día. Concluí que los Bulls necesitaban un santuario en el que vincularse como equipo y quedar protegidos de las distracciones del mundo exterior. Prohibí a los jugadores que llevasen a amigos y familiares a las instalaciones en las que entrenábamos, salvo en ocasiones excepcionales. También limité la asistencia de los medios de comunicación a los entrenamientos. Pretendía que durante las prácticas los jugadores sintiesen que podían comportarse espontáneamente, sin tener que preocuparse por si decían o hacían algo que al día siguiente la prensa publicaría.
A medida que la temporada avanzaba, presenté lentamente al equipo algunas de las costumbres tribales de los lakotas. Varias eran muy sutiles. Al inicio de cada entrenamiento, el equipo básico (jugadores, entrenadores y el personal de las prácticas) se reunía en círculo en el centro de la pista y analizaba los objetivos del día. Terminábamos el entrenamiento de la misma manera.
Los guerreros lakotas siempre se congregaban en formaciones circulares porque, para ellos, el círculo es el símbolo fundamental de la armonía del universo. Tal como refirió Alce Negro, el célebre hombre sabio lakota:
Todo lo que el poder del mundo hace lo realiza en círculo. El cielo es redondo, he oído que la tierra es redonda como una bola y que las estrellas también lo son… El sol sale y se pone trazando un círculo. La luna hace lo propio, y ambos son redondos. Hasta las estaciones forman un gran círculo al cambiar y siempre regresan al punto de partida. La vida del hombre es un círculo de la infancia a la infancia y lo mismo sucede con todo aquello en lo que el poder se mueve.
Para los lakotas todo es sagrado, el enemigo incluido, ya que creen en la interconexión fundamental de la totalidad de la existencia. Les interesaba mucho más llevar a cabo acciones de valentía, como «contar golpes» (tocar al adversario con una vara), participar en incursiones para robar caballos o rescatar a un compañero guerrero al que habían capturado. Entrar en el campo de batalla era una experiencia gozosa, como jugar, si bien los riesgos eran mucho más elevados.
Otra práctica lakota que adopté consistió en tocar el tambor cuando quería que los jugadores se congregaran en la sala tribal para celebrar una reunión. La sala tribal (léase sala de vídeos) estaba decorada con varios tótems indios que me habían regalado a lo largo de los años: un collar de zarpas de oso (para alcanzar el poder y la sabiduría), la pluma central de una lechuza (para el equilibrio y la armonía), un cuadro que ilustraba la historia de la marcha de Caballo Loco y fotos de un búfalo blanco recién nacido, símbolo de prosperidad y buena fortuna. A veces, cuando el equipo perdía un partido muy asimétrico, me encargaba de encender un manojo de salvia seca, otra tradición lakota, y lo agitaba en el aire para purificar el vestuario. La primera vez que lo hice los jugadores se lo pasaron en grande: «Phil, ¿qué clase de hierba estás fumando?».
El equipo de entrenadores también desempeñó un papel decisivo a la hora de conseguir que los jugadores modificasen la conciencia. En mis tiempos de entrenador asistente, Tex, Johnny y yo nos sentábamos y hablábamos horas enteras sobre la historia de nuestro deporte y la manera correcta de jugarlo. Aunque no estábamos de acuerdo en todo, desarrollamos un alto grado de confianza y el compromiso de dar forma a la clase de trabajo en equipo que queríamos que los jugadores practicasen.
No es necesario aclarar que la profesión de entrenador atrae a un montón de frikis controladores que sin cesar recuerdan a todo el mundo que son el macho alfa del vestuario. Reconozco que yo mismo lo he hecho. A lo largo de los años he aprendido que el enfoque más eficaz consiste en delegar tanta autoridad como sea posible y fomentar las habilidades de liderazgo de todos los demás. Cuando lo consigo, no solo se acrecienta la unidad del equipo y se da pie a que los demás también crezcan, sino que, por muy paradójico que parezca, mi papel como líder también se refuerza.
Algunos entrenadores limitan la entrada de personal porque quieren llevar la voz cantante en el vestuario. Fomenté que todos participasen en la discusión, tanto entrenadores como jugadores, a fin de estimular la creatividad y sentar las bases de la inclusión. Esto es enormemente importante en el caso de los atletas que no juegan muchos minutos. Mi poema preferido sobre el poder de la inclusión es Más astuto, de Edwin Markham:
Trazó el círculo que me excluyó…
hereje, rebelde, algo que transgredir.
Pero el amor y yo tuvimos chispa y ganamos:
¡Trazamos un círculo que lo incluyó!
Cuando contrato entrenadores, mi estrategia consiste en rodearme de las personas más fuertes y mejor informadas que encuentro y concederles mucho espacio con el propósito de que se expresen. Poco después de que me nombrasen entrenador principal, recabé los servicios de Jim Cleamons, uno de mis antiguos compañeros de equipo en los Knicks, para completar la lista. Era uno de los bases más capacitados que conozco y sabía que ayudaría a nutrir a nuestros jóvenes talentos. Lo que más me llevó a reclamarlo fue que había preparado al equipo de la Universidad Estatal de Ohio a las órdenes del entrenador Fred Taylor, uno de los mejores especialistas en el sistema del triángulo ofensivo en la historia del baloncesto. Tex y Johnny estaban deseosos de picotear en el cerebro de Jim.
Cada entrenador asistente desempeñaba un papel definido. Tex se hizo cargo de enseñar habilidades ofensivas a todos los jugadores, así como los elementos básicos del sistema triangular. Johnny supervisó la defensa y se especializó en acelerar al máximo a los baloncestistas antes del encuentro con cada nuevo adversario. Jim trabajó individualmente con los jugadores que necesitaban más preparación.
Cada mañana el personal de entrenamiento y yo nos reuníamos para desayunar y evaluábamos los puntos sutiles del plan de prácticas, así como los últimos informes de los ojeadores. Eso nos permitió compartir información y cerciorarnos de que estábamos en la misma sintonía en lo que se refiere a la estrategia cotidiana. Cada entrenador disponía de un alto grado de autonomía, si bien cuando hablábamos con los jugadores empleábamos una sola voz.
El primer año el equipo arrancó lentamente. La mayoría de los jugadores desconfiaba del sistema. «Fue frustrante —reconoce Scottie. Nadie tenía una percepción positiva de los demás. Después, en los partidos, nos distanciábamos de la ofensiva porque no creíamos en su funcionamiento». En la segunda mitad de la temporada, el equipo comenzó a sentirse más cómodo y tuvimos una racha de 27-8. La mayoría de los adversarios ya no sabían cómo bloquear a Michael ahora que se movía más sin la pelota. No podían cortarle el paso entre dos o tres, como sucedía cuando tenía la posesión del balón, lo que creó un montón de oportunidades inesperadas para otros jugadores.
Terminamos en el segundo puesto de nuestra división con un palmarés 55-27 y pasamos como un suspiro por las primeras dos series de los play-offs, contra Milwaukee y Filadelfia. Nuestro siguiente adversario, Detroit, no fue tan condescendiente. A pesar de que en la temporada regular habíamos derrotado a los Pistons, el recuerdo del maltrato que habíamos sufrido durante los play-offs anteriores aún acosaba a algunos jugadores, sobre todo a Scottie, que tuvo que dejar el sexto partido debido a una conmoción cerebral, después de ser golpeado por detrás por el pívot Bill Laimbeer. Scottie también tuvo que hacer frente a una dolorosa cuestión personal. Se había perdido casi toda la serie con Filadelfia para asistir al funeral de su padre y le costó soportar la tensión de estar de duelo en público.
Fue una serie brutal y así llegamos al séptimo encuentro, que se celebró en el nuevo pabellón de los Pistons en Auburn Hills, Michigan. Pusimos mucho empeño. En el partido anterior, Paxson se había torcido un tobillo y Scottie sufría una migraña tan intensa que su visión se tornó tan borrosa que dejó de distinguir los colores de las camisetas. A pesar de todo, ambos intentaron jugar, pero el equipo se vino abajo durante un bochornoso segundo cuarto y ya no nos recuperamos. Perdimos por diecinueve puntos que nos parecieron cien.
Acabado el encuentro, Jerry Krause hizo acto de presencia en el vestuario y soltó una perorata, lo cual fue bastante insólito. Michael estaba tan furioso que se echó a llorar en el fondo del autobús del equipo. Más adelante explicó: «En ese momento tomé la decisión de que jamás volvería a suceder algo así».
Mi reacción fue más moderada. Reconozco que fue un fracaso difícil de asimilar, uno de los peores encuentros que he tenido que dirigir. En cuanto las aguas volvieron a su cauce, me percaté de que el dolor de una derrota humillante había electrizado como nunca antes al equipo: los Bulls comenzaban a transformarse en una tribu.