No toques el saxofón, déjate tocar por él.
CHARLIE PARKER
No era la primera vez que Jerry Krause me llamaba para trabajar con los Bulls. Tres años antes, cuando Stan Albeck era entrenador principal, Jerry me invitó a celebrar una entrevista para una vacante de entrenador asistente. Por aquel entonces yo entrenaba en Puerto Rico y me presenté en Chicago con barba y vestido como en el Caribe. Me cubría la cabeza con un sombrero de paja ecuatoriano, adornado con una pluma azul de papagayo, tocado muy de moda (y práctico) en las islas. Albeck me miró de arriba abajo y aplicó su derecho de veto. Dado que Jerry ya había rechazado al primer elegido de Stan como entrenador asistente, cabe la posibilidad de que se tratase de una represalia. Lo cierto es que no conseguí el trabajo.
La segunda vez Krause me aconsejó que me quitara la barba y me pusiese chaqueta deportiva y corbata. El nuevo entrenador principal era Doug Collins, contra el cual yo había jugado cuando él era el escolta estrella de los Philadelphia 76ers. Era un entrenador espabilado y activo a quien Krause había contratado en 1986 para sustituir a Albeck. Krause buscaba a alguien capaz de electrizar a los jugadores jóvenes de los Bulls y convertirlos en un equipo digno de ganar el campeonato, algo que Doug consiguió. Johnny Bach, que conocía a Collins de los tiempos del equipo olímpico de 1972, comentó que Doug le recordaba la célebre afirmación del entrenador Adolph Rupp en el sentido de que solo existen dos clases de místers: los que guían los equipos a la victoria y los que los conducen. Doug pertenecía, sin lugar a dudas, a la segunda categoría. Pese a no tener una gran formación como entrenador, poseía una energía ilimitada que utilizaba para acelerar a los jugadores en los grandes encuentros.
Doug y yo congeniamos desde el primer momento. De regreso al hotel, después de la cena con Jerry, Doug comentó que buscaba a alguien con un historial de campeonatos ganados a fin de inspirar a los jugadores. Dos días después, Jerry me ofreció el trabajo de entrenador asistente y me proporcionó otro consejo de estilismo: me dijo que la próxima vez que fuera a Chicago llevase conmigo los anillos de ganador del campeonato.
Los Bulls eran un equipo a punto de soltar amarras. En la alineación inicial todavía quedaban algunos agujeros: por ejemplo, el pívot Dave Corzine no era tan rápido ni tan hábil bajo los tableros y Brad Sellers, pívot de 2,13 metros, sufría problemas provocados por lesiones crónicas. Contaban con Charles Oakley, un poderoso alapívot; con John Paxson, sólido lanzador exterior, y con un par de prometedores aleros rookies, Scottie Pippen y Horace Grant, a los que Bach llamaba «los doberman» porque eran lo bastante veloces y agresivos como para ejercer una presión defensiva asfixiante.
Por descontado que la estrella era Michael Jordan, que el año anterior se había convertido en el jugador más trascendente de este deporte. No solo conquistó el título de máximo anotador, con un promedio de 37,1 puntos por partido, sino que puso a prueba los límites del rendimiento humano y creó movimientos asombrosos en el aire. El único baloncestista que yo conocía que fuera capaz de realizar saltos parecidos a los de Michael era Julius Erving, si bien el Dr. J carecía de la energía extraordinaria de Jordan. Una noche, Michael jugaba un gran partido y al día siguiente mostraba un rendimiento aún más impactante; al cabo de dos días se presentaba de nuevo y vuelta a empezar.
Los rivales principales de los Bulls eran los Detroit Pistons, un equipo tosco y animal cuyo orgulloso apodo era los Bad Boys. Dirigidos por el base Isiah Thomas, los Pistons siempre buscaban pelea y el equipo estaba lleno de matones, entre los cuales se incluían Bill Laimbeer, Rick Mahorn, Dennis Rodman y John Salley. A comienzos de mi primera temporada estalló una trifulca entre Mahorn y Charles Oakley, de los Bulls, que se convirtió en una melé. Doug Collins entró corriendo en la pista para calmar los ánimos y fue lanzado por encima de la mesa de anotadores. Johnny Bach se torció la muñeca intentando recuperar la paz. Posteriormente Thomas se jactó de que los Pistons eran «el último de los equipos de gladiadores».
Los Pistons formaban un sagaz equipo de veteranos con una gran habilidad a la hora de aprovechar las debilidades de sus adversarios. En el caso de los Bulls, eso suponía apelar a la intimidación física y a golpes bajos para que los jugadores más jóvenes y con menos experiencia se desgastaran emocionalmente. Esa táctica no funcionó con Jordan, que no se acobardaba fácilmente. A fin de frenarlo, el entrenador Chuck Daly desarrolló una estrategia denominada «las reglas de Jordan», destinadas a desgastar a Michael haciendo que varios jugadores chocasen con él cada vez que cogía la pelota. Michael era un deportista indescriptiblemente resiliente que a menudo lanzaba con dos o tres jugadores colgados de su cuerpo pero, al menos en principio, la estrategia de los Pistons resultó eficaz porque los Bulls no tenían muchas más opciones ofensivas.
Mi labor consistía en viajar por el país y examinar a los equipos con los que los Bulls se enfrentarían a lo largo de las semanas siguientes. Esa actividad me dio la oportunidad de ver la forma espectacular en la que la rivalidad entre los Lakers de Magic Johnson y los Celtics de Larry Bird transformó la NBA. Pocos años antes, la liga había sufrido graves problemas debido al abuso de drogas y a los egos descontrolados. Por entonces volvía a encumbrarse gracias a las estrellas jóvenes y carismáticas y a que dos de las franquicias más celebradas de la historia de la liga jugaban un emocionante y novedoso tipo de baloncesto, volcado en el equipo, que resultaba muy divertido de ver.
Y, lo que fue más importante si cabe, ese trabajo me permitió asistir a la escuela para graduados en baloncesto, con la colaboración de dos de las mejores mentes de este deporte: Johnny Bach y Tex Winter. Yo acababa de pasar cinco años como entrenador principal de los Albany Patroons y había puesto a prueba toda clase de ideas sobre la forma de hacer más imparcial y cooperativo nuestro deporte, incluida la de pagar durante un año el mismo salario a todos los jugadores. En mi primera temporada como entrenador logramos ganar el campeonato y fue entonces cuando descubrí que tenía dotes para realizar ajustes durante los encuentros y sacar el máximo partido del talento de los integrantes del equipo. Al cabo de un tiempo me percaté de que mi mayor debilidad como entrenador radicaba en mi falta de preparación formal. No había asistido a la Universidad Hoops ni a los seminarios de verano en los que los entrenadores comparten los gajes del oficio. Trabajar con Johnny y con Tex suponía la posibilidad de ponerme al día. En el proceso me di cuenta de que algunas de las estrategias pasadas y olvidadas podían revitalizarse y adecuarse al deporte tal como se practica en el presente.
Bach era el maestro del baloncesto del estilo de la Costa Este, la versión agresiva y frontal que se practica al este del Misisipi. Se crio en Brooklyn y jugó al baloncesto y al béisbol en Fordham y en Brown antes de alistarse en la Marina y prestar servicios en el Pacífico durante la Segunda Guerra Mundial. Tras cortos períodos con los Boston Celtics y los New York Yankees, en 1950 Fordham lo convirtió en uno de los más jóvenes entrenadores principales del equipo de baloncesto de una universidad de renombre. A continuación, durante una década entrenó con éxito al equipo de Penn State. Después pasó a la NBA como entrenador auxiliar y brevemente fue entrenador principal de los Golden State Warriors. En 1972, mientras era entrenador asistente del equipo olímpico de Estados Unidos, Johnny estableció una buena relación con Collins, que desempeñó un papel fundamental en la polémica final de Múnich. Doug marcó los dos tiros libres que habrían permitido que Estados Unidos ganase el partido si un miembro del COI no hubiera decidido, de forma inexplicable, hacer retroceder tres segundos el reloj después de que sonase el final del partido.
A diferencia de Tex, Johnny no se decantaba por un sistema de juego concreto. Era una enciclopedia ambulante de estrategias de baloncesto y se basaba en su ingenio rápido y en su memoria fotográfica para encontrar maneras creativas de ganar partidos. Cuando yo estaba en el despacho, con frecuencia Johnny se presentaba con libros ajados de genios del entrenamiento, textos de los que yo jamás había oído hablar, y con grabaciones en vídeo de equipos de la NBA que realizaban jugadas inventadas hacía varios años.
Cierta vez miraba un vídeo e intentaba descifrar qué clase de ataque practicaban los Milwaukee Bucks. Llamé a Johnny para que echase una ojeada a la filmación. La miró y afirmó: «Vaya, es el ataque del molinete de Garland Pinholster». Luego explicó que Pinholser había sido uno de los entrenadores más innovadores de la nación en las décadas de 1950 y 1960. Había sido entrenador del pequeño Oglethorpe College de Georgia y alcanzado el récord de 180-68 mediante el empleo del ataque del movimiento constante, que él mismo había inventado antes de perder el interés por el baloncesto y dedicarse al negocio de las tiendas de comestibles y a la política estatal.
Bach, que se centraba básicamente en la defensa, tenía debilidad por el empleo de las imágenes militares y pasaba fragmentos de viejas películas bélicas para preparar a los jugadores para la batalla. Uno de sus símbolos preferidos era el as de espadas que, según Johnny, los marines habían empleado en la Segunda Guerra Mundial para rendir honores a los compañeros caídos. Si Johnny dibujaba un as de espadas junto al nombre de un jugador contrario, eso significaba que los defensores de los Bulls tenían que «matarlo» cada vez que cogía la pelota.
Como las imágenes de guerra no me entusiasmaban tanto como a Johnny, durante las charlas empecé a utilizar vídeos musicales (y más adelante fragmentos de películas). Comencé por el himno nacional en la versión de Jimi Hendrix y más adelante pasé a las canciones de David Byrne y a We Are the Champions, de Freddie Mercury. Paulatinamente aprendí a utilizar los vídeos para transmitir mensajes sutiles. Durante una de las finales creé un vídeo con el himno Once in a Lifetime, de los Talking Heads, que trata de los riesgos de desaprovechar el momento presente.
Siempre he tenido la sensación de que entre el baloncesto y la música existe una conexión intensa. Se trata de un juego de naturaleza intrínsecamente rítmica y requiere la misma clase de comunicación no verbal y generosa que presentan los mejores grupos pequeños de jazz. En cierta ocasión, John Coltrane tocaba en la banda de Miles Davis cuando se lanzó a un solo interminablemente largo que enfureció a Miles.
—¿Qué coño pasa? —preguntó Miles a gritos.
—Hermano, mi instrumento no dejó de sonar. Ha seguido tocando —respondió Coltrane.
—En ese caso, suelta el puñetero instrumento.
Steve Lacy, que tocaba con Thelonius Monk, enumeró los consejos que Monk daba a los integrantes de su banda. Aquí tienes una selección de dichos consejos:
Lo que más aprecio de la lista de Monk es su mensaje elemental sobre la importancia de la conciencia, la colaboración y la definición de roles claros, cuestiones que se aplican al baloncesto tanto como al jazz. Muy pronto descubrí que el mejor modo de lograr que los jugadores coordinen sus actos consiste en hacer que practiquen el deporte en un compás 4x4. La regla básica sostenía que el jugador con la pelota debía hacer algo con ella antes del tercer tiempo: pasarla, lanzar o comenzar a driblar. Si todos marcan el ritmo, es más fácil combinarse armónicamente, compás a compás.
La persona que lo comprendía mejor que nadie era Tex Winter, la otra gran mente del baloncesto que formaba parte del personal de los Bulls. Experto en el baloncesto libre de estilo occidental, Tex es mayormente conocido por su trabajo con la ofensiva triangular o triángulo ofensivo, que aprendió cuando jugaba a las órdenes del entrenador Sam Barry en la universidad de California del Sur. Aunque no inventó el triángulo ofensivo, Tex lo enriqueció con varias innovaciones decisivas, incluida la creación de una sucesión de pasos que conducían al movimiento coordinado de los jugadores. Tex también fue un maestro excepcional, que diseñó sus propios ejercicios para que los jugadores se volvieran competentes en las cuestiones básicas.
Tex tenía veintinueve años cuando dejó su magnífico trabajo en la universidad de Marquette y se convirtió en el entrenador más joven de una universidad de la primera división. Dos años después se hizo cargo del programa masculino de Kansas State, puso en práctica el triángulo ofensivo y transformó a los Wildcats en un equipo regular del torneo NCAA. A lo largo de aquel período, Jerry Krause, por entonces ojeador, pasó mucho tiempo en Manhattan (Kansas) aprendiendo estrategia baloncestística con Tex. En determinado momento, Jerry comentó a Tex que, si alguna vez se convertía en gerente general de una franquicia de la NBA, se apresuraría a contratarlo. Tex no dio la menor importancia a esas palabras. Años después entrenaba a la Universidad Estatal de Luisiana cuando en ESPN vio la noticia de que habían nombrado a Krause gerente general de los Bulls y dijo a su esposa Nancy que la próxima llamada telefónica sería de Jerry. Estaba en lo cierto.
Desde que empecé a entrenar en la CBA, he buscado un sistema ofensivo parecido al generoso movimiento del balón que solíamos emplear con los Knicks en el campeonato. Probé con el sistema flexible (ataque veloz y fluido, muy popular en Argentina y Europa), pero me resultó limitado. Me desagradó el modo en el que los jugadores se distanciaban entre sí y, si la situación lo exigía, era imposible interrumpir el ataque y hacer otra cosa. Por contraposición, el triángulo no solo requería un alto grado de generosidad, sino que era lo bastante flexible como para permitir a los jugadores una amplia creatividad individual, lo cual me parecía perfecto.
El nombre «ofensiva triangular» o «triángulo ofensivo» procede de una de sus características clave: el triángulo lateral formado por tres jugadores en el lado de la pista donde se encuentra la pelota. Prefiero pensar en el triángulo como «el tai chi de cinco hombres», ya que supone que la totalidad de los jugadores se mueven al unísono como respuesta a la forma en la que se sitúa la defensa. La idea no consiste en oponerse de frente a la defensa, sino en «leer» o interpretar lo que hace y reaccionar consecuentemente. Por ejemplo, si los defensores se apiñan en torno a Michael Jordan, a los cuatro jugadores restantes se les presentan diversas opciones. Basta con que sean agudamente conscientes de lo que ocurre y estén lo bastante coordinados para moverse como un todo a fin de aprovechar los huecos que la defensa ofrece. Es aquí donde interviene la música.
Si todos se mueven con armonía, detenerlos resulta prácticamente imposible. Uno de los principales conversos al triángulo ofensivo, aunque tardó en hacerlo, fue Kobe Bryant, que adoraba la imprevisibilidad del sistema. «Era difícil jugar contra nuestros equipos porque los adversarios no sabían cómo reaccionaríamos —afirma Kobe. ¿Y por qué no lo sabían? Pues porque ni siquiera nosotros sabíamos lo que haríamos en determinado momento. Todos interpretábamos la situación y reaccionábamos en consecuencia. Formábamos una gran orquesta».
Existen muchos errores conceptuales sobre el triángulo. Algunos críticos consideran que, para que funcione, necesitas jugadores de la talla de Michael y de Kobe. A decir verdad, lo contrario es precisamente lo cierto. El triángulo no se diseñó para las superestrellas, que encuentran modos de anotar cualquiera que sea el sistema empleado, sino para los restantes jugadores del equipo, que no son capaces de generar sus propios lanzamientos. También ofrece un papel decisivo a todos los jugadores durante el ataque, acaben o no anotando puntos.
Otro error sostiene que el triángulo ofensivo es demasiado complejo como para que la mayoría de los jugadores lo aprendan. De hecho, una vez que dominas los fundamentos, resulta más asequible que los ataques más complejos que hoy prevalecen. Lo principal que tienes que saber es cómo pasar el balón e interpretar adecuadamente a los defensores. En cierta época, casi todos los jugadores aprendían esas habilidades en la escuela secundaria o en la universidad, pero no podemos decir lo mismo de muchos atletas jóvenes que hoy se incorporan a la NBA. Por lo tanto, hemos tenido que dedicar mucho tiempo a enseñarles a jugar al baloncesto, partiendo de las habilidades más básicas, como driblar con control, el juego de pies y los pases.
Tex era un genio en estas técnicas. Había desarrollado una serie de ejercicios para enseñar a los jugadores a ejecutar los movimientos fundamentales. Les enseñó a crear la cantidad adecuada de espacio entre todos cuando salían a la pista y a coordinar las jugadas según un conjunto de reglas básicas. En lo que a Tex se refiere, la genialidad correspondía a los detalles y daba igual que fueses Michael Jordan o el más humilde rookie del equipo: te machacaba hasta que lo hacías bien.
Tex, que adoraba las frases edificantes, decía cada año al equipo su refrán favorito acerca de la importancia de conocer los detalles:
Por la falta de un clavo se perdió la herradura.
Por la falta de una herradura se perdió el caballo.
Por la falta de un caballo se perdió el jinete.
Por la falta de un jinete se perdió el mensaje.
Por la falta de un mensaje se perdió la batalla.
Por la falta de una batalla se perdió el reino.
Y todo por la falta del clavo de una herradura.
Desde la perspectiva del liderazgo, algo que me gustaba del sistema de Tex era que despersonalizaba las críticas. Me dio la posibilidad de criticar el rendimiento de los atletas sin que pensasen que los atacaba personalmente. Los baloncestistas profesionales son muy sensibles a las críticas porque casi todo lo que hacen es juzgado un día sí y otro también por los entrenadores, los medios de comunicación y prácticamente cualquiera que tiene un televisor. La belleza del sistema (y se aplica a todo tipo de sistemas, no solo al triángulo) radica en que convierte a la totalidad del equipo en una organización de aprendizaje. Por muy talentosos o mediocres que fueran, todos, empezando por Michael Jordan, tenían algo que aprender. Cuando me metía duramente con alguien durante los entrenamientos, el jugador sabía que solo intentaba hacerle entender cómo funcionaba el triángulo ofensivo. No me cansaré de decir que el camino de la libertad es un sistema hermoso.
Otro aspecto que me gusta del sistema triangular es su fiabilidad, pues daba a los jugadores algo a lo que aferrarse cuando se veían sometidos a estrés. No necesitaban fingir que eran como Michael e inventar cada jugada que realizaban. Bastaba con que desempeñasen su papel en el sistema, sabedores de que inevitablemente los llevaría a conseguir buenas oportunidades de anotar.
El sistema triangular también proporcionó a los jugadores un propósito claro como grupo e instauró un elevado nivel de rendimiento para todos. Por si eso fuera poco, ayudó a los jugadores a convertirse en líderes a medida que se enseñaron mutuamente a dominar el sistema. Cuando ocurría, el grupo se fusionaba de tal manera que no generaba momentos de gloria individual, por muy emocionantes que estos fueran.
A Doug Collins el sistema no lo apasionaba tanto como a mí. En 1986, cuando se hizo cargo de los Bulls, intentó ponerlo en práctica, pero enseguida lo abandonó porque no se adaptaba bien a la defensa que intentaba organizar. Collins creía a pies juntillas en una de las reglas principales de Hank Iba: con fines defensivos, los bases deben estar de camino al centro de la pista cuando la pelota rebota o se lanza a un compañero. El desafío del triángulo ofensivo consiste en que, con frecuencia, requiere que los bases se desplacen a una de las esquinas para formar el triángulo con dos jugadores más. Eso dificulta el contraataque en carrera.
Doug se distanció del triángulo, pero no lo sustituyó por otro sistema. Se ocupó de que los jugadores aprendiesen entre cuarenta y cincuenta jugadas que variaban constantemente. A medida que el juego avanzaba y a partir de lo que veía en el parqué, ordenaba jugadas desde las bandas. Ese estilo de entrenamiento, bastante corriente en la NBA, se adecuaba a Doug, que poseía una excepcional visión del terreno de juego y se cargaba de energía cuando participaba activamente en el encuentro. El aspecto negativo consistía en que los jugadores se volvían demasiado dependientes de sus instrucciones minuto a minuto. También convertía a todos, salvo a Michael, en actores secundarios, ya que muchas jugadas estaban destinadas a sacar partido del genio anotador de Michael. Con demasiada frecuencia el ataque de los Bulls consistía en que cuatro jugadores crearan espacio para que M. J. obrase su magia y luego lo vieran ponerla en práctica. La prensa ya había empezado a referirse sarcásticamente a los Bulls como Jordan y los jordanaires.
Aquel primer año, durante el campamento de entrenamiento, le dije a Doug que, en mi opinión, Michael hacía demasiado por su cuenta y riesgo y que era necesario emular a Magic y a Bird en la forma en la que trabajaban con los compañeros para transformarlos en un equipo. Añadí que Red Holzman solía decir que «el verdadero sello de una estrella es el nivel hasta el cual mejora a sus compañeros de equipo».
—Phil, me parece estupendo —declaró Doug. Díselo a Michael. ¿Por qué no vas y se lo dices ahora mismo?
Vacilé.
—Doug, solo llevo un mes aquí. Creo que no conozco lo suficiente a Michael como para transmitirle algo que me dijo Red.
Doug insistió en que explicase a Michael cuál era «el verdadero sello de una estrella».
Me dirigí a la sala de prensa, en la que Michael hablaba con los periodistas, y lo llevé a un aparte. Era la primera conversación de verdad que iba a mantener con Michael y me sentía un poco incómodo. Le expliqué que Doug pensaba que debía saber lo que Holzman opinaba sobre el hecho de ser una estrella y repetí la famosa frase de Red. Michael me observó unos segundos y, antes de retirarse, se limitó a decir: «Está bien, gracias».
No sé qué opinó Michael en aquel momento de mis palabras, si bien más tarde descubrí que era mucho más fácil de entrenar que otras estrellas porque sentía un profundo respeto por Dean Smith, su preparador universitario. También estaba muy interesado en hacer lo que hiciera falta con tal de conquistar su primer campeonato en la NBA.
Mientras fui entrenador asistente, solo en otra ocasión sostuve una conversación personal con M. J., durante una comida para abonados en Chicago. Mi hijo Ben, que estaba en la escuela primaria, era un gran seguidor de Jordan. Tenía varias fotos de Michael en su habitación y había dicho a uno de sus profesores que su sueño en esta vida era conocer a su ídolo. El año anterior, cuando todavía vivíamos en Woodstock, había llevado a Ben a Boston al partido de los Bulls contra los Celtics y, una vez terminado el encuentro, mi hijo había esperado mucho rato para conseguir el autógrafo de Michael. Cuando por fin salió del vestuario, M. J. pasó sin detenerse. Decidí que, puesto que ahora trabajaba con los Bulls, llevaría a Ben a la comida para abonados y le presentaría personalmente a Michael. Una vez allí, comenté con M. J. lo mucho que Ben había esperado en el Boston Garden. Michael sonrió y se mostró muy simpático con Ben, pero me sentí incómodo por haber puesto al astro en esa tesitura.
A partir de entonces me ocupé de no pedir favores especiales a M. J. Quería que nuestra relación fuese totalmente diáfana. No me apetecía que me manipulase. Más adelante, cuando asumí el cargo de entrenador principal, me ocupé de dar mucho espacio a Michael. Me encargué de crear a su alrededor un entorno protegido en el que se podía relacionar libremente con sus compañeros y ser como era sin intervenciones del exterior. Incluso entonces el clamor de los seguidores que intentaban conseguir lo que fuese de Michael Jordan resultaba abrumador. No podía ir a los restaurantes sin que lo persiguieran y el personal de la mayoría de los hoteles formaba fila a las puertas de su habitación para que firmase autógrafos. Una noche, después de un encuentro en Vancouver, literalmente tuvimos que arrancar a montones de fans de Jordan del autobús del equipo para poder salir del aparcamiento.
Scottie Pippen fue uno de los jugadores con los que trabajé estrechamente en mi época de entrenador ayudante. Ambos nos incorporamos al equipo en el mismo año y dediqué mucho tiempo a enseñarle cómo elevarse y realizar regates. Scottie aprendió rápido y dedicó tiempo a asimilar cómo funcionaba el triángulo. En la universidad había sido base antes de convertirse en alero y poseía la percepción innata de cómo encajan las piezas en la pista. Scottie tenía los brazos largos y una magnífica visión de la cancha, lo cual lo convirtió en la persona perfecta para encabezar nuestro sistema defensivo.
Sin embargo, lo que más me impresionó de Scottie fue su florecimiento paulatino como líder; no lo hizo imitando a Michael, sino enseñando a sus compañeros a jugar en el marco del sistema y mostrando siempre una actitud comprensiva cuando los demás tenían problemas. Fue decisivo porque Michael no era demasiado accesible y muchos jugadores se sentían intimidados en su presencia. Scottie era alguien con quien podían hablar, alguien que los cuidaba cuando salían a la cancha. Como dice Steve Kerr: «Scottie era el nutridor y Michael, el ejecutor».
Los Bulls comenzaron a despegar durante mi primera temporada con el equipo, la de 1987-88. Ganamos cincuenta encuentros y acabamos empatados por el segundo puesto. Michael prosiguió con su ascenso imparable, ganó su segundo título como máximo anotador y obtuvo el primer galardón como jugador más valioso. El mejor indicio fue la victoria 3-2 sobre los Cleveland Cavaliers en la primera ronda de los play-offs. En las finales de conferencia, los Pistons arrollaron a los Bulls en cinco partidos y pusieron rumbo a las finales del campeonato contra Los Angeles Lakers.
Durante las vacaciones, Jerry Krause traspasó a Charles Oakley a los Knicks, a cambio de Bill Cartwright, decisión que enfureció a Michael, ya que consideraba que Oakley era su protector en la pista. Jordan se mofó de los «dedos resbaladizos» de Cartwright y lo apodó Bill Medicalizado debido a sus constantes problemas en los pies. A pesar de sus hombros menudos y su estructura estrecha, Bill era un defensor muy listo y sólido, capaz de cortarle el paso a Patrick Ewing y a otros pívots. En cierta ocasión realizamos unas prácticas en las que acabamos oponiendo el 1,98 metros de Michael contra los 2,16 metros de Cartwright en una pugna individual de voluntades. Michael estaba empeñado en hacer un mate a Cartwright y Bill estaba igualmente decidido a impedírselo. Por lo tanto, chocaron en el aire y todos contuvimos el aliento mientras Bill depositaba lentamente a Michael en el suelo. A partir de entonces, Michael cambió de actitud con Cartwright.
Cartwright no fue la única arma que el equipo necesitaba para pasar al siguiente nivel. Collins presionaba para que Krause encontrase un aguerrido base ordenador del juego y capaz de organizar el ataque como Isiah Thomas en Detroit. El equipo ya había pasado por varios bases (incluidos Sedale Threatt, Steve Colter y Rory Sparrow) en su búsqueda de alguien que satisficiera las expectativas de Jordan. El último candidato había sido Sam Vincent, que había llegado gracias a un traspaso con Seattle, pero no duró mucho. Por lo tanto, Doug decidió convertir a Jordan en base, situación que funcionó bastante bien a pesar de que redujo sus posibilidades de anotar y de que lo desgastó físicamente durante la temporada regular.
En determinado momento, Doug mantuvo una acalorada discusión con Tex a raíz del dilema del base. Tex apuntó que si Doug instauraba un sistema ofensivo, cualquiera que fuese, no necesariamente el triángulo, ya no tendría que depender tanto de un base para organizar el ataque. Para entonces, Doug se había hartado de la retahíla constante de críticas de Tex, de modo que decidió desterrarlo a las bandas y reducir su papel de entrenador.
Cuando se enteró de lo ocurrido, Krause comenzó a perder la confianza en la opinión de Collins. ¿Por qué razón alguien en su sano juicio enviaba a Tex Winter a Siberia? Dio la sensación de que los jugadores también perdían la fe en Doug. Cambiaba las jugadas con mucha frecuencia y a menudo las modificaba en medio de un partido, motivo por el cual los miembros del equipo comenzaron a referirse jocosamente a la ofensiva como «un ataque distinto cada día».
La crisis estalló durante un partido en Milwaukee, poco antes de las Navidades. Doug se peleó con los árbitros y fue expulsado hacia el final de la primera mitad. Dejó el equipo en mis manos y me entregó sus tarjetas con jugadas. Los Bulls perdían por una diferencia tan grande que decidí ordenar una presión por toda la pista y dejar que los jugadores organizasen libremente la ofensiva en vez de transmitir las jugadas de Doug. El equipo dio rápidamente la vuelta al partido y ganamos sin dificultades.
Solo más tarde me enteré de que hacia el final del partido el reportaje de la televisión de Chicago mostró a mi esposa June y a Krause con su esposa Thelma sentados en las gradas. A lo largo de los meses siguientes, tanto esa imagen como todo lo demás provocaron grandes tensiones entre Doug y yo.
Varias semanas después, me había trasladado a Miami para estudiar un partido cuando recibí una llamada de Krause en la que me comunicó que no quería que continuase alejado del equipo. Más tarde me enteré de que Doug y Michael habían tenido una discusión y Jerry quería que yo estuviese en condiciones de intervenir si en el equipo se producían más roces. Al cabo de poco tiempo, Jerry comenzó a tener más confianza en mí.
Al final, las aguas volvieron a su cauce y los Bulls avanzaron a trompicones el resto de la temporada; terminaron quintos en la conferencia y ganamos tres partidos menos que la temporada anterior. Sin embargo, la incorporación de Cartwright y la progresión de Pippen y de Grant permitieron que el equipo estuviera mucho mejor situado que antes para ir a por todas en los play-offs.
La primera ronda contra los Cavaliers se decidió a cinco encuentros. Michael rezumaba confianza cuando subió al autobús que nos llevaría al partido final en Cleveland. Encendió un cigarro y aseguró: «Tíos, no os preocupéis. Vamos a ganar». Craig Ehlo, de Cleveland, estuvo en un tris de hacerle comer esas palabras cuando a pocos segundos del final del encuentro puso a los Cavaliers un punto por delante. Michael reaccionó con dos tiros decisivos, dignos de un bailarín, y ganamos 100-101. Más tarde Tex me dijo: «Me figuro que ahora se lo pensarán antes de cambiar de entrenadores». No me quedó más remedio que sonreír. No me importó, ya que íbamos rumbo a las finales de la Conferencia Este. Los Bulls habían recorrido un largo camino desde el balance de 40-42 conseguido el año anterior a mi incorporación al equipo.
A continuación nos enfrentamos con los Pistons y, como de costumbre, fue un encuentro desagradable. Chicago ganó el primer partido en el Silverdome y a partir de allí los Pistons vencieron a los Bulls con su defensa intimidatoria y ganaron la serie 4-2. Más adelante Krause me comentó que en mitad de esa serie le comunicó al propietario Jerry Reinsdorf que el equipo necesitaba sustituir a Collins por alguien capaz de ganar el campeonato.
Concluidos los partidos decisivos, asistí a la exhibición de talentos de la NBA en Chicago, evento organizado por la liga a fin de que los jugadores elegibles para el draft mostrasen sus habilidades ante entrenadores y ojeadores. Estaba allí cuando Dick McGuire, mi primer entrenador con los Knicks, me preguntó si me interesaría sustituir a Rick Pitino, preparador principal del mismo equipo, que se marchaba a dirigir el equipo de la universidad de Kentucky. Respondí afirmativamente y de pronto todo empezó a rodar.
Poco después, Reinsdorf me invitó a reunirme con él en el aeropuerto O’Hare. Jerry siempre me había caído bien, pues había crecido en Brooklyn y era muy forofo del generoso estilo de baloncesto de los Knicks. Se había enterado de mi interés por el trabajo en Nueva York y quiso saber si prefería entrenar a los Bulls o a los Knicks, en el supuesto de que pudiera escoger. Respondí que tenía mucho cariño a los de Nueva York, pues había jugado en ese equipo, aunque también pensaba que los Bulls estaban preparados para ganar numerosos campeonatos, mientras que los Knicks tendrían suerte si conquistaban uno. En pocas palabras, contesté que prefería quedarme con los Bulls.
Al cabo de algunas semanas, Krause me llamó a Montana y me pidió que buscase un teléfono seguro. Fui hasta el pueblo en moto y telefoneé desde una cabina. Me comunicó que Reinsdorf y él habían decidido un cambio de entrenador y me ofreció el puesto.
Yo estaba feliz, pero a los seguidores de Chicago no les gustó demasiado. Collins era bastante popular y en los últimos tres años había conducido al equipo a nuevas cumbres. Cuando los periodistas le preguntaron por qué había tomado una decisión tan arriesgada, Reinsdorf contestó: «Doug nos ha hecho recorrer un largo camino desde donde estábamos. No puede negarse que ha sido fructífero, pero ahora contamos con un hombre que, en nuestra opinión, puede permitirnos realizar el resto del camino».
La presión había comenzado.