El mejor escultor es el que menos talla.
LAO-TSÉ
Mi primera impresión de la NBA fue la de un caos desestructurado.
En 1967, cuando Red Holzman me reclutó para los New York Knicks, yo no había visto apenas ningún encuentro de la NBA, salvo un puñado de play-offs televisados entre los Boston Celtics y los Philadelphia Warriors. Por consiguiente, Red me envió la filmación de un partido de 1966 que los Knicks habían disputado con los Lakers e invité a algunos de mis compañeros del equipo universitario a verla en la gran pantalla.
Me sorprendió la torpeza y la falta de disciplina de ambos equipos. En la universidad de Dakota del Norte nos enorgullecíamos de jugar sistemáticamente. De hecho, durante mi último año en el centro, el entrenador Bill Fitch puso en práctica un movimiento del balón que me gustaba mucho y más adelante me enteré de que se trataba de una variante de la triangulación, técnica que había copiado de Tex Winter.
El juego de los Knicks que vimos en la pantalla no parecía tener la menor lógica. En mi opinión, solo eran una pandilla de jugadores con talento que corrían cancha arriba y cancha abajo en un intento de encestar.
Entonces estalló un altercado.
Willis Reed, el imponente ala-pívot de los Knicks, de 2,06 metros de estatura y 100 kilos de peso, se lio con el alero Rudy LaRusso cerca del banquillo de los Lakers. Se produjo una pausa en la filmación y, cuando se reanudó, Willis se quitó de encima a varios jugadores de los Lakers antes de derribar al pívot Darrall Imhoff y de asestar dos puñetazos en la cara a LaRusso. Cuando por fin lo redujeron, Willis también le había roto la nariz al ala-pívot John Block y arrojado al suelo al pívot Hank Finkel.
¡Caramba! Todos saltamos a la vez y gritamos: «¡Tenemos que volver a verlo!». Simultáneamente pensé: «¿Dónde me he metido? ¡Con este tío tendré que vérmelas un día sí y otro también durante los entrenamientos!».
Cuando aquel verano nos conocimos, descubrí que Willis era una persona cálida y amistosa, así como un líder natural, digno y magnánimo al que todos respetaban. Su presencia en la pista resultaba imponente e instintivamente tenía la sensación de que debía proteger a sus compañeros de equipo. Los Knicks supusieron que Willis sería suspendido por ese incidente en el partido contra Los Ángeles, pero en aquella época la liga era más tolerante con las peleas y la dejó pasar. A partir de entonces, los jugadores corpulentos de la liga se lo pensaron dos veces antes de meterse en una trifulca con Willis en la pista.
Reed no era el único gran líder que formaba parte de los Knicks. De hecho, jugar con ellos durante los años de los campeonatos fue como asistir a un centro de posgrado en liderazgo. El alero Dave DeBusschere, que había sido jugador/entrenador de los Detroit Pistons antes de incorporarse a los Knicks, era un astuto general de pista. El escolta Bill Bradley, futuro senador estadounidense, era muy hábil a la hora de conseguir el consenso de los jugadores y ayudarlos a hacer equipo. El base Dick Barnett, que posteriormente se doctoró en Ciencias de la Educación, aprovechaba su mordaz ingenio para evitar que los jugadores se tomaran demasiado en serio a sí mismos. Walt Frazier, mi compañero de habitación durante la primera temporada, era un base magistral que en la pista desempeñaba la función de mariscal de campo del equipo.
El hombre que más me enseñó sobre liderazgo era el más humilde de todos: el mismísimo Red Holzman.
La primera vez que Red me vio jugar fue durante uno de los peores partidos de mi trayectoria universitaria. Desde el principio me metí en un lío horrible y fui incapaz de encontrar mi ritmo a medida que Louisiana Tech nos eliminaba en la primera ronda del torneo de la NCAA entre universidades modestas. Marqué 51 puntos en el partido de consolación contra Parsons, pero Red se lo perdió.
De todas maneras, Red debió de ver algo que le gustó, ya que después del encuentro con Louisiana Tech cogió a Bill Fitch y le preguntó: «¿Crees que Jackson querrá jugar conmigo?». Fitch no titubeó al responder: «Por descontado que sí», pues pensó que Red buscaba jugadores capaces de encargarse de la defensa en toda la pista. Solo más tarde se percató de que lo que Red quería saber era si un paleto de Dakota del Norte como yo podría vivir en la Gran Manzana. En todo caso, Fitch insiste en que su respuesta habría sido la misma.
Fitch era un entrenador cabezota…, y un exmarine que dirigía los entrenamientos como si de ejercicios militares en Parris Island se tratase. No tenía nada que ver con Bob Peterson, mi apacible preparador de la escuela secundaria Williston, en Dakota del Norte, pero disfruté jugando para él porque era rudo, honrado y siempre me presionó para que mejorase. En cierta ocasión, durante el tercer año de universidad, me emborraché durante la semana de peticiones para recaudar fondos e hice el ridículo al intentar dirigir a un grupo de estudiantes para que animasen al centro. Cuando se enteró, Fitch me comunicó que tendría que hacer flexiones cada vez que nos cruzáramos en el campus.
Lo cierto es que gracias al sistema de Fitch mejoré. Jugamos con una defensa presionante en toda la cancha, algo que a mí me encantaba. Con mis 2,03 m, era lo bastante corpulento como para jugar de pívot, pero dado que también era rápido, estaba lleno de energía y poseía una gran envergadura de brazos, me resultaba sencillo acosar a los bases y robar balones. La verdad es que tenía los brazos tan largos que, si me sentaba en el asiento trasero de un coche, podía abrir las dos portezuelas de delante sin siquiera inclinarme. En la universidad me habían puesto de mote La Mopa, porque siempre andaba por los suelos persiguiendo balones sueltos. Durante el tercer año de universidad conseguí el reconocimiento merecido, pues alcancé un promedio de 21,8 puntos y 12,9 rebotes por partido y me nombraron All-American del mejor equipo amateur. Aquel año conquistamos el título de la conferencia y, por segundo año consecutivo, estuvimos en la Final Four de los centros universitarios más modestos, perdiendo una reñida semifinal contra Southern Illinois. El año siguiente mi promedio fue de 27,4 puntos y 14,4 rebotes, y por dos veces conseguí cincuenta puntos en el intento de volver a conquistar el All-American.
En los comienzos imaginé que, en el supuesto de ser reclutado por la NBA, sería escogido por los Baltimore Bullets, cuyo ojeador principal, mi futuro jefe Jerry Krause, no había dejado de observarme. Sin embargo, los Bullets fueron aventajados por los Knicks, que me escogieron al inicio de la segunda ronda (de diecisiete en total), razón por la cual Krause, que estaba seguro de que yo no entraría antes de la tercera, se autorreprochó durante años.
También me reclutaron los Minnesota Muskies de la American Basketball Association, idea que me resultó atractiva porque quedaba más cerca de casa. Holzman no estaba dispuesto a permitir que los Muskies se salieran con la suya. Aquel verano me visitó en Fargo, Dakota del Norte, donde yo había ido a trabajar como asesor de campamento, y me propuso una oferta más jugosa. Me preguntó si tenía reservas para firmar el contrato con los Knicks y respondí que pensaba asistir a un centro para graduados y estudiar para ministro de la iglesia. Añadió que, cuando acabase mi carrera profesional en el baloncesto, ya tendría tiempo de sobra para dedicarme a lo que me apeteciera. También me dijo que podía contar con él si tenía dificultades a la hora de adaptarme a Nueva York.
Tal como sucedieron las cosas, quiso la casualidad que John Lindsay, por aquel entonces alcalde de Nueva York, estuviese en Fargo para dar una charla en la organización para la cual yo trabajaba. A Red le hizo gracia tanta sincronía. Aquel mismo día, mientras firmábamos el contrato, comentó: «¿Te das cuenta? El alcalde de Nueva York está aquí y todos lo saben, mientras que tú estás firmando el contrato y nadie se ha enterado».
En ese instante tomé conciencia de que había encontrado a mi mentor.
En octubre, cuando me presenté en el campamento de entrenamiento, los Knicks estaban en situación de espera. Seguíamos aguardando a que Bill Bradley, nuestro nuevo escolta estrella, se presentase tras haber concluido su período de formación como recluta de la reserva en un campamento de la Fuerza Aérea. De hecho, nuestro campamento de entrenamiento se había instalado en la base McGuire, perteneciente a la Fuerza Aérea, con la esperanza de que en algún momento Bradley pudiera escaparse y comenzase a entrenarse con el equipo.
A pesar de que en nuestra lista abundaban los talentos, aún no se había creado la estructura de liderazgo. El presunto hombre fuerte era Walt Bellamy, pívot que conseguía muchos puntos y futuro miembro del Hall of Fame. Walt se peleaba incesantemente con Willis, que estaba mucho más capacitado como líder. En un momento de la temporada anterior habían chocado y literalmente se habían dejado fuera de combate en la pugna por ocupar el puesto de líder. En principio, Dick van Arsdale era el alero titular, si bien muchos consideraban que Cazzie Russell tenía más talento. Entretanto, Dick Barnett y Howard Komives eran sólidos bases, a pesar de que Barnett todavía no se había recuperado de la rotura del tendón de Aquiles que había sufrido la temporada anterior.
Por si con eso no bastara, era evidente que los jugadores habían perdido la confianza en el entrenador Dick McGuire, cuyo mote, Balbuceos, resultaba muy elocuente respecto a su incapacidad para comunicarse con el equipo. Por lo tanto, nadie se sorprendió cuando en diciembre Ned Irish, presidente de los Knicks, recolocó a McGuire como ojeador y nombró a Red entrenador principal. Holzman era un neoyorquino rudo, reservado, con un rebuscado sentido del humor y un arraigado pedigrí baloncestístico. Fue en dos ocasiones escolta All-American en el City College de la Gran Manzana, había jugado como profesional para los Rochester Royals y había ganado dos campeonatos de liga antes de que lo nombrasen primer entrenador de los Milwaukee/Saint Louis Hawks.
Red era un genio de la simplicidad. Nunca defendió un sistema concreto ni pasó en vela toda la noche a fin de inventar jugadas. Creía que había que jugar de la manera correcta, lo cual, en su caso, significaba mover el balón en ataque y llevar a cabo una intensa defensa en equipo. Red había aprendido a jugar en los tiempos anteriores a los tiros en suspensión, cuando el movimiento del balón por parte de los cinco jugadores era mucho más predominante que la creatividad individual. Tenía dos reglas sencillas, que no dejaba de gritar desde las bandas durante los partidos:
1) MIRA LA PELOTA. Durante los entrenamientos, Red daba mucha más importancia a la defensa porque estaba convencido de que una defensa fuerte es la clave de todo. En medio de unas prácticas, Red, que cuando era necesario podía llegar a ser muy gráfico, cogió las copias de nuestras jugadas y simuló que se limpiaba el trasero con ellas. «Es para lo único que sirven», afirmó tirando las hojas al suelo. Por eso quería que aprendiésemos a mejorar la defensa colectiva, dado que tenía la seguridad de que, una vez conseguida, el ataque se encargaría de sí mismo.
En opinión de Red, el secreto de una buena defensa radica en la conciencia. Insistía en que en ningún momento debíamos apartar la mirada del balón y en que teníamos que estar perfectamente sintonizados con lo que sucedía en la cancha. Los Knicks no eran tan grandiosos como otros equipos ni contábamos con un taponador descomunal de la talla de Bill Russell, de los Celtics. Por consiguiente, bajo la batuta de Red desarrollamos un estilo de defensa altamente integrado que, más que en los geniales movimientos de un individuo bajo el aro, se basaba en la conciencia colectiva de los cinco jugadores. Con el quinteto de baloncestistas trabajando al unísono era más fácil atrapar a los que organizaban el juego, interceptar los pases, aprovechar los errores y lanzar veloces contraataques a fin de desconcentrar a los adversarios.
A Red le encantaba presionar en toda la pista antes de que el equipo contrario se percatase de lo que pasaba. De hecho, durante mi primer entrenamiento únicamente ensayamos presión en toda la cancha. Fue perfecto para Walt Frazier, para Emmett Bryant y para mí, ya que en la universidad habíamos jugado con defensa en toda la pista. Debido a mi constitución física, los compañeros del equipo me apodaron Percha y Cabeza y Hombros, aunque yo prefería el mote que me puso el comentarista deportivo Marv Albert: Acción Jackson. Sabía que al jugar en la posición de alero más que de pívot renunciaba a mi mayor fortaleza, el juego en el poste, pero así ayudaría al equipo y pasaría más tiempo en la pista, concentrado en la defensa. Además, todavía no tenía un gran tiro de 4-5 metros y mi habilidad para conducir la pelota dejaba tanto que desear que más adelante Red me enseñó la regla del doble regate.
2) PASA AL QUE ESTÁ LIBRE. Si entrenara actualmente, Red quedaría sobrecogido por lo egocéntrico que se ha vuelto este deporte. En su opinión, la generosidad era el santo grial del baloncesto. «Esto no es ingeniería aeroespacial», declaraba y añadía que la mejor estrategia ofensiva consistía en mover el balón entre los cinco jugadores a fin de crear ocasiones de anotar y dificultar que los integrantes del equipo contrario se centrasen en uno o en dos lanzadores. A pesar de que contábamos con varios de los mejores creadores de lanzamientos, sobre todo Frazier y Earl la Perla Monroe, Red insistía en que trabajásemos al unísono con el propósito de pasar al jugador con mayores posibilidades de encestar. Si decidías ir por tu cuenta y riesgo, algo que pocos jugadores intentaban, no tardabas en acabar en el banquillo.
«En un buen equipo no hay superestrellas —aseguraba Red. Hay excelentes jugadores que demuestran que lo son por su capacidad de jugar en equipo. Poseen la facultad de ser superestrellas pero, si se incorporan a un buen equipo, realizan sacrificios y cuanto es necesario para contribuir a que su equipo gane. Las cifras de los salarios y de las estadísticas no tienen importancia; lo que cuenta es cómo juegan juntos».
Pocos equipos de la NBA han estado tan equilibrados ofensivamente como los Knicks de la temporada 1969-1970. Contábamos con seis jugadores que regularmente anotaban dobles cifras y nadie tenía un promedio de más de veinte puntos por encuentro. Así se logró que el equipo fuera tan duro, ya que los cinco integrantes de la alineación inicial eran grandes anotadores, de modo que si asignabas dos hombres a un jugador peligroso, se abrían posibilidades para los cuatro restantes…, que también eran grandes lanzadores.
Algo que me fascinaba de Red era hasta qué punto delegaba el ataque en los jugadores. Nos permitió diseñar muchas jugadas y buscó activamente nuestra opinión respecto a lo que había que hacer en los partidos claves. Muchos entrenadores tienen dificultades para ceder poder a sus jugadores, pero Red escuchaba con atención nuestros comentarios porque consideraba que sabíamos mejor que él lo que sucedía en la pista.
De todas maneras, el don singular de Red consistía en su extraordinaria capacidad de dirigir a adultos y conseguir que se unieran en una misión común. No empleaba complejas técnicas de motivación: lisa y llanamente, se mostraba sincero y directo. A diferencia de otros entrenadores, no interfería en la vida privada de los jugadores, a menos que tramasen algo que ejerciera un efecto negativo en el equipo.
Cuando Red se hizo cargo del equipo, los entrenamientos eran ridículamente caóticos. Los jugadores solían llegar tarde y llevaban a sus amigos y familiares como espectadores. En las instalaciones, los suelos estaban rotos, las tablas de refuerzo se habían combado y las duchas carecían de agua caliente; la mayoría de las veces, en las prácticas no había enseñanzas ni ejercicios. Red puso fin a esa situación. Instituyó lo que denominó «multas tontas» por llegar tarde y desterró de los entrenamientos a todo aquel que no formase parte del equipo, incluida la prensa. Organizó entrenamientos intensos y disciplinados, centrados sobre todo en la defensa. Decía: «No es la práctica la que hace la perfección, sino la práctica perfecta».
Cuando salíamos con el equipo, no había toques de queda ni control de horarios. Red solo tenía una regla: el bar del hotel le pertenecía. Le daba igual dónde fueses o lo que hicieras, siempre y cuando no interrumpieses el whisky que a última hora de la noche compartía con el preparador físico Danny Whelan y la prensa especializada. Aunque era más accesible que otros místers, consideraba importante guardar cierta distancia con los jugadores porque era consciente de que algún día podía tener que despecharnos o traspasarnos.
Si se veía en la tesitura de disciplinarte, casi nunca lo hacía en presencia de los demás, a no ser que estuviera relacionado con tu juego. Prefería invitarte a su «despacho privado»: el lavabo del vestuario. Me llevaba al lavabo cuando yo hacía un comentario crítico sobre el equipo delante de la prensa. Después de años de jugar a las cartas con ellos, mi relación con los reporteros era buena y en ocasiones hablaba de más. Red era más circunspecto. Le gustaba preguntar: «¿No te das cuenta de que mañana esos mismos periódicos servirán para forrar una jaula?».
Con los periodistas Red se comportaba como una esfinge. A menudo invitaba a cenar a los reporteros y hablaba durante horas, pero casi nunca decía algo que pudiese serles de utilidad. Jamás criticaba a sus jugadores ni a nuestros adversarios. Jugueteaba con los periodistas con el propósito de ver qué clase de tonterías publicaban. En cierta ocasión, después de una derrota muy dolorosa, un reportero le preguntó cómo lograba mostrarse tan sereno y Red repuso: «Porque soy consciente de que la única catástrofe verdadera es volver a casa y descubrir que el whisky se ha terminado». Por descontado, al día siguiente la prensa publicó esa cita.
Apreciaba de Red su capacidad de situar el baloncesto en perspectiva. A principios de la temporada 1969-70 tuvimos una racha de dieciocho victorias seguidas y nos distanciamos del resto de los equipos. Cuando la racha se cortó con una decepcionante derrota en nuestra cancha, los reporteros le preguntaron a Red qué habría hecho en el caso de que los Knicks hubieran ganado y este contestó: «Habría vuelto a casa, bebido un whisky y disfrutado de la exquisita comida que Selma [su esposa] está preparando». ¿Qué hará ahora que hemos perdido? «Pues volver a casa, beber un whisky y disfrutar de la exquisita comida que Selma está preparando».
El punto de inflexión de los Knicks se produjo a causa de otra disputa, en este caso durante un partido televisado contra los Hawks celebrado en Atlanta en noviembre de 1968. Inició la bronca Lou Hudson, de los Atlanta Hawks, durante la segunda mitad del partido, cuando intentó esquivar el duro bloqueo de Willis Reed y acabó golpeándole en la cara. Todos los Knicks se pusieron de pie y se sumaron a la refriega (o al menos simularon que lo hacían), con la única excepción de Walt Bellamy.
Al día siguiente celebramos una reunión de equipo para analizar el incidente. La conversación giró en torno a la no participación de Bellamy y entre los jugadores hubo consenso en el sentido de que no cumplía con su trabajo. Cuando Red le preguntó por qué no había apoyado a sus compañeros de equipo en la pista, Walt respondió: «Porque no creo que las peleas sean lo más adecuado en el baloncesto». Es posible que, en abstracto, muchos hubiéramos coincidido con él, pero las disputas eran un hecho habitual en la NBA y de poco nos sirvió saber que nuestro pívot no nos cubría las espaldas.
Varias semanas después, los Knicks cambiaron a Bellamy y a Komives por Dave DeBusschere, de los Pistons, con lo que reforzaron el quinteto inicial y nos proporcionaron la flexibilidad y la profundidad suficientes como para ganar dos títulos. Willis ocupó la posición de pívot y se fortaleció como líder del equipo y hombre de confianza de Red en la pista. DeBusschere, jugador muy esforzado, de metro noventa y ocho de estatura y cien kilos de peso, con una gran comprensión de la pista y un excelente tiro desde fuera de la zona, jugaba de ala-pívot. Walt Frazier sustituyó a Komives en el puesto de base y se combinó con Barnett, jugador de gran talento individual. Bill Bradley y Cazzie Russell compartieron la última posición, la de alero, ya que nuestro iniciador del juego, Dick van Arsdale, había sido escogido por los Phoenix Suns en el draft de expansión de aquel año. Bill se llevó la mejor parte cuando, dos meses después del canje por DeBusschere, Cazzie se rompió un tobillo.
Fue interesante ver cómo compitieron Bill y Cazzie por esa posición cuando este regresó al equipo. Ambos habían sido estrellas universitarias y opciones muy valoradas en el draft (En 1965, Bill había sido nombrado jugador territorial del año y, en 1966, Cazzie fue jugador universitario del año). Bradley, apodado Dólar Bill por su impresionante contrato (para la época) de cuatro años por la friolera de medio millón de dólares, había alcanzado un promedio de más de treinta puntos por partido durante tres años seguidos en Princeton y condujo a los Tigers a la Final Four de la NCAA, que lo consideró el jugador más valioso de todo el torneo. En 1965, tras ser elegido por los Knicks, decidió estudiar dos años en Oxford con una beca Rhodes antes de incorporarse al equipo. Se dijeron tantas barbaridades de él que, con tono sarcástico, Barnett se refería a su compañero como «el hombre que, de un solo salto, cruza altos edificios».
También se burlaron mucho de Cazzie. Había firmado un jugoso contrato (doscientos mil dólares por dos años) y en Michigan había sido un anotador tan dinámico que al gimnasio del centro lo llamaban «la casa construida por Cazzie». Nadie puso en duda sus aptitudes: era un encestador extraordinario que había conducido a los Wolverines a tres títulos consecutivos de la Big Ten. A los jugadores les divertía su obsesión por la comida sana y las terapias alternativas. Por una vez, en el equipo había alguien con más motes que yo. Lo apodaron Niño Prodigio, Músculos Russell, Cockles ’n’ Muscles y mi preferido, Max Factor, debido a que al terminar las sesiones de entrenamiento le encantaba untarse el cuerpo con aceite para masajes. Su habitación estaba tan atiborrada de vitaminas y suplementos que Barnett, con quien la compartía, bromeaba con que necesitabas una receta firmada para visitarla.
Lo más impresionante de Bill y Cazzie fue la intensidad con la que compitieron entre sí sin enredarse en una lucha de egos. Al principio Bil tuvo dificultades para adaptarse al deporte profesional debido a su escasa velocidad de pies y de capacidad de salto, pero compensó esas limitaciones aprendiendo a moverse deprisa sin la pelota y a aventajar en carrera a sus defensores. En las prácticas, a menudo me tocó defenderle y puedo asegurar que era exasperante. Justo cuando pensabas que lo habías arrinconado, Bill se largaba y aparecía en el otro extremo de la cancha dispuesto a lanzar un tiro abierto.
Con Cazzie el problema era otro. Se trataba de un fantástico conductor con un gran empuje a la hora de mover la pelota, pero el quinteto inicial funcionaba mejor con Bradley en la cancha. Por eso Red le atribuyó el puesto de sexto hombre, capaz de salir del banquillo y desencadenar una sucesión de canastas que modificaban el resultado de un partido. Con el tiempo, Cazzie se adaptó a desempeñar esa función y se sintió muy orgulloso de dirigir la segunda unidad, que en la temporada 1969-70 incluía al pívot Nate Bowman, al escolta Mike Riordan y al ala-pívot Dave Stallworth (quien durante un año y medio había permanecido en la banda, tras sufrir un ataque al corazón), más los suplentes John Warren, Donnie May y Bill Hosket. Cazzie Russell llamaba a dicha unidad «los milicianos de la Guerra de la Independencia».
Hace poco Bill asistió a una reunión de los Knicks y se sorprendió cuando Cazzie, que actualmente ejerce de pastor religioso, lo abordó y se disculpó por su comportamiento egoísta en los tiempos en los que competían por el mismo puesto. Bill respondió que no era necesario porque sabía que, por muy empeñado que estuviese, Cazzie nunca había antepuesto su ambición personal a la del equipo.
Por desgracia, en la temporada 1969-70 no pude ser uno de los milicianos de la guerra de la Independencia de Cazzie. En diciembre de 1968 sufrí una grave lesión de espalda que me obligó a someterme a una operación de fusión espinal y me mantuvo alejado de las pistas durante un año y medio. La rehabilitación fue espantosa: durante seis meses tuve que llevar corsé ortopédico y fui advertido de que en ese período debía limitar mi actividad física, incluida la sexual. Los compañeros del equipo me preguntaron si pensaba pedirle a mi esposa que se pusiese cinturón de castidad. Aunque reí, no me causó la menor gracia.
Probablemente habría vuelto a la actividad en la temporada 1969-70, pero el equipo había comenzado de forma inmejorable y la directiva decidió incluirme en la lista de lesionados de ese año a fin de evitar que fuese escogido durante el draft de expansión.
El aspecto económico no me preocupaba: tras un año como rookie, había firmado con el club un acuerdo de ampliación por dos años. Como necesitaba estar ocupado, hice de comentarista televisivo; trabajé con George Kalinsky, el fotógrafo del equipo, en un libro sobre los Knicks titulado Take It All! y viajé con el equipo como asistente informal de Red. En aquellos tiempos la mayoría de los entrenadores no contaban con asistentes, pero Red sabía que me interesaba aprender cosas sobre el baloncesto y, además, buscaba a alguien con quien contrastar ideas novedosas. Ese encargo me permitió evaluar el baloncesto desde la perspectiva de los entrenadores.
Red era un poderoso comunicador oral, pero no tenía dotes para expresarse visualmente y casi nunca trazaba diagramas de las jugadas en las charlas previas a los partidos. Con el fin de mantenerlos concentrados, pedía a los jugadores que, mientras hablaba, ladeasen la cabeza cada vez que oyeran la palabra «defensa», que repetía más o menos cada cuatro vocablos. A pesar de todo, los baloncestistas se adormecían mientras hablaba, por lo que me pidió que apuntase las fortalezas y las debilidades de los equipos con los que nos enfrentábamos y que dibujara sus jugadas clave. Esa propuesta me obligó a pensar en términos estratégicos más que tácticos. Cuando eres un jugador joven sueles centrar casi toda tu atención en cómo vencerás a tu contrincante en cada partido, pero a partir de ese momento comencé a ver el baloncesto como una dinámica partida de ajedrez en la que todas las piezas están en movimiento. Fue muy estimulante.
También aprendí una lección sobre la importancia de los rituales previos a los encuentros. El precalentamiento aún no se había inventado, de modo que la mayoría de los entrenadores intentaba transmitir los consejos previos al partido en los quince o veinte minutos anteriores a que los jugadores salieran al parqué. El jugador solo puede asimilar determinada cantidad de información cuando la adrenalina discurre por todo su cuerpo, por lo que no es un buen momento para evaluaciones sesudas. En ese espacio de tiempo hay que serenar la mente de los jugadores y fortalecer su conexión espiritual antes de que se lancen al campo de batalla.
Red atribuía mucha importancia a los reservas o suplentes porque desempeñaban un papel decisivo en nuestro equipo, a menudo afectado por las lesiones. En su opinión, que los reservas estuviesen activamente involucrados en el juego era tan importante como la atención que le prestaba el quinteto inicial. Para comprobar si los suplentes estaban mentalmente preparados, los avisaba con varios minutos de antelación antes de sacarlos a la cancha. Además, insistía en que estuviesen permanentemente atentos al reloj de posesión para entrar en cualquier segundo del juego sin perderse nada. Red consiguió que cada jugador sintiera que desempeñaba un papel significativo en el equipo, estuviera en la pista cuatro o cuarenta minutos de un encuentro… lo cual sirvió para convertir a los Knicks en un equipo veloz y cohesionado.
Los Knicks parecían imparables cuando llegaron los play-offs de la temporada 1969-70. La terminamos con una plusmarca de 60-22 como líderes de la liga y en las primeras rondas arrollamos a Baltimore y a Milwaukee. Afortunadamente, no tuvimos que preocuparnos de los Celtics, ya que Bill Russell se había retirado y Boston estaba de capa caída.
Los Lakers fueron nuestros adversarios en las finales del campeonato. Se trataba de un equipo salpicado de estrellas, liderado por Wilt Chamberlain, Elgin Baylor y Jerry West, con unas ganas tremendas de conquistar el anillo tras perder ante Boston en seis de las últimas ocho finales. Por otro lado, no eran tan veloces ni poseían nuestra movilidad, y su arma principal, Chamberlain, había pasado casi toda la temporada recuperándose de una intervención en la rodilla.
Con la serie empatada 2-2, en el quinto partido, celebrado en Nueva York, Willis sufrió una rotura muscular en un muslo y durante el resto del encuentro tuvimos que apelar a un titular menudo que no era pívot. Eso supuso que DeBusschere y Stallworth (que medían, respectivamente, 1,98 y 2 metros) se vieran obligados a emplear el sigilo y las argucias para encargarse de los 2,16 metros y 125 kilos de Chamberlain, con toda probabilidad el pívot más arrollador que haya pisado una pista de baloncesto. En aquella época no podías apartarte más de dos pasos de tu hombre para cubrir a un jugador ofensivo, lo que nos obligó a establecer la defensa zonal, actividad también ilícita pero con menos probabilidades de ser sancionada ante los embravecidos seguidores de los Knicks y en casa. En lo que al ataque se refiere, DeBusschere alejó a Chamberlain de la canasta con sus tiros precisos y el resto del equipo quedó liberado para moverse más cómodamente por la pista, lo que acabó con un decisivo triunfo por 107-100.
Los Lakers hicieron lo propio en su cancha, por lo que en el sexto partido la serie estaba empatada. Fue uno de los momentos más emocionantes en la historia de la NBA. La gran duda era si Willis podría participar en el séptimo encuentro, que tendría lugar en el Madison Square Garden. Los médicos guardaron silencio hasta el último momento. Debido al desgarro muscular, Willis no podía flexionar la pierna y saltar estaba descartado, pero se cambió para el partido y se dejó hacer algunas fotos durante el calentamiento, antes de retirarse a los vestuarios para que el preparador físico le aplicase otros tratamientos. Lo seguí con la cámara e hice una gran foto cuando le pusieron una generosa inyección de mepivacaína. Red no me permitió publicarla, pues consideró que sería injusto con los reporteros gráficos, a quienes les habían negado el acceso a los vestuarios.
El partido estaba a punto de empezar cuando Willis entró cojeando en la pista por el pasillo central. Los asistentes enloquecieron. Steve Albert, futuro comentarista deportivo y recogepelotas honorario de ese encuentro, contó que miraba a los Lakers cuando Willis apareció en la pista y «todos, sin una sola excepción, se volvieron, dejaron de lanzar y miraron a Willis. Quedaron boquiabiertos. El partido estaba decidido antes del inicio».
Al comienzo del encuentro, Frazier subió la pelota por la pista y se la pasó a Willis cerca de la canasta. Encestó con un ligero tiro en suspensión. Volvió a anotar en el siguiente ataque y de repente los Knicks se colocaron con una ventaja de 7-2, que en la NBA no suele tener mucha importancia, aunque en este caso fue decisiva. La imponente presencia de Willis en los primeros minutos de partido desmontó el juego de los Lakers, que ya no se recuperaron.
Tampoco vino mal que Frazier tuviese una de las mejores actuaciones no reconocidas en la historia de los play-offs, ya que consiguió 36 puntos, diecinueve asistencias y siete rebotes. Aunque se llevó un chasco al ser eclipsado por Willis, Walt también se quitó el sombrero ante el capitán. «Ahora mucha gente me dice: “Caramba, no sabía que jugabas así” —comentó Frazier posteriormente. De todas maneras, sé que si Willis no hubiera hecho lo que hizo, yo tampoco habría jugado como lo hice. Se metió a los aficionados en el bolsillo y nos dio seguridad simplemente saltando a la pista».
Los Knicks ganamos 113-99 y de la noche a la mañana nos convertimos en celebridades. Sin embargo, para mí fue una victoria agridulce. Agradecí que los compañeros del equipo votasen a favor de concederme una parte completa de las ganancias del play-off y mi primer anillo del campeonato pero, en cuanto el champán dejó de fluir, me sentí culpable de no haber podido colaborar más en la consecución del título. Me moría de ganas de volver a jugar.