Capítulo dos
Los once de Jackson

No puedes romper las reglas a menos

que sepas cómo se juega.

RICKIE LEE JONES

Antes de continuar, me gustaría ofrecer una visión de conjunto de los principios básicos de liderazgo pleno que a lo largo de los años he desarrollado para contribuir a transformar equipos desorganizados en campeones. Aquí no encontrarás sesudas teorías de liderazgo porque, como con la mayoría de las cosas de esta vida, el mejor enfoque siempre es el más simple.

1. Lidera de dentro a fuera

A algunos entrenadores les encanta suicidarse. Dedican una desmesurada cantidad de tiempo a estudiar lo que otros hacen y a probar técnicas novedosas y llamativas para aventajar a sus adversarios. Esta clase de estrategia de fuera a dentro puede funcionar a corto plazo, siempre y cuando poseas una personalidad carismática y convincente, pero inevitablemente falla cuando los jugadores se hartan de que los intimides y desconectan o, lo que todavía es más probable, tus adversarios se dan cuenta y buscan una manera inteligente de contrarrestar tus últimas novedades.

Por naturaleza estoy en contra del suicidio. Esta posición se remonta a mi niñez, época en la que mis padres me inyectaron en vena los dogmas religiosos. Ambos eran ministros pentecostales, y esperaban que pensase y me comportara de una forma rígidamente inflexible. De adulto he intentado liberarme de ese condicionamiento inicial y desarrollar un modo más tolerante y personalmente significativo de ser y de estar en el mundo.

Durante mucho tiempo he creído que debía mantener mis creencias personales al margen de mi vida profesional. En el intento de hacer las paces con mis anhelos espirituales, he experimentado con un amplio abanico de ideas y prácticas, desde el misticismo cristiano hasta el budismo zen y los rituales de los aborígenes norteamericanos. Al final llegué a una síntesis que me pareció válida. Aunque al principio me preocupaba que mis jugadores considerasen que mis heterodoxas posturas eran un tanto disparatadas, con el transcurso del tiempo comprobé que, cuanto más hablaba desde el corazón, más me escuchaban y más se beneficiaban de mis ideas.

2. Deja el ego en el banquillo

En cierta ocasión, un reportero preguntó a Bill Fitch, mi entrenador en la Universidad de Dakota del Norte, si ocuparse de personalidades difíciles le causaba acidez, a lo que este respondió: «Soy yo quien provoca acidez de estómago, no a la inversa». Fitch, que más adelante se convirtió en un exitoso entrenador de la NBA, representa uno de los estilos de entrenador más corrientes: el líder dominante a la manera «se hace como yo digo o te largas» (actitud que, en el caso de Bill, quedaba atemperada por su endemoniado sentido del humor). El otro estilo clásico es el del entrenador pelota, el que intenta aplacar a las estrellas del equipo y ser su mejor amigo, actitud que, incluso en el mejor de los casos, está condenada al fracaso.

Yo me decanté por un enfoque diferente. Tras años de experimentación, descubrí que, cuanto más intentaba ejercer el poder directamente, menos poderoso era. Aprendí a suavizar mi ego y a distribuir el poder lo más extensamente que pude sin renunciar a mi autoridad en última instancia. Por paradójico que parezca, ese enfoque fortaleció mi efectividad porque me liberó y me permitió centrarme en mi labor como cuidador de la visión de equipo.

Algunos entrenadores insisten en tener la última palabra, mientras que yo siempre he tratado de facilitar un entorno en el que todos desempeñasen el papel de líder, desde el rookie menos preparado hasta la superestrella veterana. Si tu objetivo principal consiste en llevar al equipo a un estado de armonía o unidad, no tiene sentido que impongas rígidamente tu autoridad.

Suavizar el ego no significa convertirse en un blandengue. Tomé esta lección de mi mentor, Red Holzman, ex entrenador de los Knicks y uno de los líderes más generosos que he conocido. Cierta vez en la que el equipo volaba antes de iniciar una gira, en el equipo de música de un jugador comenzó a sonar rock duro. Red se acercó al muchacho y preguntó: «Oye, ¿en tu selección musical hay algo de Glenn Miller?». El jugador miró a Red como si fuera un extraterrestre. «Entonces podrías poner un poco de mi música y otro poco de la tuya. De lo contrario, apaga ese maldito aparato». Al cabo de unos instantes, Red se sentó a mi lado y comentó: «Como sabes, los jugadores tienen ego…, y a veces se olvidan de que los entrenadores también lo tenemos».

3. Deja que cada jugador descubra su propio destino

Algo que he aprendido como entrenador es que no puedes imponer tu voluntad a los demás. Si quieres que se comporten de otra manera, tienes que servirles de fuente de inspiración para que cambien por sí mismos.

La mayoría de los jugadores están acostumbrados a permitir que el entrenador piense por ellos. Cuando en la pista se topan con un problema, miran nerviosamente hacia el banquillo con la esperanza de que el entrenador les dé la solución. Gran parte de los místers lo hacen encantados, pero no es mi caso. Siempre me ha preocupado que los jugadores piensen por sí mismos a fin de que sean capaces de tomar decisiones difíciles en el fragor de la batalla.

La norma general al uso en la NBA sostiene que debes pedir tiempo muerto en cuanto el adversario consigue un parcial de 6-0. Para gran consternación de mi equipo de entrenadores, muchas veces yo permitía que el reloj siguiese avanzando cuando llegábamos a ese punto para que los jugadores se vieran obligados a buscar una solución. Así no solo generaba solidaridad, sino que se incrementaba lo que Michael Jordan denomina la «capacidad de pensamiento colectivo» del equipo.

A otro nivel, siempre he intentado conceder a cada jugador la libertad de forjar su propio papel en el seno de la estructura del equipo. He visto a montones de jugadores en la cresta de la ola que desaparecieron, no porque careciesen de talento, sino debido a que no supieron cómo encajar en el trillado modelo de baloncesto predominante en la NBA.

Mi enfoque ha consistido en relacionarme con cada jugador como persona en su totalidad más que como un engranaje de la maquinaria del baloncesto. Eso ha supuesto presionarlo para que descubriese qué cualidades específicas podía aportar a este deporte más allá de hacer pases y anotar puntos. ¿Cuánto coraje o resiliencia posee? ¿Cuál es su reacción cuando está sometido a presión? Muchos jugadores que he entrenado no parecían, en principio, nada del otro mundo, pero en el proceso de crear su propio papel se convirtieron en magníficos campeones. Derek Fisher es un gran ejemplo de esto. Comenzó como base suplente de los Lakers con una velocidad de pies y de tiro regulares. Trabajó incansablemente y se transformó en un jugador de un valor incalculable, con un rendimiento extraordinario en situaciones límite, y en uno de los líderes más capacitados que he entrenado.

4. El camino a la libertad es un excelente sistema

En 1987, cuando me uní a los Bulls como segundo entrenador, mi colega Tex Winter me enseñó un sistema —conocido como «ofensiva triangular», «triangulación ofensiva» o bien como «triángulo ofensivo»— que se alinea a la perfección con los valores de la generosidad y la conciencia plena del budismo zen que yo había estudiado. Tex aprendió los rudimentos de dicho sistema cuando estudiaba en la Universidad de Southern California, bajo la guía del legendario entrenador Sam Barry. Siendo primer entrenador de Kansas State, Tex refinó el sistema y lo puso en práctica para que los Wildcats conquistaran ocho títulos de liga y dos participaciones en la Final Four. También se basó en el mismo sistema en su época de entrenador principal de los Houston Rockets (Bill Sharman y Alex Hannum, compañeros de equipo de Tex en la Universidad de Southern California, emplearon sus propias variantes del triángulo ofensivo para ganar campeonatos con los Lakers y los 76ers, respectivamente).

A pesar del éxito arrollador que tanto Tex como yo obtuvimos aplicando el triángulo ofensivo con los Bulls y los Lakers, aún existen un montón de errores conceptuales en lo que a la aplicación del sistema se refiere. Los críticos lo consideran rígido, anticuado y difícil de aprender, pero ninguno de esos calificativos es cierto. A decir verdad, el triángulo ofensivo es más sencillo que casi todos los sistemas que actualmente emplean los equipos de la NBA. El elemento más positivo radica en que estimula automáticamente la creatividad y la labor de equipo, con lo cual libera a los jugadores de tener que memorizar decenas de jugadas preestablecidas.

Lo que más me atrajo del triángulo ofensivo es la forma en que dota de poder a los jugadores, pues ofrece a cada uno el desempeño de una función decisiva, así como un alto nivel de creatividad en el marco de una estructura clara y bien definida. La clave consiste en entrenar a cada participante para que interprete la defensa y reaccione en consecuencia, lo que da pie a que el equipo se mueva simultánea y coordinadamente…, según la acción de cada momento. En el caso del triángulo ofensivo, no puedes esperar a que los Michael Jordan y los Kobe Bryant de este mundo pongan en práctica su magia. Los cinco jugadores deben estar plenamente integrados en cada instante o el sistema falla. Esta actitud fomenta un proceso ininterrumpido de solución grupal de problemas en tiempo real, no solo en el sujetapapeles del entrenador durante los tiempos muertos. Si el triángulo funciona bien, resulta prácticamente imposible frenarlo, ya que nadie sabe qué ocurrirá a continuación, ni siquiera los propios jugadores.

5. Sacraliza lo mundano

De pequeño me fascinaba la capacidad de mis padres para crear comunidad, pues convertían la modesta vida en las llanuras de Montana y de Dakota del Norte en una experiencia sagrada.

Ya conoces este himno:

Bendito sea el vínculo que une

nuestros corazones en el amor cristiano;

la camaradería de las mentes afines

es como ese lazo.

Ahí radica la esencia de lo que significa unir individuos y conectarlos con algo mayor que ellos mismos. Mientras crecía oí miles de veces ese himno y fui testigo de lo que sucede cuando el espíritu conmueve a las personas y las une. Los rituales ejercieron un efecto profundo en mí, así como en mi perspectiva del liderazgo, si bien más adelante me distancié del pentecostalismo y encontré una nueva dirección espiritual.

En cierta ocasión en la que los Bulls montábamos en el autobús del equipo tras una reñida victoria que nos hizo ganar posiciones en el ranking, mi entrenador, Chip Schaefer, comentó que le gustaría que embotellásemos como una poción mágica la energía del final de ese partido para emplearla cuando fuera necesario. La idea resulta atractiva, pero he aprendido que las fuerzas que unen de modo armonioso a las personas no están tan claramente delimitadas. Es imposible fabricarlas a voluntad, aunque puedes crear las condiciones que fomentan esa clase de transformación: es muy parecido a lo que mis padres intentaban hacer cada domingo en la iglesia.

Tal como yo la veo, mi labor como entrenador consistía en darle un sentido a una de las actividades más prosaicas del planeta: jugar profesionalmente al baloncesto. A pesar del glamour que rodea este deporte, el proceso de jugar un día sí y otro también en una ciudad tras otra puede insensibilizarte. Por eso incorporé la meditación a los entrenamientos. Quería que los jugadores se concentraran en algo más que las estrategias ofensivas y defensivas. És más, con frecuencia inventamos nuestros propios rituales a fin de dotar a las prácticas de un carácter sagrado.

Por ejemplo, al inicio de las sesiones de entrenamiento practicábamos un ritual que tomé prestado de Vince Lombardi, el gran míster del fútbol americano. Cuando formaban fila en la línea de fondo, les pedía a los jugadores que se comprometiesen a ser entrenados esa temporada diciendo: «Muchachos, Dios me ha ordenado que os entrene y acepto la función que me ha sido asignada. Si queréis aceptar el deporte que defiendo y seguir mis instrucciones de juego, cruzad esa línea como muestra de vuestro compromiso». Por sorprendente que parezca, siempre la franquearon.

Aunque lo hacíamos con actitud divertida, la intención era francamente seria. La esencia del entrenamiento consiste en lograr que los jugadores accedan de manera incondicional a ser preparados; luego tienes que ofrecerles la percepción de su destino como equipo.

6. Una respiración = una mente

En 1999, año en el que me hice cargo del equipo, los Lakers formaban un grupo talentoso pero muy poco centrado. En los partidos decisivos solían perder el control porque sus ataques eran muy confusos e indisciplinados y porque equipos superiores, como los San Antonio Spurs y los Utah Jazz, habían aprendido a neutralizar a su arma más potente: Shaquille O’Neal.

Es cierto que podíamos llevar a cabo una serie de jugadas tácticas para contrarrestar esas debilidades, pero lo que realmente necesitaban los jugadores era un modo de acallar el murmullo que resonaba en sus mentes y centrarse en la tarea de ganar partidos. En mi etapa como entrenador principal de los Bulls, los jugadores tuvieron que hacer frente al circo mediático de Michael Jordan. Pero eso no fue nada si lo comparamos con las distracciones que los Lakers tuvieron que afrontar debido al culto a las celebridades. Con el propósito de que se calmasen, di a conocer a los jugadores una de las herramientas que había empleado con éxito con los Bulls: la meditación plena.

He tenido que soportar muchas bromas de otros entrenadores debido a mis experimentos con la meditación. En cierta ocasión, Dean Smith y Bobby Knight, preparadores de baloncesto universitario, asistieron a un partido de los Lakers y me preguntaron: «Phil, ¿es cierto que antes de los encuentros los jugadores y tú os quedáis a oscuras en el vestuario y os cogéis de las manos?».

Me limité a reír. Aunque hunde sus raíces en el budismo, la meditación plena es una técnica muy accesible para serenar las mentes agitadas y concentrar la atención en lo que ocurre en el presente. Resulta sumamente útil para los baloncestistas, que a menudo se ven obligados a tomar decisiones rapidísimas al tiempo que están sometidos a una presión enorme. También descubrí que haciendo que los jugadores permanecieran en silencio y respirasen juntos en sincronía, a un nivel no verbal se alineaban mucho más eficazmente que con palabras: una sola respiración es igual a una mente.

Otro aspecto de las enseñanzas budistas que ha causado un efecto profundo en mí es la importancia que atribuyen a la franqueza y a la libertad. El maestro de zen Shunryu Suzuki comparó la mente con una vaca que pasta. Si la encierras en un cercado pequeño, la vaca se pone nerviosa, se frustra y comienza a comer la hierba del vecino. Si le ofreces unos pastos extensos por los que pueda deambular, estará más satisfecha y se reducirán las posibilidades de que quiera escapar. En mi caso, este enfoque de la disciplina mental ha sido enormemente estimulante en comparación con la forma limitada de pensar que me inculcaron de pequeño.

He corroborado que la metáfora de Suzuki puede aplicarse a la gestión de un equipo. Si impones demasiadas restricciones, los jugadores dedican una extraordinaria cantidad de tiempo a tratar de escapar del sistema. Como todos los seres humanos, necesitan cierto grado de estructuración en sus vidas, pero también suficiente amplitud como para expresarse creativamente. De lo contrario, se comportan como la vaca acorralada.

7. La clave del éxito radica en la compasión

En su nueva adaptación del Tao Te Ching, el texto sagrado chino, Stephen Mitchell da una provocadora visión de la perspectiva que Lao-tsé muestra del liderazgo:

Solo tengo que enseñar tres cosas:

simplicidad, paciencia y compasión.

Son los mejores tesoros que existen.

Simple en los actos y en los pensamientos,

retornas a las fuentes del ser.

Paciente con los amigos y con los enemigos,

estás en concordancia con el modo de ser de las cosas.

Compasivo contigo mismo,

reconcilias a todos los seres del mundo.

Esos «tesoros» han formado parte inseparable de mi entrenamiento y la compasión ha sido el más importante. Aunque en Occidente solemos pensar en la compasión como una variante de la caridad, comparto la perspectiva de Lao-tsé en el sentido de que la compasión hacia todos los seres, y también hacia uno mismo, es la clave para derribar las barreras existentes entre las personas.

La palabra «compasión» no suele circular por los vestuarios, pero he comprobado que unos comentarios amables y considerados pueden ejercer un intenso efecto transformador en las relaciones, incluso en los hombres más rudos del equipo.

Dado que empecé como jugador, siempre me ha sido posible empatizar con los jóvenes que afrontan la áspera realidad de la vida en la NBA. La mayoría de los jugadores viven en un estado de ansiedad constante, preocupados por si acabarán lesionados, humillados, eliminados, transferidos o, peor aún, por si cometerán un estúpido error con el que cargarán el resto de sus vidas. Durante mi época en los Knicks, pasé más de un año en el banquillo a causa de una horrorosa lesión en la espalda. Esa experiencia me ha permitido hablar desde una perspectiva personal con los jugadores que he entrenado acerca de lo que se siente cuando el cuerpo te abandona y después de cada partido tienes que ponerte hielo en todas y cada una de las articulaciones o pasar una temporada completa en el banquillo.

Por otro lado, considero imprescindible que los atletas aprendan a abrir sus corazones para que puedan colaborar entre sí de manera significativa. En 1995, cuando regresó a los Bulls tras un año y medio en las ligas menores de béisbol, Michael Jordan apenas conocía a los jugadores y se sintió totalmente fuera de sincronía en el equipo. Solo cuando durante un entrenamiento se peleó con Steve Kerr se dio cuenta de que necesitaba conocer mejor a sus compañeros. Tenía que entender qué los hacía vibrar con el propósito de colaborar más estrechamente con ellos. Ese despertar contribuyó a que Michael se desplegara como líder compasivo y, en última instancia, sirvió para convertir el equipo en uno de los mejores de todos los tiempos.

8. Fíjate en el espíritu más que en el marcador

Stephen Covey, gurú de la gestión empresarial, refiere esta antigua historia japonesa sobre un guerrero samurái y sus tres hijos. El padre quería enseñarles el poder del trabajo en equipo. Entregó una flecha a cada uno de sus hijos y les pidió que la rompieran. No tuvieron la menor dificultad. Cada uno lo hizo fácilmente. Luego les dio un haz con tres flechas unidas y pidió que repitiesen el proceso. Ninguno de los tres lo consiguió. «Esa es la lección —explicó el samurái. Si permanecéis unidos, jamás seréis derrotados».

Esta anécdota muestra la fuerza o poder que un equipo alcanza cuando cada uno de sus integrantes renuncia al interés personal a cambio del bien colectivo. Cuando no fuerza un tiro ni intenta imponer su personalidad al equipo, el jugador manifiesta de la manera más plena posible sus dotes como atleta. Paradójicamente, al jugar en el marco de sus aptitudes personales, activa un potencial superior para que el equipo trascienda sus limitaciones individuales y ayuda a sus compañeros a trascender las suyas. Si esto ocurre, el todo se convierte en algo más que la suma de las partes.

Por ejemplo, en los Lakers contábamos con un jugador al que le encantaba perseguir la pelota cuando defendía. Si su mente se hubiera centrado en anotar en el otro extremo de la pista en vez de en robar el balón, no habría llevado a cabo demasiado bien ninguna de las dos actividades. Sin embargo, cuando se concentraba en ser defensor, sus compañeros de equipo lo cubrían en la otra punta de la cancha porque sabían intuitivamente lo que se proponía. De repente, todos entraban en ritmo y comenzaban a ocurrir cosas buenas. Vale la pena comentar que el resto de los jugadores no eran conscientes de que se anticipaban al comportamiento del compañero. No me refiero a una experiencia extracorpórea ni a nada por el estilo, sino a que, misteriosamente, percibían lo que sucedería a continuación y ajustaban sus jugadas a la situación.

La mayoría de los entrenadores se lían con la táctica. Yo he preferido centrarme en si los jugadores actuaban en consecuencia y simultáneamente. Michael Jordan decía que lo que le gustaba de mí como entrenador era la paciencia que mostraba durante los últimos minutos de un partido, una actitud muy parecida a la de Dean Smith, su preparador universitario.

No se trataba de un acto fingido. Mi confianza y seguridad iban en aumento porque sabía que, cuando el ánimo era el adecuado y los jugadores sintonizaban entre sí, era probable que el partido se decantase a nuestro favor.

9. A veces hay que sacar el garrote

En la variante más estricta del zen, los monitores recorren la sala de meditación y golpean a los practicantes adormecidos o distraídos con una vara de madera, llamada «keisaku», para que presten atención. No pretende ser un castigo. De hecho, en ocasiones al keisaku se lo define como «la vara compasiva». El propósito del golpe radica en revitalizar al practicante de la meditación y hacer que tome más conciencia del momento.

En los entrenamientos no he empleado la vara keisaku, aunque en más de una ocasión me habría gustado tenerla a mano. De todas maneras, he apelado a otras estratagemas para despertar a los jugadores y elevar su nivel de conciencia. Cierta vez hice que los Bulls entrenasen en silencio y en otra ocasión practicamos con las luces apagadas. Me gusta innovar y tener atentos a los baloncestistas, no porque quiera amargarles la vida, sino porque pretendo prepararlos para el caos inevitable que se desencadena en cuanto saltan a la pista.

A la hora de entrenar, uno de mis trucos favoritos consistía en dividir al equipo en dos grupos asimétricos y en no pitar las faltas del grupo menor. Me gustaba ver cómo reaccionaba el equipo más fuerte cuando las penalizaciones recaían sobre ellos y sus adversarios alcanzaban una ventaja de hasta treinta puntos. Este plan enloquecía a Michael porque, aunque sabía que el juego estaba amañado, lo cierto es que no soportaba perder.

Uno de los atletas con los que fui sumamente severo fue Luke Walton, alero de los Lakers. Algunas veces realicé juegos mentales con él para que supiese lo que se siente al estar expuesto a presiones. En cierto momento lo sometí a una serie de ejercicios muy frustrantes y por su reacción me percaté de que me había excedido. Al terminar me reuní con él y le dije: «Sé que piensas que algún día serás entrenador. Considero que es una buena idea, pero entrenar no solo es diversión y partidos. Por muy simpático que seas, a veces tienes que convertirte en un cabrón. No puedes ser entrenador si quieres caer siempre bien».

10. Ante la duda, no hagas nada

El baloncesto es un deporte de acción y la mayoría de sus participantes son individuos con mucha energía a quienes les encanta hacer algo, lo que sea, con tal de resolver problemas. Sin embargo, en algunas ocasiones la mejor solución consiste en no hacer nada.

Esta actitud es especialmente cierta cuando se trata de lidiar con los medios de comunicación. Los reporteros se burlaban de mí porque no me enfrentaba directamente con los jugadores cuando se comportaban de forma inmadura o decían una tontería a la prensa. En cierta ocasión T. J. Simers, periodista de Los Angeles Times, publicó una columna burlándose de mi propensión a la inactividad y concluyó con un tono cargado de ironía: «Nadie hace nada mejor que Phil». Capto la broma. Pero siempre he puesto mucho cuidado en no afirmar frívolamente mi ego para dar a los periodistas temas para sus artículos.

A un nivel más profundo, estoy convencido de que concentrarnos en algo distinto a lo que nos traemos entre manos puede convertirse en la forma más eficaz de resolver problemas complejos. Al permitir que la mente se relaje, suele llegar la inspiración. Las investigaciones comienzan a demostrar esta afirmación. En un comentario publicado en CNNMoney.com, Anne Fisher, colaboradora sénior de la revista Fortune, comentó que los científicos han empezado a comprender «que cabe la posibilidad de que las personas piensen mejor cuando no se concentran en el trabajo». Cita estudios que un grupo de psicólogos holandeses publicó en la revista Science, de los que se extrajeron las siguientes conclusiones: «El inconsciente resuelve de forma excelente problemas complejos cuando la conciencia está ocupada con otra cuestión o, y quizás esto sea lo mejor, cuando no se le exige nada».

Por eso soy partidario de la filosofía del difunto Satchel Paige, que afirmaba: «A veces me siento y pienso y otras, simplemente, me siento».

11. Olvídate del anillo

Detesto perder y siempre ha sido así. De pequeño era tan competitivo que me ponía a llorar y destrozaba el tablero de ajedrez si uno de mis hermanos mayores, Charles o Joe, me ganaban de manera abrumadora. Se divertían tomándome el pelo cuando me daba el berrinche del perdedor, lo que me volvía más decidido a ganar la próxima vez. Practicaba y volvía a practicar hasta encontrar el modo de vencerlos y borrar de sus caras esas sonrisas presuntuosas.

Incluso de adulto he llegado a reaccionar de mala manera. Tras perder de manera vergonzosa en los play-offs contra Orlando, me rapé casi toda la cabeza y pateé vestuario arriba y abajo durante cerca de una hora hasta que la furia fue desapareciendo.

Como entrenador, sé que obsesionarse con ganar (mejor dicho, con no perder) resulta contraproducente, sobre todo si te lleva a dejar de controlar las emociones. Es más: obsesionarse con ganar es el juego de los perdedores; lo máximo que podemos esperar es la creación de las mejores condiciones posibles para el triunfo…, y atenernos al resultado. De esa forma el viaje resulta mucho más entretenido. Bill Russell, el genio de los Boston Celtics que como jugador consiguió más anillos que nadie (once), reveló en su libro de memorias, Second Wind, que durante los partidos más importantes a veces aclamaba al equipo contrario porque, en el caso de que a ellos mismos les fuese bien, su propia experiencia sería más intensa.

Lao-tsé lo veía desde otra perspectiva. Consideraba que el exceso de competitividad podía desequilibrarte espiritualmente:

El mejor atleta

desea que su adversario esté en su mejor momento.

El mejor general

entra en la mente de su enemigo…

Todos encarnan

la virtud de la no competición.

No se trata de que les desagrade competir,

sino de que lo hacen con espíritu lúdico.

Por ese motivo, al inicio de cada temporada yo alentaba a los jugadores a centrarse en el camino más que en la meta. Lo más importante es jugar bien y tener la valentía de crecer, no solo como seres humanos, sino como baloncestistas. Si lo haces, el anillo ya se encargará de sí mismo.