Capítulo uno
El círculo del amor

La vida es un viaje, el tiempo un río

y la puerta está entreabierta.

JIM BUTCHER

A Cecil B. DeMille le habría encantado ese momento.

Ahí estaba yo, montado en limusina, en la rampa que conducía al Memorial Coliseum de Los Ángeles, a la espera de la llegada de mi equipo, mientras una enfervorizada multitud de más de noventa y cinco mil seguidores, ataviados con todas las combinaciones imaginables de los colores púrpura y dorado de los Lakers, entraba en el estadio. Avisté mujeres con tutús, hombres con disfraces de los soldados imperiales de La guerra de las galaxias y críos muy pequeños con letreros en los que se leía KOBE DIEM. Pese a tanta extravagancia, percibí algo edificante en ese ritual antiguo con un saborcillo decididamente angelino. Como afirmó Jeff Weiss, colaborador de la revista LA Weekly: «Es lo más cerca que jamás estaremos de asistir al retorno de las legiones romanas después de una expedición por las Galias».

A decir verdad, nunca me he sentido muy cómodo en las celebraciones de un triunfo, lo cual resulta extraño dada la profesión que he escogido. En primer lugar, las multitudes me producen fobia. No me molestan durante los partidos, pero me causan inquietud en situaciones menos controladas. Además, nunca me ha gustado ser el centro de atención. Tal vez se relaciona con mi timidez intrínseca o con los mensajes contradictorios que de pequeño recibí de mis padres, pastores religiosos. En su opinión, ganar estaba bien (de hecho, mi madre es una de las personas más ferozmente competitivas que he conocido), pero regodearte en el éxito obtenido se consideraba un insulto a Dios. Me decían: «La gloria corresponde al Señor».

De todas maneras, la celebración no tenía nada que ver conmigo, sino con la extraordinaria transformación vivida por los jugadores de camino al campeonato de la NBA del año 2009. Quedó patente en sus caras cuando bajaron la escalera púrpura y dorada del coliseo, vestidos con las camisetas del campeonato y las gorras con las viseras hacia atrás, sin dejar de reír, empujarse y estar radiantes de alegría, mientras la muchedumbre rugía encantada. Cuatro años antes, los Lakers ni siquiera habían llegado a los play-offs, y en ese momento se habían convertido en los amos del universo del baloncesto. Algunos entrenadores se obsesionan con conquistar trofeos y otros quieren ver sus caras en la televisión. A mí me emociona ver a los jóvenes unidos y conectados con la magia que surge cuando se centran, con toda su alma, en algo más grande que ellos mismos. En cuanto lo has experimentado, jamás lo olvidas.

El símbolo es el anillo.

En la NBA, el anillo del campeonato simboliza el estatus y el poder. Por muy estrafalario o incómodo que sea, el sueño de conseguirlo es lo que motiva a los jugadores y les permite someterse a la dura experiencia de la larga temporada de la NBA. Jerry Krause, ex gerente general de los Chicago Bulls, lo comprendió perfectamente. En 1987, año en el que me incorporé al equipo como segundo entrenador, me pidió que, para inspirar a los jóvenes jugadores de los Bulls, me pusiese uno de los dos anillos que había conquistado jugando en los New York Knicks. Solía hacerlo durante los partidos decisivos cuando era entrenador de la Continental Basketball Association, pero la idea de exhibir cada día semejante pedrusco en el dedo me pareció demasiado. Un mes después de iniciar el gran experimento de Jerry, la gema central del anillo se cayó mientras cenaba en el restaurante Bennigan de Chicago y nunca la recuperé. A partir de entonces solo me pongo los anillos durante los playoffs y en ocasiones especiales, como esa reunión en el coliseo para festejar el triunfo.

A nivel psicológico, el anillo representa algo muy profundo: la búsqueda de la identidad en pos de la armonía, la interrelación y la integridad. Por ejemplo, en la cultura de los aborígenes norteamericanos, la capacidad unificadora del círculo era tan significativa que naciones enteras se concibieron como una sucesión de anillos o aros interrelacionados. El tipi es un anillo, lo mismo que la hoguera del campamento, la aldea y el trazado de la nación propiamente dicha… círculos dentro de círculos que no tienen principio ni fin.

La mayoría de los baloncestistas desconocían la psicología indígena, pero comprendían intuitivamente el significado más profundo del anillo. Al comienzo de la temporada inventaron un cántico que entonaban al inicio de cada partido, con las manos unidas y formando un corro: «¡UNO, DOS, TRES…, ARO!».

Después de que los jugadores ocuparan sus sitios en el escenario —la pista de baloncesto portátil de los Lakers en el Staples Center—, me puse en pie y me dirigí a los seguidores.

—¿Cuál es el lema de este equipo? El anillo —dije mostrando mi sortija, la que habíamos conquistado en el último campeonato que ganamos, en 2002. El anillo…, ese fue nuestro lema. No solo se trata de una banda de oro, sino del círculo que estableció un vínculo entre todos los jugadores. El gran amor que cada uno sintió por los demás.

El círculo del amor…

No es así como la mayoría de los seguidores de baloncesto piensan en su deporte. Tras más de cuarenta años participando al máximo nivel, no solo como jugador sino como entrenador, no se me ocurre una forma más verídica de definir la peculiar alquimia que aglutina a los jugadores y los cohesiona en pos de lo imposible.

Evidentemente, no hablamos del amor romántico, ni siquiera del amor fraternal en el sentido cristiano tradicional. La analogía más atinada sería la intensa conexión emocional que los grandes guerreros experimentan en el fragor de la batalla.

Años atrás el periodista Sebastian Junger se adhirió a un pelotón de soldados estadounidenses destinados a una de las zonas más peligrosas de Afganistán, en un intento de averiguar por qué esos jóvenes indescriptiblemente valientes combatían en condiciones tan adversas. Como relata en su libro Guerra, Junger comprobó que el valor necesario para entrar en combate no se diferencia del amor. Dada la fuerte hermandad que se había creado, los soldados estaban más preocupados por lo que les ocurría a sus camaradas que por lo que les pasaba a sí mismos. Un militar le contó que se echaría sobre una granada por cualquiera de sus compañeros de pelotón, incluso por aquellos que no le caían demasiado bien. El periodista preguntó por qué y el soldado respondió: «Porque amo realmente a mis hermanos. Es decir, formamos una hermandad. Creo que es gratificante salvar una vida, y cualquiera de ellos también lo haría por mí».

Según Junger, esa clase de vínculo, prácticamente imposible de reproducir en la vida civil, es decisiva para el éxito, ya que sin ella nada es factible.

No quiero forzar excesivamente la analogía. Los jugadores de baloncesto no arriesgan diariamente la vida como los soldados en Afganistán, aunque en muchos aspectos aplican los mismos principios. Hacen falta varios factores críticos para ganar un campeonato de la NBA, incluida la combinación adecuada de talento, creatividad, inteligencia, resistencia y, desde luego, suerte. Ninguno de esos factores tiene la menor importancia si el equipo carece del ingrediente fundamental: el amor.

Esa clase de conciencia no se construye de la noche a la mañana. Hacen falta años de preparación para conseguir que los atletas jóvenes tomen distancia de sus egos y se involucren de lleno en la experiencia grupal. La NBA no es precisamente el entorno más adecuado para inculcar la generosidad. A pesar de que se trata de un deporte en el que participan cinco jugadores, la cultura que lo rodea fomenta los comportamientos egoístas y resalta los logros individuales más que los vínculos entre los integrantes del equipo.

No era así cuando en 1967 empecé a jugar con los Knicks. Por aquel entonces los jugadores cobraban un salario modesto y en verano tenían trabajos a tiempo parcial para redondear sus ingresos. Los partidos se televisaban en contadas ocasiones y nadie había oído hablar del visionado desde diversas posiciones, menos todavía de Twitter. Esa situación cambió en la década de 1980, en gran medida gracias a la famosa rivalidad existente entre Magic Johnson y Larry Bird y a la aparición de Michel Jordan como fenómeno global. Actualmente el baloncesto se ha convertido en una industria que produce miles de millones de dólares, cuenta con seguidores en todo el mundo y con una compleja maquinaria mediática que transmite cuanto sucede, tanto dentro como fuera de las pistas, las veinticuatro horas de cada día de la semana. Una de las consecuencias lamentables de esto es la obsesión por el estrellato en términos mercantiles, la cual infla los egos de un puñado de jugadores y causa estragos en aquello que hace que la gente se sienta atraída por el baloncesto: la belleza intrínseca de este deporte.

Como la mayoría de los equipos de la NBA, los Lakers de la temporada 2008-2009 llevaban años luchando por llevar a cabo la transición de un equipo desunido y egocéntrico a un conjunto cohesionado y generoso. No formaban el equipo más trascendente que yo haya entrenado, honor que corresponde a los Chicago Bulls de la temporada 1995-1996, encabezados por Michael Jordan y Scottie Pippen. Tampoco eran tan talentosos como los Lakers de la temporada 1999-2000, pletóricos de grandes anotadores, entre los cuales se incluían Shaquille O’Neal, Kobe Bryant, Glen Rice, Robert Horry, Rick Fox y Derek Fisher. Pero los Lakers de la temporada 2008-2009 llevaban las simientes de la grandeza en su ADN colectivo.

Los jugadores estaban más motivados que nunca cuando en agosto de 2008 se presentaron para las sesiones de entrenamiento. La temporada anterior, su trayectoria fue de fábula hasta llegar a las finales contra los Celtics, pero en Boston fueron humillados y perdieron por 39 puntos el decisivo sexto partido. Evidentemente, la paliza sufrida a manos de Kevin Garnett y compañía —por no hablar del posterior y desagradable regreso al hotel rodeados de simpatizantes de los Celtics— había sido una experiencia brutal, sobre todo para los miembros más jóvenes del equipo, que todavía no conocían el veneno bostoniano.

Algunos equipos se desmoralizan después de perder con tanta contundencia, pero ese conjunto joven y fogoso se cargó de energía tras estar tan cerca del premio y perderlo en el último momento a manos de un adversario más aguerrido y físicamente intimidador. Kobe, al que esa temporada habían considerado el jugador más valioso del año, se mostró extraordinariamente centrado. Siempre me han impresionado su capacidad de adaptación y su férrea confianza en sí mismo. A diferencia de Shaq, a menudo acosado por la falta de autoconfianza, Kobe jamás permitió que esos pensamientos dominaran su mente. Si alguien ponía el listón a tres metros de altura, Kobe saltaba tres treinta, por mucho que hasta entonces nadie lo hubiese conseguido. Esa fue la actitud que mostró cuando aquel otoño llegó a las sesiones de entrenamiento y causó un poderoso impacto en sus compañeros.

De todas maneras, lo que más me sorprendió no fue la implacable determinación de Kobe, sino la relación fluctuante con sus compañeros de equipo. Había desaparecido el joven impetuoso y tan empeñado en ser el mejor jugador de la historia que arrebataba la alegría deportiva a los demás. El nuevo Kobe nacido durante la temporada se tomó muy a pecho la función de capitán del equipo. Años atrás, recién llegado yo a Los Ángeles, insistí para que Kobe pasase ratos con sus compañeros de equipo en vez de encerrarse en la habitación del hotel a estudiar vídeos. El jugador rechazó mi propuesta y aseguró que a sus compañeros solo les interesaban los coches y las mujeres. Pero en ese momento hizo un esfuerzo por conectar más estrechamente con el resto de los jugadores y por descubrir cómo podían convertirse en un equipo más cohesionado.

A ello contribuyó el hecho de que Derek Fisher, el otro capitán del equipo, fuera un líder natural, con una inteligencia emocional extraordinaria y una gran capacidad de gestión. Me sentí satisfecho cuando Fish, que había desempeñado un papel decisivo como base en la etapa anterior de nuestros tres campeonatos consecutivos, decidió volver a Los Ángeles después de su estancia temporal en los Golden State Warriors y los Utah Jazz. Pese a no ser tan veloz ni tan inventivo como algunos de los bases más jóvenes de la liga, Fish era fuerte, decidido, intrépido y con un carácter sumamente confiable. Carecía de velocidad, pero poseía el don de subir la pelota por la pista y organizar correctamente el ataque. También era un excelente lanzador de triples en los momentos finales. Pero, por encima de todo, Kobe y él mantenían un vínculo fuerte. Kobe respetaba la disciplina mental de Derek y su fiabilidad cuando estaba sometido a presión y Derek sabía cómo comunicarse con Kobe cuando nadie más podía llegar a él.

Kobe y Fish iniciaron la primera sesión de entrenamiento con un discurso acerca de que la próxima temporada sería un maratón más que una carrera de velocidad y de que necesitábamos centrarnos en hacer frente a la fuerza con nuestra fuerza en vez de dejarnos intimidar por la presión física. Por paradójico que resulte, cada día que pasaba las palabras de Kobe se parecían más a las mías.

En su innovador libro Tribal Leadership, los consultores de gestión Dave Logan, John King y Halee Fischer-Wright definieron los cinco estadios del desarrollo tribal, formulados tras exhaustivos estudios de organizaciones de tamaños pequeño y mediano. Aunque oficialmente no son tribus, los equipos de baloncesto comparten sus características en un elevado porcentaje y se desarrollan más o menos según los mismos principios.

ESTADIO 1 - Compartido por la mayoría de las pandillas callejeras y caracterizado por la desesperación, la hostilidad y la creencia colectiva de que «la vida es un asco».

ESTADIO 2 - Ocupado principalmente por personas apáticas que se consideran víctimas, que son pasivamente hostiles y que tienden a considerar que «mi vida es un asco». Piensa en la serie televisiva The Office o en la tira cómica Dilbert.

ESTADIO 3 - Basado, sobre todo, en los logros individuales y en la consigna «soy genial (y tú no)». Según los autores, en este estadio los integrantes de las organizaciones «necesitan ganar, y lo convierten en una cuestión personal». En el plano individual, trabajan y piensan más y mejor que sus competidores. La atmósfera resultante es la de un conjunto de «guerreros solitarios».

ESTADIO 4 - Dedicado al orgullo tribal y a la profunda convicción de que «somos geniales (y ellos no)». Esta clase de equipo necesita un adversario fuerte y, cuanto más grande sea el enemigo, más poderosa será la tribu.

ESTADIO 5 - Fase poco corriente que se caracteriza por la sensación de asombro ingenuo y la firme convicción de que «la vida es genial» (Véase Chicago Bulls, temporadas 1995 a 1998).

Logan y sus colegas sostienen que, en igualdad de condiciones, la cultura del estadio 5 funciona mejor que la del estadio 4, que, a su vez, supera a la del 3 y así sucesivamente. Por añadidura, las reglas cambian cuando pasas de una cultura a otra. Por esa razón, los llamados principios universales que aparecen en la mayoría de los libros de texto sobre liderazgo casi nunca se sustentan. Con el fin de que una cultura pase de un estadio al siguiente tienes que pulsar las teclas adecuadas para ese estadio específico del desarrollo del grupo.

Durante la temporada 2008-2009, los Lakers tenían que pasar de ser un equipo del estadio 3 a convertirse en uno del estadio 4 para ganar el campeonato. La clave consistió en lograr que una masa crítica de jugadores adoptase un enfoque más generoso de nuestro deporte. Kobe no me preocupaba demasiado, aunque en cualquier momento podía entregarse a una racha de lanzamientos seguidos si se sentía frustrado. Yo sabía que a esa altura de su trayectoria era consciente de la insensatez de tratar de anotar cada vez que cogía la pelota. Tampoco me preocupaban Fish ni Pau Gasol, espontáneamente propensos a ser jugadores de equipo. Lo que más agitación me causaba era que algunos de los baloncestistas más jóvenes estaban impacientes por hacerse un nombre entre los seguidores de SportsCenter, del canal de televisión ESPN.

Me llevé una agradable sorpresa cuando a comienzos de la temporada noté que incluso algunos de los jugadores más inmaduros del equipo se mostraron centrados y con un único propósito. «Estábamos en una misión seria y no habría tregua —declaró el alero Luke Walton. Cuando llegasen las finales, perder no sería una opción».

Tuvimos un principio de temporada espectacular y ganamos veintiuno de los primeros veinticinco partidos. Cuando en Navidad nos enfrentamos a los Celtics en casa, éramos un equipo mucho más entusiasta que durante los play-offs de la temporada anterior. Jugábamos tal como estipulaban las divinidades del baloncesto: interpretábamos las defensas andando de aquí para allá y reaccionábamos a la vez, como un grupo de jazz perfectamente sincronizado. Los nuevos Lakers ganaron sin dificultades a los Celtics por 92 a 83 y se pasearon por la temporada hasta conseguir el mejor balance de la Conferencia Oeste (65 victorias y 17 derrotas).

La amenaza más preocupante fue la de los Houston Rockets: durante la segunda ronda de los play-offs alargaron la serie a siete partidos, a pesar de que en el tercero perdieron a su estrella, Yao Ming, que se fracturó un pie. En todo caso, nuestra máxima debilidad consistía en la ilusión de que nos bastaba con el talento. Al llegar al límite jugando contra un equipo que había perdido a sus tres estrellas más importantes, nuestros jugadores comprendieron que los play-offs pueden ser muy traicioneros. La encarnizada competición los arrancó de su letargo y contribuyó a que se aproximaran a convertirse en un generoso equipo del estadio 4.

Sin lugar a dudas, el equipo que abandonó la pista de Orlando después de conquistar el campeonato en cinco partidos era distinto al que la temporada anterior se había desmoronado en la cancha del TD Garden bostoniano. Los jugadores no solo se habían vuelto más resistentes y seguros de sí mismos, sino que habían sido agraciados con un vínculo muy intenso.

«Solo se trataba de una hermandad —aseguró Kobe. Eso es todo: una hermandad».

La mayor parte de los entrenadores que conozco dedican mucho tiempo a las jugadas ofensivas y defensivas. Debo reconocer que en ocasiones también he caído en esa trampa. Pero en el deporte, lo que fascina a casi todas las personas no tiene nada que ver con la cháchara incesante que transmiten las ondas radiofónicas, sino con lo que a mí me gusta describir como la naturaleza espiritual del juego.

Admito que no soy un experto en teoría del liderazgo, pero sí sé que el arte de transformar a un grupo de individuos jóvenes y ambiciosos en un equipo integrado de campeones no es un proceso mecánico. Consiste en un misterioso número de malabarismo que, además de exigir un conocimiento cabal de las seculares reglas del juego, necesita un corazón abierto, una mente despejada y una gran curiosidad sobre las modalidades del espíritu humano.

Este libro es mi intento de desentrañar dicho misterio.