Logan permaneció bajo la nieve que caía suavemente a su alrededor mirando las luces parpadeantes de la ambulancia que se alejaban en la distancia. Dentro iba Watson: conmoción cerebral, hipotermia, unos cardenales muy feos y un par de costillas fracturadas. Le iban a dar un chute contra el tétanos para las mordeduras. Nada preocupante, según el paramédico. Y menos teniendo en cuenta lo que podría haber pasado…
Logan se subió al coche del parque móvil del Departamento de Investigación Criminal, arrancó el motor y encendió la calefacción hasta el máximo. Entonces apoyó la cabeza en el volante y gimió. La agente Watson y Jamie McCreath estarían a punto de llegar al hospital y el hijo de puta de Simon Rennie ya estaba ingresado. Pero Martin Strichen estaba muerto. Y su madre también.
Logan levantó la cabeza y vio aparecer un coche lujoso. Del asiento de la conductora se asomaron dos piernas largas y elegantemente vestidas que se plantaron con firmeza sobre la nieve. Ya había llegado la patóloga. A Logan, si cabía, se le hundió todavía más el alma.
Isobel MacAlister llevaba un traje de piel de color beige tipo chica Bond en la nieve. Lo peor de todo es que le quedaba de maravilla. Metió un mechón de pelo extraviado bajo el gorro peludo, dio la vuelta al coche, abrió el maletero y sacó el bolso médico.
Isobel y Miller
subidos a un bote
metiéndose mano
y pegándose el lote…
Si hablaba con los de la comisión de prácticas profesionales a primera hora de la mañana siguiente, ese pelirrojo amargado de Napier la iba a poner de patitas en la calle en un decir «ultraje». Por lo menos así dejaría de darle el coñazo a él.
Logan miró con melancolía la casa de los Strichen. La llevaría directamente a la ruina. Ningún cuerpo de policía de todo el país la querría ni regalada. Inútil para el trabajo. ¿Qué le había dicho Miller? Que Isobel necesitaba a alguien con quien compartir su día… Alguien que estuviera a su lado… Igual que Logan, en tiempos pasados. Érase una vez, en la época nefasta. Y ahora, Logan no volvería a sentir el roce de sus manos serenas hasta que estuviera tumbado boca arriba en la mesa del depósito de cadáveres. Con una etiqueta colgando del dedo gordo.
—¡La hostia! —masculló cuando el parabrisas se hubo desempañado del todo—. ¡Bonita imagen! ¡Muy sana!
Con un suspiro, arrancó y se alejó.
Se deslizó lentamente por North Anderson Drive. La ciudad estaba muy tranquila, a pesar de los taxis y los camiones de dieciocho ruedas que iban abriendo tajos negros paralelos en las calles nevadas. A la luz de los faros del coche, la estela de sus neumáticos, fuentes arqueadas de aguanieve, parecían fuegos artificiales dorados.
La radio del coche chisporroteaba y crepitaba sin parar: la noticia había corrido como un reguero de pólvora. ¡Strichen estaba muerto! ¡El niño estaba vivo! ¡A Watson la habían visto en ropa interior!
Logan gruñó y apagó la radio, pero el silencio le resultó más opresivo que el ruido. El silencio solo intensificaba todos los «y si» que le daban vueltas a la cabeza.
¿Y si hubiera ido a la izquierda en lugar de girarse hacia la derecha? ¿Y si hubiese entrado en la cabina cinco minutos después? ¿Y si no se hubiera quedado paralizado cuando Strichen sacó la navaja? ¿Y si lo hubiera pillado a tiempo? Para evitar pensar más en el tema, encendió la radio y dio unas cuantas vueltas al dial hasta dar con las melodías suaves de Northsound DJ. Un pequeño indicio de que el mundo seguía en su lugar.
Tamborileó el volante con los dedos al compás de la música hasta que notó que se le había aliviado la tensión en los hombros. Al fin y al cabo, quizá las cosas hubieran salido bien. Tal vez le valiera más a Martin Strichen estar muerto. Seguro que le iba a valer más que acabar el resto de sus días en la cárcel de Peterhead donde una tercera parte de los presos eran discípulos de Gerald Cleaver. Y sin embargo, Logan sabía que las pesadillas no iban a cesar.
Tomó la siguiente salida y recorrió la zona norte de la ciudad, donde las calles estaban completamente vacías, salvo la nieve y las esferas de luz de las farolas. La melodía se fue apagando lentamente y se hizo el silencio. Tras una pausa de unos diez segundos, seguida de unas risitas y una disculpa, dieron las noticias. Oyó la misma descripción de Martin Strichen que hacía unas horas, la misma advertencia de que todo el mundo estuviera atento. A pesar de que estuviera muerto.
Cuando regresó a Queen Street, el reloj se encaminaba felizmente hacia las diez y media. Abandonó el coche en la parte posterior de la jefatura y se arrastró hasta la entrada de Force, preguntándose dónde se había metido todo el mundo. En el edificio reinaba un silencio sepulcral. Muy apropiado.
Esperaría media hora. Entonces llamaría al hospital para saber cómo estaba la agente Watson. Primero iba a buscar una taza de café. De té. De lo que fuera, mientras estuviera caliente. Estaba cruzando el área de recepción cuando alguien lo llamó:
—¡Lázaro!
Era el Gran Gary, echando una avalancha de migas de galleta rellena de caramelo por todo el mostrador. Su sonrisa era tan ancha que le hubiera cabido una percha de lado en la boca.
Su compañero, con un auricular aplastado contra la oreja, también alzó la cabeza. Sonrió y con un gesto de entusiasmo levantó los dedos pulgares a través del vidrio. El Gran Gary salió como un torbellino por la puerta lateral, rodeó a Logan con los brazos y lo abrazó con fuerza.
—¡Eres un cielo!
Por mucho que le gustara el reconocimiento, el estómago de Logan no estaba para tanto meneo.
—¡Basta! ¡Ya vale!
El Gran Gary lo soltó y dio un paso hacia atrás con una sonrisa paternal de orgullo. Se desvaneció en cuanto vio el dolor en la expresión de su amigo.
—¡Dios mío! ¡Lo siento! ¿Estás bien?
Logan hizo un gesto con la mano para quitarle importancia, apretó los dientes y procuró respirar muy lentamente, como le habían enseñado en la Clínica del Dolor. Inspira, espira. Inspira, espira…
—¡Eres un puto héroe, Lázaro! —exclamó Gary—. ¿Verdad que sí, Eric?
El agente de recepción, que había colgado el teléfono, convino que efectivamente, Logan era un héroe con todas las de la ley.
—¿Dónde se ha metido todo el mundo? —preguntó Logan, cambiando rápidamente de tema.
—Aquí al lado —repuso, refiriéndose al bar—. Esta noche invita el comisario. ¡Hace horas que te hemos estado intentando localizar por la radio, tío!
—Ah —dijo Logan con una sonrisa, optando por no confesar que la había apagado.
—Pues ya estás yendo para allá, Lázaro, mi hombre —ordenó Gary, mirándolo con tanta ternura que Logan temió que le diera otro achuchón que acabara de una vez por todas con su estómago y sus costillas.
Dio unos pasos cautelosos hacia atrás y le aseguró que eso era exactamente lo que iba a hacer.
Para ser un miércoles por la noche, Archibald Simpson’s estaba muy abarrotado. Allá donde miraba, veía grupos de maderos ingiriendo su propio peso corporal en bebidas alcohólicas. El ambiente era festivo, como Fin de Año, pero sin las peleas.
En cuanto uno de los agentes reconoció a Logan, la multitud dio un grito que se convirtió en una versión más bien futbolística de «es un chico excelente». Recibió innumerables palmadas en la espalda, le ofrecieron decenas de copas, estrechó todas las manos que se le pusieron delante y aceptó varios besos, según el nivel de embriaguez de sus colegas.
Finalmente, Logan consiguió atravesar la muchedumbre y se dirigió a un rincón relativamente tranquilo. Localizó la enorme masa del inspector Insch y se sentó a su lado en un taburete desocupado. Insch lo miró con una sonrisa que amenazaba con partirle el rostro por la mitad y le dio una palmada en la espalda con su enorme mano. Al otro lado de la mesa estaba el contingente de Edimburgo. El inspector y sus chicos estaban todos colorados y alegres y lo felicitaron efusivamente. El psicólogo clínico, sin embargo, lucía una sonrisa tan forzada que Logan temió que le desfigurara la cara de por vida.
—¡El comisario ha dicho que esta noche invita él! —Se rió Insch, dándole otra palmada—. ¡Si les enseñas la placa en la barra, te lo llevas gratis!
Se inclinó hacia atrás y vació todo el vaso de cerveza negra de un trago.
Logan miró a la horda: toda la fuerza pública de la ciudad en el mismo bar. Esta noche el comisario iba a dejarse un riñón y medio.