Era poco más que una choza. Un cobertizo de cemento al lado del camino que llevaba a la cantera. Aquí es donde había jugado de pequeño. Bueno, tampoco podía llamarse jugar. Escondido. Escondido de su padre. Escondido del mundo.
La cuenca de color gris granito de la cantera solamente se discernía como una sombra a través de la nieve acumulada tras la tormenta. Habían excavado la roca formando un precipicio abrupto para luego centrarse en el depósito subterráneo, dejando un lago peligroso y profundo. Incluso en pleno verano el agua era fría y oscura. Cerca de la orilla, el lecho formado por una maraña de bosques enteros de algas enredadas y carritos de la compra. Más allá, se convertía en un abismo insondable. Nadie se atrevía a nadar en el lago de la cantera, no desde que hubieran desaparecido dos chavales a finales de los años cincuenta.
Era un lugar para fantasmas. Un lugar para muertos. Le venía de perlas.
¿Pero qué hacía la policía en su casa? ¡Eso no formaba parte del plan! No debería haber estado allí…
Respirando con dificultad, caminó por la nieve crujiente hacia la cabina de la cantera, hundiéndose hasta los tobillos con cada paso. Pesaban mucho y le dolían los hombros. Sin embargo, iba a merecer la pena. La chica se había portado bien. No había opuesto resistencia. Martin solo había tenido que darle una patada en la cabeza y después no había vuelto a rechistar. Y había estado callada y mansa mientras le quitaba la ropa.
Las manos le habían temblado bajo el tacto de su piel fresca y suave mientras iba cortándole la ropa hasta llegar a las bragas y el sujetador. Lo que ocultaban le daba miedo. Lo llenaba de dolor…
Y entonces había sonado el teléfono. Un timbrazo seguido de otro. Se la había echado por encima del hombro, había cogido la bolsa de viaje y había salido tambaleando por la puerta trasera de casa. Venían a por él.
Un candado grande de latón impedía el acceso a la puerta de la cabina. Al lado había una señal de advertencia que rezaba: «¡Atención! Peligro de hundimiento. No pasar».
Con un gruñido, dio un paso hacia atrás y le dio una patada a la madera, justo al lado del candado. La vieja puerta crujió estrepitosamente y rebotó bajo la presión, pero el candado no cedió. Le tuvo que dar una segunda, y luego una tercera patada, la vencida. El estruendo resonó por las laderas de la cantera, ahogando el ruido de la madera al astillarse cuando finalmente saltó el candado.
El interior era frío y oscuro. Una capa gruesa de polvo disfrazaba el hedor a ratas y ratones. Con una sonrisa nerviosa, deslizó el cuerpo de la mujer del hombro y la dejó en el suelo de cemento. Su piel pálida brillaba contra el gris oscuro que la rodeaba y Martin se estremeció, diciéndose que se debía el frío. Aunque en el fondo sabía que se debía a ella.
Dejó la bolsa de viaje a su lado. Sabía que después vendrían las náuseas, que iba a vomitarlo todo hasta que solo le quedara bilis y vergüenza. Pero eso iba a venir después. Ahora mismo la sangre le corría furiosa por las venas.
Con las manos entumecidas, abrió la cremallera de la bolsa.
—¿Hola? —dijo.
En su interior, el pequeño Jamie McCreath abrió los ojos y se puso a chillar.
Las huellas estaban borrándose rápidamente a medida que los copos densos y pesados las iban llenando, creando un paisaje liso y monótono. Logan se paró en seco y oteó más allá del jardín. El rastro salía de la casa, perdiéndose en la oscuridad. Pero ahora apenas se veía.
Juró con amargura.
El agente que había llevado consigo se detuvo jadeando a su lado.
—¿Y ahora qué hacemos, señor? —preguntó, cogiendo aire.
Logan miró a su alrededor, intentando averiguar hacia dónde se habría dirigido Martin Strichen. Con la agente Watson. ¡Hostia puta! ¡Le había dicho a Insch que no le parecía buena idea que se quedaran los dos solos en aquella casa!
—Nos separamos —repuso finalmente—. Tenemos que cubrir todo el terreno que podamos.
—¿Hacia dónde quiere que…?
—¡Me da igual! ¡Limítese a encontrarla!
Sacó el teléfono móvil del bolsillo. El agente, visiblemente ofendido, se alejó a un ángulo de cuarenta y cinco grados.
—Subinspector McRae —informó a la mujer que contestó—. ¿Dónde están mis refuerzos?
—Un segundo…
Logan siguió escudriñando el paisaje anodino. Parecía como si alguien hubiese borrado el mundo, dejando atrás una enorme llanura blanca bajo el cielo de pizarra amarillenta.
—¿Oiga? ¿Subinspector McRae? El inspector Insch me ha dicho que están en camino. Y los agentes de Bucksburn deberían llegar en los próximos dos minutos.
Ya oía las sirenas en la distancia, ahogadas por la manta de nieve.
Logan siguió caminando bajo la nevasca. Tenía los pantalones completamente calados y le pesaban las piernas. Respiraba como un tren, echando densas nubes de vapor que se le quedaban suspendidas alrededor de la cabeza como un banco de niebla particular.
Una sensación de ansiedad le estaba oprimiendo el pecho. Las probabilidades de encontrar a Martin Strichen en esa oscuridad helada eran casi nulas. Y menos sin perros. Quizá debiera haber esperado a que llegaran los perros. Pero sabía que era incapaz de quedarse allí con los brazos cruzados sin hacer nada. Lo que fuera.
El suelo empezó a elevarse en pendiente y Logan subió la cuesta con dificultad, avanzando como podía a través de la nieve que le llegaba hasta las rodillas. Cuando llegó a la cumbre, le dio un vuelco el corazón y se le encogieron los intestinos. ¡No tenía nada bajo los pies! Se quedó en el borde del precipicio con un pie colgando sobre el vacío, girando los brazos hacia atrás como aspas para no perder el equilibrio.
Logan dio unos pasos hacia atrás hasta pisar tierra firme y entonces volvió a acercarse cuidadosamente al borde. Estaba delante de una de las canteras: tres cuartas partes de un círculo de laderas escarpadas con el lago oscuro al fondo. La nieve que caía lentamente hacia abajo solo acentuaba la sensación de vértigo. Unos veinte o veinticinco metros verticales lo separaban del agua.
El corazón le seguía latiendo descontrolado, impulsando la sangre por sus venas y llenándole los oídos de un zumbido atronador.
Al pie del precipicio, al lado del agua, se fijó en una cabina cuadrada de cemento. Una luz tenue y amarillenta apareció en una de las ventanas agrietadas y desvaneció casi en el acto.
Logan se dio la vuelta y se echó a correr.
El ambiente en la cabina no era precisamente acogedor, y menos con el haz de la linterna, que emitía un cono de luz enfermiza y desteñida, haciendo que las sombras dentro de su escondite parecieran aún más espesas que antes.
La agente Watson gimió y parpadeó hasta abrir un ojo. Alguien le había llenado la cabeza de algodón hidrófilo ardiente y el aire olía a cobre. Tenía el rostro pegajoso y muy frío. En realidad, tenía frío en todo el cuerpo, como si la hubieran congelado. Le recorrió un escalofrío, agitándola hasta los huesos e intensificando las punzadas en la cabeza.
Lo veía todo borroso e intentó concentrarse, acercándose y alejándose sucesivamente de la superficie de su memoria. ¿Qué había estado haciendo? Algo importante…
¿Y por qué tenía tanto frío?
—¿Estás despierta?
La voz era masculina, nerviosa, casi tímida. Temblorosa.
Y entonces se acordó de todo.
La agente Watson dio un brinco para levantarse pero seguía atada de pies y manos. La brusquedad del movimiento hizo que el cuarto girara a su alrededor y el vaivén de las paredes le recordó a algún baile regional demoníaco. Cerró los ojos con fuerza y echó aire a través de los dientes. Al cabo de unos instantes, el martilleo en su cabeza amainó. Cuando volvió a abrir los ojos, se encontró a pocos centímetros de la mirada preocupada de Martin Strichen.
—Lo siento —dijo, levantando una mano temblorosa para apartarle el pelo del rostro—. No quise pegarte, pero no me quedaba más remedio. No tenía intención de hacerte daño. ¿¡Estás bien!?
Watson masculló una respuesta a través de la mordaza.
—Bien —dijo Martin, sin comprender la sarta de insultos que su presa acababa de lanzar contra él—. Bien.
Martin se levantó y le dio la espalda. Entonces se inclinó encima de la bolsa de viaje que había visto en la cocina y se puso a canturrear la canción de El patio de mi casa. Y a acariciar algo que había dentro de la bolsa.
La mirada de Watson recorrió el cuartucho, buscando un arma. Antaño, la cabina había sido una especie de despacho. Todavía había un fichero para las tarjetas de registro horario fijado a la pared al lado de la puerta y en otra colgaba un calendario deforme y mohoso de mujeres desnudas. No quedaba ni un mueble, solo las paredes mal pintadas con graffitis y el suelo helado de cemento.
Otro escalofrío le recorrió el cuerpo entero. ¡Dios! ¿Cómo podía hacer tantísimo frío? Miró hacia abajo y descubrió horrorizada que estaba casi desnuda.
—No hay nada que temer, pequeño —dijo Martin dulcemente.
Del interior de la bolsa salió un gemido suave y a Jackie se le heló la sangre. Jamie McCreath estaba vivo. ¡Iba a tener que presenciar como ese hijo de puta pervertido mataba a un niño!
Apretó todos los músculos e intentó soltarse de las cuerdas que la sujetaban. Sin embargo, no había ni un milímetro de elasticidad. Con los brazos y las piernas temblorosos tras el esfuerzo, lo único que consiguió fue profundizar en las heridas que ya le habían producido las cuerdas.
—Tú no tendrás que pasar por lo que me hicieron pasar a mí —arrulló Martin sin dejar de acariciar al niño—. Yo he tenido que sufrir durante toda la vida por lo que me hizo ese Gerald Cleaver, pero tú serás libre. No vas a sentir nada —siguió con voz quebrada—. Vas a estar seguro.
Watson se retorció hasta ponerse boca arriba, sobreponiéndose al frío glacial del suelo contra su piel desnuda. Martin sacó al niño de la bolsa y lo sentó en el suelo al lado de Watson.
Jamie todavía llevaba puesto el mono acolchado de color naranja y azul y una gorra de dos borlas. Tenía los ojos asustados, inmensos y llorosos y de la nariz le salían dos chorros plateados de mocos que le llegaban a la boca torcida. Los sollozos le sacudían el cuerpo entero.
Martin hurgó de nuevo en la bolsa. Esta vez sacó un cable eléctrico. Con una habilidad experta, hizo un nudo doble en cada extremo y los apretó con fuerza. Colocó uno de los nudos en la palma izquierda y enroscó el cable dos veces alrededor de la mano. Repitió la misma operación con la mano derecha. Luego tensó bien el cable y asintió satisfecho con la cabeza.
Miró con tristeza a la agente Watson que seguía forcejeando para soltarse.
—Todo estará bien cuando termine —le dijo Martin—. Solo tengo que… —se ruborizó—. Ya sabes. Ponerme en marcha. Entonces todo estará bien. No tendré que hacerlo más —se mordió el labio y volvió a tensar el cable—. Seré normal y todo irá bien.
Respiró hondo e hizo un lazo en el cable que sujetaba entre las manos. Justo la medida necesaria para pasarlo por encima de la cabeza de Jamie.
El niño gimió de miedo, sin apartar la mirada de Jackie, que se sacudía y se retorcía desesperadamente.
—Agáchate y vuélvete a agachar…
Con un gruñido, la agente Watson dio una patada en el aire, balanceándose sobre los brazos y arqueando la espalda hasta ponerse en posición casi vertical.
Martin levantó la cabeza y dejó de cantar en el acto. Watson apartó las rodillas todo lo que pudo y se lanzó hacia su cabeza. Strichen no tuvo tiempo para apartarse y Watson le envolvió las piernas alrededor del cuello y se puso a apretar con todas sus fuerzas.
Martin Strichen la miró aterrorizado y se le saltaron los ojos de pánico. Watson siguió forcejeando para trabar los tobillos, el izquierdo encima del derecho. Si conseguía hacer palanca podría aplastarle la tráquea.
Las manos de Strichen, enredadas en su garrote improvisado, golpeaban inútilmente los muslos de Watson. Con un gruñido triunfal, Watson logró colocar los tobillos en posición. Ahora podía apretar con todo su peso mientras miraba con una satisfacción macabra cómo el rostro de Martin se volvía morado. No iba a parar hasta que ese hijo de puta desalmado estuviera muerto.
Strichen, despavorido, agitó las manos hasta deshacerse del cable eléctrico y se puso a arañar y a golpear todo lo que tenía al alcance, aporreando el abdomen de Watson con los puños.
A pesar del dolor que le oprimía el estómago, Watson cerró los ojos y siguió apretando.
Martin le mordió el muslo, justo encima de la rodilla, hundiéndole los dientes en la piel, saboreando su sangre, moviendo la cabeza de un lado hacia el otro para arrancarle un pedazo de carne.
Jackie chilló debajo de la mordaza y el joven volvió a morderla sin dejar de arañar y golpearle el estómago. Finalmente, Strichen le propinó un puñetazo en los riñones y Watson se relajó, extenuada.
En cuestión de segundos Martin se liberó de la llave de cabeza y se deslizó hacia atrás con dificultad, parando cuando chocó contra un rincón al otro extremo de la cabina. Un chorro de sangre le caía por la barbilla y se frotó suavemente el cuello, falto de aliento.
—Eres… ¡eres igual que los demás! —gritó con voz ronca y áspera.
Jamie McCreath se puso a berrear, unos sollozos agudos que rebotaron contra las paredes desnudas de cemento.
—¡Cállate! —rugió Martin, poniéndose de pie y agarrando al niño de la parte superior de los brazos hasta levantarlo del suelo—. ¡Cállate! ¡Cállate! ¡Cállate!
El niño chilló con más fuerza.
Martin resopló y le dio un revés, un golpe duro e intenso que partió el labio de Jamie y le hizo sangrar la nariz.
Y de repente, un profundo silencio.
—¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡No! —se horrorizó Martin, soltándolo.
El niño se incorporó y se sorbió la nariz. Strichen se lo quedó mirando fijamente, retorciéndose las manos inmensas como si quisiera calmar el escozor del guantazo que acababa de darle.
—¡Lo siento! No quise…
Se inclinó hacia Jamie McCreath, que lo observaba con los ojos como platos, pero éste se echó hacia atrás y se cubrió la cara con las manos enguantadas.
Strichen echó una mirada de desprecio a la agente Watson a la luz tenue de la linterna. Estaba tendida de lado, jadeando a través de la mordaza y con las piernas ensangrentadas a causa de los mordiscos.
—¡Tú tienes la culpa de todo esto! —espetó, escupiendo el sabor a su sangre al suelo de cemento—. ¡Tú me has obligado a hacerle daño!
Una bota se hundió en el estómago de Jackie, levantándola del suelo. Otro relámpago de dolor le recorrió las entrañas e intentó gritar.
—¡Eres igual que los demás!
Otra patada, esta vez en las costillas.
Martin estaba completamente fuera de sí.
—¡Todo iba a ir bien! ¡Tú lo has estropeado!
Oyó otro golpe y de repente se abrió la puerta.
Logan irrumpió en la cabina lúgubre. A la luz débil de una linterna que había caído al suelo lo vio todo: la agente Watson medio desnuda, tumbada de lado en el suelo con la cara fruncida de dolor; Jamie McCreath echándose hacia atrás con el rostro ensangrentado y Martin Strichen levantando el pie para clavarle otra patada a su compañera.
Strichen se paralizó y se volvió en el mismo instante en que Logan lo embistió, empujándolo con fuerza contra la pared del fondo. Un puño rebotó contra la cabeza de Logan, llenándole los oídos de un pitido. Como no era el momento de jugar limpio, fue directamente al grano y le clavó un puñetazo en los genitales.
El hombre fornido palideció, dio un grito ahogado y se tambaleó hacia atrás, agarrándose la entrepierna con una mano. Dio un tumbo y se vomitó encima.
Logan no esperó a que hubiera terminado. Lo agarró del pelo encima de la nuca y lo embistió contra la pared. La cabeza de Martin se estrelló contra el cemento con un golpe sordo, un impacto lo bastante fuerte para hacer que el calendario mohoso de las chicas desnudas se cayera del clavo que lo sujetaba. Con la cara llena de sangre, Martin retrocedió unos pasos. Logan lo cogió del brazo y se lo retorció hacia atrás.
De repente, un codo enorme y huesudo salió de la nada y le dio justo debajo de las costillas. Creyendo que se le iban a reventar todas las cicatrices que le cubrían el interior del estómago, Logan gritó y se desplomó.
Strichen dio unos pasos vacilantes hacia el centro de la cabina, bufó y se limpió la sangre de la cara. Luego se agachó, cogió a Jamie McCreath de la parte delantera del mono con una mano, la bolsa con la otra, y salió corriendo a la nieve.
Logan se puso de rodillas. Permaneció inmóvil durante unos segundos, jadeando, comprobando que sus entrañas no estuvieran a punto de desencajarse del todo. Finalmente logró levantarse del todo y se lanzó hacia la puerta.
Se paró en el umbral. No podía dejar a la agente Watson como estaba. Se acercó con dificultad a donde estaba tendida, iluminada por la luz de la linterna caída. Tenía el estómago y los muslos llenos de manchas rojas y de las heridas en las piernas le salían varios chorros de sangre, formando pequeños charcos en el suelo. Mientras la desataba y le ayudaba a incorporarse, notó cómo las costillas se le movían de forma inquietante bajo la piel.
—¿Estás bien? —preguntó, quitándole la mordaza y fijándose en las marcas rojas, profundas e inflamadas que le había dejado alrededor de la boca.
Watson escupió un pedazo de trapo mojado al suelo, tosió y frunció el rostro de dolor. Se rodeó las costillas con los brazos y susurró:
—¡Vete! ¡Ve a por ese hijo de puta!
Logan le cubrió los hombros desnudos con el abrigo y salió dando tumbos de la cabina para meterse de nuevo en la nieve.
Por el borde del precipicio de la cantera se veían unas linternas y los ladridos de varios perros resonaban por las laderas artificiales. Otras luces iban acercándose rápidamente desde el sur, haciendo resplandecer la nieve como si estuviera en llamas.
A menos de sesenta metros, una silueta se deslizó y se detuvo en seco.
Strichen.
Se dio la vuelta, buscando una salida mientras forcejeaba con el niño que no paraba de moverse. Logan se fijó en el rostro del joven, iluminado por algunas linternas lejanas.
—Vamos, Martin —gritó Logan, cojeando por la nieve y sujetándose el estómago que seguía ardiendo por dentro—. No hay nada que hacer. No tienes escapatoria. Tu foto ha aparecido en todos lados. Todo el mundo sabe tu nombre. Se acabó.
La silueta de Strichen se giró de nuevo y Logan discernió el terror en su expresión.
—¡No! —lloró, sin dejar de buscar desesperadamente una salida—. ¡No! ¡Me mandarán a la cárcel!
A Logan se le antojó una conclusión del todo evidente, y se lo dijo:
—Has matado a varios niños, Martin. Los mataste y abusaste de ellos. Mutilaste sus cadáveres, joder. ¿A dónde creías que ibas a ir? ¿A una colonia de vacaciones?
—¡Me harán daño! —dijo, sollozando abiertamente y echando nubes blancas en la oscuridad—. ¡Como me hizo él! ¡Como Cleaver!
—Venga, Martin. Se acabó.
El pequeño Jamie McCreath seguía retorciéndose, dando patadas y chillando a voz en cuello. Strichen soltó la bolsa para sujetarlo mejor, pero el niño logró deslizarse de entre sus brazos y se cayó a la nieve.
Logan dio unos pasos hacia delante. Strichen sacó una navaja. Logan se quedó paralizado. El brillo del filo en la oscuridad le oprimió las tripas.
—¡No quiero ir a la cárcel! —gritó Strichen desesperado, volviéndose para mirar el cordón policial que venía hacia él.
Aprovechando el momento de despiste, Jamie McCreath se levantó sigilosamente y se echó a correr.
—¡No! —berreó Strichen.
Pero el pequeño siguió corriendo por la nieve tan rápidamente como sus piernecitas se lo permitían. No obstante, Jamie no corría hacia las linternas de la policía ni hacia el ruido de los ladridos. Corría directamente hacia la cantera.
Martin dio un brinco y salió detrás de él todavía blandiendo la navaja.
—¡Vuelve! ¡Es muy peligroso! —gritó.
Apretando los dientes contra el dolor, Logan los siguió, aunque iba a tener que cubrir bastante terreno para alcanzarlos.
Strichen metió el pie en un agujero escondido en el suelo y tropezó, dándose de bruces en la nieve. En cuestión de segundos volvía a estar de pie, pero Jamie ya le llevaba mucha ventaja, adentrándose cada vez más en el cuenco de granito, acercándose cada vez más al lago negro. De repente el niño se deslizó y se paró. Ya no podía seguir. Lo que tenía delante era una masa de agua fría y oscura. Se volvió hacia Strichen, aterrorizado.
—¡Es muy peligroso! —insistió Martin, corriendo hacia él.
Sin embargo, Martin Strichen pesaba muchísimo más que un niño de cuatro años. El hielo que había sostenido el peso de Jamie no aguantaba los noventa y cinco kilos de Strichen. Un estruendo retumbó por toda la cantera. El joven frenó en seco, extendió los brazos y permaneció inmóvil. Otro estruendo incluso más fuerte. Martin chilló. A apenas cuatro metros de distancia, Jamie lo observaba asustado.
El hielo se hundió bajo los pies de Strichen con enorme estrépito, abriendo un agujero del tamaño de una furgoneta que se lo tragó entero. Junto con el chillido que se perdió en el agua negra.
Al otro lado del agujero, Jamie McCreath se acercó muy lentamente al agujero y miró hacia abajo a la impenetrable oscuridad del lago.
Pero Martin no volvió a aparecer.