El retrete tenía una de esas cisternas imposibles. Por mucho que empujara la palanca hacia abajo, por mucha fuerza que ejerciera sobre ella, se negaba a tragarse lo que había dentro. La agente Jackie Watson se sentó en el borde de la bañera y volvió a darle repetidamente antes de mirar debajo de la tapa. Al menos no quedaban restos de papel higiénico y lo que pudiera quedar estaba lo bastante diluido para pasar desapercibido.
Igual que el resto de la casa, el cuarto de baño parecía un congelador. Reprimiendo un escalofrío, se lavó las manos, echó un vistazo a la toalla grisácea que colgaba del pomo detrás de la puerta y se secó las manos en los pantalones.
Cuando salió, se encontró con alguien de pie delante de la puerta. Se sobresaltó y dio un grito ahogado. ¡Strichen había vuelto!
Sin pensárselo dos veces, gruñó y lanzó un puño hacia el rostro de Martin, consiguiendo desviarse en el último momento cuando los ojos se le conectaron finalmente con el cerebro. No era Martin Strichen sino su madre, con cara de espanto. Se quedaron mirándose fijamente, escuchando los latidos violentos de sus respectivos corazones.
—¡Ni se le ocurra volver a hacer algo así! —le advirtió Watson, dejando caer el puño.
—Apártate —ordenó la madre de Martin, con voz temblorosa, mirando a Watson como si fuera una fugitiva del manicomio—. Que tengo la vejiga a punto de reventar.
Pasó por su lado, cerrando la chaqueta de lana con una mano y sujetando un ejemplar del diario con la otra.
—¡Con lo que está tardando, cualquiera diría que tu novio no ha hecho una taza de té en su puta vida!
Dio un portazo, dejando a Watson sola y a oscuras en el descansillo.
—¡Una mujer encantadora! —masculló—. No me extraña que su hijo sea un monstruo.
Bajó las escaleras pensando en la copa que todavía le debía el subinspector McRae. Mucho más apetecible que otra taza de té. Sin dejar de renegar, se hundió en el sofá. Los créditos iniciales de la telenovela parpadeaban en la pantalla del televisor, pausados encima de una vista aérea de unos campos. ¡Cuánto se alegraba de que hubieran esperado a que terminara de mear! ¡Qué detalle!
—¡Venga, Rennie! —llamó desde la sala—. ¿Se puede saber por qué estás tardando tanto? Una bolsita de té, agua y leche. No es tan difícil.
Se hundió todavía más en el sofá y miró el televisor con el ceño fruncido.
—¡Por el amor de dios! —se exasperó, levantándose e irrumpiendo en la cocina—. ¿Ni siquiera eres capaz de…?
Había un cuerpo extendido en el suelo de linóleo.
Era el agente Rennie.
—¡Mierda!
Cogió la radio del hombro. Y el mundo explotó en un aluvión de fuegos artificiales amarillos y negros.
No pudo haber estado mucho tiempo sin sentido. Lo sabía por el reloj del horno. Unos cinco minutos. Gimió e intentó incorporarse pero no le funcionaban los brazos ni las piernas. La cocina le daba vueltas alrededor de la cabeza y se desplomó de nuevo en el suelo.
Si cerraba los ojos, era todavía peor. Tenía un regusto metálico, como a cobre, en la boca y no había forma de que se fuera. Alguien había hecho un nudo en uno de los trapos de cocina y la había amordazado. Y ese mismo alguien le había atado las manos a la espalda. Tampoco podía separar los tobillos.
Se dio la vuelta, colocándose boca arriba, haciendo girar la cocina con todavía más velocidad. Se esperó un momento para dejar que frenara un poco antes de seguir moviéndose hasta colocarse de espaldas a la sala y de cara a la puerta de atrás.
El agente Rennie estaba tumbado boca abajo con el semblante pálido y lacio. También estaba atado de pies y manos y entre sus cabellos oscuros se extendía una mancha de sangre, brillante y carmesí bajo las luces de la cocina.
Desde el piso superior Watson oyó el ruido repetido de la cisterna.
Volvió a darse la vuelta. Esta vez, el mundo tardó algo menos en dejar de desenroscarle la coronilla.
La señora Strichen seguía insistiendo con la cisterna. Una, dos, tres veces más.
Al lado del cubo de la basura había una bolsa de viaje. Grande. Con pequeños montones de nieve pegados a las costuras. Intentó apretar el botón de transmisión de la radio con la barbilla. Todavía la tenía sujeta al hombro pero por mucho que se esforzara, no había forma de encajarla.
Un par de piernas entraron en la cocina. Llevaban unas medias gruesas debajo de una falda de lana, enmarcando el vestíbulo oscuro detrás. Watson miró hacia arriba a la cara de la señora Strichen. La mujer tenía los ojos saltones y blancos y sus labios flácidos empezaron a moverse sin emitir palabra alguna mientras contemplaba los cuerpos atados que yacían en el suelo de su cocina. Se dio la vuelta y puso los brazos en jarra.
—¡Martin! ¡Martin! —chilló con voz de rinoceronte asesino—. ¿A qué coño estás jugando, cabrón de mierda?
De repente se proyectó una sombra encima de ella.
Desde donde estaba en el suelo, Watson solo veía un lado del hombre fornido, sus manos inmensas y temblorosas. Como un pájaro atrapado en una red.
—Mamá…
—¡No hay mamá que valga, so desgraciado asqueroso! ¿Qué coño has hecho? —gritó, señalando los dos agentes atados.
—No he…
—Ya has estado sobando a más críos, ¿verdad? —dijo, clavándole un dedo huesudo con fuerza en las costillas—. ¿Y ahora me llenas la casa de pasma? ¡Me das asco! Llega a estar vivo tu padre y te mataría a hostias, ¡pervertido cabrón llorica de mierda!
—Mamá, yo…
—¡Siempre has sido una puta sanguijuela! ¡Un gusano pegado a mi pecho!
Martin dio un paso hacia atrás.
—Mamá, no…
—¡Yo nunca te quise! ¡Fuiste un error! ¿Me oyes? ¡Un error repulsivo y asqueroso! ¡Una mierda!
Watson vio como cambiaban de posición las piernas de Martin, que ahora estaba dándole la espalda a su madre. Pretendía huir, refugiarse en la sala. Sin embargo, la señora Strichen no estaba dispuesta a dejarse nada en el tintero. Salió tras él, gritando como una sierra de cadena oxidada.
—¡A mí no me gires la espalada, desgraciado! ¡Dos años! ¿Me oyes? ¡Dos años pasó tu padre entre rejas cuando naciste tú! ¡Lo estropeaste todo! ¡Siempre has sido un puto inútil!
—No es… —dijo Martin en voz queda, aunque Watson percibió el tono de amenaza.
La señora Strichen, no.
—¡Me das asco! —berreó—. ¡Metiéndoles mano a unos niños pequeños! ¡Eres un cabrón y un cochino! Si llega a estar vivo tu padre…
—¿Qué? ¿Qué? Si mi padre estuviera vivo, ¿qué haría?
La voz de Martin salió como un trueno, temblando de ira.
—¡Te daría una paliza de muerte! ¡Eso es lo que haría!
Algo se rompió en la sala.
Un florero. Una jarra, quizá.
Aprovechando el jaleo, Watson encogió las piernas y empujó con fuerza, avanzando por el suelo como una oruga, intentando llegar al vestíbulo donde estaba el teléfono.
—¡Él tiene la culpa de todo!
—¡Ni se te ocurra culpar a tu padre de lo que tú haces, desgraciado!
La moqueta del vestíbulo era áspera bajo la mejilla de Watson, pero consiguió salir de la cocina. En la sala, otro objeto se estrelló contra una de las paredes.
—¡Él me hizo esto! ¡Fue él! —La voz de Martin había quebrado, pero las lágrimas no ocultaban la rabia que había detrás de ellas—. ¡Si me ingresaron en el hospital fue porque él me pegó esa paliza! ¡Él me entregó a ese… ese… Cleaver! ¡Cada noche! ¡Cada puta noche!
—¿Cómo te atreves a hablar de tu padre de esa manera?
—¡Cada noche! ¡Gerald Cleaver me utilizó cada puta noche! ¡Solo tenía once años!
Watson había llegado a la mesita del teléfono. Ahora la moqueta se había convertido en una alfombra fría de plástico.
—¡Desgraciado llorón de mierda!
Se oyó el ruido de una bofetada, piel contra piel, seguido de un momento de silencio.
La agente Watson se arriesgó a echar un vistazo a la sala pero solo alcanzaba a ver dos sombras proyectadas sobre el papel pintado. Martin Strichen estaba agachado con una mano en la mejilla. Su madre estaba de pie con la mano levantada.
Watson siguió avanzando, pasando por delante de la mesita del teléfono. Ahora veía el interior de la sala y el pequeño comedor un poco más allá. Justo detrás de la señora Strichen había una montaña de ropa al lado de una tabla de planchar. La mujer bajó la mano con fuerza, arreándole otro guantazo a su hijo.
—¡Eres un cabrón y un quejica asqueroso! —gritó, subrayando cada una de sus palabras con un nuevo golpe salvaje a la cabeza de su hijo.
Watson empujó la mesita del teléfono con el hombro. Con el estrépito que venía de la sala, nadie se dio cuenta. El teléfono se sacudió en el soporte, una, dos veces, antes de caer dando vueltas al suelo. Tampoco se dieron cuenta del ruido sordo que hizo al dar contra la alfombra de plástico.
—¡Debería haberte estrangulado nada más parirte!
Watson manejó el auricular hasta agarrarlo con las manos y, mirando por encima del hombro para ver los botones, marcó el número de emergencias con el dedo gordo. Echó otro vistazo inquieto hacia la sala. Nadie se había dado cuenta de su presencia. Los gritos y los golpes de la madre de Martin le impedían oír los pitidos del teléfono, pero se deslizó hacia abajo rápidamente, clavó el auricular al suelo con la oreja y acercó la boca al micrófono.
—Servicios de emergencias. ¿Qué servicio desea?
Cuando fue a contestar a la telefonista, lo único que consiguió emitir fueron unos gruñidos sordos.
—Perdone, ¿puede repetir, por favor?
Jackie estaba sudando. Lo volvió a intentar.
—Ha llamado a un número de emergencia —dijo la voz al otro lado del teléfono, sin pizca de amabilidad—. ¡Es un delito gastar este tipo de bromas!
Jackie soltó otro gruñido.
—¡Se acabó! ¡Voy a denunciar esta llamada!
¡No! ¡No! ¡Tenía que averiguar el origen de la llamada y enviar refuerzos!
Se cortó la línea.
Furiosa, Watson dejó caer el auricular y se deslizó hacia delante para volver a marcar el mismo número.
El ruido sordo, cuando llegó, resonó por toda la casa, blando y húmedo.
Apartó los ojos del teléfono y miró hacia la sala. La señora Strichen se tambaleó hasta el sofá, el rostro tan blanco como la nieve que caía afuera. Detrás de ella estaba Martin con la plancha en la mano, la expresión extrañamente tranquila y serena. Su madre tropezó y se agarró a los cojines henchidos para apoyarse. Martin dio un paso hacia ella y con un movimiento amplio del brazo, le dio con la plancha en la parte posterior del cráneo. La señora Strichen se desplomó como un saco de patatas.
Watson reprimió una arcada. Se estremeció y volvió a apretar las teclas del teléfono con fuerza.
La mano temblorosa de la madre de Martin seguía agitándose encima del sofá. Martin sujetó la plancha a la altura del pecho y extendió el cable con la otra mano. Se le dibujó algo parecido a una sonrisa torcida en los labios y se agachó para enrollarle el cable alrededor del cuello. El pie de la mujer iba dando patadas espasmódicas en la moqueta mientras su hijo acababa de exprimirle la poca vida que le quedaba.
Watson apretó los dientes, cogió el teléfono y se deslizó de nuevo hacia la cocina. Ya no podía contener las lágrimas, ni la sensación de impotencia y autocompasión combinada con el terror de ver cómo asesinaban a otro ser humano. Sabiendo, además, que la siguiente iba a ser ella.
Estaba temblando como una hoja pero respiró hondo e intentó recordar el número de móvil del subinspector McRae. Detrás de ella, seguía oyendo el pie de la señora Strichen que golpeaba con cada vez menos fuerza el suelo de la sala.
Jackie consiguió marcar el número de Logan con el dedo pulgar y repitió la misma maniobra que había ejecutado con el número de emergencias: dejó caer el teléfono al suelo y se deslizó hacia abajo hasta encajar la boca y el oído en el auricular. ¡Venga! ¡Cógelo! ¡Cógelo!
Clic.
—Logan.
Watson gritó con todas sus fuerzas pero el trapo que tenía en la boca amortiguó el desespero en su voz, que salió como el chillido que haría un ratón.
—¿Diga? ¿Quién es?
¡No! ¡Otra vez, no! ¡Tenía que oírla!
—¿Miller? ¿Eres tú?
Volvió a gritar, jurando como un carretero, maldiciéndolo por ser tan gilipollas.
De repente, la cocina se llenó de la sombra de Martin Strichen. Todavía llevaba la plancha en la mano. La superficie metálica estaba cubierta de una mezcla de manchas espesas de sangre coagulada y rizos grasientos.
Watson apartó los ojos de la plancha y miró a Martin. Todo el lado derecho de su rostro ancho y picado de viruela estaba salpicado de motas rojas. Strichen la contempló con tristeza, se agachó para coger el teléfono, se lo acercó a la oreja durante un segundo y escuchó a Logan, que todavía estaba preguntando quién lo llamaba. Entonces, sin perder la compostura, pulsó el botón rojo y puso fin a la llamada.
Las tijeras estaban en el cajón superior, debajo del hervidor. Las hojas resplandecían bajo la luz fría de los tubos fluorescentes. Martin esbozó una sonrisa y dio tres tijeretazos.
—A ver si ahora empezamos a hacer las cosas bien…
Logan se quedó mirando el móvil y blasfemó. ¡Ahora solo le faltaba algún gilipollas haciendo llamadas graciosas! Pulsó el botón de llamadas recibidas y buscó el número. Era local pero no lo reconocía. Frunciendo el ceño, pulsó el botón verde del teléfono y escuchó los pitidos mientras su móvil marcaba automáticamente los números del teléfono que lo había llamado, devolviendo el favor.
Sonó una y otra y otra vez. No contestó nadie. Muy bien, decidió, cada maestrillo tiene su librillo. Apuntó el número y llamó a control para que le dieran la dirección correspondiente al teléfono misterioso. El hombre que lo atendió tardó casi cinco minutos, pero finalmente lo encontró: la señora Agnes Strichen, Howesbank Avenue número veinticinco, Aberdeen…
Logan no esperó a oír el código postal. Gritó un «¡joder!» resonante y pisó el acelerador. El coche se deslizó como una serpiente a la calzada.
—Escúcheme bien —dijo al hombre de control, atravesando a toda velocidad la nieve y el hielo—. El inspector Insch tiene dos coches patrulla en Middleford. ¡Quiero que se dirijan inmediatamente a la dirección que me acaba de dar!
Cuando llegó, los dos coches ya estaban aparcados en medio de la calle delante de la casa. El viento había amainado pero los copos seguían cayendo del cielo sucio y anaranjado. El aire sabía a pimienta.
Logan dio un frenazo y el Vauxhall oxidado patinó sobre el asfalto helado, parándose después de rebotar en el bordillo. Se bajó del coche, subió las escaleras resbaladizas y entró como un trueno en la casa que Martin Strichen compartía con su madre.
La señora Strichen estaba en la sala de estar, tumbada boca abajo con la parte posterior de la cabeza completamente hundida. Alrededor del cuello tenía unas marcas rojas y gruesas. De la cocina salían unas voces indignadas y Logan se precipitó por la puerta. Se encontró con dos policías uniformados, uno de ellos agachado al lado de un hombre que estaba tendido en el suelo, el otro hablando por la radio:
—¡Repito! ¡Hay un agente herido!
Logan recorrió el espacio minúsculo con la mirada, deteniéndose en una pila de ropa que había en una esquina al lado del cubo de la basura.
Un tercer agente uniformado entró jadeando en la cocina:
—Hemos registrado la casa. Aquí no hay nadie.
Logan se acercó a la montaña de tela. En algún momento había sido un pantalón de color negro. Y ahí, justo debajo, se fijó en lo que quedaba de un jersey negro y una blusa blanca. En los hombros llevaba unas tiras especialmente diseñadas para sujetar las charreteras. Miró por encima del hombro al cuarto guardián de Insch que acababa de bajar corriendo las escaleras, frenando justo antes de chocar con su compañero.
—¿Y la agente Watson?
—No hay nadie en la casa, señor.
—¡Mierda! —dijo Logan, levantándose de un salto—. Ustedes dos —dijo, señalando a los dos agentes que habían registrado la casa, los últimos en entrar en la cocina—, salgan por la puerta principal. Se la ha llevado. ¡Busquen por todas las calles, investiguen todas las puertas abiertas!, ¡todo lo que vean!
Permanecieron inmóviles durante un instante, mirando el cuerpo encogido del agente Simon Rennie que seguía tendido en el suelo de la cocina.
—¡Fuera! —gritó Logan.
Salieron por patas.
—¿Cómo está? —preguntó Logan, pasando por encima del cuerpo.
Abrió la puerta de la cocina, dejando entrar una ráfaga de aire gélido.
—Se ha llevado un buen golpe en la cabeza. Respira, pero no tiene muy buen aspecto.
Logan asintió.
—Quédese con él. Y usted —dijo, señalando el último agente—, ¡venga conmigo!
En el jardín, la nieve les llegaba a las rodillas. Se había acumulado en los muros de la casa, formando unas rampas que casi llegaban a las ventanas. Sin embargo, todavía quedaban unas huellas bien definidas que se alejaban en la oscuridad.
—¡Mierda!
Apretando los dientes, Logan salió a la nieve.