En cuanto recibieron los detalles del Ford Fiesta roñoso de Martin Strichen, todos los coches patrulla de la ciudad salieron a buscarlo. El equipo forense había encontrado restos de sangre en la charnela de la podadera. Correspondía con el grupo sanguíneo de David Reid. Si Strichen andaba suelto por la ciudad, por sus cojones que lo iban a encontrar.
Cuatro horas, cuarenta y cinco minutos, y el tiempo seguía corriendo en su contra.
De vuelta a la jefatura, el inspector Insch y el subinspector McRae estaban perdiendo el tiempo. Ya habían llegado las eminencias de Edimburgo: dos subinspectores vestidos de elegantes trajes de color azul marino con sendas camisas y corbatas a juego, un inspector cuya cara recordaba a la parte inferior de un cenicero y un psicólogo clínico que insistía en que todo el mundo lo llamara «doctor» Bushel.
El inspector había llevado dos casos de asesinatos en serie y en ambas ocasiones había pillado a su hombre, el primero después de que hubieran encontrado seis estudiantes estranguladas en Carlton Hill, en el extremo este de Princes Street. El segundo había caído tras una cerca prolongada en el casco antiguo de la ciudad. Ni un superviviente. En esa ocasión, un agente de policía y tres civiles habían perdido la vida. A Logan tampoco se le antojó un historial tan magnífico.
El nuevo inspector escuchó con la mirada fría mientras Insch puso a los poderosos visitantes al corriente del caso. Solo le interrumpió para hacerle algunas preguntas perspicaces, dejando claro que de tonto no tenía ni un pelo. Además, se quedó admirado al descubrir que con solo dos niños muertos, Insch y Logan ya habían conseguido identificar al asesino.
El doctor Bushel era tan engreído que resultaba casi insoportable. Martin Strichen encajaba perfectamente con el perfil que les había proporcionado, el que mantenía que el asesino padecía de «trastornos mentales». No parecía comprender que no les había servido de nada para identificar a Strichen.
—Y éste es el punto en que estamos ahora —concluyó Insch, haciendo un gesto de «¡tachán!», e indicando el contenido del centro de coordinación.
El inspector de Edimburgo asintió con la cabeza.
—Pues a juzgar por el procedimiento —dijo en tono grave y suave, con un dejo de acento del sur de Fife—, nosotros no pintamos nada aquí. Ya saben a quién tienen que encontrar y todos los equipos de búsqueda están en ello. Ahora solo hay que esperar. Tarde o temprano aparecerá.
Tarde no le servía de nada a Insch. Tarde o temprano significaba que Jamie McCreath iba a engrosar la lista de niños asesinados.
El doctor se puso de cuclillas e inspeccionó las fotos tomadas en las escenas del crimen que habían clavado en la pared. De repente empezó a hacer ruidos crípticos por el estilo de «mmm» y «claro».
—¿Doctor? —dijo el inspector que no era Insch—. ¿Tiene alguna idea de dónde podríamos encontrarlo?
El psicólogo se volvió. Sus gafas despidieron unos destellos de alto diseño. Su sonrisa también.
—Nuestro hombre no va a actuar con prisas —predijo—. No querrá obrar con precipitación. Al fin y al cabo, lleva mucho tiempo planeando el crimen.
Logan intercambió una mirada de horror con Insch.
—¿Y no cree que quizá se trate más bien de una reacción visceral? —preguntó Logan con cautela.
El doctor Bushel lo miró como si fuera un niño descarriado, un niño cuyos caprichos estaba dispuesto a consentir.
—Explíquese, por favor.
—Martin Strichen tenía once años cuando Gerald Cleaver abusó de él. El sábado pasado, Cleaver fue declarado inocente. El domingo encontramos el cadáver del pequeño Peter Lumley antes de que Strichen tuviera la oportunidad de mutilarlo. Hoy han salido anuncios en la tele: Cleaver ha vendido su historia a la prensa. A Strichen le supera todo esto. Lo ha llevado al límite.
El doctor le sonrió con benevolencia.
—Una teoría interesante, sin lugar a dudas —convino—, pero el profano tiende a malinterpretar las señales. Verá, solo un ojo experto es capaz de discernir los patrones de este caso en particular. Strichen es un delincuente sumamente organizado. Se guarda muy bien de que nadie descubra los restos de sus víctimas. Tiene un mundo fantasioso extraordinariamente ritualista y esos rituales le obligan a atenerse su propio reglamento interno. Si no lo acatara, eso lo convertiría en un monstruo que se alimenta de niños pequeños. Y es que en el fondo, Strichen se avergüenza de lo que hace —dijo Bushel, señalando una fotografía tomada durante la autopsia de la zona inguinal del cadáver de David Reid—. Ha intentado aniquilar su sexualidad masculina, extirpándole los genitales. Así reduce la atrocidad del crimen porque lo que viola ya no es un niño pequeño —expuso, quitándose las gafas para limpiarlas con la punta de la corbata—. No, Martin Strichen necesita justificar sus actos, aunque solo sea consigo mismo. Es un hombre de rituales. No actuará con prisas.
Logan no volvió a abrir la boca hasta que Insch hubiera vuelto de acompañar a las lumbreras hasta la cafetería. Por fin estaban los dos solos en el centro de coordinación.
—¡Anda que vaya tío más pedantorro!
Insch asintió con la cabeza y hurgó en los bolsillos por enésima vez esa misma tarde.
—Sí, pero resulta que el pedantorro en cuestión ha ayudado a pillar a cuatro delincuentes en serie, tres de ellos asesinos. Es verdad que tiene menos diplomacia que la tuberculosis, pero la experiencia no se la quita nadie.
Logan suspiró.
—¿Y ahora qué?
Insch abandonó la búsqueda de las gominolas perdidas y hundió las manos tristemente hasta el fondo de los bolsillos del pantalón.
—Ahora —susurró—. Ahora toca cruzar los brazos. Y ya puestos, los dedos también.
Durante el verano, las ventanas de la parte trasera de la casa daban a unas praderas de maleza doradas por el sol, una vista que se extendía hasta el horizonte. El trecho gris de Bucksburn quedaba oculto detrás de la cuesta empinada que bajaba a las canteras. En un día despejado, y si las papeleras no estaban vomitando nubes cúmulos de vapor maloliente, las colinas, las tierras de labranza y los bosques al otro lado del río Don brillaban como esmeraldas. Un refugio bucólico aislado del zumbido del tráfico que pasaba por la autovía más abajo.
Mas ahora no se veía nada de todo eso. La nevada se había convertido en nevasca. Desde la ventana del dormitorio principal de la casa, la agente Watson apenas divisaba la verja del jardín. Suspiró, dio la espalda a la tarde aciaga y huracanada y bajó de nuevo al piso inferior.
La madre de Martin Strichen estaba sentada en un sillón demasiado relleno tapizado de rosas y amapolas. Estaba completamente encorvada y le colgaba un cigarrillo de la boca, otro que iría a parar al cementerio de colillas que rebosaban del cenicero a su lado. El televisor estaba encendido: una telenovela. Watson detestaba las telenovelas pero por lo visto, al hijo de puta de Simon Rennie le encantaban. Se había hecho un hueco en el sofá floreado y estaba mirando la pantalla mientras sorbía ruidosamente taza tras taza de té.
Encima de la mesita de centro había un paquete de galletas de chocolate y Watson se apropió de las dos que quedaban y se colocó delante de la estufa eléctrica de dos barras, resuelta a entrar en calor aunque tuviera que prenderse fuego a los pantalones en el intento. La casa estaba helada. La señora Strichen había condescendido a encender la estufa, pero no sin rezongar hasta el final. La luz no era gratis, por si no lo sabían. ¿Y cómo se suponía que tenía que arreglárselas cuando el desgraciado de su hijo jamás traía ni un céntimo a casa? La señora Duncan, de un par de puertas más abajo, tenía un hijo camello. Él sí que traía dinero a casa, una fortuna, ¡y se iban de vacaciones al extranjero dos veces al año! También era cierto que estaba cumpliendo una condena de tres años en Craiginches por posesión de drogas con intento de distribución, ¡pero al menos se esforzaba, joder!
Cuando ya no aguantaba más el calor del vapor que le salía de la parte posterior de los pantalones, Watson pasó a la cocina y volvió a encender el hervidor. Las tazas interminables de té eran la única forma de no congelarse en esta maldita casa.
La cocina no era grande, apenas un cuadrado de linóleo con una mesa pequeña en medio y encimeras alrededor de las paredes de color amarillo nicotina. Watson cogió tres tazas del escurridero y los plantó en la encimera, sin importarle si las desportillaba o si se partían directamente por la mitad. Tres bolsitas de té. Azúcar. Agua hirviendo. Leche para dos.
—¡Mierda!
No había forma humana de soportar esa casa y ese frío sin una taza de té. El agente Rennie tendría que tomárselo sin leche.
Llevó las otras dos tazas a la sala y las dejó encima de la mesita. La señora Strichen cogió la suya sin molestarse en darle las gracias. El agente Rennie sonrió.
—Oh. ¡Eres un encanto de…!
Hasta que se dio cuenta de que no le había puesto leche y entonces puso su más estudiada cara de cachorro perdido.
—No te molestes —le advirtió Watson—. No queda leche.
Rennie miró decepcionado el líquido oscuro en su taza.
—¿Estás segura?
—Ni gota.
La señora Strichen bufó, echando un chorro de humo entre los dientes.
—¿Queréis hacer el favor? Estoy intentando mirar la serie.
En la pantalla, un hombre con la cabeza calva y una barba dispersa estaba mirando la tele y sorbiendo una taza de té. El agente Rennie miró de nuevo su taza.
—¿Y si voy a por más? —se ofreció—. De paso podría comprar más galletas.
Ya que Watson se había zampado las últimas.
—Insch dijo que nos quedáramos aquí —dijo con un suspiro.
—Sí, pero todos sabemos que Strichen no va a aparecer. ¿Cuánto tardaré? ¿Cinco, diez minutos? Hay un colmado en la esquina…
Esta vez, la señora Strichen incluso se quitó el pitillo de la boca.
—¡Queréis hacer el favor de callaros de una puta vez!
Salieron al vestíbulo.
—Venga, Jackie. Solo tardaré un minuto. Tu solita eres capaz de hacerlo papilla en caso de que vuelva. Además, hay dos coches allá fuera vigilando la calle.
—Ya lo sé. Ya lo sé —repuso Watson, mirando de reojo a través de la puerta al televisor parpadeante y a la madre ponzoñosa de Martin Strichen—. Es que no me gusta desacatar las órdenes del inspector.
—Si tú no se lo cuentas, yo tampoco.
El agente Rennie cogió uno de los abrigos gruesos que colgaban en el vestíbulo. Olía a patatas fritas rancias, pero al menos lo protegería del frío.
—¿Me das un beso de buena suerte?
Frunció los labios.
—¡Ni que fueras el último hombre en la faz de la tierra! —soltó Watson, empujándolo hacia la puerta—. De paso, tráeme una bolsa de patatas. A la vinagreta.
—Sí, señora —asintió Rennie, haciéndole un saludo descuidado.
Watson esperó hasta que hubiera cerrado la puerta antes de meterse de nuevo en la sala a mirar aquellas chorradas insulsas y a beber más té.
La cantidad de edificios que mantenía o que pertenecían al departamento de parques y jardines del ayuntamiento de Aberdeen era asombrosa. La lista les había llegado por fax de un funcionario malhumorado, aunque eso quizá tuviera algo que ver con el hecho de que se había visto obligado a volver al despacho a las siete menos cuarto de la tarde para mandársela. Ahora tendrían que ir a registrar cada uno de los edificios. El doctor Bushel se mantuvo inflexible. Strichen había llevado al crío a uno de ellos.
Logan ni siquiera se molestó en señalar que más que una clarividencia, era una puta obviedad.
No obstante, las probabilidades de dar con el edificio correcto de entre todos los enumerados en la interminable lista eran escasas. No iban a encontrarlo a tiempo. El pequeño Jamie McCreath no iba a cumplir cuatro años de edad.
En un intento de reducir la lista, Logan había pedido al hombre hosco del ayuntamiento que buscara entre sus archivos todos los lugares que Martin Strichen había conocido mientras llevaba a cabo sus trabajos comunitarios. La segunda lista era casi tan larga como la primera. Martin Strichen había empezado a delinquir con once años, poco después de que Gerald Cleaver le pusiera las repugnantes manos encima. Strichen había cumplido sus horas rastrillando hojas, podando arbustos, pulverizando hierbajos y desatascando retretes en los parques de toda la ciudad.
Empezando por el final de la lista en orden cronológico, Logan mandó a los equipos de búsqueda a investigar los lugares en que Strichen había trabajado recientemente. Después tendrían que seguir con el resto de los sitios hasta llegar al principio. Con un poco de suerte, encontrarían a Jamie antes de que Strichen pudiera violarlo. Sin embargo, una horrible sensación de ansiedad le hacía pensar que no iba a ser el caso. Encontrarían a Strichen dentro de un par de días, en Stonehaven o Dundee, un lugar lejano. No iba a dejarse ver por Aberdeen, eso seguro. No cuando se viera el rostro impreso en las primeras planas de todos los diarios, en la tele, y oyera su nombre y su descripción en la radio. Lo pillarían y finalmente, Strichen los llevaría hasta el cadáver mutilado del niño.
—¿Cómo va?
Logan alzó la vista y vio a Insch apoyado en la puerta de su pequeño centro de coordinación. El centro principal estaba demasiado abarrotado de psicólogos clínicos para su gusto y el silencio y la tranquilidad le ayudaban a organizar mejor los equipos de búsqueda.
—Pues la búsqueda ya ha empezado.
Insch asintió con la cabeza y le dio una taza desconchada de café cargado.
—No le veo muy optimista —observó, sentándose en el borde del escritorio de Logan y repasando la lista de posibles escenarios.
Logan admitió que no lo estaba.
—No hay nada más que hacer —suspiró—. Los equipos de búsqueda ya han recibido sus correspondientes órdenes y todos saben adónde tienen que dirigirse. Y ya está. Ahora, o lo encuentran o no lo encuentran.
—¿Querría estar ahí fuera?
—¿Usted no?
El inspector sonrió con tristeza.
—Sí, claro. Pero a mí me toca entretener a las eminencias… Uno de esos privilegios del rango —repuso, bajándose del escritorio y dándole una palmadita en el hombro—. Pero teniendo en cuenta que usted es un mero subinspector, deje ya de tocarse los huevos y salga a buscarlo.
Le guiñó el ojo con complicidad.
Logan se hizo con un Vauxhall oxidado de color azul del parque móvil. Eran casi las siete y hacía rato que había anochecido. El tráfico iba a menos. Siendo miércoles, la mayoría de la gente había ido directamente a casa al salir del trabajo. Y con el tiempo que hacía, pocos iban a echarse de nuevo a la calle. Solo los más temerarios estaban haciendo una ruta de los bares bajo las luces de Navidad.
A medida que iba despejándose el tráfico, la nieve se hizo con el dominio de las calles. El asfalto negro brillante del centro de la ciudad fue cambiando de un tono gris al blanco a medida que Logan se alejaba de la jefatura Force. Conducía sin rumbo fijo, por hacer algo. Dos ojos más que buscaban a Martin Strichen.
Subió por Rosemount y dio la vuelta a Victoria Park y las calles colindantes sin bajarse ni una sola vez del coche. Con los vientos de más de ciento cincuenta kilómetros por hora, la nieve y las temperaturas por debajo del cero, Martin Strichen no iba a dejar el coche muy lejos de donde estuviera. Y menos si llevaba un niño secuestrado a rastras.
El coche leproso de Martin no estaba en la zona de Victoria Park y Logan decidió probar Westburn Park, al otro lado de la calle. Era mucho más grande, lleno de caminos entrecruzados cubiertos de nieve. Logan se abrió paso lentamente entre la ventisca, buscando un posible escondrijo en el que Martin hubiera podido ocultar el coche.
Nada.
Iba a ser una noche muy larga.
La agente Watson miró a través de la ventana de la cocina, contemplando la nieve que se remolinaba de un lado hacia el otro según la llevaba el viento furioso. El agente Rennie había salido hacía quince minutos y desde entonces, su sentimiento inicial de aburrimiento resentido se había transformado en nerviosismo expectante. No le preocupaba que volviera Martin Strichen. Después de todo, como bien había dicho el hijo de puta de Simon Rennie, si quisiera lo haría papilla. Modestia aparte, podría hacer papilla a casi cualquiera que se le pusiera delante. Se había ganado el apodo a pulso. No, lo que preocupaba era… En realidad, no sabía qué le preocupaba.
Quizá se debiera a que la hubieran apartado de la búsqueda, dejándola con una posibilidad entre mil de encontrarse con él. Ella quería estar en la calle. Haciendo algo. No soportaba estar encerrada en esa casa mirando telenovelas y bebiendo té. Con un suspiro, apagó la luz de la cocina y siguió contemplando la nieve.
El ruido, cuando lo oyó, la sobresaltó. El chasquido de la puerta de la entrada.
Se le erizaron todos los pelos en la cabeza. ¡Había vuelto! ¡El muy gilipollas había vuelto a casa como si no hubiera pasado nada! Esbozó una sonrisa macabra, salió sigilosamente de la cocina y se metió en la oscuridad del vestíbulo.
El picaporte de la puerta se movió hacia abajo con un chirrido y Watson se puso tensa. Cuando se abrió, agarró al hombre, haciendo que perdiera el equilibrio, y lo arrojó al protector de plástico que cubría la alfombra. Se abalanzó sobre él y levantó el puño derecho.
El hombre chilló y se cubrió el rostro con las manos.
—¡Aaaaaaaaaaaahh!
Era el hijo de puta de Simon Rennie.
—¡Anda! —dijo, bajando el puño y sentándose en cuclillas—. Lo siento, tío.
—¡Hostia, Jackie! —exclamó el agente Rennie, mirándola entre los dedos—. ¡Si quieres echar un polvo, solo tienes que decírmelo!
—Pensé que eras otro —dijo, levantándose y ayudando a Rennie a ponerse de pie—. ¿Estás bien?
—Igual tengo que subir a ver si encuentro unos calzoncillos limpios, pero aparte de esto, estoy intacto.
Watson volvió a disculparse y lo acompañó hasta la cocina con las bolsas de la compra.
—He comprado unos fideos instantáneos —dijo, vaciando el contenido de las bolsas en una de las encimeras—. ¿Quieres pollo con champiñones, ternera con tomate o curry picante?
Watson escogió los de pollo, Rennie los de curry. La dicharachera señora Strichen tendría que conformarse con lo que quedaba. Mientras esperaban que los fideos se cocieran en agua hirviendo, el agente Rennie le contó cómo había ido su excursión al colmado. Uno de los coches de Insch estaba aparcado a la entrada de la calle, delante de la tienda, y había pasado un par de minutos hablando con los ocupantes. Eran de Bucksburn, el barrio de al lado, y no les molaba nada la misión que les habían asignado. ¡Estaban perdiendo el tiempo! Strichen no iba a volver. Eso sí: como lo vieran, iban a romperle las castañas siete veces por haberles hecho esperar tanto, congelándose los huevos.
—¿Te han comentado algo de la búsqueda? —preguntó Jackie distraídamente mientras revolvía los fideos casi rehidratados.
—Qué va. Hay que registrar un montón de edificios. No tienen ni idea de dónde puede haberse metido.
Watson suspiró, miró por la ventana y contempló la nieve.
—Va a ser una noche muy larga —predijo.
—No pasa nada. —Sonrió Rennie—. Nuestra anfitriona tiene todos los episodios de la telenovela grabados en vídeo.
Watson gimió. No había creído posible que pudiera empeorarse el día.
No había ni rastro del Ford Fiesta de Martin Strichen en Westburn Park. No por primera vez, Logan pensó que quizá hubiera cogido la autopista para largarse de Aberdeen. A esas alturas tenía que saber que era el hombre más buscado del país. Desde que había salido de Force, la emisora local había hecho por lo menos doce llamamientos solicitando información. Si Logan estuviera en su lugar, ahora estaría a medio camino a Dundee. Poco a poco, se fue alejando del centro de la ciudad.
Se cruzó con algunos de los coches que patrullaban por las calles, igual que él. ¿Y si iba a dar una vuelta por Hazlehead? ¿O Mastrick? En el fondo, daba lo mismo. El pequeño Jamie McCreath ya debía de estar muerto. Con un suspiro, se metió en North Anderson Drive.
De repente sonó la melodía ofensiva del móvil y Logan se paró al lado de la acera, chocando con una montaña de nieve helada que ocultaba el bordillo.
—Logan.
—¡Laz! ¡Tío! ¿Cómo va?
Colin Miller. Lo que faltaba.
—¿Qué puedo hacer por ti, Colin? —preguntó con un suspiro de cansancio.
—Nada, que he estado escuchando las noticias, leyendo los comunicados de prensa. ¿Qué ha pasado?
Un camión articulado pasó por su lado con gran estruendo, levantando una ola de aguanieve de un metro que salpicó el costado del coche. Logan se quedó mirando cómo las luces traseras, dos ojos rojos gemelos, desparecían de vista en la siguiente rotonda.
—¡Joder, macho! ¡Sabes perfectamente lo que ha pasado! ¡Publicaste tu puto artículo y nos costó la mejor oportunidad que teníamos de pillar a este cabrón!
Logan era consciente de que no estaba siendo del todo justo, que Miller no había tenido ningún propósito de meter la gamba hasta donde la había metido, pero ahora mismo le era indiferente. Estaba cansado, frustrado y necesitaba desfogarse.
—Y ahora tiene a otro crío porque tú tuviste que anunciar al mundo entero que habíamos encontrado a un pobre… —se le fue la voz hasta quedarse callado. Por fin cayó en la cuenta de lo que había tenido delante de las narices desde el principio—. ¡Mierda! —gritó, golpeando el volante con la mano—. ¡Mierda, mierda, mierda, mierda!
—¡Joder, tío! ¡Cálmate! ¿Qué te pasa?
Logan apretó los dientes y volvió a acometer contra el volante.
—¿Te ha dado un ataque? ¿Qué ocurre?
—Siempre sabes cuándo ha muerto alguien, ¿verdad? Siempre te enteras cuando aparece otro puto cadáver.
Logan miró por la ventanilla con el ceño fruncido a otro camión articulado que se le acercaba, zarandeando el coche a su paso.
—¿Laz?
—Isobel.
De repente se hizo el silencio al otro lado del auricular.
—Es ella, ¿verdad? Tu topo. Hurgando en todas partes y facilitándote todos los detalles más suculentos. ¡Ayudándote a vender más ejemplares de tu periodicucho de mierda! —dijo, alzando cada vez más la voz—. ¿Cuánto le pagas? ¿Qué precio le pusisteis a la vida de Jamie McCreath?
—¡Que no es así! Yo… A ver… —Hubo una pausa—. Cuando llega a casa, a veces me cuenta cómo le ha ido el día. Nada más —dijo con un hilo de voz.
Logan miró el teléfono como si acabara de echarle un pedo en toda la cara.
—¿Qué?
Un suspiro.
—Estamos… Piensa en el trabajo de mierda que hace. A veces lo pasa fatal. Necesita compartirlo con alguien. No sabíamos que la cosa fuera a acabar así, te lo juro, tío. Es que…
Logan colgó sin pronunciar una palabra más. ¿Cómo había tardado tanto en darse cuenta? La ópera, la ropa, la comida de primera, esa boca como una cloaca. Era Miller. Logan permaneció sentado en el coche, solo en la oscuridad glacial. Cerró los ojos y juró.
Como la obligaran a tragarse una puta telenovela más, la agente Watson iba a estallar. La señora Strichen había sacado sus vídeos de los episodios anteriores. Gente desdichada con vidas desdichadas, haciendo una exhibición gilipollas, inútil y desdichada de su propia desgracia. ¡Qué aburrimiento, por Dios! Ni un puto libro en toda la casa. Así que solo quedaba la tele con su interminable bombardeo de telenovelas repugnantes.
Entró dando pisotones en la cocina y echó el envase de los fideos a la basura sin molestarse en encender la luz. ¡Qué pérdida de tiempo, joder!
—¿Jackie? Ya que estás, haznos una tacita de té, cariño.
Watson suspiró.
—¿De qué murió tu última esclava?
—Leche y dos cucharadas de azúcar, cielo.
Watson refunfuñó, llenó el hervidor de agua y apretó el botón.
—Yo preparé la última ronda —dijo, volviendo a la sala—. Esta vez te toca a ti.
El agente Rennie la miró horrorizado.
—¡Pero no veré el principio del capítulo!
—¡Está grabado en vídeo! ¿Cómo vas a perderte el principio de tu maldita telenovela si está en vídeo? ¡Ponlo en pausa, hostia!
Desde el sillón hinchado, la señora Strichen hundió otra colilla muerta en la montaña.
—¡Joder! ¿Es que nunca paráis de reñiros? —chilló, cogiendo el paquete de cigarrillos y el encendedor—. ¡Parecéis críos!
Watson apretó los dientes.
—Si quieres té, te lo haces tú.
Se volvió para subir al piso superior.
—¿Dónde vas?
—Voy a mear. ¿Me dejas?
El agente Rennie levantó las manos, a la defensiva.
—Vale, vale. Ya preparo yo el té. ¡Ya ves! Tampoco es para tanto…
Se levantó del sofá y recogió las tazas vacías.
Con una pequeña sonrisa de satisfacción, la agente Watson subió las escaleras.
No oyó el ruido de la puerta de atrás.