Capítulo 35

Insch ordenó que trasladaran el centro móvil de coordinación hasta el parque. Era poco más que una caravana con pretensiones, una sucia caja blanca con las palabras POLICÍA GRAMPIANA escritas en los lados. En el interior, separada con una mampara, había una mini sala de interrogatorios. Lo que quedaba de espacio estaba ocupado por un par de escritorios, un microondas y un hervidor de agua que iba a todo trapo, llenando la sala claustrofóbica de densas nubes de vapor blanco.

A los equipos de búsqueda no les estaba yendo bien. La nieve había engullido toda prueba que pudiera haber y el viento seguía barriendo el parque, llenando todos los huecos y creando un paisaje blanco, redondeado y uniforme.

Logan estaba sentado al escritorio más cercano a la puerta, helándose los riñones cada vez que la abrían y entraba otro cuerpo congelado para quitarse la nieve de los zapatos en la alfombrita y mirar con anhelo al hervidor. Estaba dándole al teclado de un ordenador portátil, revisando una lista de todos los delincuentes sexuales conocidos de la ciudad. Con un poco de suerte, daría con el nombre de alguien que viviera lo bastante cerca del parque para que le resultara un cazadero atractivo. La posibilidad era remota teniendo en cuenta que los otros dos cadáveres habían sido encontrados al otro lado de la ciudad, uno en la orilla del Don y el otro en Seaton Park, los dos a un paso del río que atravesaba la zona norte de la ciudad.

—¿Y si no fuera el mismo hombre? —dijo en voz alta.

Insch dejó su montaña de informes y lo miró fijamente.

—¡Ni pensarlo! ¡Con un hijo de puto psicópata que se dedica a raptar críos ya tenemos suficiente!

La puerta volvió a abrirse y Logan tembló. Otra agente con la nariz roja entró a tropezones y pidió una taza de algo caliente. Logan volvió a la lista de pervertidos, violadores y pederastas. Había dos delincuentes registrados en Ferryhill, el barrio que daba directamente a Duthie Park, pero los dos habían sido condenados por violar a mujeres de veintitantos años. Dudaba que fueran los mismos que hubieran secuestrado, asesinado y luego abusado de unos niños de cuatro años, pero mandó un par de coches patrulla a sus casas. Por si acaso.

Todos los informes que llegaban de los equipos de búsqueda eran negativos. Insch había abandonado toda esperanza de encontrar a Jamie McCreath en los Jardines de Invierno y había ordenado a todos los efectivos a peinar el parque.

Los ojos de Logan se posaron en un nombre harto familiar y se detuvo. Douglas MacDuff: Doug el Desesperado. No figuraba entre los delincuentes sexuales registrados, pero aparecía en la lista como sospechoso de unas violaciones cometidas hacía unos veinte años. Si reconocía el resto de los nombres, era porque la semana anterior ya había repasado la misma lista, buscando sospechosos que pudieran haberse llevado al pequeño David Reid, o a Peter Lumley.

Le estaba cogiendo dolor de cabeza justo detrás de los ojos. Eso le pasaba por estar sentado en medio de una perpetua corriente de aire con el cuerpo doblado encima del maldito portátil. Sin conseguir nada. Le costaba creer que solo estuvieran a miércoles. Hacía once días que había vuelto al trabajo. Once días sin descanso. A la mierda la directiva del tiempo de trabajo. Gruñó y se frotó el caballete de la nariz, intentando disipar el dolor que se iba intensificando por momentos.

Cuando abrió los ojos, se fijó en otro nombre familiar: Martin Strichen, Howesbank Avenue número veinticinco. El hombre capaz de derribar a los abogados cabrones escurridizos de un puñetazo. Y encima, Sandy el Serpiente había tenido los cojones de afirmar que si Cleaver había salido sin cargos, era por culpa de la policía… Se le asomó una pequeña sonrisa, recordando el momento del impacto. ¡Pum! En toda la napia.

Insch dejó de leer el informe de la agente congelada.

—¿Dónde está la gracia? —preguntó, dejando muy claro por su expresión que la situación no daba precisamente para bromitas.

—Lo siento, señor. Es que me ha venido a la cabeza el momento en que el chaval aquel le partió la nariz a Sandy el Serpiente.

A Insch se le compuso el semblante. Tal vez sí que hubiera motivos para sonreír, después de todo.

—¡Zas! —exclamó, incrustando el puño gordo de una mano en la palma de la otra—. Ahora lo tengo en vídeo. A ver si consigo que alguien me lo grabe en CD para ponerlo de salvapantallas en el ordenador. ¡Pum!

Logan sonrió y volvió a mirar la pantalla del portátil. Todavía le quedaban un montón de nombres en la lista. Diez minutos después estaba de pie delante de un plano laminado a gran escala de Aberdeen que habían colgado en la pared del fondo del centro móvil de coordinación. Estaba marcado con tinta roja y azul, igual que el plano que colgaba en la sala de la jefatura: rojo para los puntos donde habían desaparecido los niños, azul para señalar dónde habían encontrado los cadáveres. La única diferencia era que ahora también había un círculo rojo alrededor de Duthie Park.

—¿Entonces? —preguntó Insch cuando Logan ya llevaba cinco minutos inmóvil, escrutando el plano.

—¿Cómo? Nada. Estaba intentando establecer una conexión entre los parques. Peter Lumley apareció en el Seaton Park, Jamie McCreath ha sido secuestrado aquí en Duthie Park…

Logan cogió un rotulador de color azul y se golpeó suavemente los dientes.

—¿Y? —quiso saber Insch, no sin cierta impaciencia.

—Que David Reid no cuadra.

Con un gruñido amenazador casi imperceptible, Insch preguntó a Logan de qué demonios estaba hablando.

—Bueno —dijo Logan, señalando el mapa con el rotulador—, a David Reid se le vio por última vez en las salas de juegos recreativos que dan a la playa. Lo abandonaron al lado del río cerca del Puente de Don. Nada de parques.

—¡Ya hemos repasado todo esto! —espetó Insch con el entrecejo fruncido.

—Sí, pero entonces solo habían desaparecido dos críos. Quizá no fuera suficiente para definir un patrón.

De repente se abrió la puerta, dejando pasar una ráfaga helada seguida de la agente Watson. La cerró de un golpe y dio unos pisotones, creando una ventisca en miniatura sobre el linóleo.

—¡Dios! ¡Qué frío hace allá fuera! —tiritó, la nariz como una cereza, las mejillas como manzanas y los labios reducidos a dos finas tiras de color púrpura.

Insch apartó la vista de Logan, la dirigió hacia Watson y volvió a mirar fijamente a Logan. Ajena al enojo de Insch, Watson se acercó al hervidor y lo rodeó con las manos enguantadas para absorber todo el calor que podía.

—Tiene que haber algo —insistió Logan, estudiando el plano y dándose unos cuantos golpecitos más en los dientes con el rotulador azul—. Algo que no estamos viendo. Un motivo por el cual el chaval no encaja —suspiró, y calló durante unos instantes—. O tal vez no sea diferente de los otros dos. ¿Y si todos estos sitios tuvieran algo en común?

A Insch se le llenaron los ojos de esperanza.

—¿Qué?

Logan se encogió de hombros.

—Ni idea. Sé que hay algo, pero no sé exactamente qué es.

Fue la gota que hizo estallar al inspector. Dio un golpe con el puño encima del escritorio, haciendo saltar las montañas de papeles, y exigió saber a qué coño se creía que estaba jugando. Había desaparecido otro chaval y lo único que se le ocurría era inventarse unos putos jueguecitos de mierda. Tenía el rostro del mismo color que una remolacha e iba escupiendo pequeñas gotas de saliva que volaban bajo la luz fluorescente mientras descargaba contra el primer blanco que se le había presentado desde el secuestro del pequeño Jamie McCreath.

—Esto… —susurró Watson, aprovechando que Insch se había parado a recobrar el aliento.

El inspector le dirigió una mirada tan torva que la agente dio un paso hacia atrás, estrechando el hervidor contra el pecho como si fuera un escudo.

—¿Qué? —rugió Insch.

—¿Que el mantenimiento de todos estos sitios corre a cargo del ayuntamiento? —sugirió, sacando las palabras lo más rápidamente que podía.

Logan volvió a mirar el plano. Tenía razón. El departamento de parques y jardines del ayuntamiento se ocupaba del mantenimiento de todos los puntos marcados en el plano. Al lado de la casa de los Lumley había una extensión considerable de terreno y la playa, donde habían raptado a David Reid, también era de dominio público. Lo mismo pasaba con la orilla donde habían encontrado el cadáver.

Por fin se le encendió la bombilla.

—Martin Strichen —afirmó, señalando la pantalla del ordenador—. Aparece en la lista de delincuentes sexuales. Siempre le dan trabajo comunitario con el departamento de parques y jardines —dijo, tocando el plano con el dedo y emborronando el círculo azul que había dibujado alrededor de Seaton Park—. ¡Por eso sabía que nadie iba a utilizar esos lavabos hasta la primavera!

Watson negó con la cabeza.

—Lo siento, señor, pero a Strichen lo condenaron por masturbarse en un vestuario de mujeres, no por meterles mano a unos niños pequeños.

Insch asintió pero Logan no pensaba dejarse disuadir tan fácilmente.

—En una piscina, ¿verdad? ¿Y qué se llevan las madres a las piscinas? ¡A sus hijos! ¡Los críos son demasiado pequeños para dejarlos solos en el vestuario de hombres y las madres tienen que llevárselos con ellas! Niñas pequeñas desnudas y…

—… niños pequeños desnudos —concluyó Insch—. ¡Hijo de la gran puta! Quiero que lo busquen y que lo detengan ahora mismo. ¡Quiero ese Strichen y lo quiero ya!

Fueron todo luces y sirenas desde Duthie Park hasta Middlefield. Solo las apagaron cuando estuvieron lo bastante cerca de la casa de Martin Strichen para que los oyera. No querían ahuyentarlo.

El número veinticinco de Howesbank Avenue era una casa semiadosada en una hilera de casas idénticas cerca del principio de una calle larga en el extremo noroeste de Middlefield. No había nada detrás de los edificios revestidos de caliza y guijarros blancos salvo un pequeño cinturón de campos cubiertos de maleza que daban a las canteras de granito abandonadas. Más allá había el descenso empinado hasta Bucksburn con sus papeleras y su fábrica de pollos.

El viento soplaba con fuerza por detrás de las casas, levantando de la tierra helada una nueva cortina de nieve que se mezcló con los copos frescos que caían del cielo, creando una capa de lo que parecía algodón hidrófilo reluciente en los muros exteriores. Los árboles de Navidad brillaban y parpadeaban al otro lado de las ventanas oscuras, un ejército de Papás Noël alegres pegados a los vidrios. En algunas casas, los vecinos habían intentado emular las ventanas emplomadas de antaño con cinta aislante negra y nieve en aerosol. Precioso.

Watson aparcó el coche a la vuelta de la esquina de la casa, fuera de la vista de los habitantes.

Insch, Watson, Logan y un agente uniformado a quien, en su mente, Logan seguía llamando el hijo de puta de Simon Rennie se bajaron del coche y se hundieron en la nieve. El fiscal había tardado exactamente tres minutos en aprobar una orden de detención para Martin Strichen.

—Bien —dijo Insch, mirando la casa. Era la única en toda la calle que no lucía un árbol de Navidad resplandeciente en la ventana de la planta baja—. Watson, Rennie: colóquense detrás de la casa. Llámenme cuando estén en posición —dijo, levantando el teléfono móvil—. Nosotros entraremos por la puerta de delante.

Desafiando el viento gélido y feroz, el contingente uniformado dio la vuelta a la hilera de casas y desapareció de vista.

Insch miró a Logan de arriba abajo.

—¿Va a poder con esto? —preguntó.

—¿Señor?

—Si las cosas se ponen feas, ¿va a poder? ¿Ahora no irá a palmarla delante de mis narices?

Logan negó con la cabeza, notando como el viento glacial le azotaba las puntas de las orejas.

—No se preocupe por mí, señor —lo tranquilizó, creando una nube de vaho que se esfumó en el acto—. Me esconderé detrás de usted.

—De acuerdo —dijo Insch con una sonrisa—, pero asegúrese de que no vaya a caerle encima.

El teléfono móvil del inspector sonó discretamente en su bolsillo. Watson y Rennie estaban posicionados.

La puerta del número veinticinco no había visto una nueva capa de pintura desde hacía años. Por debajo de las escamas azules que quedaban se asomaba una madera gris e hinchada llena de escarcha. Un par de cristales ondulados revelaban un vestíbulo oscuro.

Insch llamó al timbre. Treinta segundos después volvió a probar. Y otra vez.

—¡Ya va! ¡Ya va! ¡Un momento, joder!

La voz salió del interior de la casa pequeña, seguida de una luz creciente que se filtró a través de los cristales.

Una sombra apareció en el vestíbulo y con ella, una sarta de palabrotas masculladas, aunque perfectamente perceptibles.

—¿Quién es?

Era una mujer. Su voz, áspera de demasiados años de alcohol y cigarrillos, tenía el mismo tono caluroso que el ladrido de un Rottweiler rabioso.

—Policía.

Hubo un silencio.

—¿En qué coño se ha metido ahora ese desgraciado de mi hijo?

La puerta permaneció cerrada.

—Abra la puerta, por favor.

—No está aquí.

Una mancha escarlata empezó a subir por el cuello de Insch.

—¡Haga el favor de abrir la maldita puerta!

Un ruido metálico sordo, un tintineo y un crujido. La puerta se abrió unos centímetros. El rostro que se asomó era duro y arrugado. De una de las comisuras de los labios delgados y torcidos colgaba un cigarrillo.

—Ya os lo he dicho: no está aquí. Volved más tarde.

Insch no estaba para hostias. Se irguió cuan alto era, apoyó su considerable peso en la puerta y empujó. La mujer al otro lado se tambaleó hacia atrás e Insch pasó el umbral y entró en el pequeño vestíbulo.

—¡No puedes entrar aquí sin una orden! ¡Yo también tengo mis derechos!

Insch movió la cabeza con gesto de desprecio y pasó por su lado, irrumpió en la cocina sombría y abrió la puerta de atrás. Watson y Rennie entraron del jardín, trayendo consigo una ráfaga de nieve.

—¿Nombre? —preguntó Insch, señalando a la mujer indignada con el dedo.

Iba vestida como si esperara la llegada de la siguiente edad de hielo: un grueso jersey de lana, una gruesa falda de lana, calcetines gordos de lana, unas enormes zapatillas afelpadas y, para rematarlo todo, una chaqueta extra grande de color marrón estiércol. Llevaba un peinado que seguramente no había vuelto a retocar desde que salió de la peluquería en los años cincuenta: unos rizos grasientos y brillantes pegados a la cabeza con clips y una redecilla de color beige.

Cruzó los brazos, levantando sus pechos caídos.

—¿Tienes una orden o no?

—La gente mira demasiado la puta televisión —masculló Insch, sacando la orden de detención y poniéndosela delante de la cara—. ¿Dónde está?

—Ni puta idea —espetó, retrocediendo insegura hacia la sala lúgubre—. ¡No soy su guarda!

El inspector dio un paso hacia delante. Tenía la cara encendida y las venas del cuello a punto de reventar. La mujer se estremeció.

La voz de Logan cortó la tensión:

—¿Cuándo lo vio por última vez?

La señora Strichen se volvió hacia él.

—Esta mañana. Salió a hacer sus putos trabajos comunitarios. El desgraciado siempre está con sus trabajos comunitarios. Eso le pasa por ser un pervertido de mierda. Ya me diréis qué coño de trabajo le van a dar si se pasa el día pelándose en los vestuarios de las piscinas.

—Muy bien —interrumpió Insch—. ¿Hoy dónde le tocaba trabajar?

—¿Y yo qué sé? El muy desgraciado los llama por la mañana y le dicen dónde tiene que ir.

—¿A quién llama?

—¡Al ayuntamiento! —espetó con rabia—. ¿Dónde quieres que llame, joder? El número está en la mesita del teléfono.

Insch se dirigió a la mesa auxiliar del tamaño de un pañuelito. Encima había un teléfono portátil mugriento y una libreta pequeña que rezaba «recados». Clavada en la madera de efecto caoba al lado de la base del teléfono había una carta que ostentaba el emblema del Ayuntamiento de Aberdeen: tres torres rodeadas de lo que parecía alambre de púas encima de un escudo sostenido por dos leopardos rampantes. Muy regio. Era la notificación de los trabajos comunitarios de Martin Strichen con el departamento de parques y jardines. Logan extrajo el móvil del bolsillo, marcó el número de teléfono y habló con el tipo encargado de organizar el horario de Strichen.

—¿Quiere adivinarlo? —dijo Logan a Insch cuando hubo colgado.

—¿Duthie Park? —aventuró Insch.

—Bingo.

Mientras los agentes Rennie y Watson fueron a registrar la casa, Insch y Logan extrajeron los detalles del coche de Martin de su madre. Watson volvió al cabo de un rato con la expresión adusta, sujetando una bolsa de pruebas transparente que contenía una podadera.

Cuando la señora Strichen se enteró de lo que había hecho su hijo, se mostró más que dispuesta a ayudar a la policía a encerrarlo de por vida. Se lo merecía, aseveró. Nunca había valido para nada. Ojalá lo hubiera estrangulado nada más nacer o mejor aún, se hubiera apuñalado el vientre con una percha cuando estaba embarazada. Dios sabía que había ingerido bastante ginebra y güisqui para matarlo mientras estuvo embarazada.

—De acuerdo —dijo Insch cuando la mujer subió al cuarto de baño en el piso superior—. Es muy poco probable que Martin vuelva a los tiernos brazos de su encantadora madre, y menos cuando divulguemos su nombre y su descripción a los medios de comunicación. Pero nunca se sabe. Watson, Rennie, quiero que permanezcan aquí con la Bruja Malvada de Middlefield. Manténganse bien alejados de las ventanas: no quiero que nadie se percate de su presencia. Y si su hijito aparece por casa, hagan venir más efectivos. No se enfrenten con él a no ser que sea seguro.

Watson lo miró con incredulidad.

—¡Por favor, inspector! ¡Martin no va a volver a casa! No me deje aquí. Con el agente Rennie hay más que suficiente para vigilar la casa.

Rennie puso los ojos en blanco y resopló.

—¡Muchas gracias!

Watson frunció el ceño.

—Ya sabes qué quiero decir. Señor, podría ayudarles, podría…

Insch la cortó en seco.

—Escúcheme bien, agente. Es una de las agentes más valiosas que tengo en mi equipo. Sus habilidades profesionales me merecen un enorme respeto. Lo que no tengo es tiempo para masajearle el puto ego. Permanecerá aquí y se hará cargo de lo que pueda pasar. Si a Strichen le da por pasar por casa, necesito que haya alguien aquí capaz de dejarlo fuera de combate, ¿entendido?

El agente Rennie volvió a mirarlo ofendido, pero tuvo la prudencia de no abrir la boca.

El inspector se abrochó el abrigo.

—Vamos, Logan. Usted se viene conmigo.

Y con eso, se marcharon. Jackie miró cómo se cerraba la puerta detrás de ellos con el entrecejo fruncido.

El hijo de puta de Simon Rennie se le acercó furtivamente.

—Oh, Jackie —dijo, fingiendo un acento americano quejumbroso—. Tú que eres tan grande y tan especial. ¿Me protegerás si vuelve ese hombre malo?

Para terminar, Rennie le hizo ojitos.

—Joder, macho. Mira que llegas a ser gilipollas a veces.

Watson dio media vuelta y entró echando pestes en la cocina para prepararse una taza de té.

El agente Rennie sonrió desde el vestíbulo y la siguió como un perrito, gritando:

—¡No me dejes! ¡No me dejes solo!

De vuelta al coche patrulla, Logan encendió el radiador y esperó a que se desempañara el parabrisas.

—¿Está seguro de esto? —le preguntó al inspector, que había descubierto un paquete abierto de gominolas en el abrigo y estaba centrado en la tarea de quitarle la pelusa y la porquería que se le había acumulado en el fondo del bolsillo.

—¿Eh?

Insch se metió una gominola de color rojo en la boca y le pasó el paquete a Logan. La siguiente era verde y carecía de pelusa, por suerte.

—Bueno, me refiero a si vuelve —explicó Logan, sacando el caramelo y llevándoselo a la boca.

Insch se encogió de hombros.

—Hombre, no la llaman la «rompecojones» por nada. Si ahora coloco un ejército de uniformes por la zona, Strichen se asustará. Tenemos que ser muy discretos. Voy a posicionar un par de coches camuflados aquí abajo. Si vuelve, lo verán, aunque lo más probable es que se lo haya llevado a alguno de sus escondrijos municipales. Y si resulta que es tan subnormal que se deja ver por aquí, dudo que le complique la vida a la agente Watson. Martin no tiene antecedentes por delitos violentos, es decir, delitos violentos de verdad.

—¡Si derribó a Sandy el Serpiente!

Insch asintió con la cabeza y sonrió con satisfacción.

—Sí. Bueno, al menos ha hecho algo bueno en su vida. De todas formas, a nosotros nos quedan muchos asuntos por resolver. ¡A la «Batcueva»!

Extendió una mano gorda y señaló hacia la jefatura Force. Logan arrancó y se metió en la ventisca, dejando atrás a Howesbank Avenue y a la agente Watson.