Logan y Watson volvieron refunfuñando al centro de seguridad, maldiciendo al diario y su decisión de pagarle un dineral a Gerald Cleaver a cambio de su historia. El joven del acné y el uniforme de color mierda estaba saliendo por la puerta como un cohete, enderezándose la gorra mientras corría.
—¿Pasa algo? —preguntó la agente Watson.
—¡Alguien ha robado unas chocolatinas de la tienda de regalos! —gritó el guardia.
Lo miraron mientras doblaba la esquina y desaparecía, agitando los codos y los pies y echando leches para llegar cuanto antes a la escena del crimen. Watson esbozó una sonrisa irónica.
—Emocionante, la vida de los «seguratas»…
Al mando de los monitores había otro guarda, un hombre corpulento de cincuenta y pocos años con las cejas pobladas y una calva que pretendía disimular cubriéndola con los cuatro pelos lacios que le quedaban. Tenía una botella de bebida isotónica en una mano y estaba completamente enfrascado en el diario de la mañana. «¡MATAN A PUÑALADAS AL ASESINO DE NIÑOS SOSPECHOSO!», aparecía a toda plana en la primera página. Cuando Logan le dijo por qué estaban allí, el tipo gruñó y señaló la pila de cintas etiquetadas.
Logan y Watson se instalaron delante de una de las consolas con reproductor de vídeo, y se pusieron a mirar detenidamente las cintas. El equipo de búsqueda que las había analizado la noche anterior les había facilitado mucho el trabajo, rebobinándolas a la hora en que había muerto Roadkill. Las estudiaron todas una a una mientras en el fondo, el guardia iba echándole tragos a su bebida y sorbiéndose los dientes.
Las figuras saltaban y daban sacudidas en la pantalla dado que entre cuadro y cuadro había un intervalo de tres o cuatro segundos. En realidad, la grabación parecía una película de animación experimental canadiense. A pesar de la poca nitidez de las imágenes, se distinguían más o menos claramente los rasgos de las personas a medida que iban acercándose a la cámara. Media hora después, Logan había reconocido un puñado de los centenares de rostros que se habían paseado por distintas partes del hospital: el médico que había atendido a Doug el Desesperado; la enfermera que había tratado a Logan como si fuera un monstruo por haberle dado una paliza a un anciano; el cirujano que hacía un año había pasado siete horas cosiéndole las tripas; el agente que tenía que estar vigilando al sicario vejestorio; la doctora que había declarado la muerte de Roadkill la noche anterior; la señora Henderson, con su ojo morado, caminando con paso pesado por el pasillo vestida de calle: un polo de rugby, zapatillas de deporte, vaqueros y una pequeña bolsa de viaje colgada del hombro.
—¿Cuántas cintas quedan? —preguntó Logan cuando Watson se desperezó y bostezó ruidosamente.
—Lo siento, señor —dijo, recobrando la compostura—. Dos cintas de las salidas y ya está.
Logan introdujo la siguiente en el reproductor. Una entrada lateral. Los rostros de la gente pasaron volando, hablando y riéndose, algunos con la cabeza gacha para protegerse contra el viento gélido. Nada sospechoso. La última cinta mostraba la zona de recepción de urgencias. Al menos en ésta, las imágenes corrían a una velocidad normal, dispuestas a dar testimonio de los asiduos arranques de comportamiento antisocial que se producían después de una noche de empinar el codo sin descanso. Logan reconocía muchos de los rostros en esta cinta: los había arrestado a casi todos. Meadas en los portales, hurtos menores, vandalismo y lo demás. Uno de los tipos había sido detenido tras «pegarse un gustazo» con una botella de vino en los jardines de Union Terrace. Pero tampoco se veía nada fuera de lo común. Salvo la explosión repentina de dos borrachos que se acercaron tambaleándose a un gorila con el brazo vendado y se abalanzaron sobre él. Gritos, sillas volcadas, más sangre. Unas enfermeras se apresuraron a separarlos. Y entonces, por fin, un agente borroso que entraba como un rayo en la sala abarrotada y zanjó el tema con tres pulverizaciones generosas de gas lacrimógeno. A partir de ese momento, solo aparecían algunos de los protagonistas que gritaban y se retozaban por el suelo. Pero el asesino de Roadkill no aparecía por ningún lado.
Logan se recostó en la silla y se frotó los ojos. La hora de la cinta marcaba las diez y veinte. El agente del gas lacrimógeno se había quedado un ratito más para asegurarse de que todos estuvieran vivos. Las diez y veinticinco: el agente heroico acepta una taza de té antes de volver a su puesto de vigilia delante de la puerta de Roadkill. Las diez y media… Logan ya estaba hastiado de tanto vídeo. No iban a encontrar nada en las cintas.
Y entonces volvió a aparecer la señora Henderson. Sin embargo, ahora se veía con más claridad el ojo morado. Logan frunció el ceño y pulsó el botón de pausa.
—¿Qué ocurre? —preguntó Watson, mirando el cuadro con los ojos entrecerrados.
—¿Te has fijado en el detalle?
La agente confesó que no y Logan tocó la pantalla justo encima de donde estaba la enfermera, que todavía llevaba la bolsa de viaje.
—Se ha puesto el uniforme.
—¿Y qué?
—En la otra cinta, llevaba ropa de calle.
Watson se encogió de hombros.
—Pues será que se cambió.
—Pero no ha dejado la bolsa. Si se cambió, ¿por qué no dejó la bolsa en una taquilla?
—Quizá no tengan taquillas —sugirió Watson.
Logan preguntó al guardia de seguridad si había taquillas en los vestuarios de las enfermeras.
—Sí —repuso—, ¡pero si creéis que voy a enseñaros una cinta de los vestuarios de las enfermeras, lo tenéis claro, vamos!
—¡Se trata de la investigación de un asesinato!
—Me da lo mismo. No pienso mostraros películas de enfermeras desnudas.
Logan se erizó.
—Vamos a ver, cielo…
—No hay cámaras en los vestuarios —interrumpió con una sonrisa que resaltaba una dentadura postiza perfecta—. Ya las pedimos, ya, pero los mandamases no quisieron saber nada. No confiaban en que estuviéramos por la labor. Lástima. Me hubiese forrado con esas cintas…
El centro de administración del hospital era bastante más agradable que la zona que habitaban los enfermos. Aquí, el olor a antiséptico sobre linóleo reluciente había sido sustituido por alfombras y aire fresco. Logan se dirigió a una joven servicial con el pelo rubio platino y acento irlandés y la cameló para que le enseñara la lista de turnos de la noche anterior.
—Mira, aquí lo tienes —dijo la chica, señalando una pantalla repleta de números y fechas—. La enfermera Michelle Henderson… Anoche hizo doble turno. Acabó sobre las nueve y media.
—¿A las nueve y media? Gracias. Muchas gracias. Has sido muy amable.
La joven le sonrió, alegrándose de haber podido ayudarlo. Si había otra cosa que pudiera hacer por él, solo tenía que llamarla. Cuando quisiera. Incluso le dio una tarjeta de visita. Afortunadamente, Logan no se percató de la expresión en el rostro de la agente Watson cuando la aceptó.
—¿Y entonces? —exigió Watson mientras descendían en ascensor a la planta baja.
—Henderson terminó a las nueve y media. A las nueve y cincuenta sale en una de las cintas, cambiada y lista para irse a casa. A las diez y media vuelve a aparecer saliendo del edificio vestida de uniforme.
Watson abrió la boca, pero Logan continuó en tono triunfal, aunque adusto:
—Claro. Nosotros buscábamos a una persona ensangrentada. La señora Henderson se cambió y salió por la puerta como si no hubiera pasado nada.
Fueron a reclutar un par de agentes uniformados del equipo de búsqueda y Logan llamó a la jefatura. El inspector Insch estaba de un humor de perros cuando le pasaron la llamada: por la voz, Logan hubiera jurado que le estaban masajeando el culo con atizadores candentes.
—¿Se puede saber dónde se ha metido? —exigió, antes de que Logan pudiera saludarlo—. ¡Hace una hora que intento localizarlo!
—Todavía estoy en el hospital, señor. Todos los móviles tienen que estar apagados… —se defendió, aunque la verdad era que lo había apagado principalmente porque no quería recibir otra llamada de Colin Miller.
—¡Olvídese de eso! ¡Ha desaparecido otro crío!
A Logan se le cayó el alma a los pies.
—Oh, no…
—Sí. Quiero que venga a todo trapo a Duthie Park, los Jardines de Invierno. Estoy reuniendo a todos los equipos de búsqueda. Este puto tiempo va a empeorar y la nieve acabará borrando cualquier pista que haya. ¡Ahora mismo ésta es nuestra máxima prioridad!
—Señor, ahora salía hacia la casa de Michelle Henderson, la enfermera. A detenerla…
—¿Quién?
—La madre de Lorna Henderson. La niña que encontramos en casa de Roadkill. Anoche le tocó doble turno en el hospital. Ella culpa a Roadkill de la muerte de su hija y del fracaso de su matrimonio. Motivo y oportunidad. El fiscal me ha dado luz verde: detención y orden de registro.
Hubo un momento de silencio seguido de una conversación apagada mientras Insch le rompía los huevos a otro. Entonces se dirigió de nuevo a Logan:
—De acuerdo —dijo, aunque por el tono parecía que estuviera a punto de cascar al primero que se le pusiera delante—. Vaya a buscarla, métala en una celda y venga derecho hacia aquí. Roadkill ya está todo lo muerto que va a estar. Es posible que este niño aún esté vivo.
Logan y Watson estaban en lo alto de las escaleras de la entrada de la casa. Logan volvió a llamar al timbre. Por cuarta vez sonó la misma balada renacentista.
Watson, con la nariz y las mejillas rojas como un tomate y echando una nube de vaho, preguntó a Logan si quería que derribara la puerta de una patada. Detrás de ellos, los dos agentes uniformados que habían liberado del equipo de búsqueda del hospital asintieron con entusiasmo. Lo que fuera para salir del frío glacial.
Logan estaba a punto de decirle que sí cuando la puerta se abrió apenas unos centímetros y se asomó el rostro de Michelle Henderson. Estaba completamente desgreñada, como si un chimpancé hubiera anidado en su cabello durante la noche.
—¿En qué puedo ayudarles? —preguntó sin quitar la cadena de la puerta. Sus palabras apestaban a ginebra rancia.
—Abre, señora Henderson —ordenó Logan, mostrándole la placa—. Ya sabes quiénes somos. Necesitamos hablar contigo de lo que pasó anoche.
La mujer se mordió el labio y miró fijamente a los cuatro agentes, esperando en la nieve como cornejas negras.
—No —repuso—. No puedo. Tengo que prepararme para el trabajo.
Fue a cerrar la puerta pero la agente Watson ya había metido la bota por el hueco estrecho de la puerta.
—Abra la puerta o se la derribo de una patada.
La señora Henderson la miró asustada.
—¡No pueden hacer eso! —chilló, agarrando el cuello del albornoz.
Logan asintió con la cabeza, sacó un pequeño fajo de papeles del bolsillo interior del abrigo y dijo:
—Sí que podemos, pero no va a hacer ninguna falta. Abre la puerta.
Los dejó pasar.
Era como entrar en un horno. El pequeño piso de Michelle Henderson estaba mucho más ordenado que la última vez que habían ido a verla. No había ni mota de polvo, la alfombra estaba limpia e incluso había recogido todas las revistas Cosmopolitan, apilándolas cuidadosamente en la mesita de centro. Se sentó en uno de los sillones incómodos de color marrón, subiéndose las rodillas hasta la barbilla como una niña pequeña. El albornoz se le abrió por la parte de delante y cuando Logan se acomodó en el sofá, tuvo que esforzarse por no valerse de la vista.
—Ya sabes por qué hemos venido, ¿verdad, Michelle? —preguntó.
La mujer se negó a mirarlo a los ojos.
Logan dejó que creciera el silencio.
—Yo… tengo que prepararme para el trabajo —insistió la señora Henderson, aunque en lugar de levantarse, se abrazó las rodillas con más fuerza.
—¿Qué has hecho con el arma, Michelle?
—Es que si llego tarde, Margaret no puede marcharse. Tiene que ir a buscar a su hijo a la guardería. No puedo llegar tarde…
Logan hizo un gesto con la cabeza a los dos agentes, que salieron de la sala para echar un vistazo a la casa.
—Te manchaste la ropa de sangre, ¿verdad?
La mujer se estremeció pero permaneció callada.
—¿Lo habías planeado? —preguntó Logan—. ¿Para que pagara lo que le hizo a tu hija?
Silencio.
—Te hemos visto en las cintas del hospital.
La señora Henderson miró fijamente un punto en la alfombra que misteriosamente había conseguido eludir la aspiradora.
—¿Señor?
Logan alzó la mirada. Uno de los agentes estaba en la puerta con una pila de ropa blanqueada en las manos: unos vaqueros, una camiseta, una camisa de rugby, dos calcetines y unas zapatillas deportivas. El olor a lejía era inconfundible.
—Esta ropa estaba colgada encima de la estufa de la cocina. Todavía está húmeda.
—¿Señora Henderson?
Silencio. Logan suspiró.
—Michelle Henderson, quedas detenida por el asesinato de Bernard Duncan Philips.
Duthie Park daba a la orilla del río Dee y era una extensión de jardines muy bien cuidada con su estanque de patos, un quiosco de música y una falsa aguja de Cleopatra. Era uno de los lugares predilectos de las familias dado que los espacios abiertos y las hileras de árboles adultos ofrecían muchas posibilidades de juego a los niños. Incluso bajo la gruesa capa de nieve blanca y crujiente se distinguían señales de vida. Unos muñecos de nieve en varias fases de construcción salpicaban la explanada como megalitos: vigilantes silenciosos, dueños de su pequeño dominio.
Jamie McCreath, que iba a cumplir cuatro años dentro de quince días, el día de Nochebuena, había desaparecido. Había salido al parque con su madre, una mujer deshecha de unos veinticinco años que llevaba un gorro de lana con una borla dorada ridícula en la parte superior. Por debajo del gorro le caía suavemente el pelo largo de un color castaño rojizo similar a las hojas en otoño. Estaba sollozando en uno de los bancos de los Jardines de Invierno. A su lado, otra mujer aturdida que iba con un carrito en el que estaba sentado un crío pequeño hacía lo que podía por consolarla.
Los Jardines de Invierno: una estructura victoriana de acero blanco y toneladas de vidrio que protegía a los cactus y las palmeras de la nieve y el hielo del exterior. El interior bullía de actividad y de agentes uniformados que iban y venían sin parar.
Logan localizó a Insch de pie en un puente en forma de arco que cruzaba un estanque de color azul moteado lleno de peces de colores.
—¿Señor?
El inspector lo miró por encima del hombro. En contraste con sus rasgos redondos, el ceño fruncido le daba un aire obstinado e impotente.
—¿No podría haber tardado un poco más en llegar?
Logan optó por no morder el anzuelo.
—La señora Henderson no quiere hablar, pero hemos encontrado toda la ropa que llevaba, secándose en una estufa. La ha lavado con tanta lejía que me extraña que no se haya desintegrado.
—¿Y el Departamento de Investigación?
—Los he mandado a inspeccionar la lavadora y la cocina. Aquella ropa tenía que estar empapada de sangre. Seguro que encuentran las pruebas que necesitamos.
El inspector asintió con la cabeza, completamente absorto.
—Bueno, algo es algo —suspiró finalmente—. He recibido una llamada del comisario. Dice que éste es el último crío que va a desaparecer. Ahora mismo vienen hacia aquí cuatro de los mejores de Lothian and Borders.
Logan gimió. ¡Lo que faltaba!
—Sí —convino Insch—. Para enseñarnos a los pobres polis memos y provincianos cómo hacer las cosas como Dios manda.
—¿Qué ha pasado?
El inspector se encogió de hombros.
—Mucha publicidad. Pocos progresos.
—No. Me refería a aquí —aclaró, indicando la jungla verde que se extendía bajo los cristales a su alrededor—. ¿Qué ha pasado con el niño?
—Ah. Claro —reaccionó Insch, enderezándose y señalando hacia la entrada, oculta detrás de una mata gigantesca de selva tropical—. Madre e hijo entran en los Jardines de Invierno a las once cincuenta y cinco. A Jamie McCreath le gustan los pececillos pero los pájaros le dan miedo. Sí, y se ve que el puto cactus parlante también. Bueno, el caso es que entran, el crío se sienta en el borde del puente y mira cómo nadan los peces. La señora McCreath ve a una amiga y se acerca a saludarla. Pasan un rato charlando, unos quince minutos, calcula, y cuando se da cuenta Jamie ha desaparecido. Así que se pone a buscarlo.
Extendió su enorme mano y pasó los dedos por encima de los caminos que cruzaban y bordeaban el estanque.
—Ni rastro —continuó—. La mujer ha visto la tele y ha leído los diarios y se deja llevar por el pánico. Se pone a chillar como una loca. Su amiga coge el móvil y llama a la policía. Y aquí estamos —suspiró, dejando caer de nuevo la mano—. Aquí dentro tengo cuatro equipos de búsqueda revolviéndolo todo: cada arbusto, cada puente, cada almacén. Que no dejen piedra sin mover. Y he mandado dos equipos a buscar allá fuera…
Insch hizo un gesto con la cabeza hacia los cristales empañados, indicando el parque al otro lado.
—En cuanto lleguen los otros equipos, podrán echarles una mano.
Logan asintió con la cabeza.
—¿Y qué piensa?
Insch se inclinó lentamente hacia delante, apoyó los codos en la baranda del puente de madera y con la expresión cerrada, se quedó mirando los peces que nadaban lánguidamente en el agua a sus pies.
—Me encantaría pensar que se largó, aburrido, que está fuera haciendo un muñeco de nieve… Pero en el fondo… En el fondo creo que se lo ha llevado —suspiró de nuevo—. Y que va a matarlo.