Capítulo 33

Faltaba poco para la medianoche y el barrio de Hazlehead estaba oscuro y helado. La capa de nieve era más densa que en el centro de la ciudad y los árboles resaltaban como las manchas de un test de Rorschach. Las farolas arrojaban focos amarillentos de luz y los destellos azules del coche patrulla proyectaban sombras oscuras y retozonas. Casi todo el bloque de pisos estaba a oscuras, aunque de vez en cuando algún que otro movimiento de cortina delataba a los fisgones que se asomaban para ver qué buscaba la policía a esas horas de la noche.

La policía buscaba a Jim Lumley.

El piso de los Lumley no tenía nada que ver con el hogar que Logan había visto durante la última visita. Ahora era una pocilga. Había latas de cerveza barata vacías y recipientes de comida para llevar esparcidos por la moqueta. Todas las fotografías que habían revestido las paredes de la casa estaban colgadas en la sala de estar: un inmenso collage de la vida del pequeño Peter.

Jim Lumley no opuso ninguna resistencia cuando Insch llamó al timbre y luego entró en la casa como un torbellino con Logan y dos agentes uniformados a la zaga. Permaneció donde estaba, de pie, vestido con su mono roñoso, sin afeitar ni peinar y con el cabello rígido como un erizo electrocutado.

—Si buscan a Sheila, no está aquí —dijo, desplomándose en el sofá—. Se marchó hace dos días. A casa de su madre…

Arrancó una lata de cerveza del anillo de plástico y la abrió.

—No hemos venido a ver a Sheila, señor Lumley —dijo Insch—. Hemos venido a hablar con usted.

El hombre desmejorado asintió con la cabeza y echó un trago a la lata.

—Roadkill —conjeturó.

Ni siquiera se molestó en secarse el chorro de cerveza que le cayó por la barba de varios días.

—Sí, Roadkill —afirmó Logan, sentándose en el otro extremo del sofá—. Está muerto.

Jim Lumley asintió lentamente con la cabeza y miró fijamente la lata.

—¿Tiene algo que decir, señor Lumley?

El padrastro de Peter echó la cabeza hacia atrás y apuró lo que le quedaba de cerveza, dejando que la espuma le cayera por las comisuras de los labios hasta la parte de delante del mono mugriento.

—No gran cosa —repuso, encogiéndose de hombros—. Había salido a dar una vuelta, a ver si veía a Peter y me lo encontré de cara. Igual que en la foto que publicaron en el periódico. Delante de mis narices.

Cogió otra lata de cerveza pero Insch se la confiscó antes de que pudiera abrirla.

El inspector mandó a los agentes a registrar la casa en busca del arma homicida.

Lumley cogió un cojín del sofá y se lo estrechó contra el pecho como si fuera una bolsa de agua caliente.

—Y lo seguí. Hasta el bosque.

—¿Hasta el bosque? —repitió Logan.

Esto no era para nada lo que esperaba pero Insch le lanzó una mirada de advertencia antes de que pudiera continuar.

—El tío estaba paseándose como si no hubiera pasado nada. ¡Como si Peter no estuviera muerto! —gritó Lumley, enrojeciéndose, un color carmesí que le subió desde el cuello sucio del mono—. Entonces lo agarré… No sé… Yo… Yo… solo quería decirle cuatro cosas. Hacerle saber qué pensaba de él.

Se mordió el labio inferior y se quedó mirando las puntadas que mantenían unido el cojín.

—Se puso a chillar y le di. Quería que parara. Pero no pude parar. Le pegué una y otra vez…

Joder, pensó Logan. Ellos que creían que lo habían atacado entre varios y resultaba que había sido obra de un solo hombre.

—Y entonces… entonces se puso a nevar otra vez. Hacía frío. Me limpié la sangre de las manos y volví a casa —susurró, encogiéndose de hombros—. Cuando le conté a Sheila lo que había pasado, hizo la maleta y se largó.

Se le escapó una lágrima que le corrió por la mejilla, dejando una estela de piel limpia a su paso. Se sorbió la nariz e intentó sacarle otro trago a la lata vacía.

—Soy un monstruo. Como él —concluyó, mirando el interior oscuro de la lata—. O sea que ha muerto, ¿no?

Lumley aplastó la lata con una mano.

Insch y Logan fruncieron el ceño a la vez.

—Hombre, pues claro que está muerto —dijo Insch—. Alguien lo ha convertido en un puto colador.

Una sonrisa amarga torció el gesto de la cara manchada de lágrimas de Lumley.

—¡Pues a buena puta hora!

En la calle, unos delicados copos blancos caían lentamente del cielo de color naranja oscuro. Nubes grises iluminadas desde abajo por las farolas de la ciudad. Logan e Insch observaron cómo los agentes metían a Lumley en la parte trasera de un coche patrulla y se lo llevaban.

—En fin —dijo el inspector, echando una bocanada de aire que se transformó en una enorme nube blanca—. El hombre equivocado. El motivo perfecto. Un cincuenta por ciento.

Ofreció una bolsa abierta de gominolas efervescentes en forma de botellas de Cola a Logan.

—¿No? Bueno —suspiró, sirviéndose un puñado y comiéndoselas de una en una mientras se dirigían al Range Rover embarrado.

—¿Cree que van a trincarlo? —preguntó Logan cuando Insch puso en marcha el motor y encendió la calefacción a tope.

—Sí. Me imagino que sí. Lástima que no lo hubiera apuñalado también. Todo bien atado.

—¿Volvemos al hospital? —preguntó Logan.

—¿Al hospital?

Insch comprobó la hora en el salpicadero.

—¡Si es casi la una! ¡Me va a degollar! —dijo, refiriéndose a su esposa, una mujer cuya naturaleza generosa no se extendía a lo de volver a casa a las tantas—. He mandado a unos uniformes a tomar declaraciones. Ya les echaremos un vistazo por la mañana. Además, la mitad de la plantilla estará durmiendo.

Insch lo acompañó hasta casa. Logan miró como el coche de Insch se alejaba cuidadosamente, haciendo crujir la nieve bajo los neumáticos. En cuanto desapareció, abrió la puerta. La luz roja del contestador parpadeaba frenética. Durante un breve instante, Logan creyó que quizá fuera un mensaje de la agente Jackie Watson pero cuando apretó el botón de reproducción, le habló la voz de Miller. Se había enterado de que habían apuñalado a Roadkill y quería que le pusiera al corriente. Es decir, una exclusiva.

Logan gruñó, pulsó el botón de borrar, y se arrastró hasta la cama.

El miércoles empezó con mal pie, una cojera que iba a durar casi todo el maldito día. Recién salido de la ducha, Logan no consiguió llegar al teléfono antes de que saltara el contestador. Otra llamada de Miller pidiéndole que levantara la liebre. Logan no se molestó en interrumpirlo y dejó que siguiera parloteando solo mientras se preparaba una taza de té y unas tostadas en la cocina.

Antes de salir de casa, se detuvo durante el tiempo necesario para borrar el mensaje de Miller sin tener que escucharlo. Algo le hacía sospechar que no iba a ser la última llamada que recibiera hoy del periodista.

La sesión informativa de la mañana no brilló precisamente por su vitalidad. Entre bostezo y bostezo, Insch repasó los acontecimientos de la noche anterior, tanto el del hospital como lo que había ocurrido en la sala de interrogatorios número tres. El orden del día: salir a llamar de puerta en puerta. Otra vez.

Logan se rezagó al final de la reunión, compartiendo una sonrisa fugaz con la agente Watson cuando salía dispuesta a sacar respuestas a los médicos, enfermeras y pacientes del hospital. Logan todavía le debía una copa.

Insch estaba en su habitual posición en el borde del escritorio con una nalga apoyada en la encimera mientras hurgaba en los bolsillos del traje en busca de algo dulce.

—Juraría que tenía unos caramelos de frutas… —masculló cuando Logan se acercó a él para averiguar cuál era el plan de la mañana.

En vista de que no iba a haber suerte con el tema de las golosinas, el inspector le dijo que lo organizara para que llevaran a Cameron Anderson a una de las salas de interrogatorios. Y que lo dejaran solo.

—La misma táctica de siempre. Que lo vigile un agente fornido desde un rincón, uno que tenga cara de muy pocos amigos. A ver si se le contrae el esfínter antes de que lleguemos nosotros.

Cuando entraron por la puerta a las nueve, Cameron Anderson ya llevaba casi una hora esperando en la sala asfixiante bajo la mirada hostil de un agente que no inspiraba ninguna confianza. Tal y como había pronosticado Insch, estaba retorciéndose en la silla.

—Señor Anderson —empezó Insch con cero amabilidad cuando se hubieran sentado a iniciar el interrogatorio—. ¡Cuánto me alegro de que nos hayas hecho un hueco en tu apretadísima agenda!

Cameron parecía aterrorizado y agotado, como si se hubiera pasado toda la noche llorando.

—Deduzco que habrás tenido el tiempo suficiente para fraguar otra interpretación milagrosa que justifique lo sucedido aquella noche —dijo Insch, quitando el envoltorio de un caramelo efervescente de frutas—. ¿Fueron los extraterrestres?

Las manos de Cameron temblaban encima de la mesa. Cuando contestó, la voz le salió frágil, queda y más nerviosa incluso que las manos.

—Yo ya había cumplido diez años cuando Geordie y yo nos conocimos por primera vez. Su madre murió de cáncer de mama y se vino a vivir con nosotros. Era mayor… —dijo Cameron, bajando tanto la voz que Logan tuvo que pedirle que hablara más alto para que se le oyera en la cinta—. Hizo cosas muy malas. Me…

Una lágrima solitaria le corrió por la mejilla. Cameron se mordió el labio y les habló de su hermano.

Geordie había subido de Edimburgo hacía tres semanas. Por lo visto, tenía que resolver unos asuntos para su jefe. Algo que ver con permisos de obras. Pero se dedicó a gastar a troche y moche toda la pasta de Malk el Cuchillo. En apuestas. Sin embargo, no ganó ninguna. Entonces lo del urbanista fracasó. De todas maneras, ya no quedaba nada del dinero del soborno así que probó con amenazas y tuvo que poner pies en polvorosa, a toda mecha.

—Empujó al urbanista bajo las ruedas de un autobús —dijo Insch—. Está ingresado en el Aberdeen Royal Infirmary con la pelvis y el cráneo destrozados. Morirá.

Cameron siguió con su historia sin mirarlo:

—Una semana después Geordie volvió a llamar a mi puerta. Dijo que su jefe quería saber qué había pasado con la guita. No la tenía y no paraban de venir corredores a mi casa buscándolo. Se lo llevaron. Cuando volvió al día siguiente, meaba sangre —dijo, estremeciéndose y con los ojos llorosos—. Pero Geordie tenía un plan. Se ve que alguien buscaba algo especial, algo que él podía conseguir.

Logan acercó la silla a la mesa. Eso era lo que le había dicho Miller. Que alguien buscaba «ganado».

—Tardó un par de días en volver. Llevaba una maleta enorme y dentro llevaba una niña. Estaba drogada. Él… él decía que era la solución a nuestros problemas. Tenía intención de venderla a un tipo a un precio que saldaría sus deudas con esa carroña y que le permitiría devolverle el dinero del soborno a su jefe. Me aseguró que nadie iba a echarla en falta.

—¿Cómo se llamaba? —preguntó Logan fríamente a pesar del calor sofocante que hacía en la sala.

Cameron se encogió de hombros. Las lágrimas empezaron a caerle por el rostro y se le formó una gota en la punta de la nariz.

—No… no lo sé. No era de aquí. Creo que venía de Rusia, o algo así. Su madre trabajaba de puta en Edimburgo. Una de las importadas. Pero se mató de una sobredosis. La niña estaba, bueno, se subía por las paredes —siguió, sorbiéndose la nariz—. Geordie se hizo con ella antes de que viniera alguien a reclamarla.

—¿O sea que tú y tu hermano ibais a vender a una niña de cuatro años a un puto cabrón depravado?

Insch no pudo disimular el tono de amenaza en la voz. Tenía las mejillas coloradas y sus ojos brillaban como diamantes negros.

—¡Yo no tuve nada que ver! ¡La idea fue suya! Todas las ideas siempre fueron suyas…

Insch lo miró con desprecio, pero dejó que continuara:

—No hablaba inglés y Geordie le enseñó a decir unas cuantas frases —balbuceó, escondiendo la cara entre las manos temblorosas—. Bueno, en realidad eran guarradas. Ella no sabía qué querían decir.

—De modo que abusasteis de ella. Le enseñasteis a decir: «fóllame el culo» y luego la obligasteis a cumplir.

—¡No! ¡No! ¡No pudimos! —saltó, ruborizándose—. Geordie dijo que tenía que ser… pues que tenía que ser virgen.

Logan hizo una mueca de asco.

—O sea que la obligaste a chuparte la polla.

—¡Fue idea de Geordie! ¡Él me obligó a hacerlo! —gritó Cameron, llorando a sollozo vivo—. Solo lo hice una vez. El día que vino el viejo. Le estaba metiendo una paliza a Geordie y quise pararlo. Entonces entró la niña y empezó a decirle las cosas que le había enseñado Geordie. Se agarró al viejo pero él la apartó y se cayó. Se dio un golpe en la cabeza y murió —explicó, mirando de modo suplicante a los ojos gélidos de Insch—. ¡Ese tipo me dijo que iba a matar a Geordie y que luego iba a volver a por mí!

Cameron se secó los ojos con la manga, pero las lágrimas seguían brotando sin parar.

—¡Tenía que deshacerme de ella! Estaba tendida al lado de la chimenea, desnuda y muerta. Intenté despedazarla pero no pude. Fue… fue. —Se estremeció de nuevo, frotándose los ojos—. Entonces la envolví en cinta de embalar y le llené la boca de lejía para… bueno… para limpiársela.

—Y entonces saliste a buscar una bolsa de basura donde meterla.

Cameron asintió con la cabeza. Una lágrima brillante cayó de su nariz a la mesa entre sus manos trémulas.

—Y luego la tiraste a la basura.

—Sí… Lo siento. Lo siento mucho…

Después de prestar declaración, después de confesar que había abusado sexualmente de una niña de cuatro años, llevaron a Cameron Anderson a su celda. Al día siguiente iba a comparecer ante el tribunal. Nadie lo celebró. Con todo lo que habían oído, no les apetecía.

Logan volvió a su pequeño centro de coordinación, suspiró y descolgó la foto de la niña de la pared. Se sentía vacío por dentro. A pesar de haber pillado al hombre que había abusado de ella y que se había deshecho de su cadáver como si fuera un residuo doméstico, se sentía sucio solo por el hecho de haber estado en la misma sala que él. Y se avergonzaba de su propia humanidad.

Insch se acomodó en el borde del escritorio y ayudó a Logan a recoger la pila de declaraciones.

—¿Cree que algún día sabremos quién era? —preguntó el inspector.

Logan se frotó el rostro con las manos, raspando los pelos de su incipiente barba.

—Lo dudo —repuso.

—De todas maneras —dijo Insch, guardando los papeles en el archivo del caso y dando un bostezo expansivo—, con lo que tenemos entre manos, yo diría que ya hay más que suficiente.

Roadkill.

Fueron a pedir un coche del parque móvil del Departamento de Investigación Criminal y se dirigieron al hospital, con la agente Watson al volante.

Aberdeen Royal Infirmary estaba mucho más concurrido que la noche anterior. Llegaron justo a tiempo para presenciar cómo servían el almuerzo a los pacientes: algo inidentificable con patatas y col, todo hervido.

—Recuérdeme que vaya por lo privado —dijo Insch al pasar al lado de una enfermera con un carro que echaba vapor y que apestaba a col.

Buscaron una sala comunal vacía y reunieron a todos los agentes que habían estado interrogando al personal y a los pacientes para que los pusieran al día. De momento aún no habían conseguido ningún resultado pero los escucharon uno por uno de todas maneras y les dieron las gracias por el esfuerzo. Nadie había visto ni oído nada. Incluso habían repasado las cintas de vídeo y no había rastro de un asesino ensangrentado huyendo en la oscuridad.

El inspector soltó algo parecido a un discurso conmovedor y mandó a todos a seguir con la labor. Salvo Logan y Watson.

—Ustedes dos, vayan a echar una mano también —ordenó Insch, empezando a hurgar de modo característico en los bolsillos del traje—. Voy a hablar con la doctora que nos atendió anoche.

Salió lentamente de la sala, sin dejar de buscar uno de sus escurridizos caramelos.

—Bien —dijo la agente Watson con voz eficiente—. ¿Por dónde empezamos?

Logan pensó en las piernas de su colega, en el día que las había visto en la cocina asomándose por debajo de su camiseta.

—A ver —empezó, dándose cuenta de que ahora no era el momento ni el lugar—. ¿Qué te parece si vamos a echarle un vistazo a las cintas de vídeo? Comprobar que no se les haya escapado nada.

—Tú mandas —repuso Watson, haciéndole un saludo desenfadado.

Logan intentó centrarse en la tarea mientras recorrían los pasillos del hospital camino al centro de seguridad. Sin embargo, no había forma.

—Por cierto —dijo, armándose finalmente de valor cuando llegaron al ascensor—, todavía te debo una copa de la otra noche.

Watson asintió.

—No me había olvidado, señor.

—Bien —manifestó Logan, pulsando el botón del ascensor y procurando parecer relajado mientras se apoyaba en la barra que recorría el interior de la caja—. ¿Cómo lo tienes esta noche?

—¿Esta noche?

Logan notó como la sangre le subía a las mejillas.

—Bueno, si estás liada, no pasa nada. Otro día, quizá…

Imbécil.

El ascensor tembló y se detuvo. La agente Watson sonrió.

—Esta noche me va bien.

Logan estaba demasiado contento para pensar en otra cosa hasta que llegaron al centro de seguridad. Era una sala compacta: una mesa larga y negra delante de una pared llena de monitores. Se oía el zumbido suave del equipo de videocámaras que grababan todo lo que pasaba en el hospital. Y en medio de todo, un joven teñido de rubio platino con manchas de leopardo y vestido con un uniforme marrón con ribetes amarillos y una gorra de visera. Parecía una «ñorda» ensombrerada.

El chico les explicó que no había ninguna cámara dentro de la sala donde se había cometido el crimen, pero que tenían imágenes de todos los pasillos principales, de las salas de urgencias y de las salidas. Algunas salas estaban equipadas con cámaras, pero tenían «problemas» con lo de grabar a los enfermos mientras recibían atención médica. Por lo de la privacidad, y todo el rollo.

Encima del escritorio había una pila de cintas de la noche anterior. El equipo de búsqueda ya las había visto pero Logan quería volver a repasarlas, si no le importaba.

En ese momento le sonó el móvil, llenando la sala de un ruido estridente y molesto.

—¡Debería saber que aquí no puede tener el teléfono encendido! —lo regañó el guardia de seguridad.

Logan se disculpó y le prometió que solo sería un minuto. Era Miller.

—¡Laz! Estaba empezando a temer que te habías caído del culo de la tierra, tío.

—Estoy un poco ocupado ahora mismo —repuso Logan, dándole la espalda al joven lleno de granos del uniforme color mierda—. ¿Es urgente?

—Hombre, pues depende de cómo lo mires. ¿Tienes una tele a mano?

—¿Cómo?

—Tele. Imágenes que se mueven…

—Sé lo que es una tele.

—Vale, pues si tienes una cerca, enciéndela. Grampian.

—¿Es posible ver la televisión normal a través de alguno de estos aparatos? —preguntó Logan al zurullo de seguridad.

El joven le dijo que no, pero que podían probar en alguna de las habitaciones del pasillo.

Tres minutos después, estaban delante de un televisor parpadeante que vomitaba una telenovela americana. Detrás de ellos, tumbada en la cama, una señora con reflejos purpúreas en el pelo roncaba como un jabalí. En un vaso a su lado flotaba su dentadura.

«No me digas, Adelaide» decía un joven rubio con la dentadura perfecta y un estómago que parecía una tabla de lavar. «¿Estás segura de que el bebé es mío?».

Música dramática, primer plano de una morena demasiado maquillada con pechos neumáticos, espacio publicitario. Barandillas de escaleras. Patatas fritas. Detergente en polvo. Y entonces la pantalla se llenó de la cara de Gerald Cleaver. Estaba sentado en un sillón de cuero clásico, vestido con una chaqueta de punto y con aspecto de persona sana y paternal. «¡Pretendían retratarme como un monstruo!», dijo. Corte. La cámara pasó a un plano de Cleaver paseando a un enérgico labrador retriever. «¡Me han acusado de crímenes terribles que no cometí!». Otro corte, pasando esta vez a Cleaver sentado en un dique de mampostería sin mortero, con la expresión seria y dolorida. «¡Lean acerca de mi año infernal, solo en el News of the World de esta semana!».

—¡Por el amor de Dios! —dijo Logan cuando salió el logo del periódico girando en la pantalla—. La que nos faltaba.