Capítulo 31

La puesta de sol había pintado el cielo encima de Rosemount de llamas lilas y naranjas. Desde el nivel de la calle, cercado por todos lados con largas hileras grises de bloques de pisos de tres plantas, solo se veían franjas luminosas e iridiscentes. Las farolas de color amarillo sulfúreo parpadeaban y zumbaban en el cortante aire invernal, dando a los edificios una tonalidad ictérica. Todavía no habían dado ni las cinco de la tarde.

Contra todo pronóstico, la agente Watson encontró un espacio para aparcar enfrente de la casa de Norman Chalmers. El contenedor estaba encadenado a una farola justo delante de la puerta del edificio. Era un cubo cilíndrico negro de un metro veinte, ligeramente chafado a los lados. Aquí es donde seguramente depositaron el cadáver de la niña, de donde la recogieron los basureros para llevársela con el resto de los desechos del barrio al vertedero.

El equipo forense había analizado el contenedor a fondo y la única conclusión que había sacado era que a uno de los vecinos le iba la pornografía fetichista con cuero.

—¿Cuántos edificios vamos a cubrir? —preguntó Watson, apoyando una pila de declaraciones en el volante.

—Empezaremos por el del medio y luego iremos a los bloques vecinos, tres a cada lado, es decir, siete edificios en total. Seis pisos por bloque…

—¡Cuarenta y dos casas! ¡Hostia! ¡No vamos a acabar nunca!

—Entonces tenemos que hacer la acera de enfrente.

Watson miró el edificio que tenían al lado y luego a Logan.

—¿Y no podemos pedirles a unos uniformes que lo hagan ellos?

Logan sonrió.

—Tú eres una uniforme, ¿te acuerdas?

—Sí, pero yo ya estoy liada haciéndote de chófer y todo. ¡Igual nos lleva horas!

—Cuanto más rato pasemos aquí dentro, más vamos a tardar.

Empezaron con el bloque en el que vivía Chalmers.

Planta baja, puerta izquierda: una anciana con la mirada furtiva, el cabello de color orina y un aliento que apestaba a jerez. Se negó a abrirles la puerta hasta que Logan hubiera metido la placa por el buzón. Luego llamó a la comisaría para asegurarse de que no fuera uno de los pederastas que salían en las noticias. Logan no señaló que estaba a unos noventa años de interesarle a ese tipo de gente.

Planta baja, puerta derecha: cuatro estudiantes, dos de los cuales todavía no se habían levantado. Ninguno de ellos había visto ni sabía nada. Demasiado ocupados estudiando.

—¡Y unos cojones! —dijo Watson.

—¡Fascista! —repuso el estudiante.

Primera planta puerta izquierda: mujer soltera tímida con gafas grandes y dientes enormes. No, no había visto a nadie ni había oído, nada raro y ¿no era horroroso lo que estaba pasando con esos chiquillos?

Primera planta puerta derecha: nadie en casa.

Planta superior, puerta izquierda: madre soltera con crío de tres años. Otro caso de ignorancia en estado puro. Ni había visto, ni había oído, ni había dicho nada. Logan tuvo la sensación de que si alguien cometiera regicidio en su cuarto de baño, juraría no saber nada al respecto.

Planta superior, puerta derecha: Norman Chalmers. Seguía con la misma versión de los hechos. No tenían derecho a seguir atosigándolo de esa manera. Iba a llamar a su abogado.

Y volvieron a salir a la calle.

—Bueno —dijo Logan, hundiendo las manos en los bolsillos para protegerlas del frío—. Ya hemos hecho seis. Ahora solo quedan setenta y ocho.

Watson gimió.

—No te exasperes —la animó Logan con una sonrisa—. Si te portas muy, muy bien, te invitaré a una copa cuando hayamos terminado.

Watson pareció alegrarse un poco y Logan estaba a punto de sugerirle que fueran a cenar también cuando de repente vio su reflejo en el parabrisas del coche. Había oscurecido demasiado para discernir los detalles del edificio que tenía detrás pero las ventanas brillaban como ojos de gato. Todas las ventanas.

Se volvió y miró fijamente el edificio. Salía luz de cada una de las ventanas que daban a la fachada del bloque de pisos. Incluso del piso supuestamente vacío en el piso de la primera planta, puerta derecha. Mientras la observaba, apareció un rostro al otro lado del cristal y echó un vistazo a la calle. Durante un instante, cruzaron una mirada y entonces la cara se desvaneció, llena de pavor. Una cara que le resultaba muy familiar.

—Vaya, vaya —dijo Logan, dándole una palmadita en el hombro a Watson—. Creo que acabamos de dar con un candidato.

Otra vez dentro del edificio, Watson llamó a la puerta del piso sospechoso.

—Venga. Sabemos que estás dentro. ¡Te hemos visto!

Logan se apoyó en la barandilla y la miró mientras golpeaba la puerta blanca y negra. Había cogido la pila de declaraciones y las estaba hojeando, buscando la que correspondía con la puerta. Primera planta, puerta derecha, número diecisiete… el señor Cameron Anderson. El hombre de Edimburgo que vendía vehículos teledirigidos.

La agente Watson apretó el timbre con el dedo gordo y siguió aporreando la puerta con la otra mano.

—¡Si no nos abres la puerta, me veré obligada a echarla abajo!

A pesar del follón que estaban armando, no se asomó ni un rostro de las otras puertas del bloque para ver qué pasaba. Eso sí que era espíritu comunitario.

Dos minutos después, la puerta seguía firmemente cerrada. A Logan ya le estaba dando mala espina.

—Derríbala —ordenó.

—¿Qué dices? —preguntó Watson entre dientes, volviéndose hacia él—. ¡No llevamos una orden de registro! ¡No podemos echarla abajo sin más! ¡Antes estabas marcando un farol!

—¡Derríbala! ¡Ahora!

La agente Watson dio un paso hacia atrás y dio una patada inmensa a la puerta, justo debajo de la cerradura. La puerta se abrió con un estruendo explosivo, estrellándose contra la pared del pasillo, rebotando otra vez hacia ellos y haciendo temblar todas las fotografías enmarcadas que colgaban en la casa. Entraron a toda prisa. Watson fue directamente al comedor, Logan al dormitorio. No había nadie.

Igual que el piso de Chalmers en el piso superior, la cocina no tenía puerta, pero tampoco lo encontraron ahí. Solo quedaba el cuarto de baño y estaba cerrado con pestillo.

Logan probó de abrir la puerta y golpeó la madera con la palma de la mano.

—¿Señor Anderson?

Desde el interior, oyeron unos sollozos y un grifo encendido.

—¡Mierda! —gritó, empujando la puerta una vez más antes de ordenarle a Watson que la abriera a patadas.

Le dio con tanta fuerza que casi hizo saltar los goznes.

El pasillo minúsculo se llenó de una nube de vapor. El interior del cuarto de baño estaba revestido de madera, cual sauna, disimulando parcialmente un conjunto de baño feísimo de color aguacate. La bañera equipada con ducha estaba empotrada en el lado opuesto del cuartucho, cerca de la taza del váter. La cortina estaba corrida.

Logan la apartó de un tirón y reveló a un hombre completamente vestido, de rodillas en el agua que iba subiendo cada vez más de nivel, tratando una y otra vez de cortarse las venas con una maquinilla de afeitar rota.

Llevaron al señor Anderson directamente a urgencias sin esperar a que llegara una ambulancia. El hospital estaba a menos de cinco minutos. Le envolvieron las muñecas en varias capas de toallas suaves antes de meterle los brazos en sendas bolsas de plástico de la cocina para que no manchara el coche de sangre.

A Cameron Anderson no le había salido muy bien el intento de matarse. Los tajos no eran lo bastante profundos para abrir del todo las venas y además, las heridas eran transversales. Resultaba mucho más efectivo cortarlas a lo largo. Con unos cuantos puntos y una noche de observación en el hospital iba a tener suficiente. Logan sonrió cuando le comunicaron la noticia y le prometió a la enfermera que el señor Anderson iba a tener toda la observación que necesitaba en una de las celdas de la jefatura Force. La joven lo miró como si fuera un pedazo de porquería que se le había quedado pegada a la suela del zapato.

—¿Pero se puede saber qué diablos le pasa? —exigió—. ¡Ese pobre hombre ha intentado quitarse la vida!

—Ese pobre hombre es el principal sospechoso en una investigación de homicidio… —fue todo lo que consiguió decir antes de que la mujer lo reconociera y le echara una mirada asesina.

—¡Ya sé quién es usted! ¡El mismo que estuvo aquí ayer! ¡El mismo que le pegó una paliza al anciano!

—No tengo tiempo para esto. ¿Dónde está?

La enfermera cruzó los brazos y se centró en mantener la mirada de odio.

—Si no se larga de aquí, voy a llamar a seguridad.

—Estupendo. Ya veremos cómo le sienta un cargo de obstaculización, ¿de acuerdo?

Logan pasó rozando por su lado y se dirigió a la fila de cubículos separados por cortinas. Identificó el cubículo de Anderson por el lloriqueo masculino con acento de Edimburgo que salía de uno de ellos.

El hombre estaba sentado en el borde de una cama de reconocimiento, meciéndose hacia delante y hacia atrás y llorando, hablando de vez en cuando entre sus lágrimas. Logan se metió al otro lado de las cortinas y se sentó en una silla negra de plástico que había enfrente de la cama. Watson lo siguió y se posicionó en un rincón con la libreta a punto para tomar notas.

—Nos volvemos a encontrar, señor Anderson —dijo Logan, en el tono más amable del que era capaz—. ¿O puedo llamarte Cameron a secas?

El hombre no alzó la vista. Una pequeña mancha roja se había filtrado a través de la venda izquierda. No podía apartar los ojos de la muñeca.

—Cameron, llevo rato dándole vueltas a una cuestión —continuó Logan—. Verás, hacía días apareció un tipo de Edimburgo por aquí y acabó flotando boca abajo en el puerto. Su foto ha salido publicada en todos los periódicos y hemos colgado carteles por toda la ciudad pero de momento no nos ha llamado nadie. Según parece, a la gente no le ha gustado nada que le hubieran extirpado las rodillas con un machete.

Al oír la palabra «extirpado», el señor Anderson se estremeció. La palabra «machete» provocó un gemido angustioso.

—Lo que me confunde, Cameron, es que tú no te pusieras en contacto con nosotros. O sea, seguro que has visto la foto. Salió en las noticias y todo.

Logan extrajo un rectángulo de papel del bolsillo y lo desdobló. Era una copia de la foto de Geordie Stephenson en la que aparecía vivo. Aún la llevaba del día en que habían hecho el recorrido por los establecimientos de apuestas más sórdidos de Aberdeen. Colocó la imagen delante de las narices del hombro lloroso.

—Lo reconoces, ¿verdad?

Los ojos de Anderson se fijaron fugazmente en la foto y entonces volvió la mirada rápidamente hacia la mancha que se le había extendido por la venda. Con ese breve vistazo, Logan tuvo suficiente para saber que no andaba equivocado. Cameron Anderson y Geordie Stephenson. No compartían el mismo apellido, pero los rasgos toscos y el cabello cardado eran idénticos. Lo único que le faltaba a Cameron era el bigote de estrella del porno.

Anderson masculló unas palabras en voz queda, pero Logan no alcanzó a comprender lo que decía.

Logan dejó la fotografía en del suelo justo delante de donde estaba sentado Anderson para que los ojos muertos de Geordie miraran a los de su hermano.

—¿Por qué has intentado matarte, Cameron?

—Pensé que eras él.

Seguía farfullando pero en esta ocasión, al menos, Logan consiguió entender sus palabras.

—¿Él? ¿Quién es él?

Anderson volvió a estremecerse.

—Él. El viejo.

—Descríbelo.

—Viejo. Canoso —repuso, poniendo las manos en forma de garras y haciendo el gesto de rasguñarse el cuello—. Tatuajes. Un ojo blanco. Como un huevo escalfado.

Logan se reclinó en la silla.

—¿Y por qué él, Cameron? ¿Qué quiere de ti?

—Geordie y yo somos hermanos. El viejo… pues —se llevó una mano a la boca y empezó a morderse las uñas de forma metódica, dejándoselas en carne viva—. Un día apareció en casa. Le dijo a Geordie que tenía un mensaje para él. Del señor McLennan.

—¿Del señor McLennan? ¿De Malk el Cuchillo? —preguntó Logán, acercando la silla a la cama—. ¿Y qué decía el mensaje?

—Le abrí la puerta y le dio a Geordie con algo pesado. No sé. Y entonces, cuando lo tuvo en el suelo, empezó a darle patadas.

Anderson tenía los ojos rojos y miró de modo suplicante a Logan. Las lágrimas le corrían por las mejillas pálidas.

—Intenté pararlo —insistió—, pero me pegó…

Pues eso explicaba el morado que llevaba el primer día que habían llamado a su timbre.

—¿Y el mensaje?

El mensaje misterioso que Simon McLeod había dicho que ya sabía la ciudad entera. Menos la policía, claro.

—¡Me escupió! —se le escapó un sollozo seguido de un chorro plateado y viscoso que le salió de la nariz—. Sacó a Geordie de casa a rastras. ¡Dijo que iba a volver a por mí! ¡Cuando te vi, pensé que eras él!

Logan examinó al hombre que tenía delante, meciéndose hacia delante y hacia atrás en el borde de la cama, los ojos y la nariz chorreando copiosamente. Estaba mintiendo. Había mirado por la ventana de su casa y había visto a Logan y a la agente Watson hablando en la calle. Sabía perfectamente que Doug el Desesperado no había vuelto para liquidarlo.

—¿Qué mensaje le dio a tu hermano, Cameron?

Cameron hizo unos gestos frenéticos con las manos, haciendo crecer la mancha roja en la venda que le cubría la muñeca.

—¡No lo sé! ¡Lo único que me dijo fue que iba a volver!

—¿Y la niña?

Por la mueca que hizo Anderson, cualquiera hubiera pensado que Logan acababa de propinarle una bofetada. Tardó más de diez segundos en recuperar suficientemente la compostura para balbucear:

—¿Niña?

—La niña, Cameron. La niña que murió, la que acabó metida en una bolsa de basura que pertenecía a tu vecino de arriba. ¿Te acuerdas de ella? Un señor muy simpático de la policía fue a tu casa a pedirte que prestaras declaración.

Anderson se mordió el labio y se negó a mirar a Logan a los ojos.

No consiguieron sacarle nada más. Los tres permanecieron donde estaban, en silencio, hasta que llegaron un par de agentes vestidos de uniforme a llevárselo.

El madero encargado de vigilar la habitación de Doug MacDuff el Desesperado ya iba por la mitad de la novela cuando llegaron Logan y la agente Watson. Había pasado un día muy aburrido, salvo las dos o tres ocasiones en las que había podido coquetear con las enfermeras. Logan lo mandó a buscar otra ronda de café.

La habitación de Doug estaba en penumbra. Las imágenes del televisor emitían un resplandor gris verdoso y las sombras se retorcían y se agitaban sin parar. Era como estar en el Turf ‘n Track, salvo que ahora no había nadie que fuera a meterles una paliza de cojones. El único ruido que se oía procedía del aire acondicionado, el zumbido de las máquinas y los pulmones podridos del hombre pálido que estaba tumbado en la cama, mirando la pantalla del televisor silenciado. Logan volvió a sentarse al pie de la cama.

—Buenas noches, Dougie —lo saludó Logan con una dulce sonrisa—. Te hemos traído uvas.

Depositó una bolsa de papel encima de las mantas al lado de los pies del anciano.

Doug sorbió por la nariz y siguió con la mirada fija en la pantalla.

—Acabamos de mantener una conversación muy interesante con un amigo tuyo, Dougie. Acerca de ti —explicó Logan, inclinándose hacia delante y sacando una uva de la bolsa. A la luz del televisor, parecía una hemorroide gangrenosa—. El tipo sostiene que asaltaste y secuestraste al difunto Geordie Stephenson. ¡Vio cómo lo hiciste! ¿Qué te parece, Dougie? Antes teníamos pruebas forenses y ahora ya nos hemos buscado un testigo.

Ninguna reacción.

Logan cogió otra uva de la bolsa.

—El testigo también nos ha dicho que mataste a aquella niña —mintió, aunque quizá hubiera suerte—. La que encontramos en la bolsa de basura.

Eso sí que surtió efecto. Se incorporó, rodeándose de media docena de almohadas y miró fijamente a Logan con el ojo bueno. Entonces se centró de nuevo en el televisor.

—Hijo de la gran puta.

El silencio se extendió por la penumbra. Iluminado por el resplandor fantasmal de la televisión, Doug el Desesperado parecía un esqueleto con las mejillas hundidas y unas ojeras profundas y oscuras. Los dientes seguían flotando en un vaso de agua encima de la mesita.

—¿Por qué la mataste, Doug?

—¿Sabes? —dijo finalmente el viejo en tono grave y áspero como un susurro a través de un vidrio roto—. De joven, yo era un puto semental. Bueno, y de no tan joven también. Las mujeres se me echaban encima para que las montara al más puro estilo Dougie. Mujeres, ¿me oyes? Mujeres. No como esos cabrones enfermos que corren por ahí.

Logan miró a Doug, que volvía a toser: un carraspeo húmedo y estridente que acabó convirtiéndose en un glóbulo de flema oscura que escupió a una bacinilla que había al lado de la cama.

—Resulta que me entero de que Geordie está alojado en la casa de su medio hermano maricón en Rosemount y decido ir a verlos. Hacerles una visita. Primero, Geordie se me pone todo gallito, ¿sabes? En plan chulo. Como si yo fuera un puto viejo acabado. «Vete a casa, abuelo. Si no, tendré que romperte el andador».

Una sonrisa desdentada se transformó en una carcajada que se transformó en otro acceso de tos. Doug se recostó sobre la pila de almohadas crujientes del hospital, respirando hondo.

—De modo que lo hinché a patadas. Allá mismo, en el comedor. Entonces sale el marica gilipollas del hermano de la habitación como un torbellino, envuelto en un albornoz de color rosa. Y mira, en ese momento me sudaba la polla. Pensé que estaría a punto de meterse en un baño de burbujas, yo qué sé qué coño. Pero de repente oigo un ruido, el llanto de un crío —dijo Doug, moviendo la cabeza con gesto de asco con solo recordarlo—. Y el muy hijo de puta se queda allá chillando: «¡No puedes entrar aquí! ¡No puedes hacer esto!». Como si me importara una mierda. Pero el crío sigue llorando y me acerco a la puerta de la habitación. Entonces el puto mariposón va y se mete en medio: «no tienes ningún derecho…» —lo imitó Doug, golpeándose la palma de la mano con el puño—. ¡Pum! Y dentro del cuarto hay una niña pequeña. Y lo único que lleva puesto es un gorro de Mickey Mouse. De aquéllos que tienen orejas, ¿sabes?

Doug miró a Logan buscando un gesto de confirmación, pero Logan estaba demasiado estupefacto para reaccionar.

—O sea que me quedo ahí, mirando a la niña desnuda y resulta que el muy hijo de puta acaba de salir de ahí casi en pelotas, menos el albornoz, claro —continuó Doug, haciendo una mueca—. Volví al comedor y le metí una paliza a él también. Por pervertido cabrón.

Logan finalmente se recuperó lo suficiente para preguntarle qué había pasado con la niña.

Doug MacDuff el Desesperado bajó la mirada hacia las manos. Estaban apoyadas en su regazo como garras marchitas. Tenía artritis, y las articulaciones se le estaban convirtiendo en bolas hinchadas de dolor.

—Sí, la niña —repuso, carraspeando—. Pues va y entra en el comedor mientras le estoy dando un repaso al putón depravado. Y entonces me doy cuenta de que es guiri. O sea, alemana o noruega. De por ahí. Se me queda mirando con esos ojos grandes y castaños y se pone a llorar y a decirme guarradas, tipo: «te chupo la polla» y «fóllame el culo…» una y otra vez.

Doug resopló, se estremeció, y se deshizo en otro acceso de tos. Cuando consiguió volver a hablar, estaba pálido como la muerte.

—Y está ahí… agarrándome la pierna, berreando con la cara llena de mocos, desnuda y diciéndome que quiere que le folle el culo. Yo… la aparté —susurró—. Se cayó. Se dio contra la chimenea. ¡Pum! Se golpeó la cabeza contra un ladrillo.

Los tres permanecieron en silencio. Doug estaba absorto en sus pensamientos. Logan y Watson intentaban asimilar lo que acababan de oír. El primero en hablar fue Doug:

—Y nada. Recogí a Geordie del suelo, me lo llevé a un sitio apartado y tranquilo y le di su merecido. No veas cómo gritó ese hijo de puta cuando le quité las putas rodillas. El muy cerdo cabrón.

Logan carraspeó.

—¿Y cómo es que dejaste vivo al hermano?

Doug se lo quedó mirando con una tristeza que se leía hasta en las arrugas del rostro.

—Porque tenía que cumplir. Tenía que hacerle llegar un mensaje. Iba a volver al día siguiente para mostrarle lo que puede pasarles a los degenerados asquerosos como él. Si se cruzan con un cúter, por ejemplo. Pero cuando llegué, toda la escalera estaba llena de pasma. Y al día siguiente y al otro también.

Logan asintió con la cabeza. La primera tanda de policías debió de ser el equipo que había mandado a detener a Norman Chalmers. Los demás eran los que se habían encargado de llamar a todas las puertas, buscando testigos. Y durante todo ese tiempo, Doug el Desesperado había estado merodeando entre las sombras, observándolos.

—Me quedé ahí en la nieve y la lluvia como un gilipollas, pillándome una neumonía para acompañar al cáncer.

Doug se calló. Tenía una mirada lejana en el ojo bueno. El malo brillaba a la luz del televisor.

Logan se puso de pie.

—Antes de marcharnos, hay un detalle que lleva rato molestándome. ¿Cuál era el mensaje que tenías que darle?

—¿El mensaje? —Sonrió Doug el Desesperado, enseñando las encías—. Que nunca hay que estafar al jefe.