Capítulo 30

A la mañana siguiente, Logan entró por la puerta de la jefatura con la cabeza gacha, evitando los ojos de todo el mundo. Nadie le dijo nada, pero notó la mirada de todos sus compañeros en la espalda, percibió el chismorreo que le persiguió por todo el edificio hasta llegar a la reunión informativa del inspector Insch. Había dormido fatal: pesadillas llenas de torres de pisos, cielos en llamas y cuchillos brillantes. El rostro de Angus Robertson, retorciéndose y sonriendo mientras le trinchaba el estómago.

El inspector estaba en su posición habitual, con una nalga firmemente apoyada en el borde de la mesa y el brillo de los fluorescentes reflejando en su enorme calva. En lugar de mirar a Logan, se concentró en un caramelo relleno de polvos efervescentes, comiéndolo con cuidado para evitar que la chaqueta de su traje negro se le llenara de pringue rojo y naranja.

Logan se puso colorado y se sentó como siempre en primera fila.

El inspector Insch no mencionó el artículo que había aparecido esa misma mañana en el Press and Journal. El que ocupaba toda la primera plana, con un largo editorial en la página doce. Se limitó a informar a los presentes del ataque que había sufrido Roadkill. Los equipos de búsqueda del día anterior habían regresado a casa sin nada, salvo unos resfriados de caballo. Entonces repartió las tareas del día y dio por concluida la reunión.

El primero en levantarse fue Logan, dispuesto a salir por patas, pero Insch no iba a dejarlo escapar tan fácilmente.

—Subinspector —lo llamó con voz meliflua—, solo un momento, si es tan amable.

Así que Logan tuvo que permanecer ahí de pie como un idiota mientras los demás desfilaban por su lado, mirando hacia todos lados menos a él. Ni siquiera la agente Watson se atrevió a mirarlo. Bueno, mejor: ya se sentía lo bastante gilipollas.

Cuando se hubo marchado el último agente y con la puerta ya cerrada, Insch sacó un ejemplar del Press and Journal de esa misma mañana y lo dejó encima de la mesa.

—Lázaro resucitó de la muerte, ¿verdad? —preguntó el inspector—. Pues yo no es que sea un hombre religioso, subinspector, pero según parece, su carrera acaba de correr la misma suerte.

Señaló el titular: «¡JUBILADO ASESINO DETENIDO: HÉROE POLICIAL LUCHA POR SU VIDA!». Debajo había una foto de Doug el Desesperado cuando lo metieron en la cárcel después de que lisiara a un proveedor de materiales para la construcción con un destornillador de carraca. Con el ojo blanco, la cara de perro y los tatuajes en forma de llamas que le cubrían el cuello, no parecía el abuelito de nadie.

Miller había tenido que recurrir a todos los que le debían algún favor para asegurarse la primera página. De todos modos, tenía muchísimo más interés periodístico que: «Función para recaudar fondos en Tillydrone empieza con muy buen pie».

—El inspector Napier está que trina —dijo Insch, sin poder disimular un esbozo de sonrisa—. Y ahora que no van a despedirle, la inspectora Steel dice que muevas el culo y que te acerques al hospital a tomarle la declaración a Doug el Desesperado.

—¿Yo? ¿No quiere ir ella?

No era nada habitual que un subinspector le tomara la declaración a un sospechoso en un caso de asesinato sin que estuviera presente un inspector para cogerle de la manita.

—No. Para nada. Dice que no hace falta comprarse un perro si uno mismo ya se pasa la vida ladrando, o algo por el estilo. ¡Largo!

Logan pidió que lo acompañara la agente Watson y fueron juntos a buscar el siguiente de lo que estaba convirtiéndose en una lista interminable de coches Vauxhall oxidados. Watson no le dijo nada cuando salieron del aparcamiento y esperó hasta que estuvieran a una distancia prudente de la jefatura antes de echarse a reír a carcajadas.

—No tiene ninguna gracia.

La risa se convirtió en una sonrisa tímida.

—Lo siento, señor.

Silencio.

Watson tomó rumbo a Rosemount. El sol seguía brillando y encima de los edificios resplandecientes de granito se extendía un precioso cielo azul.

—Señor —empezó a decir Watson.

Permaneció callada unos instantes, carraspeó y se armó de valor:

—Logan, solo quería aclararte lo del mensaje que te dejé en el contestador anoche.

A Logan se le aceleró el pulso.

—Bueno —continuó Watson, metiéndose detrás de un autobús en una cola de tráfico—, es que no fue hasta más tarde que estuve pensando. O sea, que quizá lo hubieras malinterpretado. Como no me llamaste ni nada, pensé que tal vez te hubieras ofendido. O algo así.

Le salió todo en el mismo aliento.

A Logan se le congeló la sonrisa en los labios. Estaba echándose atrás. Ahora quería fingir que todo había sido un malentendido.

—Estaba en el hospital. No permiten que los móviles estén encendidos. No escuché tu mensaje hasta pasada la medianoche. Intenté llamarte pero tenías el móvil desconectado…

—Ah… —repuso Watson.

—Sí —confirmó Logan.

Y entonces los dos permanecieron en silencio durante un rato más.

El sol entraba a raudales por el parabrisas del coche, convirtiéndolo en un microondas sobre ruedas. En el siguiente cruce, el autobús giró a la izquierda y Watson dobló a la derecha. Las casas estaban adornadas para la Navidad: se veían árboles a través de las ventanas, luces alrededor de las puertas, guirnaldas y gnomos festivos. Una incluso tenía un reno de plástico con una nariz eléctrica que parpadeaba. Precioso.

Logan se quedó mirando las casas nevadas que se deslizaban por su lado, fijándose en las decoraciones, y se acordó de su propio piso austero. Todavía no había colgado ni una sola felicitación. ¿Y si fuera a buscar un árbol de Navidad? El año pasado no le había hecho ninguna falta. Había pasado las Navidades en la casa inmensa de Isobel, donde crecían dos árboles de verdad, decorados con unos adornos de lo más chic. Nada de familia, solo ellos dos. Habían comprado una oca asada en Marks and Spencer. Isobel no creía en tanta preparación y cocción. Habían pasado toda la mañana haciendo el amor.

Este año, lo más probable era que le tocara comer en casa de sus padres. Que siempre invitaban a toda la familia. Discusiones, rencores, borracheras, sonrisas forzadas y partida tras puta partida de Monopoly…

Un poco más adelante reparó en una figura que le cortó el hilo de sus pensamientos, un hombre que caminaba lentamente y cabizbajo por la nieve. Jim Lumley, el padrastro de Peter.

—Párate aquí un momento, ¿de acuerdo? —dijo Logan, y Watson frenó, dejando el coche al lado de la acera.

Logan salió al frío invernal y se acercó al hombre con pasos crujientes.

—¿Señor Lumley? —lo llamó Logan, extendiendo la mano para tocarle suavemente el hombro.

Lumley se giró. Tenía los ojos tan rojos como la nariz, y la barbilla cubierta de una barba sucia de varios días. Llevaba el cabello alborotado y descuidado. Tardó unos segundos en reconocer a Logan pero finalmente cayó en la cuenta de quién era.

—Está muerto —susurró—. Está muerto y la culpa es mía.

—Señor Lumley, usted no tiene la culpa de lo que pasó. ¿Se encuentra bien?

Era una pregunta idiota, pero Logan no pudo evitar hacérsela. Era evidente que el pobre hombre no estaba bien: su hijo había sido secuestrado, asesinado y violado por un pederasta. Estaba muriéndose por dentro.

—¿Quiere que lo acompañemos a casa?

En el rostro sin afeitar del señor Lumley se asomó un gesto que en mejores tiempos hubiera sido una sonrisa.

—Me gusta caminar —contestó, alzando una mano y señalando las aceras nevadas y la calzada fangosa—. Estoy buscando a Peter.

De repente los ojos se le llenaron de lágrimas, que le corrieron por las mejillas coloradas.

—¡Ustedes lo soltaron!

—¿Soltamos a quién? —preguntó Logan, antes de comprender que se refería a Roadkill—. Señor Lumley, no…

—Tengo que irme.

Lumley se dio la vuelta y echó a correr, resbalándose en la nieve helada.

Logan suspiró, observó cómo se alejaba, y se subió de nuevo al coche.

—¿Un amigo tuyo? —preguntó Watson, uniéndose de nuevo a la cola de tráfico.

—El niño que encontramos en los lavabos del parque. Es su padre.

—¡Hostia! ¡Pobre hombre!

Logan no respondió.

Dejaron el coche en un espacio que rezaba PARA EL USO EXCLUSIVO DEL PERSONAL SANITARIO y entraron a la zona de recepción. El vestíbulo era amplio, espacioso y de planta abierta con el escudo del hospital grabado en el suelo. En un rincón había un mostrador largo de madera. Logan se acercó a una de las recepcionistas y preguntó educadamente dónde podía encontrar al señor Douglas MacDuff. Dos minutos después estaban subiendo un pasillo largo con el suelo de linóleo.

Doug el Desesperado estaba en un cuarto privado, vigilado por un agente joven que estaba absorto en un libro. El chaval dio un brinco con aire de culpabilidad e intentó esconder la novela de Ian Rankin bajo el asiento.

—No se preocupe, agente —dijo Logan—, no se lo diré a nadie. Vaya a buscarnos tres cafés y entonces vuelva a sus historias de hazañas policiales.

Aliviado, el agente salió corriendo.

Hacía calor dentro de la habitación de Doug. El sol entraba de lleno por la ventana y unas motas de polvo flotaban sosegadamente a la luz del sol de diciembre. Un televisor en lo alto de la pared frente a la cama iba emitiendo imágenes sin sonido. El ocupante de la habitación estaba tumbado en la cama con un aspecto deplorable. El lado derecho de su rostro estaba completamente magullado y tenía el ojo blanco tan hinchado que apenas era capaz de abrirlo. Pero incluso con la hinchazón, a Doug el Desesperado se le veía consumido. Resultaba casi imposible creer que fuera el mismo hombre que el día anterior había estado a punto de matar a Logan con sus propias manos.

—Buenos días, Dougie —dijo Logan, cogiendo la silla para las visitas del rincón y sentándose al pie de la cama.

El paciente ni se molestó en registrar su presencia. Se quedó tendido donde estaba, mirando fijamente la pantalla silenciosa e iridiscente. Logan echó una mirada hacia el televisor y luego a la agente Watson. Ésta cogió el mando de encima del pequeño armario que había al lado de la cama y lo apagó.

Un suspiro lento y sonoro salió de los pulmones del anciano.

—Estaba mirando ese programa.

Las palabras salieron sueltas y sibilantes de la boca del enfermo y Logan se fijó por primera vez en la dentadura postiza que flotaba en un vaso de agua al lado de la cama.

—¡Puaj! ¡Ponte los dientes, Doug, por el amor de Dios! ¡Pareces una puta tortuga!

—¡Que te den! —repuso Doug, aunque se notaba que no tenía ninguna fe en lo que estaba diciendo.

Logan sonrió.

—En fin, ahora que hemos intercambiado las cortesías de rigor, ¿por qué no vamos al grano? Tú mataste a George, alias Geordie, Stephenson.

—Y una mierda.

—Venga, Doug. ¡Ya tenemos todas las pruebas forenses que necesitamos! Los dientes de tu perro corresponden a las marcas que Geordie tiene en las piernas. ¡Le sacaste las rótulas con un machete! Solo Doug MacDuff es capaz de hacer algo así. ¿Cómo te lo montaste? Lo sujetaron los hermanos McLeod mientras tú hacías los tajos, ¿o qué?

Doug resopló.

—Vamos, Dougie, ahora no me vas a vender la moto de que tú solito eres capaz de sujetar a un tiarrón como Geordie. Mientras le arrancabas las rodillas, además. ¿Cuántos años tienes? ¿Noventa? —preguntó Logan, arrellanándose en la silla y apoyando un pie en la cama—. Deja que te cuente cómo creo yo que fueron las cosas, ¿de acuerdo? Interrúmpeme si me equivoco.

De pie en el rincón, la agente Watson iba tomando notas, tratando de pasar desapercibida.

—Geordie Stephenson sube de Edimburgo. Está metido en algún chanchullo de los suyos y encima, viene un poco sobradillo. Mientras está por la zona, le entran ganas de divertirse un poco y hace la ronda de los corredores de apuestas, pero la suerte no está de su lado y pierde una vez detrás de otra. El problema es que no puede cubrir las deudas que ha acumulado. En el Turf ‘n Track, no les mola nada lo de las deudas impagadas —Logan se detuvo durante unos instantes—. ¿Te retribuyeron bien por liquidarlo, Doug? ¿Más que una semana de pensión? ¿Quince días? ¿Un mes? Espero que te pasaran la tajada que te correspondía, Dougie, porque Geordie Stephenson trabajaba para Malk el Cuchillo y cuando Malk se entere que has achinado a uno de sus hombres, te va a despellejar vivo.

A la boca desdentada de Doug se le asomó una sonrisa burlona.

—Eres un puto gilipollas.

—¿Tú crees? Hostia, Doug, yo he visto los residuos que han quedado después de que los chicos de Malkie decidieran eliminar a alguien: brazos, piernas, pitos… De ésta no sales —le advirtió Logan, guiñándole el ojo con complicidad—, pero si quieres podemos llegar a un acuerdo: tú me hablas un poco de Simon y Colin McLeod y de sus técnicas de cobrar a los morosos y yo me encargo de que te metan en un lugar donde Malkie no te encuentre.

Con esto, Doug se echó a reír.

Logan frunció el entrecejo.

—¿Qué pasa?

—No tienes —un acceso de tos seca y silbante sacudió todo el cuerpo del anciano—. No tienes ni… —otro ataque, esta vez más profunda, desde el interior de los pulmones—. No tienes… —insistió—. Ni puta idea.

Siguió tosiendo y en esta ocasión, toda la cama tembló con él mientras se oscilaba hacia delante y hacia atrás, intentando cubrirse la boca con una mano frágil. Finalmente se desplomó hacia atrás y se limpió la mano en la parte delantera del pijama, dejando una mancha negra y roja.

—¿Verdad que no, señor Cerdo?

—¿Quieres que llame al médico? —preguntó Logan.

Doug soltó una carcajada de resentimiento, que se disolvió en otro acceso de tos.

—No vale la pena —resolló, respirando de forma rápida y entrecortada—. Esta mañana ya he estado hablando con uno de esos cabrones. Ya te lo dije, señor Cerdo: tengo cáncer. Pero ya no me queda un año o dos. El matasanos ahora dice que me queda poco más de un mes.

Se dio un golpe en el pecho con la mano ensangrentada.

—Tengo un tumor que te cagas —concluyó.

Las motas de polvo seguían flotando en el silencio de la habitación, cada una de ellas bailando como una chispa dorada a la luz embriagadora del sol.

—Y ahora vete a la mierda de una puta vez y déjame morir tranquilo.

Bernard Duncan Philips no tenía un cuarto privado. Estaba compartiendo habitación con otro paciente de la unidad de cuidados intensivos. Su cama estrecha estaba rodeada de máquinas, monitores y ventiladores. Todos los artilugios imaginables estaban conectados al cuerpo machacado de Roadkill. Logan y Watson permanecieron de pie en la puerta, sorbiendo los vasos tibios de café con sabor a plástico que había traído el agente.

Si el aspecto de Doug el Desesperado era lamentable, el de Roadkill era patético. Era una masa de cardenales separados por vendas. Desde la última vez que Logan lo había visto, le habían enyesado los dos brazos y una pierna. Parecía algo sacado de una comedia de mal gusto.

La máscara de oxígeno había sido sustituida por un tubo de plástico transparente que le subía por la nariz. Se lo habían pegado a las mejillas con esparadrapo, pasándolo por detrás de las orejas para evitar que se le cayera.

—¿Puedo ayudarles?

Era una mujer bajita, vestida de uniforme de enfermera: pantalones de color azul claro y una blusa de manga corta con un reloj que había prendido al revés del bolsillo que le cubría el pecho izquierdo.

—¿Cómo está el señor Philips?

La enfermera escrutó a Logan con ojo experto.

—¿Es pariente suyo?

—No. Policía.

—Eso ya salta a la vista —dijo.

—¿Cómo está?

Cogió la tabla del pie de la cama de Roadkill y se puso a mirar las hojas.

—Pues la verdad es que se ha recuperado mucho mejor de lo que nos esperábamos. Las operaciones fueron un éxito y esta mañana incluso se ha despertado durante una hora. —Sonrió—. Ya le digo, ha sido toda una sorpresa. Yo misma hubiera apostado por un estado de coma. En fin, algunas veces ganas, otras veces pierdes.

Fue la última vez que Logan vio a Roadkill con vida.

A la inspectora Steel no le sorprendió en absoluto que no hubiera podido sacarle nada a Doug. Estaba sentada en su despacho con los pies encima de la mesa, echando aros de humo por la boca hacia el techo.

—Si no le importa que se lo pregunte, inspectora —empezó Logan, removiéndose en la silla al otro lado del escritorio—, ¿cómo es que usted no ha ido a hacerle la entrevista en persona?

Steel lo miró con una sonrisa lánguida a través de la nube de humo.

—Dougie y yo nos conocemos desde hace mucho tiempo, desde cuando yo vestí el uniforme por primera vez y él estaba en la flor de la vida… —dijo, torciendo la sonrisa—. Digamos que nos peleamos.

—¿Y qué vamos a hacer con él?

Steel suspiró y exhaló otra bocanada de humo que quedó suspendido encima del escritorio como un muro de niebla.

—Pues acudiremos al fiscal y le entregaremos todas las pruebas forenses. Él se las mirará y dirá que con eso tenemos suficiente para llevarlo a juicio y nosotros nos alegraremos en el alma. Entonces el abogado de Dougie nos informará de que solo le queda un mes de vida y el fiscal decidirá que en ese caso, ¿por qué tomarse la molestia? ¿Por qué malgastar la pasta?

Se metió una uña rota entre los dientes y extrajo un pedacito de comida. Lo examinó durante unos segundos antes de tirarlo al suelo.

—La habrá palmado antes de que el caso llegue a juicio, Logan. Muerto el perro, se acabó la rabia, supongo —dijo, y entonces se paró, como si se le acabara de ocurrir una idea—. Oye, has hablado con el médico, ¿no? La diñará, ¿verdad? ¿No te habrá tomado el pito?

—Sí, lo he comprobado. Se está muriendo.

Steel asintió con la cabeza, meneando a su vez la punta roja de su cigarrillo.

—Pobre Doug.

A Logan le costaba sentir compasión por ese anciano asesino, pero optó por callarse la boca.

Volvió al centro de coordinación y descolgó las fotos de Geordie Stephenson, la que le habían mandado de Lothian and Borders y la del depósito. Ahora que Doug el Desesperado estaba muriéndose, ya no podrían condenar a nadie por el asesinato de Geordie. Y Geordie no tenía ni mujer, ni hijos, ni hermanos, de modo que nadie iba a echar de menos al ejecutor de Malk el Cuchillo. Nadie salvo el mismo Cuchillo. ¿Y qué iba a hacerle a Dougie? En menos de un mes iba a hincar el pico igualmente. Una muerte dolorosa: se lo había dicho el médico. Lo único que podía hacer Malkie era rematarlo y evitarle el sufrimiento y Doug lo sabía. Quizá por eso se había reído cuando Logan le había hablado de represalias. De todas maneras, ya no importaba.

Guardó todos los documentos relacionados con la muerte de Geordie Stephenson en la carpeta junto con el informe de la batalla del día anterior. Aún le quedaba un poco de papeleo para cerrar el expediente, pero aparte de eso, el caso estaba más muerto que Geordie.

Con todo bien archivado, lo único que quedaba en el pequeño centro de coordinación de Logan era la niña desconocida. Su rostro muerto seguía mirándolo con esos ojos apagados.

Uno caso resuelto, uno por resolver.

Logan se sentó y volvió a repasar cada una de las declaraciones de todos los vecinos que tuvieran fácil acceso a los contenedores. Uno de ellos había matado a la niña, la había desnudado, había intentado descuartizarla, había envuelto el cadáver en cinta de embalar y lo había metido en la basura. Y si no fue Norman Chalmers, ¿quién había sido?