Capítulo 29

Douglas MacDuff fue trasladado rápidamente a urgencias donde lo llevaron directamente a una sala de tratamiento. Estaba hecho una auténtica pena. Su rostro ajado y surcado estaba cubierto de una red cada vez más compleja de cardenales escarlatas y respiraba de forma superficial y áspera. Durante el camino al hospital había permanecido en estado inconsciente, tumbado, inmóvil, la sangre manándole de su cara destrozada.

Los tipos de la ambulancia no habían dirigido ni una sola palabra a Logan en todo el trayecto. Y menos después de que se enteraran de quién era el cabrón que le había pegado semejante paliza a ese pobre abuelo.

Logan estaba de pie, temblando en silencio y observando a una enfermera que estaba conectando a Doug a un equipo de monitores que iban emitiendo pitidos y zumbidos al compás de los latidos del viejo.

Levantó la mirada y vio a Logan al pie de la camilla.

—Tendrá que marcharse —le informó, desabrochando la camisa de Doug—. Se ha llevado una paliza considerable.

—Lo sé —repuso Logan, omitiendo el detalle de que se había encargado personalmente de dársela. La voz le salió ronca y dolorida.

—¿Es pariente? —preguntó la enfermera con preocupación y profesionalidad mientras abría cuidadosamente la camisa de Doug.

—No. Soy agente de policía: subinspector McRae.

La joven dejó lo que estaba haciendo y lo miró con la expresión fría.

—Pues espero que cojan al cabrón que le ha hecho esto y que lo dejen pudriéndose en la cárcel hasta que se muera. ¡A quién se le ocurre hacerle esto a un pobre jubilado!

Entonces llegó el médico: un hombre bajo, calvo, con cara de agobiado, armado de una tablilla con sujetapapeles. Le importaba un carajo que Logan fuera agente de la ley. Todo el mundo tenía que abandonar la sala para que pudieran diagnosticar y tratar debidamente al paciente.

—Este hombre se llama Douglas MacDuff —explicó Logan, procurando mantener toda la serenidad posible en su voz áspera—. Es el principal sospechoso en una investigación de asesinato. Considérenlo un hombre extremadamente peligroso.

La enfermera dio unos pasos hacia atrás, apartándose de la camilla. Se pasó las manos por la parte de delante de bata azul. El roce del látex de los guantes quirúrgicos produjo una especie de silbido apenas audible encima de los pitidos y zumbidos de las máquinas.

Logan se frotó suavemente el cuello con los dedos.

—Mandaré un agente para que lo vigile —dijo, tragando saliva con enorme dolor.

La enfermera lo miró con una sonrisa indecisa, pero el médico ya estaba tocando y presionando el cuerpo magullado de Doug. La chica respiró hondo, se enderezó y se puso a trabajar.

En cuanto hubo hecho las llamadas necesarias para asegurarse de que hubiera un policía a la cabecera de Doug el Desesperado, dejó que siguieran con el reconocimiento. Una vez en el pasillo, estuvo a punto de arrollar a una enfermera que llevaba un carrito lleno de frascos de pastillas. Cuando fue a disculparse, se encontró con una cara que le resultaba muy familiar. Sin embargo, esta vez, la madre de Lorna Henderson ostentaba un ojo amoratado e hinchado. Había intentado ocultarlo con diez capas de maquillaje pero el cardenal seguía asomándose por debajo.

—¿Se encuentra bien? —le preguntó Logan.

La mujer se llevó una mano temblorosa al ojo deformado y sonrió de manera forzada.

—Muy bien —dijo en tono quebradizo—. Mejor que nunca. ¿Y usted?

—¿Alguien le ha pegado, señora Henderson?

Se alisó la parte de delante del uniforme y le respondió que no, que se había dado contra una puerta, que había sido un accidente. Nada más.

Logan le devolvió uno de los silencios patentados por el inspector Insch.

Al cabo de unos momentos, a la señora Henderson se le desvaneció la sonrisa falsa, lo miró abatida y palideció.

—Me vino a ver Kevin. Había estado bebiendo —dijo, pasando los dedos por encima de la placa que llevaba prendida al pecho, evitando a toda costa los ojos de Logan—. Creí que había vuelto para siempre. Ya sabe, que había dejado a esa zorra sin tetas. Pero me dijo que yo tenía la culpa de que hubiera muerto Lorna, que nunca debí de obligarla a bajarse del coche. Que yo la había matado…

Alzó la vista, las lágrimas brillando en sus ojos a la luz fluorescente del pasillo y continuó:

—Quise hacerle comprender que podíamos superarlo juntos. Si nos apoyábamos mutuamente. Le dije que lo quería y que sabía que él también seguía queriéndome a mí —susurró.

Una única lágrima se le derramó del ojo y le bajó por la mejilla. La secó con el dorso de la mano.

—Se puso muy nervioso —tartamudeó—. Gritaba cada vez más fuerte y entonces me… ¡Me lo merecía! ¡Yo tengo la culpa de lo que pasó! Nunca va a volver…

Las lágrimas ahora le corrían por ambas mejillas. La señora Henderson abandonó el carrito y salió corriendo. Logan la siguió con la mirada hasta que la vio desparecer por una puerta de dos hojas y suspiró.

La agente Watson estaba sentada en la sala de espera, la cabeza echada hacia atrás y con un fajo estrujado de pañuelos de papel aplastado contra la cara. Estaba muy colorada.

—¿Cómo va esa nariz? —preguntó Logan, dejándose caer en la silla de plástico de al lado, intentando calmar el temblor que le había invadido el cuerpo entero.

—Duele —repuso Watson, mirándolo de reojo para no tener que mover la cabeza—. Pero no tengo nada roto, o eso creo al menos. ¿Y el prisionero?

Logan se encogió de hombros, arrepintiéndose en el acto de haber hecho un gesto tan brusco.

—¿Y los demás? —carraspeó, haciendo una mueca de dolor.

La agente Watson señaló hacia el fondo del pasillo a una sala de tratamiento.

—A uno de los adiestradores de perros le están mirando las costillas. Los demás están intactos. —Sonrió e hizo una mueca—. ¡Aaay! Se ve que uno de los tipos del antro ha perdido los incisivos.

Volvió a mirar de reojo a Logan, que se frotó el cuello con la mano por enésima vez desde que se había sentado.

—¿Estás bien? —le preguntó, preocupada.

Logan bajó el cuello de la camisa, revelando el cuello en toda su gloria agarrotada. Watson hizo otra mueca, esta vez de empatía. Las huellas rojas y púrpuras de los dedos de Doug el Desesperado destacaban contra la piel pálida de Logan. Los dos cardenales más grandes estaban a cada lado de la tráquea, donde el anciano había intentado exprimirle toda la vida con las manos.

—¡Hostia! ¿Qué es eso?

—Bueno, digamos que me caí y no pude levantarme —repuso Logan, tocándose otra vez el cuello—. El señor MacDuff quiso que fuera de forma permanente.

De repente le vino la imagen del cúter brillando bajo la luz invernal y se estremeció.

—¡Vaya con el abuelo cabrón!

Logan estuvo a punto de sonreír, aliviado: por fin alguien estaba de su parte.

El inspector Insch no se mostró tan comprensivo. En cuanto entraron por la puerta de la jefatura Force, Logan con otro bolsillo lleno de analgésicos y la agente Watson con la confirmación de que no tenía la nariz rota, el recado les fue comunicado por el agente de recepción: Logan tenía que acudir al despacho del inspector. ¡Inmediatamente!

Cuando entró, Insch estaba de pie de espaldas a la puerta y con las manos agarradas por detrás, la calva brillando bajo los fluorescentes del techo. Estaba mirando por la ventana a la nieve que caía sin parar.

—¿Se puede saber qué demonios creía que estaba haciendo? —preguntó.

Logan volvió a frotarse el cuello y contestó que solo pretendía detener al asesino de Geordie Stephenson.

Insch suspiró.

—Subinspector, lo que ha hecho es darle una paliza a un anciano hasta dejarlo inconsciente. Los médicos dicen que su condición es crítica. ¿Y si la palma? Imagine cómo va a quedar eso en el periódico de mañana: «¡Agente mata a hostias a un jubilado!». ¿En qué diablos estaba pensando?

Logan carraspeó, arrepintiéndose en el instante. Cómo le dolía.

—Pues… Es que… Estaba actuando en defensa propia, señor.

Insch se dio la vuelta. Estaba colorado como un tomate.

—El uso moderado de la fuerza no incluye apalear a un anciano… —dijo, callándose de golpe cuando vio el cuello magullado de Logan—. ¿Qué es eso? No me diga que Watson ha intentado matarlo a chupetones.

—El señor MacDuff quiso estrangularme, señor.

—¿Por eso lo golpeó?

Logan hizo una mueca y asintió con la cabeza.

—Era la única forma de impedir que me matara —dijo, sacando del bolsillo una bolsa transparente en la que había guardado el cúter y dejándola con la mano temblorosa encima del escritorio de Insch—. Tenía intención de trincharme con esto.

Insch cogió la bolsa y le dio un par de vueltas, examinando el cúter a través del plástico.

—Vaya. Genio y figura hasta la sepultura —susurró finalmente. Miró a Logan directamente a los ojos—. Lo más probable es que lo releven temporalmente del cuerpo mientras se investigue el caso. Si Doug el Desesperado decide presentar cargos… —Se encogió de hombros—. Sabe perfectamente cómo están las cosas ahora mismo, Logan. Un incidente como éste podría ser desastroso para nuestra imagen.

—Iba a matarme…

—Le ha atizado una paliza a un anciano hasta dejarlo inconsciente. No importa el porqué. Nadie va a ver más allá del resultado. Es decir, violencia policial de la peor clase.

Logan no daba crédito a sus oídos.

—O sea que me va a dejar en las astas del toro.

—Subinspector, no voy a hacer nada porque la comisión de prácticas profesionales no va a dejar que haga nada. El asunto no está en mis manos.

El centro de coordinación estaba vacío, salvo Logan y su montaña de papeles. Estaba sentado en la penumbra con un vaso de café frío y una bolsa medio vacía de bolitas crujientes de chocolate en la mesa a su lado. Intentando dejar de temblar.

El cuchillo.

Logan se pasó la mano por la cara. Hacía mucho que no pensaba en aquella noche. Tendido en la azotea de una torre de pisos, semiinconsciente, mientras Angus Robertson lo apuñalaba una y otra y otra vez… Y ahora Doug MacDuff el Desesperado le había evocado la pesadilla como un alarido.

Logan había rellenado los formularios, explicando por qué le había metido tal felpa a un anciano que lo habían tenido que ingresar en la UCI. Eso después de la hora y media festiva que había pasado delante del ceño fruncido del inspector Napier, que le había acribillado a preguntas capciosas y le había dejado muy claro lo que le deparaba el futuro inmediato. Ahora no le quedaba otra que esperar a que le notificaran su suspensión. Apenas hacía una semana que le habían dado el alta y su carrera estaba a punto de irse al traste. ¡Y él ni siquiera tenía la culpa!

Dio un suspiro y miró el rostro muerto de Geordie Stephenson. Lo peor de todo era que ahora iba a ser casi imposible condenar a Doug el Desesperado por asesinato. El jurado iba a ver a un pobre vejete víctima de la agresión policial y encima, acusado injustamente de cargarse a un gorila de Edimburgo. ¡Si ese anciano no era capaz de matar a una mosca, por favor! ¡Con lo frágil que era! El fiscal no iba a querer el caso ni regalado.

Logan dejó que la cabeza se le cayera hacia delante hasta reposarla encima de la pila de papeles.

—¡Mierda! —dijo, dando unos cuantos cabezazos a la mesa al compás de sus palabras—. Mierda, mierda, mierda, mierda…

Entonces sonó la melodía estridente de su teléfono móvil. Logan suspiró, lo sacó del bolsillo y se lo llevó al oído.

—Logan —dijo, sin pizca de entusiasmo.

—¿Subinspector McRae? Hola. Soy Alice Kelly. Nos conocimos ayer. En la casa de seguridad, ¿se acuerda? La casa donde estaba Philips.

A Logan de repente le vino la imagen de la policía de carnes fofas vestida de paisano que llevaba demasiados anillos.

—Ah, sí. Hola —dijo, incorporándose en la silla—. ¿Cómo que la casa donde estaba? ¿Ahora dónde está?

—Bueno. Por eso llamo. —Una pausa violenta—. Verá, el agente Harris tuvo que ir al colmado a buscar leche y una bolsa de patatas fritas. Yo estaba en la ducha…

—¡No me diga que lo han perdido!

—En realidad no lo hemos perdido. Estoy convencida de que ha salido a dar una vuelta. Seguro que vuelve antes de que anochezca.

Logan miró el reloj. Eran las tres y media. Ya había anochecido.

—¿Lo han buscado?

—Sí. El agente Harris. Yo me quedo aquí, por si vuelve.

Logan dio otro cabezazo en la mesa.

—¿Oiga? ¿Hola? ¿Le ocurre algo?

—No va a volver —espetó Logan con los dientes apretados—. ¿Han avisado a Control que ha desaparecido?

Otro silencio incómodo.

—¡Por el amor de Dios! —espetó Logan—. Ahora se lo comunico.

—¿Y qué quiere que haga yo?

Logan, siendo un perfecto caballero, no se lo dijo.

Diez minutos después, todos los coches patrulla de la ciudad estaban informados de que Roadkill volvía a estar deambulando por las calles de Aberdeen. A Logan tampoco le hacía falta una bola de cristal para adivinar hacia dónde iba a dirigirse. Iría directo a la alquería con sus edificios llenos de cosas muertas.

La distancia entre Cults y Summerhill era considerable, sobre todo bajo aquella nieve implacable, pero Roadkill estaba muy acostumbrado a caminar distancias largas. Empujando su depósito de cadáveres portátil por las carreteras y senderos de la ciudad. Recogiendo animales muertos por el camino.

Sin embargo, Bernard Duncan Philips no consiguió su objetivo. Lo hallaron tres horas y media más tarde en el bosque de Hazlehead, tendido en un charco casi congelado de sangre.

El bosque parecía algo salido de un cuento de hadas, todo blanco y negro. Los árboles viejos y retorcidos cubiertos de una manta de escarcha y nieve. Una serpenteante carretera de vía única atravesaba el centro del parque y Logan avanzó a paso de caracol dentro del coche del Departamento de Investigación, evitando maniobras bruscas para no acabar deslizándose en el camino y estrellándose contra un árbol. A unos dos kilómetros hacia el interior del bosque, sepultado bajo la capa de nieve, había una especie de aparcamiento entre los árboles, una zona sin asfaltar donde la tierra se había ido haciendo cada vez más compacta con el paso de los años. En medio del aparcamiento había un solo árbol, una haya enorme adornada de invierno y rodeada de un grupo de maderos que pululaban por ahí sin propósito aparente, echando nube tras nube de vaho al aire gélido. Y helándose los cojones.

Logan dejó el coche al lado de la furgoneta sucia del Departamento de Investigación, apagó el motor y se bajó a la nieve resbaladiza y compacta. El aire le golpeó la cara como una bofetada. Se dirigió tiritando hacia la tienda policial que habían erguido alrededor de la escena del crimen, rogando a Dios que hiciera más calor en el interior. La esperanza quedó en un ruego. En el centro de la tienda vio una mancha de sangre que se extendía hacia fuera, un charco espeso y lleno de cristales de hielo que resaltaban brillantes sobre la superficie. Había huellas por todas partes y al lado del charco de sangre, se distinguía una depresión en forma de hombre. Roadkill había estado tendido en posición fetal, desangrándose en la nieve.

Logan agarró al fotógrafo. Era Billy: el hincha calvo del Fútbol Club Aberdeen que había ido a hacer las fotos en el vertedero. Todavía llevaba el mismo gorro rojo.

—¿Dónde está el cadáver?

—Urgencias.

—¿Cómo?

—No está muerto —dijo el joven, mirando primero la mancha carmesí y luego a Logan—. Bueno, de momento.

De modo que Logan se encontró en el hospital de Aberdeen por segunda vez ese mismo día. Habían ingresado a Bernard Duncan Philips con el cráneo fracturado, varias costillas rotas, los dos brazos rotos, una pierna rota, varios dedos fracturados y heridas internas que se habrían producido como consecuencia de haber recibido repetidas patadas en el estómago. Lo habían llevado directamente al quirófano pero esta vez, las fieras habían sido más meticulosas. Nadie esperaba que se recuperara.

Logan se quedó en el hospital porque en el fondo, tampoco se le ocurría adónde ir. No tenía ganas de volver a Force a esperar que le notificaran oficialmente su inminente suspensión. Al menos si permanecía donde estaba con el móvil apagado, podía fingir que no iba a pasar nada.

Cuatro horas después apareció una enfermera con el semblante muy serio y acompañó a Logan por el laberinto de pasillos hasta la UCI. El médico que había atendido a Doug el Desesperado estaba de pie al lado de la cama de Roadkill, estudiando un gráfico.

—¿Cómo ha ido?

El médico alzó la vista de la tablilla.

—¿Otra vez por aquí?

Logan miró el hombre magullado y vendado.

—¿Es tan grave como parece?

—Hombre —dijo el médico, con un suspiro—, ha sufrido una lesión cerebral. No sabremos la gravedad hasta que hayan pasado algunos días. Por ahora, su condición es estable.

Los dos permanecieron en silencio mirando como subía y bajaba trabajosamente el pecho de Roadkill.

—¿Tiene alguna posibilidad?

El médico se encogió de hombros.

—Creo que hemos parado las hemorragias a tiempo. Lo que puedo decirle con certeza es que este hombre no va a tener más hijos. Le han destrozado los dos testículos. Pero sobrevivirá.

Logan hizo una mueca.

—¿Y el hombre que he acompañado antes? ¿El señor MacDuff?

—No pinta bien —repuso, negando con la cabeza—. No pinta nada bien.

—¿Se repondrá?

—Lo siento. No puedo hablarle de su condición. Confidencialidad del paciente. Tendrá que preguntárselo al señor MacDuff.

—De acuerdo. Así lo haré.

El médico volvió a negar con la cabeza.

—Esta noche, no. Es un hombre muy mayor y hoy ha tenido un día muy duro. Son casi las doce. Deje que descanse —aconsejó, mirando a Logan con expresión de tristeza—. Créame: ese hombre no se va a ninguna parte esta noche.

En la calle, la nieve había cesado y el cielo estaba despejándose: un cuenco de color negro impenetrable, las estrellas difuminadas por las luces de la ciudad. Logan salió del hospital y se metió en la oscuridad gélida.

Una ambulancia se acercó lentamente a la entrada, las luces lanzando destellos.

Logan dio la espalda a la escena y se subió al coche que había cogido del parque móvil. Suspiró y el parabrisas se empañó en el acto. Entonces sacó el teléfono móvil del bolsillo y volvió a encenderlo. Mejor que afrontara las consecuencias. A esa hora de la noche, tampoco lo iba a llamar nadie.

Tenía cinco mensajes, cuatro de Colin Miller, desesperado por saber qué le había pasado a Roadkill. La otra, sin embargo, era de la agente Jackie Watson, preguntándole si no tenía nada mejor que hacer, por supuesto, si querría, pero no importaba si no le apeteciera, ir al cine quizá, o tal vez el cine no, sino a lo mejor a tomar una copa con ella porque había sido un día de perros… Y si le apetecía, esto, hacer algo, pues que entonces quizá podría devolverle la llamada. Había dejado el mensaje a las ocho. Más o menos a la misma hora que Logan se había instalado a esperar que Roadkill saliera del quirófano.

Marcó su número de teléfono. Era tarde, pasada la medianoche, pero tal vez no demasiado tarde…

El teléfono sonó una y otra y otra vez. Finalmente saltó una voz metálica informándole que el número al que llamaba no estaba disponible y que volviera a probar más tarde.

Por segunda vez ese día, soltó una lista de obscenidades marcando cada una de ellas con un cabezazo contra lo que tenía delante. El volante chirrió con cada golpe que dio con la frente contra el plástico.

¡Qué asco de día!

Cuando se hubo despejado el parabrisas, Logan apretó el acelerador para calentar el motor y salió del aparcamiento del hospital cagándose en todo. Con los dientes apretados, se dirigió hacia el primer cruce y pisó con fuerza el freno, deleitándose de forma macabra al comprobar cómo la parte trasera del coche pretendía adelantarse al capó. Le dio de nuevo al acelerador y maniobró el volante en la misma dirección que el patinazo, consiguiendo enderezar de nuevo el coche justo en el momento de doblar la esquina y meterse en la carretera principal. En el siguiente semáforo había un camión parado, esperando que cambiara a verde y a Logan le entraron unas ganas repentinas de hundir el acelerador hasta el suelo y embestirlo por detrás.

No lo hizo. Optó por despotricar un poco más y frenó hasta reducir la velocidad al mínimo.

La melodía estrepitosa que le salió del bolsillo de la chaqueta lo sobresaltó. ¡Era Jackie, la agente Watson, devolviéndole la llamada! Con una sonrisa, extrajo el móvil del bolsillo y se lo llevó al oído.

—¿Sí? —dijo, con el tono más optimista del que era capaz.

—¿Lázaro? ¿Eres tú? —preguntó Colin Miller—. ¡Joder, Lázaro tío! ¡Hace horas que intento localizarte!

Logan se quedó sentado con el teléfono pegado a la oreja, observando cómo el semáforo cambiaba de rojo a ámbar.

—Ya lo sé. He recibido tus mensajes.

—Le han pegado una paliza de cojones a Roadkill. ¿Lo sabías? ¿Qué ha pasado? ¡Cuéntame algo, macho!

Logan le dijo que no.

—¿Qué? ¡Vamos, Lázaro! Pensaba que éramos colegas, tío.

Logan frunció el entrecejo y miró hacia la noche fría y vacía.

—¿Después de lo que has hecho? ¡Tú no eres mi puto amigo ni eres nada!

Miller se quedó callado, anonadado.

—¿Después de lo que he hecho? ¿De qué estás hablando? ¡Hace días que no me meto con el divo de la pantomima! ¿Y no te escribí el artículo de marketing que me pediste? ¿Qué más quieres, joder?

El semáforo finalmente cambió a verde y el camión arrancó, dejando atrás a Logan y el coche del Departamento de Investigación Criminal.

—Has informado al mundo entero que hemos encontrado el cadáver de Peter Lumley.

—¿Y qué? Es verdad. ¿Qué pasa?

—Que iba a volver a por él. El asesino. ¡Iba a volver a buscarlo y así íbamos a pillarlo!

—¿Cómo?

—Había escondido el cuerpo del chaval. Iba a volver. Pero ahora que has gritado a los cuatro vientos que lo hemos encontrado, en la primera plana nada menos, el asesino ya lo sabe. No va a volver. ¡Ese tipo todavía anda suelto y acabas de joder la mejor posibilidad que teníamos de coger a ese hijo de puta! El próximo niño que desaparezca será por tu culpa, ¿me entiendes? ¡Podríamos haberlo pillado!

Otro silencio. Cuando respondió, la voz de Miller era poco más que un susurro, apenas perceptible encima la calefacción del coche.

—Hostia, Laz. No tenía ni idea. ¡Si lo llego a saber jamás hubiera publicado ni una sola palabra! Lo siento.

Lo peor de todo es que parecía verdaderamente arrepentido. Logan respiró hondo y metió la primera.

—Tienes que decirme quién te está pasando toda esa información.

—Sabes que no puedo, Lázaro. No puedo.

Logan suspiró y arrancó, dirigiéndose hacia el centro de la ciudad.

—Escucha, Laz. Yo estoy a punto de terminar. ¿Quieres que quedemos y que vayamos a tomar una copa? Todavía hay un par de locales abiertos en la zona del puerto… Invito yo.

Logan dijo que no le apetecía y colgó.

Las calles en el centro de la ciudad estaban casi vacías. Abandonó el coche delante de su casa y se arrastró por las escaleras hasta la puerta del piso. La casa estaba helada así que encendió la calefacción al máximo y se sentó en la oscuridad, mirando a las luces que brillaban al otro lado de las ventanas, y se lamentó de su mala suerte. Intentó no pensar en el cuchillo.

La luz roja del contestador parpadeaba frenética en la oscuridad, pero los únicos mensajes que había eran de Miller. Nada de la agente Watson diciéndole que lo esperaba despierta con una botella de champán y el negligé. Y unas tostadas, quizá.

El estómago de Logan rugió suavemente. Era casi la una de la noche y no había comido nada desde la hora del desayuno salvo un puñado de bolitas crujientes de chocolate y unos cuantos analgésicos.

En la cocina dio con un paquete de galletas de chocolate y una botella de vino tinto. Logan abrió las dos cosas, se sirvió una copa generosa de Shiraz y se metió una galleta entera en la boca. Entonces volvió malhumorado a la sala de estar donde se hundió en una silla.

—No tomar con alcohol —dijo, haciendo un brindis a su propio reflejo en la ventana.

Ya iba por la mitad de la segunda copa de vino cuando sonó el timbre. Despotricando, se levantó de la silla y se acercó a la ventana. En la calle, apretujado entre dos coches en la acera de enfrente, vio un coche lujoso que ya le resultaba muy familiar.

Colin Miller.

El periodista estaba de pie en la puerta de su casa, con cara de arrepentido y dos grandes bolsas de plástico.

—¿Qué quieres? —preguntó Logan.

—Oye, sé que estás cabreado, ¿vale? Pero no lo hice expresamente. Si lo llego a saber, me hubiese callado la boca, te lo juro. Lo siento muchísimo, de verdad —dijo, y con una sonrisa contrita, levantó las bolsas de plástico—. ¿Prenda de paz?

Se instalaron en la cocina, donde Miller sacó una botella fría de Chardonnay, que dejó junto a la botella de Shiraz de Logan, y un surtido de recipientes de plástico llenos de comida tailandesa para llevar. Todos desprendían un olor embriagador a especias.

—Es que conozco al dueño —explicó Miller, sirviéndose unas cucharadas de curry verde de gambas—. Le hice un par de favores cuando vivía en Glasgow. Y abre hasta tardísimo.

Logan tuvo que reconocer que la comida le estaba sentando de maravilla. Mucho mejor que unas galletas de chocolate con vino tinto.

—No me digas que has venido hasta aquí con el frío que hace solo porque querías traerme la cena.

—Bueno, ahora que lo dices —empezó Miller, llenándose el plato de tallarines fritos—, tengo una especie de dilema moral. Un tema complicado.

Logan se quedó inmóvil con el tenedor a unos centímetros de la boca, un pedazo reluciente de pollo deseando ser engullido.

—¡Lo sabía!

—¡No tan deprisa, león! —dijo Miller con una sonrisa—. El dilema moral es el siguiente: tengo una historia que es la bomba; el problema es que si la publico, podría joderle toda la carrera a uno de los protagonistas.

Logan arqueó una ceja.

—Después de lo que le hiciste al inspector Insch, me extraña que te lo hayas pensado dos veces.

—Sí, vale. Pero es que en este caso, el menda al que voy a destrozar me cae bien.

Logan metió el trozo de pollo en la boca y masculló:

—¿Y qué? ¿De qué va la historia? —preguntó masticando.

—Héroe policial mata a un anciano de una paliza.