El plan era sencillo. Todos aquéllos que fueran o vinieran del lugar del asesinato tratarían de pasar desapercibidos. El número de personas que entraran en el lavabo se reduciría al mínimo y volverían a colocar el mismo candado en la puerta. Iban a llevarse el cadáver a escondidas, dejando un par de uniformes para que vigilaran el edificio desde la seguridad y el calor de un coche del parque móvil del Departamento de Investigación, que estacionarían entre unos arbustos a cierta distancia del lavabo desde donde se viera claramente la entrada. La nieve incesante había limpiado la miríada de pisadas alrededor de los lavabos, dejándolo todo liso y blanco y borrando toda huella del ajetreo de la tarde. Decidieron no acusar de escalamiento a los tres niños que habían hallado el cadáver, siempre que mantuvieran la boquita bien cerrada. Nadie podía enterarse de que habían encontrado el cadáver de Peter Lumley. El asesino iba a volver con sus tijeras, en busca de su más preciado souvenir, y los agentes lo arrestarían. El plan era infalible. ¿Qué podía salir mal?
El artículo de Miller acerca de la vida trágica de Bernard Duncan Philips, alias Roadkill, quedó relegado a la página cuatro, junto con un reportaje sobre unos tractores nuevos y otro sobre un mercadillo benéfico de artículos de segunda mano. El artículo era bueno, por muy sepultado que estuviera entre todas las otras noticias. Miller había convertido a Roadkill en un personaje digno de compasión con un trastorno mental causado por la terrible muerte de su madre. Un hombre inteligente abandonado por la sociedad que luchaba por comprender el mundo confuso que le rodeaba. Además, Miller se había esmerado en hacer que pareciera que la policía local sabía exactamente lo que estaba haciendo cuando lo habían liberado.
Si la historia de Bernard hubiese sido la única que hubiera publicado Miller en el Press and Journal de la mañana, todos los policías de la jefatura Force lo hubiesen celebrado.
El segundo artículo de Miller salía en la primera plana: un inmenso titular que gritaba a voz viva: «¡PEDERASTA ASESINO ATACA DE NUEVO! ¡HALLADO EL CADÁVER DEL SEGUNDO NIÑO DESAPARECIDO EN LAVABO PÚBLICO!».
—¿Cómo diablos se ha enterado? —gritó Insch, golpeando la mesa con el puño y haciendo saltar tazas, documentos y a todos los que habían acudido a la reunión informativa.
El plan que habían elaborado para atrapar al asesino en cuanto volviera a por su trofeo se había ido oficialmente al traste y no quedaba ninguna esperanza de arreglar semejante fiasco. Todos los detalles más escabrosos aparecían en negrita en la primera página del Press and Journal en tono de indignación y cólera.
—¡Era la mejor oportunidad que teníamos de pillar al hijo de puta este antes de que vuelva a matar! —chilló Insch, cogiendo su ejemplar del periódico y temblando de rabia mientras mostraba a los agentes los titulares de la primera plana—. ¡Iba a ser nuestro! ¡Y ahora va a tener que morir otro niño porque un cabrón imbécil no ha sabido callarse la puta boca!
Arrojó el periódico al otro lado de la sala. Voló dando vueltas en el aire, chocando contra la pared opuesta con un estallido de hojas. A sus espaldas estaba el inspector Napier, con un semblante que recordaba una versión pelirroja de la Parca. No abrió la boca, sino que se limitó a fulminarlos a todos con la mirada por debajo del ceño fruncido mientras Insch se desataba en injurias.
—Pues ahora les diré lo que voy a hacer —continuó Insch, metiendo la mano en el bolsillo y sacando una gruesa cartera de cuero marrón. La abrió y extrajo un fajo de billetes—. La primera persona que me venga con un nombre se lo lleva.
Tiró los billetes encima de la mesa. Hubo un momento de silencio. Entonces Logan sacó su propia cartera y añadió a la pila todo el dinero que llevaba encima.
Y eso provocó una estampida: desde los policías y los oficiales hasta los subinspectores vaciaron los bolsillos y dejaron toda la pasta en la mesa. Cuando hubieron acabado, habían conseguido reunir una cantidad considerable de dinero y aunque para ser recompensa no fuera nada del otro mundo, la iniciativa había sido sincera y espontánea.
—Muy bonito —observó Insch, con una sonrisa irónica—, pero todavía no sabemos quién es el bocazas.
Todos volvieron lentamente a sus asientos y el inspector los miró con una expresión que se aproximaba mucho al orgullo. El semblante de Napier era menos transparente: su mirada iba saltando de agente en agente en busca de un gesto de culpabilidad, deteniéndose tantas veces en Logan que empezó a ponerse nervioso.
—De acuerdo, pues —siguió Insch—. Una de dos: o en esta sala hay un hijo de puta mentiroso que cree que por haber contribuido se va a salir con la suya, o que el topo de Miller trabaja para otro. Espero que sea el segundo caso —dijo, ahora sin rastro de sonrisa—, porque como me entere de que ha sido alguien de este equipo, me encargaré personalmente de crucificarlo.
Se sentó en el borde de la mesa, miró a Logan y dijo:
—Subinspector McRae, asigne las tareas del día.
Logan leyó la lista de nombres. Algunos tenían que ir a peinar el parque nevado, otros iban a pasar el día llamando de puerta en puerta buscando a algún testigo que hubiera visto al asesino en el momento de abandonar el cadáver del niño. Los demás irían a investigar las numerosas llamadas de teléfono recibidas de los ciudadanos preocupados. La gran mayoría habían entrado poco después de que hubieran anunciado que acababan de liberar a Roadkill. Lo insólito era que tanta gente recordara de repente haberlo visto con su papelera de ruedas cerca del punto en que habían desaparecido los niños.
Al terminar la reunión informativa, todos se levantaron y abandonaron la sala, mirando de reojo la montañita de dinero que había encima de la mesa con los rostros tan desabridos como el día que hacía fuera. Finalmente solo quedaron Napier, Logan e Insch.
El inspector Insch recogió el dinero de la mesa, lo guardó en un sobre grande de color marrón y escribió en letras grande «indemnización en sangre» en la parte de delante.
—¿Alguna sospecha?
Logan se encogió de hombros.
—Quizá sea alguien del Departamento de Investigación. Ellos tienen acceso a todos los cadáveres.
Napier arqueó una ceja desdeñosa.
—Aunque los agentes de este equipo hayan contribuido a la recompensa, no quiere decir que no sean culpables. Podría haber sido cualquiera de los que hemos visto hoy —dijo, mirando directamente a Logan para remarcar sus palabras—. Cualquiera.
Insch se quedó pensativo, el rostro oscuro y distante.
—Podríamos haberlo pillado —dijo después de unos instantes, sellando el sobre—. Solo hacía falta un poco de vigilancia. Ese cabrón iba a volver seguro.
Logan asintió con la cabeza. Podrían haberlo cogido.
Napier seguía mirando fijamente a Logan.
—En fin —suspiró Insch, guardando el sobre lleno de dinero en uno de los bolsillos interiores de la americana—. Si nos disculpa, inspector, la autopsia comienza a las nueve y no quisiera llegar tarde. Si no, es posible que a la exnovia de Logan le dé por sacarnos las tripas a nosotros.
Cuando llegaron al sótano, Logan e Insch encontraron a la doctora Isobel MacAlister con un grupo de espectadores. Su machote de la melenita lacia estaba dando vueltas, haciendo sus habituales aspavientos afeminados y estúpidos. También había tres estudiantes de medicina con sus libretas preparadas, ansiosos e impacientes por aprender la mejor técnica para despedazar el cuerpo de un niño de cuatro años recién asesinado. Isobel saludó al inspector pero ni siquiera miró a Logan.
El cadáver desnudo de Peter Lumley estaba extendido en medio de la mesa: pálido, ceroso y espeluznantemente muerto. Los estudiantes iban tomando notas, el machote sonreía como un idiota e Isobel se dedicó a cortar, examinar, extraer y pesar pedazos del cuerpo del crío. El caso era casi idéntico al de David Reid, salvo que el cuerpo del pequeño Peter Lumley no estaba en un estado avanzado de descomposición y no había sufrido ninguna mutilación genital. El asesino lo había estrangulado con una cuerda, seguramente cubierta de plástico. También le había introducido un objeto inflexible en el cuerpo después del fallecimiento.
Otro niño muerto para la colección.
La pequeña sala de coordinación de Logan estaba vacía cuando subió de la autopsia, mareado y nauseabundo. El rostro muerto de Geordie Stephenson lo miraba imperturbable desde la pared. Dos casos. Ninguno bien encaminado.
En la bandeja de entrada encontró un sobre acolchado grande que había mandado el departamento forense a la atención de: «Subinspector Lázaro McRae».
—Vaya pandilla de gilipollas.
Se hundió en la silla y desgarró la solapa del sobre. Contenía los informes forenses, de los que habían eliminado todas las palabras de fácil comprensión, sustituyéndolas por media tonelada de jerigonza indescifrable. Aparte de eso, encontró el molde de una dentadura, hecho de resina de color crema.
Logan sacó el molde de la bolsa y frunció el ceño. Alguien la había cagado. Se suponía que iban a hacerle un molde de las mordeduras que habían encontrado en el cuerpo de Geordie y se suponía que tenía que corresponder con la boca de Colin McLeod. La única forma de hacer que coincidiera aquello con la dentadura de Colin McLeod era si se transformaba en hombre lobo. Un hombre lobo falto de la mitad de los dientes, además…
Con una sensación creciente de temor, Logan cogió las hojas del informe de la autopsia de Geordie y empezó a leerlas. La parte que describía las mordeduras era muy precisa.
Cerró los ojos y juró.
Cinco minutos después salió corriendo por la puerta de la jefatura arrastrando consigo a una agente Watson muy desconcertada.
El Turf ‘n Track se veía tan ruinoso e inhóspito como la última vez que habían aparcado delante. La capa blanca de nieve, en lugar de darle un aire alegre y festivo, solo acentuaba aún más la decadencia del rectángulo achaparrado de cemento de las tiendas colindantes. La agente Watson deslizó el coche hasta el aparcamiento de delante, donde permanecieron contemplando el viento huracanado y la tormenta de nieve y esperando una confirmación de que el coche patrulla Quebec Tres Uno estuviera posicionado en la parte posterior. No era su ronda habitual pero tampoco tenían nada mejor que hacer.
Alguien golpeó la ventanilla del pasajero y Logan se sobresaltó.
Al otro lado del cristal vio a un hombre de aspecto nervioso que llevaba el brazo envuelto en un protector acolchado de cuero. Logan bajó la ventanilla.
—Quería saber si el pastor alemán en cuestión… ¿Es muy grande? —preguntó el hombre nervioso, implorándole con la mirada que la respuesta fuera negativa.
Logan le mostró el molde de la dentadura para que el adiestrador de la división de perros de la policía se hiciera una idea. Al hombre no pareció servirle de consuelo.
—Vale… Es decir, grande. Con muchos dientes —suspiró el adiestrador—. ¡Genial!
Logan pensó en el hocico canoso de Winchester.
—Quizá le alegre saber que es un perro bastante viejo.
—Aahh… —asintió el hombre, cada vez más deprimido—. Grande, dentudo y encima, experimentado.
Llevaba un palo metálico largo con un lazo de plástico colgando de uno de los extremos. El adiestrador le dio un ligero cabezazo, provocando un pequeño chaparrón de lluvia helada que entró por la ventanilla abierta.
De repente crepitó la radio: Quebec Tres Uno ya estaba en posición. Había llegado el momento de ponerse en marcha.
Logan se bajó del coche y patinó hasta el otro lado del aparcamiento. La agente Watson fue la primera en completar el trayecto desde el coche hasta la puerta del Turf ‘n Track. Se aplastó contra la pared al lado de la puerta con la porra levantada, igual que en las películas. Logan la siguió con las manos hundidas hasta el fondo de los bolsillos, la espalda encorvada y las orejas rojas del viento gélido. A la zaga, gruñendo y resbalándose por todas partes, iban los dos adiestradores de perros. Cuando llegaron a la tienda, los dos imitaron a Watson, arrimándose a la pared con los palos alzados.
Logan se quedó mirándolos a los tres y movió la cabeza con gesto sardónico.
—Esto no es Starsky y Hutch, chavales —dijo, abriendo tranquilamente la puerta, de la que salió un estrépito ensordecedor.
El olor a perro mojado y cigarrillos liados a mano casi lo tumbó cuando cruzó el umbral del establecimiento. Tardó unos momentos en adaptar la vista a la penumbra. Encima del largo mostrador de madera parpadeaban un par de televisores, uno en cada rincón. Los dos emitían la misma carrera de galgos, las imágenes discontinuas y el sonido subido a tope.
Había cuatro hombres sentados en el borde de unas sillas de plástico rajadas, todos con la mirada pegada a las pantallas y gritando como descosidos.
—¡Vamos, que te pesa el culo, cabrón! ¡Corre, hijo de puta!
Doug el Desesperado no estaba entre ellos, pero su perro estaba despatarrado en el suelo delante de una estufa eléctrica de tres barras, echando vapor y con la lengua colgando de un lado de la boca.
Una ráfaga de viento seguida de una racha de nieve invadió la sala oscura, despejando ligeramente la niebla de humo y sacudiendo los carteles colgados en la pared. Sin volverse, un hombre fornido vestido de vagabundo que se ha dado el día libre gritó:
—¡Cierra la puta puerta, joder!
El viento erizó el pelo del pastor alemán dormido y la bestia movió las patas como si estuviera persiguiendo algún animalillo. Algo sabroso. Un conejo, o un madero.
Watson y los dos adiestradores pasaron sigilosamente detrás de Logan y cerraron la puerta. Estudiaron detenidamente el perro dormido como si se tratara de una bomba sin explotar. Obrando con previsión nerviosa, uno de ellos se mordió el labio superior, bajó el lazo que salía del palo metálico y lo acercó a la masa humeante de pelo marrón. Dio unos pasos hacia delante. Si conseguían atraparlo mientras dormía, nadie iba a recibir una dentellada. Aprovechando que los clientes estaban absortos en la carrera, se acercó de puntillas, pasito a pasito, hasta colocar el lazo a unos centímetros por encima del hocico canoso de la bestia. En la pantalla, un galgo con un peto amarillo cruzó la línea de meta como un rayo, a dos dedos por delante de un galgo de peto azul. Dos de los clientes se levantaron de un brinco y aplaudieron. Los otros dos juraron como carreteros.
El ruido repentino despertó al pastor alemán, que movió la cola y levantó su cabeza vieja y lobuna. Durante un segundo escaso, el perro miró al adiestrador, que seguía con el palo y el lazo en posición.
El hombre chilló y arremetió, pero no fue lo bastante rápido. El perro se levantó de un salto y soltó un cañoneo de ladridos. El palo cayó contra la estufa eléctrica, destrozando una de las tres barras.
Todas las cabezas en la sala se volvieron hacia el pastor alemán y luego hacia los cuatro policías.
—¿Qué coño…?
Los cuatro hombres se pusieron de pie, puños y tatuajes a porrillo, mostrando los dientes y gruñendo como el perro de Doug el Desesperado.
Se oyó un trueno al otro lado del cuartucho y se abrió la puerta de la sala de atrás de un golpazo. Apareció Simon McLeod con una expresión que cambió rápidamente de la irritación a la ira.
—No buscamos problemas —gritó Logan para que lo oyeran encima de los ladridos—. Solo queremos hablar con Dougie MacDuff.
Simon extendió la mano y apagó las luces. La sala se hundió en la oscuridad, salvo el resplandor espectral de color verde grisáceo de las pantallas parpadeantes que apenas alcanzaban a resaltar las siluetas.
El primer alarido de dolor salió de la boca del adiestrador. Un estruendo, un gruñido y el ruido de alguien que caía al suelo. Un puño pasó silbando muy cerca de la cabeza de Logan. Se agachó y respondió con un puñetazo en sentido contrario. Hubo un momento breve y fugaz de contacto con una piel ajena y un hueso que se quebraba bajo sus nudillos, seguido de un grito apagado, un chorro de líquido que le cayó sobre la mejilla y otro estrépito. Solo deseaba no haberle dado a la agente Watson.
El perro seguía ladrando como un poseso entre gruñidos y bocados en el aire. Los televisores resonaban mientras preparaban la siguiente carrera, mostrando la siguiente ronda de galgos impacientes dentro de sus correspondientes casetas de salida. Un palo metálico golpeó la espalda de Logan. Se tambaleó hacia delante, tropezándose con un cuerpo tendido en posición supina a sus pies, y cayó de cabeza al suelo. De repente notó la fuerza de un pie que se clavaba justo al lado de su oreja, pero desapareció casi en el acto.
De pronto la escena se llenó de una luz blanca. Logan se volvió y vio el perfil de una silueta encorvada contra la nevasca que caía en la calle. El hombre soltó la bolsa de plástico que llevaba en la mano. Cuatro latas de cerveza y una botella de güisqui Grouse cayeron ruidosamente al linóleo estropeado.
En ese instante la luz suave del invierno iluminó la sala, revelando la escena. Uno de los adiestradores estaba en el suelo. El perro le estaba atacando ferozmente el brazo protegido. La agente Watson tenía la nariz toda ensangrentada y le estaba haciendo una llave de cabeza a un hombre corpulento lleno de tatuajes. El otro adiestrador estaba tumbado en el suelo, sujeto por uno de los clientes mientras otro le iba dando puñetazo tras puñetazo en la tripa. Logan también estaba tendido en el suelo, despatarrado encima de un menda que llevaba puesto un mono y que, donde hacía unos minutos tenía los dientes incisivos, ahora tenía un hueco sangrante.
La figura de la puerta se giró y se echó a correr.
¡Doug el Desesperado!
Despotricando como un camionero, Logan se puso en pie con gran esfuerzo y se lanzó hacia la puerta casi cerrada. Una mano le agarró del tobillo y cayó de bruces una vez más. El dolor de las cicatrices en su estómago le atravesó como un rayo. Los dedos que le rodeaban el tobillo lo agarraron con todavía más fuerza y otra mano le cogió de la pierna.
Jadeando de dolor, Logan cogió como si fuera una porra la botella de güisqui rota que tenía al lado y con un movimiento veloz, la golpeó contra la cabeza del agresor. Oyó un ruido sordo y los dedos finalmente se relajaron.
Logan se echó hacia atrás, se levantó con gran dificultad y salió tambaleándose del local. El estómago le ardía como una hoguera. Era como si alguien le hubiera inyectado de gasolina y le hubieran prendido fuego por dentro. Logan apretó los dientes y resopló con fuerza. Entonces sacó el móvil del bolsillo y ordenó a los ocupantes de Quebec Tres Uno que se pusieran las putas pilas y que se dirigieran inmediatamente al establecimiento. Con todo el peso apoyado en la verja que separaba el aparcamiento de las tiendas, miró hacia el final de la calle. Aunque Doug el Desesperado quisiera huir, ya no era ningún pimpollo. No podía estar muy lejos.
A la izquierda, la calle estaba completamente vacía, salvo unos coches aparcados que aparecían y se desvanecían detrás las ráfagas de nieve. A la derecha vislumbró una masa de cemento y ladrillos de un bloque de pisos. Más coches aparcados. Alguien que se metía en uno de los edificios sombríos y desolados.
Logan se enderezó y se echó a correr hacia la puerta por la que se había deslizado la figura. A sus espaldas, Quebec Tres Uno entró como un trueno en el aparcamiento helado con las luces y la sirena encendidas a toda marcha.
Logan avanzó como pudo contra el viento, que con cada paso le iba clavando agujas de hielo en el rostro. La acera resbalaba como un demonio y con cada pisada que daba, se exponía a romperse las narices. Bajó por el camino que llevaba al edificio en el que se había refugiado Doug, saltó por las escaleras de la entrada y abrió la puerta principal de un golpe. El vestíbulo estaba frío y silencioso y Logan respiró con fuerza, creando pequeñas nubes de vaho. Se fijó en unas manchas en forma de árbol al lado de las puertas, extendiéndose más o menos desde la altura de la cadera hasta el suelo: improntas dejadas por un guarro que había meado repetidamente en las puertas de sus vecinos. El olor rancio y penetrante había invadido todo el vestíbulo glacial.
Logan se detuvo, jadeando, y entrecerró los ojos para protegerlos del escozor del frío y la peste a orines. Doug podría haberse escondido en cualquiera de los pisos. También se podría haber ocultado en algún rincón más cercano, detrás de las escaleras. Avanzó muy lentamente, pero el anciano no estaba ahí. Sin embargo, la puerta de atrás estaba entreabierta.
—Mierda —dijo Logan y salió corriendo, metiéndose de nuevo en la nieve.
Los edificios estaban dispuestos de forma que entre cada fila de los bloques de tres y cuatro plantas hubiera un jardín común para tender la ropa. La verdad es que de vergel tenía más bien poco, incluso cuando brillaba el sol. Logan se fijó en unas huellas recientes, desapareciendo lentamente bajo la nieve, que se dirigían hacia el bloque de pisos en el lado opuesto.
Logan las siguió a toda prisa, sin detenerse hasta llegar al otro edificio. Otra calle, otra fila de bloques de pisos. Una puerta que tenía justo delante se cerró de un portazo y Logan se deslizó por el camino, cruzó la calle, abrió la puerta, bajó por el pasillo y volvió a salir por otra puerta trasera. Sin embrago, esta vez no se encontró con otra hilera desolada de edificios grises: ahora solo había una valla de tela metálica de unos dos metros que separaba la zona de tendederos de un descampado lleno de maleza. Al otro lado se entreveía un polígono industrial, un par de torres de oficinas y al fondo de todo, Tillydrone.
Doug MacDuff, alias el Desesperado había trepado hasta lo alto de la valla y estaba a punto de bajar por el otro lado.
—¡Quieto ahí! —gritó Logan, corriendo como podía por la nieve, deslizándose y resbalando hasta pararse justo al final del jardín en el mismo momento en que Doug volvía a desaparecer de vista—. Pero ¿este coño de tío quién es? ¿Houdini?
Una vez encaramado a la valla de tela metálica, Logan descubrió cómo Doug había conseguido esfumarse tan rápidamente. La verja dividía la línea divisoria entre la urbanización de Sandilands y la vía férrea que se dirigía hacia el norte de la ciudad. Escondido detrás de la maleza y los arbustos había un barranco artificial ancho y profundo al fondo del cual estaban las vías del tren. Doug se había deslizado por una de las cuestas empinadas hasta llegar abajo.
Al anciano apenas le quedaban fuerzas para correr. Avanzaba a trote corto siguiendo las vías, tambaleándose una y otra vez y con un brazo agarrado fuertemente al pecho.
Logan saltó desde lo alto de la valla y cayó pesadamente a la nieve. De repente se resbaló hacia delante y solo tuvo que dejar que la gravedad se ocupara del resto. Rodó por la cuesta como una roca, atravesando matas de aulaga y helechos para acabar estrellándose contra la grava dura al fondo del barranco. Recibió el impacto con un grito de dolor. Un chorro de sangre le salía de un corte en el dorso de la mano, la cabeza le zumbaba por la sacudida repentina al caer a la grava, pero lo peor de todo era el dolor que le atravesaba el estómago. Había pasado un año entero y Angus Robertson, el Monstruo de Mastrick, todavía seguía haciéndole daño.
Las escarpas a cada lado de la vía al menos protegían el fondo del barranco del viento. Aquí la nieve caía a un ritmo constante del cielo, flotando hacia el suelo como una manta en el aire manso.
Logan estaba tumbado de lado, gimiendo, reprimiendo las ganas que tenía de vomitar y dejando que la nieve le fuera cubriendo copo a copo. No podía moverse, aunque veía claramente a Doug el Desesperado, que en ese instante se arriesgó a echar una mirada por encima del hombro. Cuando el viejo se dio cuenta de que el madero que lo había estado persiguiendo estaba tumbado y sangrando al lado de la vía del tren, dejó de correr y se volvió para observar a Logan, echando densas e irregulares nubes de vaho por la boca.
Entonces decidió volver. Sin apartarse de la vía, se dirigió lentamente hacia donde estaba Logan. Metió la mano en uno de sus bolsillos y sacó un objeto brillante. Un objeto afilado, además.
Logan notó como si se le llenara el cuerpo de agua helada.
—¡Dios, no!
Intentó darse la vuelta y ponerse de pie antes de que Doug el Desesperado lo alcanzara pero el dolor que tenía en el estómago era tan intenso que le impedía moverse, incluso viendo cómo se le acercaba la muerte paso a paso por la vía.
—Nadie te ha obligado a seguirme —resopló Doug—. ¿Por qué no os limitáis a meteros en vuestros putos asuntos? Ahora tendré que darte una pequeña lección, señor Cerdo.
Alzó el objeto brillante: era un cúter, la hoja extendida hasta el final.
—¡Oh, Dios! ¡No…!
¡Otra vez la misma pesadilla!
—¿Sabes? A mí me gusta mucho el beicon —carraspeó Doug.
Tenía la cara roja, arrugada y repleta de venas rotas. El ojo blanco y apagado era del mismo color de la nieve, la sonrisa torcida y de color marrón nicotínico.
—Lo que ocurre con el beicon —siguió—, es que hay que cortarlo muy fino.
—No lo hagas… —jadeó Logan, haciendo otro intento de darse la vuelta.
—Vamos hombre. No me digas que ahora te vas a poner a llorar, ¿verdad, señor Cerdo? ¿Vas a chillar como un cochinillo? Bueno, tampoco te lo echaría en cara, joder. ¡Vas a sufrir mucho!
—¡Por favor! ¡No lo hagas! ¡No tienes por qué hacerlo!
—¿Ah, no? —Se rió Doug.
La risa se convirtió en un acceso de tos estertorosa seguido de una bola de mucosidad negra y roja.
—¿Qué voy a perder? —preguntó cuando hubo recobrado el aliento—. Dime. Tengo cáncer, señor Cerdo. Hay un médico bajito y muy simpático en el hospital que dice que me queda un máximo de dos años de vida. Van a ser años muy chungos. Y encima, vosotros vais a por mí, ¿verdad?
Logan apretó los dientes y empujó contra el suelo. Consiguió ponerse de rodillas antes de que Doug le hundiera el pie en el centro de la espalda, empujándolo otra vez hacia delante. El suelo se estrelló contra el pecho de Logan.
—¡Aaaaaaaaaaaahhhh…!
—O sea, siendo los hijos de puta que sois, sé que vais a volver a enchironarme y que no saldré vivo. No con el cáncer que me está comiendo los huesos y los pulmones. Y yo me pregunto: ¿qué van a hacerme si te corto en lonchas? Si igualmente voy a estar muerto antes de cumplir la sentencia. ¿A quién le va a importar un cadáver más o menos?
Logan gimió y se tumbó boca arriba. Sentía los copos helados que se le iban derritiendo en el rostro. «Que siga hablando. Haz que hable. Igual aparece alguien. Uno de los agentes. La agente Watson. Quien sea. ¡Por Dios! ¡Que venga alguien!».
—¿Por eso… por eso mataste a Geordie Stephenson?
Doug se echó a reír.
—¿Qué te has pensado? ¿Que ahora vamos a pegarnos una charladita y que voy a descubrir el pastel? ¿Crees que si me haces hablar voy a ponerme a cantar? —preguntó, moviendo la cabeza con gesto de asco—. No deberías mirar tanto la televisión, señor Cerdo. Aquí el único que va a cantar, o mejor dicho chillar, eres tú.
Blandió el cúter hacia Logan y sonrió.
Logan le dio una patada en la rodilla. Con fuerza. Oyó un crujido y Doug se desplomó, dejando caer el cuchillo y agarrando lo que le quedaba de rótula.
—¡Hijo de puta!
Logan resopló a través de los dientes, se dio la vuelta para ponerse de lado y arremetió de nuevo contra Doug. Esta vez, le dio con el pie en la sien, abriéndole una herida de ocho centímetros.
Doug gruñó y se cubrió la cabeza ensangrentada con las manos. Logan lanzó otra patada hacia la crisma del anciano, rompiéndole dos dedos bajo el peso de su bota.
—¡Cabrón de mierda!
Por muy viejo que fuera, por mucho que estuviera muriéndose de cáncer, Doug MacDuff tenía fama de ser un hombre muy duro en todas las cárceles más peligrosas de Escocia. Una fama que se había ganado a pulso. Con un bramido, se movió hacia atrás para ponerse fuera del alcance de la bota de Logan. Entonces se abalanzó sobre él y le rodeó el cuello con sus manos alquitranadas y apretó con todas sus fuerzas, el rostro arrugado y brutal, centrado en el placer de cargarse a un subinspector de policía. Logan cogió las manos que le rodeaban el cuello e intentó apartarlas pero los dedos de Doug parecían de hierro. El mundo se le estaba volviendo de una tonalidad rojiza y los oídos se le habían llenado de un zumbido ensordecedor debido a la presión que se le había acumulado en la cabeza. Soltó una de las manos de Doug, apretó el puño y se lo clavó en la mejilla. El viejo gruñó pero no lo soltó. Logan torció la cara y volvió a golpearlo una y otra vez. La sangre de las heridas de Doug caía a su alrededor, creando unas manchas grandes y rosas en la nieve. Luchando por su vida, golpeó con fuerza la cabeza del anciano. Esta vez consiguió romperle la mandíbula y el ojo blanquecino y ciego de Doug se cerró para no volver a abrirse. Siguió dándole puñetazo tras puñetazo, frenético, ahuyentando como podía la oscuridad que estaba a punto de engullirlo del todo. Una y otra y otra vez… hasta que las manos que le rodeaban el cuello finalmente se aflojaron y Doug se quedó sin fuerzas, cayendo hacia un lado donde se quedó tendido en medio de una mancha de sangre bajo la incesante nieve.