Cuando Logan logró despegarse de la cama y meterse bajo la ducha, el domingo ya estaba golpeando las ventanas de su piso con sus dedos invernales. Los copos de nieve pequeños y helados revoloteaban frenéticos de un lado para otro arrastrados por el viento racheado. Hacía una mañana fría y sombría y poco le quedaba del día de descanso que le habían prometido.
Se puso un traje gris a juego con su humor y empezó a dar vueltas por su casa cálida, haciendo todo lo posible por retrasar el momento en que debía salir de nuevo al tiempo espantoso. De repente sonó el teléfono: el inimitable Colin Miller buscando su maldita exclusiva.
Logan bajó refunfuñando las escaleras comunes hasta la puerta de entrada de la casa. Media tonelada de hielo intentó colarse por la puerta cuando forcejeó con ella para salir a la mañana frígida. La nieve lo atacó como cuchillas de afeitar, azotándole las manos y el rostro descubiertos y quemándole las mejillas y las orejas.
Un día lóbrego como el alma de un abogado.
En la acera estaba el coche lujoso de Miller, que lo esperaba con las luces interiores encendidas y una pieza de música clásica resonando a través del cristal de las ventanillas mientras leía atentamente uno de los periódicos de gran formato. Logan cerró la puerta de la calle de un portazo, sin importarle si despertaba a los vecinos. ¿Por qué tenía que ser el único de pie en la calle en un día tan horroroso? Se deslizó hasta el asiento del pasajero, trayendo consigo una racha de copos blancos y helados.
—¡Vigila el cuero! —gritó Miller encima de la ópera que salía a todo volumen de los altavoces del coche.
Bajó un poco la música, observando cómo la fina capa de nieve se derretía en el abrigo largo y pesado de Logan.
—¿Qué? ¿Hoy no me has traído el desayuno? —preguntó Logan, quitándose el hielo del pelo antes de que pudiera convertirse en un chorro helado que se le escurriera por la nuca.
—¡Sí, hombre! ¡Voy a dejar que me llenes el coche nuevo de migas y grasa! Si la entrevista va bien, te compro una hamburguesa en el McDonald’s, ¿de acuerdo?
Logan le dijo que antes prefería comerse una mierda rebozada.
—¿Y de dónde has sacado la pasta para comprarte un carruaje como éste? Pensaba que los periodistas vivíais en la penuria.
—Bueno —dijo Miller, encogiéndose de hombros y arrancando el coche—. Es que una vez le hice un favor a un pavo. No publiqué un artículo…
Logan arqueó una ceja pero Miller no quiso profundizar en el tema.
Aunque no hubiera mucho tráfico en la carretera a aquella hora del domingo, el tiempo inclemente obligaba a la poca circulación que había a avanzar a paso de tortuga. Miller se colocó detrás de un camión que antaño había sido blanco y que llevaba medio metro de nieve en el techo y varios centímetros de roña en los lados. Un bromista había escrito «¡Ojalá mi mujer fuera tan marrana!», y «¡Lávame!», en la capa de mugre. Las letras brillaban a la luz de los faros del coche del Miller mientras cruzaban lentamente la ciudad hacia Summerhill.
La casa de seguridad era idéntica a todas las demás casas de la calle: una caja de cemento con un pequeño jardín en la parte de delante enterrado bajo una manta creciente de nieve. En medio del jardín había un sauce encorvado, agobiado por el peso de la nieve y el hielo.
—Bien —dijo Miller, aparcando detrás de un Renault abollado—. Vamos a buscarnos una exclusiva.
La actitud del periodista hacia Roadkill había cambiado dramáticamente desde que Logan le hubiera informado que la niña había muerto atropellada en medio de la carretera. Bernard Duncan Philips ya no merecía que lo clavaran a la pared de los testículos hasta que se le explotaran. Ahora era la víctima de la cultura de usar y tirar de una sociedad que permitía que a sus enfermos mentales los pusieran de patitas en la calle, donde se suponía que tenían que arreglárselas por cuenta propia.
Una agente corpulenta vestida de paisano levantó a Bernard de la cama y lo acompañó hasta el piso inferior a empujoncitos para que actuara ante Miller. La técnica del reportero de entrevistar a sus sujetos era muy buena. Sabía formular las preguntas de forma que Roadkill se sintiera cómodo e importante. Mientras tanto, una grabadora de alta tecnología iba recogiendo las respuestas en silencio desde la deslustrada mesita de centro. Repasaron su brillante trayectoria académica venida a menos por culpa de la enfermedad de su madre, tocando luego con toda la delicadeza posible los inicios de la esquizofrenia y la muerte de la señora Roadkill sénior, en paz descanse. Como no había ninguna información que Logan no supiera ya de los informes, pasó el rato sirviéndose taza tras taza de té demasiado fuerte de una tetera agrietada. Y contando las rosas pintadas que cubrían la pared. Y los lazos azules de seda. Entre las rayas rosas. Precioso.
De hecho, Logan no prestó ninguna atención a las respuestas de Roadkill hasta que Miller sacó el tema de Lorna Henderson, la niña muerta que habían encontrado en la edificación número dos.
Sin embargo, por muy bueno que fuera, Miller no consiguió extraerle más información de la que ya le hubiera sacado Insch. Roadkill empezó a ponerse nervioso. Inquieto.
No era justo. Aquellas cosas muertas eran suyas. Se las estaban robando.
—Tranquilo, Bernard —le dijo la policía corpulenta, sirviendo otra taza de té para todos—. No hace falta ponerse así, ¿verdad?
—Mis cosas. ¡Están robando mis cosas!
Roadkill se levantó de un salto, volcando un plato de galletas de chocolate, que se esparcieron por el suelo. De repente se volvió hacia Logan con la mirada perturbada:
—¡Tú eres policía! ¡Se están llevando mis cosas!
Logan procuró no suspirar.
—Tienen que llevárselas, Bernard. ¿No te acuerdas del día que fuimos a verte con el señor del ayuntamiento? Estaban afectando a la salud de los vecinos. Como tu madre. ¿Te acuerdas?
Roadkill cerró los ojos con fuerza, apretó los dientes y se llevó los puños a la frente.
—¡Quiero irme a casa! ¡Son mías!
La agente dejó la tetera e intentó calmarlo con palabras tranquilizadoras, como si en lugar de un hombre apestoso e iracundo se tratara de un niño pequeño con un rasguño en la rodilla.
—Ya está. Ya está —susurró, acariciándole el brazo con una mano regordeta y cargada de anillos—. No pasa nada. Todo va a salir bien, ya verás. Aquí no te van a hacer daño. No vamos a dejar que te pase nada.
Lenta, indecisamente, Roadkill volvió a sentarse en el borde del sillón e incrustó una galleta de chocolate en la alfombra con el pie izquierdo.
A partir de ahí la entrevista fue de mal en peor. Por muy sutiles y delicadas que fueran las preguntas de Miller, Roadkill estaba demasiado alterado. Volvió una y otra vez al mismo tema con la misma exigencia: quería ir a casa; se estaban llevando sus cosas.
La playa de Aberdeen estaba desierta y congelada. El Mar del Norte rugía, gris plomo, entre las cortinas cortantes de nieve. El estruendo de las olas de color granito acompañaba los aullidos de la tormenta huracanada al chocarse contra el paseo marítimo de cemento, levantando unas olas de espuma de hasta ocho metros de altura, donde el viento la arrojaba violentamente contra las fachadas de las tiendas.
La mayoría de los comercios no habían abierto esa mañana. Tampoco es que fuera a haber una avalancha de turistas peleándose por entrar en las tiendas de souvenirs, las salas de juegos ni las heladerías. Logan y Miller estaban sentados a una mesa al lado de una ventana en el Inversnecky Café, devorando un bocadillo de beicon caliente y bebiendo una taza de café cargado.
—Joder —dijo Miller, sacando una tira de grasa del bocadillo—. Vaya pérdida de tiempo. Deberías invitarme tú a desayunar y no yo a ti.
—De algo te habrá servido.
Miller se encogió de hombros y depositó la tira de grasa en el cenicero limpio.
—Sí, claro. Para comprobar que está completamente zumbado. Eso me ha quedado clarísimo. Pero bueno, eso tampoco es que sea la gran noticia, ¿verdad?
—No te estoy pidiendo nada del otro mundo —suspiró Logan—. Solo algo que convenza al mundo de que él no mató a esa niña. Como no lo hizo, tuvimos que soltarlo.
El periodista le dio un mordisco al bocadillo y lo masticó con aire pensativo.
—Deduzco que tus jefes estarán cagándose en los pantalones si te han pedido que vengas suplicándome un artículo que os haga quedar bien.
Logan abrió y cerró la boca.
Miller le guiñó el ojo.
—Tranquilo, Laz. Ya sé lo que tengo que hacer. Le daré el toque patentado Colin Miller que todo lo convierte en oro. Pondremos una foto de las radiografías en la portada. Pediremos a los chicos del departamento gráfico que nos busquen unas fotos de niños que hayan caído bajo las ruedas de un Volvo. Y listo. Pero el artículo no va a salir hasta el lunes. ¿Has visto las noticias de esta mañana? Mis colegas ya están haciendo su propio agosto. Cuando salga lo mío, la dama de la pantomima ya estará en la cola del paro. Por soltar a Roadkill. Dos veces.
—No mató a la niña.
—¿Y eso qué importa, Lázaro? El público solo ve las cosas desagradables: críos muertos en zanjas, niñas atadas en bolsas de basura, chavales secuestrados por todas partes. Han absuelto a Cleaver aunque todos sabemos que de inocente no tiene ni un pelo. Y ahora Roadkill —concluyó con otro mordisco—. Tal y como lo ven ellos, él sigue siendo culpable.
—¡Pero si no fue él!
—¿Y a quién coño le interesa la verdad hoy en día? ¿Qué te voy a contar yo, Laz?
Logan lo miró con melancolía. Efectivamente: ¿qué le iba a contar? Siguieron comiendo en silencio.
—¿Y cómo va el otro artículo? —preguntó Logan finalmente.
—¿Cuál?
—Cuando me contaste que no querías saber nada de las rótulas de Geordie, me dijiste que tenías algo más seguro.
Miller se tomó un sorbo de café.
—Ah, sí. Eso —dijo, callándose durante unos instantes para mirar por la ventana a la nieve, las olas y el mar embravecido—. Pues no muy bien, la verdad.
Calló de nuevo y Logan dejó que pasaran los segundos suficientes para asegurarse de que los detalles no fueran a salir por su propia cuenta.
—Vaya. ¿Y de qué iba?
—¿Eh? —dijo Miller, volviendo de donde estuviera a la cafetería—. Nada. Un rumor. Se ve que hay un tipo que busca una mercancía fuera de lo habitual. Especial, digamos. Algo que muy poca gente se dedica a vender.
—¿Drogas?
Miller negó con la cabeza.
—No. Llamémosle ganado.
«Pues menuda gilipollez», pensó Logan.
—¿Cómo? ¿Cerdos y vacas y pollos?
—No, otra clase de ganado.
Logan se recostó en la silla y miró fijamente al reportero taciturno. Su rostro, normalmente abierto y transparente, estaba cerrado y fruncido.
—¿Y qué clase de ganado busca exactamente el comprador?
Miller se encogió de hombros.
—Es difícil saberlo. Nadie quiere soltar prenda. Nada que tenga sentido, por lo menos. Una mujer, quizá. Un hombre, un niño, una niña…
—¿Qué dices? ¡La gente no se puede vender así por la cara!
Miller se quedó mirando a Logan con una expresión que combinaba la tristeza y el desdén.
—¿Se puede fabricar un yate con pieles de plátano? ¡Claro que se venden las personas! Paséate por las calles de Edimburgo, joder. Se puede comprar de todo: pistolas, drogas. Y mujeres. —Miller se inclinó hacia delante y bajó la voz hasta un susurro—. ¿No te dije que Malk el Cuchillo importa furcias de Lituania? ¿Y qué piensas que hace con ellas después?
—Pues me imaginaba que las alquilaba…
Miller se rió con amargura.
—Claro que las alquila. Las alquila y las vende. Con descuento si te llevas una de las usadas.
La mirada de incredulidad que apareció en el rostro de Logan lo hizo suspirar de impaciencia.
—A ver, los compradores suelen ser todos proxenetas, ¿vale? ¿Qué haces si una de tus chicas se chuta una sobredosis y la palma? Pues te vas al autoservicio de Malkie y te llevas una de recambio. Una puta lituana casi nueva a precio de coste.
—¡Dios!
—La mayoría de las pobres desgraciadas no hablan ni una sola palabra de inglés. Las compran, las enganchan al crack, las alquilan por horas hasta estropearlas del todo y luego las echan a la calle cuando ya están tan hechas polvo que ni se aguantan de pie.
Permanecieron en silencio, escuchando el silbido apagado de la máquina de café y el estrépito lejano de la tormenta que se filtraba a través del doble acristalamiento.
Logan no tenía ninguna intención de ir a la jefatura. O al menos eso es lo que se dijo cuando Miller lo dejó en Castlegate. Iba a pasar por la tienda de licores a buscarse un par de botellas de vino y unas cuantas cervezas y luego pensaba volver a casa donde se pasaría el resto del día delante de la estufa. Libro, vino y algo empaquetado para la cena.
No obstante, se encontró una vez más en la entrada deprimente de la jefatura Force, esparciendo gotas de nieve derretida por todo el linóleo.
Para no variar, había una pila de mensajes del padrastro de Peter Lumley. Logan intentó no pensar en todas las veces que había llamado. Era domingo. Ni siquiera tenía que estar ahí. Y sabía que no iba a aguantar otra llamada desesperada. Así que se sentó en su escritorio y estudió la foto de Geordie Stephenson. Buscando alguna pista en sus ojos muertos.
La historia que le había contado Miller acerca del negocio de mujeres le había dado en qué pensar. A ver: un menda de Aberdeen decide que quiere comprarse una pindonga y resulta que ahí estaba Geordie, representando a uno de los mayores importadores de carne humana del país, en un viaje de negocios. Quizá no se tratara del mismo negocio. Tal vez tuviera más que ver con un asunto mobiliario que con la prostitución, pero tenía que haber algo…
—La cagaste bien, ¿verdad, Geordie? —dijo a la foto que le habían hecho en el depósito—. O sea, subes de Edimburgo para hacer un trabajito y acabas con las rótulas cortadas, flotando boca abajo en el puerto. Ni siquiera conseguiste sobornar a un funcionario del departamento de urbanismo. ¿Le dijiste a tu jefe que habías conocido a alguien que quería comprarse una pava? En efectivo. Nada de preguntas.
El informe de la autopsia seguía sin leer encima de la mesa. Con todo lo que había pasado durante la semana, Logan no había tenido tiempo de mirárselo. Cogió la carpeta de papel manila y estaba hojeando los resultados cuando de repente sonó el teléfono.
—Logan.
—¿Subinspector? —dijo la voz de Insch—. ¿Dónde está?
—En la jefatura.
—Logan, ¿no tiene una casa donde ir? ¿No le dije que invitara a cenar a una agente simpática y que se divirtiera un poco?
—Sí, señor —repuso Logan con una sonrisa—. Lo siento, señor.
—Pues ahora es demasiado tarde para eso.
—¿Señor?
—Mueva el culo y vaya inmediatamente a Seaton Park. Acabo de recibir la llamada: han encontrado a Peter Lumley.
A Logan se le cayó el alma a los pies.
—De acuerdo.
—Yo llegaré de aquí a… ¡Hostia! Vaya ventisca que hace en la calle. Pongamos media hora, por si acaso. Quizá cuarenta minutos. Máxima discreción, subinspector. No quiero sirenas ni lucecitas azules. Nada de ruido, ¿vale?
—Sí, señor.
Seaton Park era un sitio agradable en verano, con sus amplios céspedes verdes, sus árboles altos y antiguos y su quiosco de música. La gente llevaba sus picnics a la hierba, jugaba partidos improvisados de fútbol y hacía el amor bajo los arbustos. También caía víctima de los atracadores cuando anochecía. Estaba al lado de la residencia estudiantil de la Universidad de Aberdeen, de modo que siempre había un flujo estable de estudiantes extranjeros recién llegados con dinero en el bolsillo.
Hoy parecía algo sacado de Doctor Zhivago. El cielo no había conseguido iluminarse con el paso de las horas, y ahora se cernía sobre la ciudad, cubriéndolo todo de una gruesa capa de nieve.
Logan atravesó el parque con un agente abrigado como un esquimal a la zaga. El muy cabrón lo estaba utilizando de cortavientos para abrirse camino entre la nieve. Su meta era un edificio bajo de hormigón en medio del parque cuyas paredes estaban cubiertas de una costra dura y blanca de hielo. Los lavabos públicos estaban cerrados durante el invierno. Cualquiera que tuviera ganas de echar una meada tenía que ir a hacer carámbanos amarillos detrás de un arbusto. Dieron la vuelta al edificio, agradecidos de poder refugiarse por fin del viento gélido, hasta llegar a una entrada que daba a la puerta del lavabo de las señoras.
La puerta estaba abierta, apenas un centímetro, la madera astillada y partida donde hasta hacía poco, un enorme candado de latón había prohibido el acceso al público. Ahora colgaba inútilmente de un cierre metálico. Logan empujó la puerta y entró en el lavabo.
El interior se le antojó aún más frío que el exterior del edificio, si cabía. Logan saludó a dos agentes que estaban vigilando a tres niños bien abrigados de entre seis y diez años, todos echando pequeñas nubes de vaho que iban llenando el aire. Los críos parecían aburridos y emocionados a la vez.
Uno de los agentes apartó la vista de los pequeños y dijo:
—Cubículo número tres.
Logan asintió con la cabeza y fue a echar un vistazo.
Peter Lumley ya no estaba vivo. Logan lo supo en cuanto abrió la puerta negra del lavabo. El niño estaba tumbado en el suelo, acurrucado alrededor del retrete como si quisiera abrazarlo. El cabello pelirrojo encendido se veía apagado y descolorido bajo la luz glacial y apenas se le distinguían las pecas contra la piel cerosa y azulada de su rostro. Llevaba la camiseta subida, tapándole la cara y los brazos y dejando al descubierto la piel pálida de su espalda y estómago. Aparte de eso estaba completamente desnudo.
—Pobre, pobre criatura…
Logan frunció el ceño y escrutó el cuerpo expuesto del niño sin acercarse demasiado para no contaminar la escena del crimen. Peter Lumley no se parecía al niño que habían encontrado en la zanja. Peter Lumley seguía anatómicamente intacto.
Los lavabos fueron llenándose de más uniformes. Insch apareció despotricando y con el rostro enrojecido poco después del médico de guardia y el Departamento de Investigación. Los chicos del Departamento habían venido, tal y como les habían indicado, vestidos de paisano y habían dejado la furgoneta blanca con todo el equipo al lado de la catedral de St. Machar, donde no llamaría la atención.
Insch dio unas patadas al suelo para quitarse la nieve de las botas y los del Departamento de Investigación se pusieron los monos blancos de papel, temblando y quejándose del puto frío que hacía.
—¿Cómo lo ve? —preguntó Insch al médico cuando salió a quitarse el mono y a lavarse las manos en uno de los lavabos.
—El chiquillo está muerto. No sé desde cuándo. Está completamente congelado. Este tiempo hace estragos en el proceso natural de la rigidez cadavérica.
—¿Causa de la muerte?
El médico se secó las manos en el forro de la chaqueta afelpada.
—Tendrá que esperar a que lo confirme la Dama de Hielo, pero yo diría que la muerte fue causada por estrangulamiento por medio de ligadura.
—Igual que el otro chaval —dijo Insch, suspirando y bajando la voz para que los niños que no estaban muertos no lo oyeran—. ¿Algún indicio de abusos sexuales?
El médico asintió con la cabeza e Insch suspiró por segunda vez.
—De acuerdo, pues —concluyó el doctor, abrochándose todas las cremalleras de las múltiples capas de aislamiento térmico que llevaba encima—. Si ya no me necesitan, me largo a un lugar más cálido. Siberia, quizá.
Una vez declarada la muerte, los chicos del equipo del Departamento de Investigación se enguantaron y se pusieron a recoger cualquier cosa que les llamara la atención. Embolsaron fibras y echaron polvos para buscar huellas. El fotógrafo captó cada hallazgo entre clics y zumbidos, y el operador de la videocámara se encargó de grabar cada movimiento, cada objeto. Lo único que no hicieron fue mover el cadáver. A nadie le apetecía provocar la ira de la patóloga. Isobel había adquirido mucha fama desde que Logan había vuelto al trabajo.
—Hoy hace una semana, ¿no? —dijo Insch mientras esperaban junto a la pared, observando las maniobras del equipo del Departamento de Investigación.
Logan reconoció que sí. Insch sacó una bolsa de gominolas del bolsillo y la ofreció a todos los presentes.
—¡Y qué gran semana ha sido! —dijo, masticando—. No habrás pensado en pedirte unas vacaciones, ¿verdad? Nada, el tiempo que haga falta para que la tasa de criminalidad se estabilice un poco.
—¡Ja, ja! ¡Muy gracioso!
Logan metió las manos en los bolsillos e intentó no pensar en la cara que iba a poner el padrastro de Peter Lumley cuando le comunicaran lo que habían encontrado.
Insch hizo un gesto con la cabeza hacia los tres niños que estaban volviéndose azules por momentos en el lavabo abarrotado.
—¿Y estos qué?
Logan se encogió de hombros.
—Dicen que han salido a hacer muñecos de nieve. Uno de ellos necesitaba mear así que vinieron aquí y encontraron el cadáver.
Los miró de reojo: dos niñas de unos diez y ocho años y un niño de seis. Hermanos. Todos tenían la misma nariz respingona y los mismos ojos castaños separados.
—Pobres críos.
—De pobres no tienen nada, joder —contestó Logan—. ¿Cómo cree que entraron aquí? Pues metiendo un destornillador de veinticinco centímetros en el cierre y haciendo saltar el candado. Un coche patrulla que pasaba por aquí los pilló en el acto —explicó, señalando a los dos agentes congelados—. Los muy golfos hubieran salido por patas si esos dos no llegan a cogerlos del pescuezo.
Insch dejó de escrutar a los niños y centró su atención en los dos maderos.
—¿Un coche patrulla que pasaba por aquí por casualidad? ¿En medio de Seaton Park? ¿Con el tiempo que hace? —frunció el seño—. Un poco rocambolesco, ¿no?
Logan volvió a encogerse de hombros.
—Ésa es su versión y no están dispuestos a cambiarla.
—Mmmm…
Los dos agentes se movieron incómodos bajo la mirada penetrante de Insch.
—¿Cree que alguien vio cómo abandonaban el cadáver? —preguntó el inspector después de algunos segundos.
—No. No creo.
Insch asintió con la cabeza.
—No. Yo tampoco.
—Porque el cadáver no fue abandonado: fue almacenado. Los críos tuvieron que romper la puerta. Estaba cerrada con candado y Peter Lumley estaba dentro. Eso significa que quien se encargó de ponerle el candado fue el asesino. Creía que dejaba el cadáver en un sitio seguro. Listo y preparado para cuando tuviera ganas de volver a jugar con él. Todavía no ha venido a llevarse el trofeo.
En el rostro de Insch se asomó una sonrisa malvada.
—¡Y eso quiere decir que va a volver! ¡Por fin tenemos la manera de pillar al muy hijo de puta!
Y en ese preciso instante llegó la doctora Isobel MacAlister dando fuertes pisotones, envuelta en un abrigo grueso de lana, una ráfaga de nieve y un humor de perros. Se paró en el umbral de la puerta, evaluó la situación y frunció todavía más el ceño cuando vio a Logan. Por lo visto, Isobel le guardaba cierto rencor: Logan no solo le había estropeado la velada en el teatro sino que había hecho añicos su teoría de que la niña hubiera muerto de una paliza. E Isobel nunca se equivocaba.
—Inspector —dijo, desairando por completo al hombre con el que antes se acostaba—, ¿qué le parece si acabamos con esto cuanto antes?
Insch señaló el cubículo número tres e Isobel fue directamente a examinar el cadáver, las enormes botas de agua batiéndose con cada paso.
—¿Soy yo, o la temperatura acaba de bajar unos cuantos grados más? —susurró Insch.
Comunicaron la noticia a los padres de Peter Lumley esa misma tarde. Los señores Lumley no dijeron ni una sola palabra. Lo supieron en cuanto vieron llegar a Logan y el inspector Insch. Permanecieron sentados en el sofá, juntos y con las manos cogidas, mientras Insch pronunciaba las palabras fatídicas. Entonces, el señor Lumley, sin proferir comentario alguno, se levantó, cogió la chaqueta del gancho y salió a la calle.
Su esposa lo observó y esperó a que hubiera cerrado la puerta para echarse a llorar desconsoladamente. La oficial de enlace familiar corrió a su lado para ofrecerle su hombro.
Logan e Insch se despidieron y se marcharon sin que nadie los acompañara a la puerta.