Capítulo 26

El informe forense preliminar llegó justo después de las seis. Las noticias no eran buenas. No había nada que vinculara a Duncan Nicholson con David Reid, salvo el hecho de que hubiera encontrado el cadáver. Además, tenía una coartada de hierro para la hora de la desaparición de Peter Lumley. Insch había mandado dos agentes al lugar en que Nicholson alegaba haber escondido su botín. Volvieron con el maletero lleno de objetos robados. Por lo visto, Nicholson les había dicho la verdad.

De manera que todo apuntaba de nuevo a Roadkill. A Logan no le convencía. El perfil de pederasta asesino no le encajaba con ese pobre hombre harapiento, por mucho que guardara el cadáver de una niña en su casa.

Finalmente, el inspector Insch decidió detener la investigación.

—Nos vamos a casa —dijo—. Todos los que tienen que estar encerrados lo están, y de aquí no se habrá ido nadie cuando volvamos el lunes por la mañana.

—¿Lunes?

Insch asintió con la cabeza.

—Sí, el lunes. Subinspector, le doy permiso para tomarse el domingo libre. Respetemos el día del Señor. Vaya a ver el fútbol, beba cerveza, coma patatas fritas, diviértase.

De repente se calló y le echó una sonrisa pícara.

—Incluso podría invitar a alguna agente simpática a cenar.

Logan se ruborizó y mantuvo la boca firmemente cerrada. Insch continuó:

—Haga lo que le dé la gana. No quiero volver a verle por aquí hasta el lunes por la mañana.

La lluvia había parado cuando Logan salió de la jefatura Force. El agente de recepción lo había abordado a la salida para informarle que el padrastro de Peter Lumley le había dejado tres mensajes. Todavía estaba convencido de que la policía podía encontrar a su hijo. A Logan le hubiera encantado mentirle, decirle que todo iba a salir bien, pero fue incapaz. Se limitó a prometerle que volvería a llamarlo en cuanto tuvieran más noticias. Era lo único que podía hacer.

La noche había pasado de ser fría a glacial y un fino espolvoreado de escarcha cubría las aceras. Logan salió a Union Street y se adentró en una nube de su propio vaho. A lo báltico, vamos.

Para ser un sábado por la noche, las calles estaban extrañamente tranquilas. Sin embargo, a Logan no le apetecía volver directamente a casa. Todavía no. De modo que decidió pasar por Archibald Simpson’s.

El bar estaba atestado de grupos de jóvenes bulliciosos, soplándose jarra tras jarra, empleando la vieja técnica de pillarse una buena turca lo antes posible para entrar en calor. A la hora de echarlos, más de uno echaría las papas, más de uno repartiría hostias y más de uno acabaría la noche en una celda. O en urgencias.

—¡Ah! ¡Quién fuera joven e idiota! —masculló, abriéndose paso entre la multitud para llegar a la barra larga de madera.

Los fragmentos de conversación que iba escuchando eran del todo predecibles. Algunos presumían del pedo que habían cogido la noche anterior y del pedazo que pensaban pillar esa noche. Sin embargo, el tema de la noche era otro. Hoy, el alcohol y las proezas sexuales corrían el peligro de verse eclipsados por la liberación de Gerald Cleaver.

Logan se plantó delante de la barra y esperó a que uno de los camareros australianos crispados le sirvieran. A su lado, un tipo obeso vestido con una llamativa camisa amarilla estaba soltando una perorata a otro tipo delgado y barbudo vestido con camiseta y chaleco. Cleaver era una bazofia. Y la pasma, ¿cómo pudo cagarla tanto para que un degenerado así anduviera suelto? Era evidente que Cleaver era culpable, con todos los críos que habían aparecido muertos, hombre. ¡Y encima sueltan a un pederasta más que conocido!

El Gordo y el Flaco no eran los únicos que despotricaban contra los imbéciles de la policía. Logan oía por lo menos seis conversaciones de contenido casi idéntico. ¿No sabían que era el bar de marras donde bebía casi toda la policía de Aberdeen cuando no estaba de servicio? La mayoría de los agentes del turno de día estarían ahí, tomándose una copa después de trabajar, lamentando la liberación de Cleaver, gastando una parte del pago de las horas extras que habían tenido que hacer todos.

Cuando logró finalmente que le sirvieran, Logan cogió la caña que había pedido y decidió ir a dar una vuelta por el enorme bar para ver si veía algún rostro lo bastante conocido para pasar el rato. Sonrió y saludó a varios grupos de agentes, a los que apenas reconocía ahora que iban de paisano. En un rincón al otro lado del bar se fijó en una figura muy familiar envuelta en una niebla de humo y rodeada de unos cuantos inspectores y oficiales. La mujer se inclinó hacia atrás y añadió más humo a la nube que flotaba encima de su cabeza. Cuando volvió a bajar la mirada, vio a Logan y le brindó una sonrisa torcida.

Logan gimió. Ya lo había visto. No le quedaba más remedio que ir a saludarla.

Un oficial se apartó un poco, abriendo un espacio en la mesa para Logan y su caña. Justo encima de la mesa había un televisor que parloteaba en voz baja: anuncios locales de talleres mecánicos, restaurantes y doble acristalamiento llenando los huecos entre programas.

—Lázaro —dijo Steel con cierta dificultad a través de la nube de humo nicotínico—. ¿Cómo te va, Lázaro? ¿Ya te han ascendido a inspector?

¿Cómo se le había ocurrido sentarse allí? Debería haber ido a buscarse una pizza y haber vuelto a casa. Forzó un tono ligero y repuso:

—Todavía no. Quizás el lunes.

—¿Lunes?

La carcajada de la inspectora se asemejaba mucho al borboteo que saldría de un desagüe. Steel se meció hacia delante y hacia atrás, esparciendo ceniza por toda la camisa del oficial que se había corrido hacia un lado para hacerle sitio.

—O sea que quizás el lunes. ¡Que me meo!

Echó un vistazo a los vasos vacíos que cubrían la mesa y frunció el entrecejo.

—¡Más bebida! —gritó, sacando una cartera vieja de cuero del bolsillo interior de la chaqueta y entregándosela al oficial encenizado—. Agente, quiero que vayas a pedir otra ronda. ¡A ver si nos vamos a morir de sed!

—Sí, señora.

—¡Güisqui para todos! —ordenó, dando una palmada en la mesa—. ¡Y que sean dobles!

El oficial se dirigió a la barra llevándose consigo la cartera de la inspectora.

Steel se inclinó hacia Logan y bajó la voz:

—Que quede entre nosotros pero yo diría que ese jovencito se ha tomado una copa de más —susurró con complicidad, recostándose en la silla con una sonrisa enorme—. ¿Sabes? Entre la bronca que ha habido con Insch por lo de la pantomima, además del fiasco Roadkill, y ahora la liberación de Cleaver, seguro que quedará libre por lo menos uno de los puestos para inspector.

A Logan no se le ocurrió ninguna respuesta y Steel puso cara larga.

—Perdona, Lázaro —dijo, dejando caer al suelo lo que quedaba del cigarrillo y pisándolo con fuerza—. Ha sido un día muy jodido.

—Usted no tiene la culpa de que soltaran a Cleaver. El único culpable de todo esto es Sandy el puto Serpiente.

—¡Brindemos por ello! —propuso la inspectora, bebiéndose una copa entera de güisqui de un solo trago.

Un agente que le resultaba familiar y que estaba sentado al otro lado de la mesa miró el televisor. De repente agarró a Steel del brazo y dijo:

—¡Mire! ¡Ahora sale!

Logan y la inspectora Steel se volvieron. Estaban a punto de dar los titulares de las noticias regionales. El nivel de ruido en el bar bajó considerablemente cuando todos los agentes alzaron la vista para fijarse en el televisor más cercano.

Salió una mujer mucho menos atractiva de lo que podría haber sido, dirigiéndose con el semblante serio a la cámara en el estudio. El volumen estaba demasiado bajo para distinguir sus palabras pero una foto de Gerald Cleaver apareció encima del hombro derecho de la locutora. Entonces mostraron unas imágenes tomadas delante del juzgado de Aberdeen. La multitud tenía las pancartas levantadas. De repente, una mujer de cuarenta y tantos años llenó la pantalla entera, sosteniendo con orgullo y firmeza la pancarta que rezaba: «¡MUERTE A LOS DESGRACIADOS PODÓFILOS!». Estuvo pontificando en tono de superioridad moral durante unos quince segundos, a pesar de que no se le oyera ni una sola palabra, antes de que pasaran a otro plano del juzgado visto a través de la muchedumbre. Se abrieron las enormes puertas de cristal.

—¡Ahora! —dijo Steel, con regocijo.

Sandy Moir-Farquharson salió por las puertas y se puso a leer la declaración de su cliente. La cámara lo enfocó con el zoom en el mismo momento en que el joven se abalanzó sobre él, clavándole el puño en toda la cara.

La multitud del bar prorrumpió en vítores.

Apareció de nuevo la cara seria y preocupada de la locutora, seguida de una repetición del puñetazo.

Otra enorme ovación.

Y entonces pasaron a hablar del tráfico en la carretera que iba entre Dyce y Newcastle y todos se centraron alegremente en sus copas.

La inspectora Steel tenía los ojos empañados y sonreía. Consumió otro chupito doble de güisqui de un trago.

—¿No es la imagen más hermosa que has visto en tu vida?

Logan tuvo que reconocer que había sido preciosa.

—¿Sabes? —dijo Steel, encendiéndose otro cigarrillo—. Me encantaría estrecharle la mano a ese chaval. ¡Hostia! Incluso estaría dispuesta a hacerme hetero durante una noche. ¡Es mi héroe!

Logan intentó no formarse una imagen mental de la inspectora con Martin Strichen, dándole que te pego, pero fracasó. Miró la tele para borrarse la idea de la cabeza. Lo que ahora ocupaba la pantalla era una foto de Peter Lumley, desaparecido desde el martes. Pelirrojo, pecoso y sonriente. Plano de la casa de Roadkill seguido de una rueda de prensa en la que hablaba el comisario con la expresión adusta y comprometida.

A Logan se le fue menguando el buen humor con cada una de las imágenes que iban apareciendo en la pantalla. Peter yacía muerto en alguna parte y Logan tenía el horrible presentimiento de que todavía no habían dado con el asesino. Independientemente de lo que creyera el inspector Insch.

Más anuncios. Un taller mecánico en Bieldside, una tienda de ropa en Rosemount y una advertencia del ministerio de interior acerca de la seguridad vial. Logan observó en silencio al coche que se paraba en seco con un chirrido, pero no antes de atropellar a un niño que cruzaba la calle. El chaval era pequeño y el parachoques y la rejilla le dieron en un costado, levantándolo del suelo como un molinete, sacudiendo las piernas descontroladas, antes de caer encima del capó. El niño se golpeó la cabeza contra el metal y salió disparado, acabando finalmente en el asfalto como un muñeco de trapo. Lo pasaron a cámara lenta, cada impacto horriblemente claro y coreografiado. Para terminar, la pantalla se llenó con la consigna: «Mata a la velocidad, no a un niño».

Logan seguía mirando fijamente el televisor con el semblante completamente demudado.

—¡Hostia puta!

Se habían equivocado.

Hasta las ocho no lograron reunir a todo el mundo en el depósito: el inspector Insch, Logan y la doctora Isobel MacAlister, que se alegraba todavía menos de tener que volver al trabajo que el inspector, acicalada como estaba de punto en blanco con un vestido largo, negro y muy escotado. Tampoco es que les brindara ninguna oportunidad gratuita de apreciar semejante despliegue de piel: Isobel se había puesto un forro polar de color naranja chillón encima del vestido y tenía las manos hundidas hasta el fondo de los bolsillos para protegerse contra el frío antiséptico del depósito.

La habían sacado del teatro.

—Espero que sea importante —advirtió, echando una mirada a Logan que dejaba muy claro que nada podía ser más importante que una velada junto a su machote en la nueva producción de la Bohème que acababan de estrenar en el Teatro Nacional de Escocia.

Insch iba con vaqueros y una sudadera deshilachada de color azul. Era la primera vez que Logan lo veía sin traje, salvo la vez que había irrumpido en la jefatura vestido de malo de la pantomima. Lo fulminó con la mirada cuando Logan pidió disculpas por haberlos hecho venir hasta la jefatura a aquella hora del sábado. Otra vez.

—De acuerdo —empezó Logan, agarrando el tirador del cajón que contenía los restos de la niña que habían encontrado en la alquería de Roadkill. Apretó los dientes y lo abrió de un tirón, tambaleándose hacia atrás cuando el hedor a descomposición aniquiló el olor metálico y antiséptico de la sala—. Vamos a ver —siguió, haciendo una mueca y procurando respirar solo por la boca—. Sabemos que la niña murió debido a un golpe contundente…

—¡Por supuesto! —soltó Isobel—. Lo dejé muy claro en el informe de la autopsia. Las fracturas que presenta tanto en la parte de delante como la parte de atrás del cráneo causaron unas lesiones cerebrales masivas y la muerte.

—Sí, lo sé —dijo Logan, extrayendo las radiografías del archivo del caso y levantándolas contra la luz—. Pero mira aquí.

Señaló las costillas de la pequeña.

—Costillas rotas —dijo Isobel, furiosa—. ¿Me has hecho venir del teatro para señalarme lo mismo que ya os anuncié yo durante la autopsia, subinspector?

La última palabra salió cargada de veneno.

Logan suspiró.

—A ver, todos creímos que las heridas fueron causadas por Roadkill, por una paliza…

—Las lesiones son consistentes con una paliza, sí. ¡Eso también lo dije durante la autopsia! ¿Vamos a tener que pasar mucho rato repasando todo esto? ¿No has dicho que tenías nuevas pruebas?

Logan respiró hondo y extendió las radiografías hasta formar el esqueleto entero de la niña. Cadera, pierna y costillas rotas, cráneo fracturado. La imagen apenas medía un metro veinticinco. Se arrodilló y sujetó la imagen del esqueleto de forma que los pies estuvieran tocando el suelo.

—Mira a qué altura están las costillas —le pidió—. Del suelo, digo. Mira la altura.

Insch e Isobel miraron. Ninguno de los dos parecía demasiado admirado.

—¿Y?

—¿Y si las lesiones no fueran causadas por una paliza?

—¡Por el amor de Dios! —exclamó Isobel—. ¡Esto es patético! ¡Claro que le pegaron una paliza!

—Mira a qué altura están las costillas del suelo —insistió Logan.

Nada.

—Coche —aclaró Logan, moviendo las radiografías como una especie de títere de sombras dantesco—. El primer punto de impacto es la cadera.

Giró la imagen a la altura de la cintura, levantándolo y rotando la parte superior del cuerpo unos noventa grados.

—Las costillas chocan contra la parte superior del radiador —siguió, moviendo de nuevo la niña radiografiada y doblándole la cabeza bruscamente hacia la derecha—. El lado izquierdo del cráneo golpea el capó. El coche frena en seco.

Volvió a levantar el cuerpo imaginario de la niña, girándolo de nuevo hacia atrás y bajándolo lentamente hacia el suelo del depósito.

—Se estrella contra el asfalto, y se le parte la pierna derecha. La parte posterior del cráneo se hunde con el impacto.

Dejó las radiografías en el suelo a sus pies.

Los dos espectadores miraron el esqueleto de la niña durante un minuto largo. El primero en hablar fue Insch:

—¿Y cómo explica que acabara en la casa del horror de Roadkill?

—Bernard Duncan Philips, alias Roadkill, pasa por ahí con su pala y su papelera sobre ruedas y hace lo que siempre hace.

Insch se lo quedó mirando como si acabara de sacar el cadáver de la niña del cajón refrigerado y estuviera bailando la jota con ella en medio de la sala.

—¡Estamos hablando de una niña muerta! ¡No un puto conejo!

—A él le da lo mismo —dijo, mirando hacia abajo al contenido del cajón y notando una terrible presión entre las costillas—. Para él es una cosa muerta más que tiene que quitar de la carretera. La encontraron en la edificación número dos. Ya había llenado el primer edificio.

Insch abrió la boca. Miró a Logan. Miró a Isobel. Y de nuevo a las radiografías que seguían en el suelo.

—Mierda —concluyó.

Isobel permaneció en silencio, con las manos metidas en los bolsillos del forro naranja. A juzgar por la expresión, la teoría de Logan le había sabido a cuerno quemado.

—¿Y entonces? —preguntó Logan.

Isobel se enderezó hasta alcanzar máxima estatura y con un tono que recordaba a la lejía congelada, admitió que las lesiones eran consistentes con la reconstrucción descrita por Logan. Era imposible decir en qué orden se habían producido las fracturas debido al estado avanzado de descomposición. Que en su momento, las lesiones le habían parecido consistentes con una brutal paliza. Que ella había hecho lo que había podido, basándose en el estado del cadáver. Que su trabajo no consistía en hacer de clarividente.

—Mierda —reiteró Insch.

—No la mató —dijo Logan, cerrando el cajón con un ruido metálico que rebotó varias veces contra los fríos azulejos blancos—. Tenemos que volver a empezar desde cero.

Tras una hora y media de llamadas frenéticas apareció el adulto responsable de Bernard Duncan Philips, con aspecto de haber venido de la guerra. Era el antiguo profesor, Lloyd Turner, apestando a menta, como si hubiera estado bebiendo solo en casa y no quisiera que nadie se enterara. Una barba de varios días le desdibujaba el contorno del bigote ralo. Removió todos los documentos que llevaba acerca del caso mientras Logan recitó la introducción de rigor para las cintas.

—Lo que necesitamos —dijo el inspector Insch, que había ido a ponerse el traje de recambio—, es que nos hables de la niña muerta, Bernard.

La mirada de Roadkill recorrió la sala entera y el antiguo profesor exhaló un suspiro de infinita paciencia.

—Ya hemos repasado este tema, inspector —dijo, en tono mustio y agotado—. Bernard está enfermo. Lo que precisa es ayuda, no que lo encierren.

Insch torció la cara.

—Bernard —dijo con calculada parsimonia—, la encontraste, ¿verdad?

Lloyd Turner se quedó boquiabierto.

—¿La encontraste? —preguntó, mirando al hombre andrajoso y apestoso que estaba sentado a su lado, sin poder ocultar su asombro—. ¿La encontraste, Bernard?

Roadkill se removió en la silla y fijó la vista en sus manos. En los dedos tenía unos pequeños coágulos de color granate que parecían parásitos. La piel alrededor de las uñas estaba en carne viva, donde se había dedicado a rascarse y a morderse las manos sin compasión. Ni siquiera levantó la mirada cuando contestó con la voz queda y rota:

—En la carretera. La encontré en la carretera. Tres erizos, dos cuervos, una gaviota, un gato atigrado, dos de pelo largo, blanco y negro, una niña, nueve conejos, un corzo… —Los ojos se le llenaron de lágrimas—. Mis preciosas cosas muertas…

Una lágrima brillante se le escapó del ojo y después de sortear las largas pestañas, le cayó por la piel curtida de su mejilla hasta perderse en la barba.

Insch cruzó los brazos y se acomodó en la silla.

—¿Así que te llevaste a la niña para tu «colección»?

—Siempre me los llevo a casa. Siempre —dijo, sorbiéndose la nariz—. No puedo tirarlos como si fueran basura. Las cosas muertas, no. Son cosas que antes tenían vida por dentro.

Las palabras de Roadkill hicieron recordar a Logan aquella pierna que salía de la bolsa de basura en el vertedero.

—¿Viste algo más? —preguntó—. Cuando la encontraste. ¿Viste algo más: un coche, un camión, cualquier cosa?

Roadkill negó con la cabeza.

—Nada. Solo la niña muerta, tendida al lado de la carretera. Toda rota y ensangrentada y caliente todavía.

A Logan se le erizaron los pelos de la nuca.

—¿Estaba viva? Bernard, ¿estaba viva cuando la encontraste?

El hombre astroso se inclinó hacia la mesa y apoyó la cabeza en los brazos encima del tablero de formica.

—A veces atropellan a las cosas y no mueren enseguida. A veces esperan a que venga yo a velar por ellos.

—¡Dios!

Volvieron a encerrar a Roadkill en la celda y se reunieron en la sala de interrogatorios: Logan, Insch y el adulto responsable de Roadkill.

—Saben que van a tener que ponerlo en libertad, ¿verdad? —dijo el señor Turner.

Logan arqueó la ceja e Insch repuso:

—Una mierda voy a soltarlo.

El antiguo profesor suspiró y se arrellanó en la silla incómoda de plástico.

—Como mucho podrán acusarlo de no haber denunciado un accidente y de desechar inapropiadamente el cadáver —advirtió, frotándose el rostro—. Y los tres sabemos que la Fiscalía de la Corona no va a aceptar que se le juzgue bajo el código penal. Con un solo informe psiquiátrico bien hecho, lo echarán todo por tierra. Bernard no ha hecho nada malo. Al menos desde su perspectiva. Para él, la niña era otra cosa muerta que encontró en la carretera. Él se limitó a cumplir con su trabajo.

Logan procuró no asentir con la cabeza. A Insch no le hubiese hecho ninguna gracia.

El inspector rechinó los dientes y miró fijamente al señor Turner, que se encogió de hombros.

—Lo siento, pero no es culpable. Si no lo ponen en libertad, me veré obligado a acudir a la prensa. Todavía hay suficientes cámaras ahí fuera para que esto salga en todas las noticias de la mañana.

—No podemos soltarlo así como así —dijo Insch—. Alguien le arrancará la cabeza.

—¿O sea que reconocen que no ha cometido ningún delito?

El tono de Turner era marcadamente condescendiente, como si hubiera vuelto al instituto y acabara de pillar al inspector Insch fumando en el retrete.

El inspector frunció el ceño.

—A ver, majo: el que hace las preguntas capciosas aquí soy yo, no tú —puntualizó, hurgando sin éxito en los bolsillos en busca de una chuchería—. Ahora que acaban de liberar a Cleaver, los buenos, los grandes y los necios de la comunidad andan locos por tomarla con la primera persona chunga que encuentren. Tu protegido guardó una niña muerta en el cobertizo. Va a ser el primero de la lista.

—Entonces la única opción es la detención preventiva. Hablaré con la prensa para que entiendan que Bernard es inocente y que ustedes han decidido retirar los cargos.

—¡No es verdad! —interrumpió Logan—. ¡Sigue siendo culpable de haber ocultado el cadáver!

—Subinspector —respondió el señor Turner con obsequiosa paciencia—, tiene que comprender exactamente cómo funciona esto: si intentan llevar el caso ante los tribunales, van a perder. Dudo que el fiscal quiera verse metido en otro marrón. No después del ridículo que ha pasado con el fiasco del caso de Cleaver. El señor Philips saldrá sin cargos. Mi pregunta es: ¿cuánto les va a costar a los contribuyentes el veredicto de inculpabilidad?

Logan e Insch estaban en el centro de coordinación, mirando hacia la calle al creciente bullicio de los periodistas que habían irrumpido en el aparcamiento. El señor Turner había cumplido con lo prometido: estaba de pie delante de varias cámaras, disfrutando de su momento de gloria, anunciando al mundo entero que Bernard Duncan Philips había sido absuelto de todos los cargos que se le imputaban y que el sistema, afortunadamente, funcionaba.

El antiguo profesor tenía razón. El fiscal no quería el caso ni regalado, al comisario tampoco le entusiasmaba, conque Roadkill iba a pasar algunos días en una casa segura en Summerhill.

—¿Qué piensa? —preguntó Logan, observando un equipo de cámara que acababa de incorporarse al enjambre. Eran casi las once de la noche pero no paraban de llegar más y más equipos.

Insch dirigió una mirada fulminante a los periodistas.

—Que estoy bien jodido, eso es lo que pienso. Primero lo de la puta pantomima, luego liberan a Cleaver después de doce años sistemáticos de abusos sexuales de menores y ahora resulta que Roadkill no es nuestro asesino. ¿Cuántas horas lo hemos tenido encerrado? ¿Cuarenta y ocho? ¿Sesenta, como mucho? Me van a degollar vivo…

—¿Y qué le parecería si nosotros también habláramos con la prensa? Podría llamar a Miller. Igual está dispuesto a describir cómo ha ido todo desde nuestro punto de vista.

Insch se rió con tristeza.

—«Periodista de poca monta salva la carrera de inspector de policía de la ruina» —dijo, haciendo un gesto de disgusto con la cabeza—. No creo que dé muy buenos resultados, ¿verdad?

—Por probar que no quede.

Finalmente, Insch admitió que no tenía nada que perder.

—Después de todo, acabamos de evitar una injusticia como una catedral. Eso tiene que ir a nuestro favor.

—Sí. Debería —suspiró Insch, encorvando los hombros—. Pero si no fue Roadkill y no fue Nicholson, eso significa que todavía tenemos un asesino suelto por ahí cargándose a nuestros críos. Y no tenemos ni puta idea de quién es.