Capítulo 25

Logan recibió la noticia por la radio de la policía a las tres, justo cuando estaba a punto de regresar a la jefatura Force. El juicio de Gerald Cleaver había finalizado y se había emitido el veredicto después de cuatro semanas de frenesí mediático.

—¿No culpable? ¿Cómo han podido declararlo no culpable? —preguntó Logan mientras el agente quejica metía el coche herrumbroso en el aparcamiento.

—Por culpa del cabrón baboso del Serpiente —fue la respuesta.

Sandy Moir-Farquharson había atacado de nuevo.

Bajaron a toda prisa del coche y se dirigieron rápidamente al centro de coordinación. La sala estaba llena de policías de uniforme, casi todos calados hasta los huesos.

—¡Escuchen! —dijo el comisario en persona, seco y tan elegante como siempre con su traje impecable—. La calle va a estar llena de muchas personas muy enfadadas.

Eso era quedarse corto. Una multitud de manifestantes llevaba días acampada delante de las puertas del tribunal. Lo que la gente quería era saber que Gerald Cleaver iba a pasar el resto de sus días pudriéndose en una celda en la cárcel de Peterhead. Soltarlo era tan peligroso como encender la mecha de un petardo y meterlo dentro del pantalón.

La presencia policial delante del tribunal había sido mínima, la suficiente para mantener el orden, pero la situación estaba a punto de cambiar. El comisario no estaba dispuesto a correr ningún riesgo.

—El mundo entero tiene los ojos puestos en Aberdeen —advirtió, adoptando una pose imponente—. A medida que van pasando los días, va creciendo más el movimiento antipederasta. Y con razón. Sin embargo, no podemos permitir que algunos pocos individuos descaminados conviertan la protección de nuestros niños en una excusa para la violencia. Quiero que reine la paz. No quiero nada de escudos antidisturbios. Se trata de una iniciativa policial comunitaria, ¿entendido?

Algunos de los presentes asintieron con la cabeza.

—Ahora van a salir a representar lo mejor de nuestra orgullosa ciudad. ¡Asegúrense de que todo el planeta sepa que Aberdeen se toma muy en serio el tema del orden público!

Se calló durante un segundo, como si esperara un aplauso, antes de ceder la palabra a la inspectora Steel, que se encargó de asignar las tareas. Parecía estresada; tampoco era de extrañar, teniendo en cuenta que ella había llevado el caso contra Gerald Cleaver.

Como Logan no iba de uniforme, ni él ni el resto de los agentes del Departamento de Investigación aparecían en la lista, pero salió por la puerta con el resto del último equipo. Se detuvo en la puerta principal del edificio para mirar hacia la calle a la lluvia gélida y la marabunta furiosa que se había aglomerado delante del tribunal del distrito.

El gentío era más numeroso de lo que se hubiera esperado: unas quinientas personas ocupaban la acera delante del tribunal, apelotonadas en las escaleras hasta el área de aparcamiento exclusivo para las «visitas oficiales». Los equipos de televisión parecían pequeñas islas de paz dentro del mar agitado de rostros crispados y pancartas que rezaban:

«¡ABAJO CON CLEAVER!».

«¡CLEAVER AL TALEGO!».

«¡HIJO DE PUTA PERVERTIDO!».

«¡CADENA PERPETUA!».

«¡MUERTE A LOS DESGRACIADOS PODÓFILOS!».

Logan hizo una mueca cuando leyó esta última. No había nada peor que la gente ignorante y furiosa que va con su superioridad moral por delante y una muchedumbre apoyándola por detrás. La última vez que se había producido semejante fervor, tres pediatras habían acabado con todas las ventanas de sus consultas hechas pedazos. Ahora parecía que iban a ir a por los fetichistas de los pies.

Las cosas ya habían empezado a ponerse feas.

Estaban coreando y gritando insultos hacia el tribunal: hombres, mujeres, padres y abuelos, todos apiñados, clamando venganza. Solo faltaban las horcas y las antorchas.

De repente se hizo el silencio.

Se abrieron las grandes puertas de vidrio y Sandy Moir-Farquharson salió a la lluvia. Gerald Cleaver no estaba con él. Por muy culpable que lo creyeran, la policía de la ciudad no iba a permitir de ninguna manera que Cleaver tuviera que vérselas con aquella turba.

Sandy el Serpiente sonrió hacia la multitud como si los presentes fueran sus amigos de toda la vida. Había llegado su hora de brillar. Las televisiones de todo el mundo apuntaban hacia él. Hoy iba a ser la estrella indiscutible del escenario global.

A su alrededor se levantó un cerco de micrófonos. Logan salió a la calle, arrastrado por una curiosidad malsana, hasta que estuvo lo bastante cerca para oír las palabras del abogado.

—Señoras y señores —dijo Moir-Farquharson, sacando unas hojas dobladas del bolsillo de la chaqueta—. Mi cliente no está disponible para hacer ningún comentario en estos momentos pero me ha pedido que les lea la siguiente declaración.

Carraspeó y sacó pecho antes de ponerse a leer en voz alta:

—«Quisiera agradecer a todo el mundo su amabilidad y sus palabras de apoyo durante esta pesadilla. Siempre he sostenido mi inocencia y hoy, la buena gente de Aberdeen me ha vindicado».

El silencio de repente se vio interrumpido por algunos murmullos de indignación.

—¡La Virgen! —masculló un agente uniformado al lado de Logan—. ¿No podrían haberle dicho que se callara la boca?

Pero Sandy el Serpiente siguió, alzando la voz para que lo oyeran alto y claro:

—«… y ahora que… y ahora que he conseguido limpiar mi nombre, voy a…».

Fue lo último que dijo. Un joven fornido y desaliñado salió de entre la multitud, se abrió paso a codazos entre el corro de reporteros y le pegó una castaña. En toda la nariz. Sandy dio un paso hacia atrás, tropezó y cayó al suelo. La multitud manifestó su aprobación gritando.

De repente apareció de la nada un grupo de agentes uniformados, que contuvieron al joven andrajoso antes de que consiguiera acercarse al Serpiente y clavarle una bota en las costillas. Recogieron al abogado ensangrentado y lo llevaron de nuevo al interior del juzgado, con el agresor detrás.

Durante la siguiente media hora no pasó nada más. Solo la lluvia helada. La mayoría de los espectadores optaron por dispersarse hacia los bares más cercanos y sus casas. Solo quedaba un puñado de manifestantes cuando finalmente salió una furgoneta camuflada con las ventanillas tintadas que se metió entre el resto del tráfico y se dirigió hacia el centro de la ciudad.

Gerald Cleaver era libre.

De vuelta a la jefatura, Logan se puso en la larga cola de uniformes empapados y resfriados. Al principio de la cola, los empleados de la cafetería estaban sirviendo platos calientes de caldo escocés. El comisario se había colocado al lado del mueble de los cubiertos para estrechar las manos de todos los agentes y felicitarles por haber evitado un disturbio.

Logan aceptó la sopa y la mano del comisario con la misma magnanimidad y se dirigió todavía chorreando a una mesa al lado de la ventana empañada. La sopa estaba caliente y sabrosa y era muchísimo más útil que el apretón de manos. Y además, era gratis.

El inspector Insch, visiblemente eufórico, se sentó al otro lado de la mesa entre dos agentes calados. Iba saludando a todos y a todo con una sonrisa radiante.

—¡En toda la nariz! —exclamó finalmente—. ¡Zas! ¡En toda la napia!

Se rió y hundió la cuchara en la sopa.

—¡Pum! —siguió, dejando la cuchara—. ¿Lo ha visto? El muy cabrón se pone ahí delante de todos a proclamar las paparruchas de siempre y le dan una hostia en toda la picota. ¡Flas!

Con un puño inmenso se golpeó la otra mano inmensa. El agente que tenía al lado se sobresaltó y se llevó la cuchara a la barbilla en lugar de a la boca, provocando que le cayera una pequeña de cascada de sopa encima de la corbata.

—Lo siento, hijo —se disculpó Insch, pasándole una servilleta—. ¡En toda la puta napia!

Se calló durante unos instantes y con una sonrisa todavía más radiante, dijo:

—¡Y esta noche saldrá en las noticias! Voy a grabarlo y cada vez que tenga ganas de reírme… —se regocijó, imitando el gesto de señalar con un mando a distancia y apretando un botón imaginario con el dedo gordo—. ¡Zas! ¡En toda la nariz! —suspiró, feliz—. Los días como hoy, recuerdo por qué me hice madero.

—¿Y la inspectora Steel? ¿Cómo lo lleva? —preguntó Logan.

—¿Eh? Ah… —murmuró Insch, perdiendo la sonrisa—. Hombre, se alegra mucho del puñetazo en la nariz pero está muy cabreada por la liberación de ese depravado repugnante —dijo, moviendo la cabeza con gesto de disgusto—. Se pasó días convenciendo a las víctimas para que testificaran. Los pobres desgraciados tuvieron que ponerse de pie y contar al mundo entero lo que les hizo ese degenerado. Con el agravante de las humillaciones de Sandy el Serpiente. Sueltan a Cleaver y resulta que todo ese dolor fue para nada.

La mesa entera se sumió en el silencio. Todos se centraron en el caldo.

—¿Le apetece ir a hacerle una visita? —preguntó Insch cuando Logan hubo terminado la sopa.

—¿A quién? ¿A Cleaver?

—No, hombre, no. ¡Al héroe del momento! —exclamó, levantando los puños como un boxeador—. A aquél que flota como una mariposa y duele como un puñetazo en la nariz.

Logan sonrió.

—¿Por qué no?

Se había congregado una pequeña multitud delante de las celdas de espera. Todos alegres y cotorreando. Con un gruñido, Insch los echó con cajas destempladas. ¿No sabían que lo que estaban haciendo era muy poco profesional? ¿Querían que la gente se pensara que lo de cometer agresión estaba bien? Los espectadores uniformados se dispersaron, contritos, dejando a Insch, Logan y el custodio policial delante de la puerta azul. El agente custodio estaba apuntando un nombre en un tablero al lado de la celda. Logan frunció el ceño: el nombre le resultaba familiar pero no sabía de dónde.

—¿Le importaría que le hiciéramos una pequeña visita al chico? —preguntó Insch en cuanto el agente acabó de escribir el nombre.

—¿Cómo? No, señor. Adelante. ¿Lleva usted la investigación?

Insch volvió a sonreír de oreja a oreja.

—¡Eso espero!

La celda era pequeña sin ser acogedora: suelo de linóleo marrón, paredes de color crema y un banco duro de madera apoyado en una pared. La única luz natural se filtraba a través de dos pequeños vidrios esmerilados muy resistentes empotrados en la parte superior del muro exterior. El cuartito apestaba a sobaco.

El ocupante de la celda estaba acurrucado en el banco de madera, tumbado de lado en posición fetal, gimiendo suavemente.

—Gracias, agente —dijo Insch—. Ya nos ocupamos.

—De acuerdo —repuso el custodio con un guiño, retirándose de la celda—. Llámenme si nuestro Mohammed Ali les causa algún problema.

La puerta de la celda se cerró con un ruido metálico sordo e Insch se sentó en el banco al lado del hombre acurrucado.

—¿Señor Strichen? ¿O puedo llamarte Martin?

El cuerpo cambió de posición.

—¿Martin? ¿Sabes por qué estás aquí?

Insch le hablaba en un tono suave y amistoso completamente distinto a cualquiera que Logan le hubiera oído emplear con ningún otro detenido.

Lentamente, Martin Strichen se incorporó y colocó los pies en el suelo. Los calcetines dejaron una huella húmeda en el linóleo. Le habían confiscado los cordones, el cinturón, y todo objeto que se considerara peligroso. Era gigantesco, no obeso, sino grande por todas partes: los brazos, las piernas, las manos, la mandíbula. Logan se detuvo cuando se fijó en los bultos del rostro del joven. Ahora sabía por qué le sonaba el nombre: Martin Strichen era el pajillero del vestuario femenino, el cautivo de la agente Watson, el que había acompañado a la cárcel de Craiginches. El que había prestado declaración en el juicio contra Gerald Cleaver.

No era de extrañarse que el chaval hubiera incrustado el puño en la nariz de Sandy el Serpiente.

—Lo han soltado —dijo, con una voz que apenas llegaba al susurro.

—Ya lo sé, Martin. Ya lo sé. No deberían haberlo liberado pero así es.

—Lo soltaron por culpa del abogado.

Insch asintió con la cabeza.

—¿Y por eso pegaste al señor Moir-Farquharson?

Strichen masculló una respuesta ininteligible.

—Martin, voy a preparar tu declaración y te voy a pedir que la firmes, ¿de acuerdo?

—Lo han soltado.

Muy suavemente, Insch repasó los acontecimientos de la tarde con Martin Strichen, recreándose sobre todo en el momento del impacto. Logan fue anotando la versión de Strichen en la habitual jerga policial rebuscada. Aunque el joven no se declarara inocente, Insch puso especial esmero en hacer que pareciera que la culpa de todo fuera de Sandy el Serpiente. Que era la verdad de todos modos. Martin firmó la declaración e Insch lo puso en libertad.

—¿Tienes dónde ir? —le preguntó Logan cuando los tres atravesaban la zona de recepción y se dirigían hacia la puerta de entrada.

—Sí. Estoy en casa de mi madre. El juez dijo que tengo que quedarme allí hasta que haya cumplido las horas de trabajo comunitario —repuso, con los hombros todavía más encorvados.

Insch le dio una palmada en la espalda.

—Todavía llueve. Si quieres puedo llamar a un coche patrulla para que te acompañe a casa.

Martin Strichen se estremeció.

—Mi madre dice que me matará si vuelve a ver un coche de policía aparcado delante de su casa.

—Vale, como quieras —dijo Insch extendiéndole la mano.

Strichen se la estrechó, envolviéndosela con sus enormes dedos.

—Y Martin —añadió Insch, mirando fijamente a los ojos castaños y desazonados del chico—. Gracias.

Logan e Insch permanecieron al lado de la ventana, mirando cómo Martin Strichen se adentraba en la tarde lluviosa y desaparecía de su vista. Apenas eran las cuatro y ya había oscurecido.

—Cuando estuvo en el estrado —dijo Logan—, juró que iba a matar a Moir-Farquharson.

—¿En serio? —repuso Insch, pensativo.

—¿Cree que intentará algo?

Insch no pudo evitar que se le dibujara otra sonrisa por todo el rostro.

—Esperemos que sí.

En la sala de interrogatorios número tres no sonreía nadie. Estaba abarrotada de gente: el inspector Insch, el subinspector McRae, una agente empapada y Duncan Nicholson. Las cintas runruneaban en las unidades de grabación y la luz roja del vídeo cámara iba parpadeando regularmente en uno de los rincones.

Insch se inclinó hacia delante y esbozó la misma clase de sonrisa que los cocodrilos suelen reservar especialmente para los ñus agonizantes.

—¿Seguro que no quieres hacer una confesión, señor Nicholson? —preguntó Insch—. De este modo, todos nos ahorraremos muchas molestias. Solo tienes que cantar un poquito, decirnos lo que has hecho con el cadáver de Peter Lumley.

Nicholson se pasó la mano por la cabeza rapada, haciendo un ruido áspero en el intento de quitarse el sudor. Tenía muy mal aspecto. No paraba de temblar, sudaba copiosamente y estaba encogido, rodeándose con los brazos. La mirada le iba saltando de Insch, a Logan, a la puerta.

Insch abrió una funda de plástico y sacó una foto de un niño montado en un triciclo. La foto había sido tomada en lo que parecía un jardín trasero y se entreveía el puntal de un tendedero giratorio entre una toalla y unos vaqueros desenfocados. Insch levantó la foto con la imagen mirando hacia Duncan Nicholson para que pudiera leer el nombre escrito en bolígrafo en el dorso del papel.

—Dime, señor Nicholson, ¿quién es Luke Geddes?

Nicholson se relamió los labios y lanzó una mirada hacia la puerta, hacia la agente empapada, donde fuera menos hacia el chaval del triciclo.

—¿Otra de tus víctimas, Nicholson? ¿La próxima en tu lista de niños aptos para secuestrar, matar y follar? ¿No? ¿Y éste de aquí…? —insistió Insch, extrayendo otra foto de la funda, la foto de un niño rubio vestido de uniforme escolar caminando solo por la calle—. ¿Te suscita algún recuerdo? ¿Te suscita quizás otra cosa? ¿Te pone duro? —porfió, enseñando otra foto—. ¿Y éste? ¿Es tu coche? A primera vista parece un Volvo.

Era la imagen del niño asustado sentado en el asiento de atrás de un coche.

—¡No he hecho nada!

—¡Y unos cojones! Eres un desgraciado mentiroso de mierda y voy a poner tus huesos en chirona hasta que te mueras.

Nicholson tragó saliva.

—Tenemos más fotos —reveló Logan—. ¿Quieres que te enseñemos alguna de ellas, Duncan?

Dio la vuelta a una carpeta de papel manila y sacó las imágenes de la autopsia de David Reid.

—¡Dios mío! —gimió Nicholson, lívido.

—Te acuerdas del pequeño David Reid, ¿verdad, señor Nicholson? ¿El niño de tres años que secuestraste, estrangulaste y violaste?

—¡No!

—Hombre, dudo que hayas podido olvidarte de él. Si volviste a por algunas de sus partes más delicadas. Con una podadera, si no me equivoco.

—¡No! ¡Por Dios que no! ¡Yo no le hice nada! ¡Solo lo encontré! ¡No lo toqué! —gritó, agarrándose a la mesa como si estuviera a punto de caerse al suelo y estrellarse contra el techo—. ¡No le hice nada!

—No te creo, Duncan —dijo Insch, otra vez con la sonrisa de cocodrilo—. Eres escoria pura y te voy a poner entre rejas. Y cuando te encuentres en la cárcel de Peterhead, te vas a enterar de lo que le pasa a la gente como tú. Tipos que van por el mundo sobando a los críos.

—¡No he hecho nada! —sollozó Nicholson, llorando a lágrima viva—. ¡Os juro que no he hecho nada!

Media hora después, el inspector Insch interrumpió el interrogatorio con el pretexto de necesitar un descanso para ir al baño. Dejaron a Duncan en la sala de interrogatorios con la agente calada y se dirigieron al centro de coordinación. Nicholson tenía los nervios destrozados y no paraba de llorar, sollozar, gemir y temblar. Insch lo había aterrorizado y ahora quería que sufriera en silencio durante un rato.

Logan e Insch pasaron el rato bebiendo café, comiendo gominolas efervescentes y hablando de la niña que habían encontrado en la alquería de Roadkill. Los equipos habían vuelto a pasar todo el día revisando la montaña de animales muertos, sin éxito.

Logan volvió a abrir la carpeta y sacó una foto escolar de David Reid: un niño alegre con los dientes ligeramente torcidos y una melena indomable, por mucho que se la peinaran. Nada tenía que ver con el rostro hinchado, oscuro y descompuesto que aparecía en las fotos de la autopsia.

—¿Sigue creyendo que ha sido él? —preguntó.

—¿Quién? ¿Roadkill? —repuso Insch, encogiéndose de hombros y masticando—. Hombre, ahora parece ser que no. Y menos con el payaso que tenemos sudando allá arriba con su colección de retratos infantiles. Por otro lado, es posible que hayan montado alguna especie de red pedófila —dijo con el ceño fruncido—. Eso sí que sería la bomba. Toda una pandilla de depravados sueltos por ahí.

—Sí, aunque ninguno de los niños de las fotos de Nicholson aparecen desnudos. Nada obsceno.

Insch arqueó una ceja.

—¿O sea que cree que son artísticas?

—No. Ya sabe a qué me refiero. No estamos ante un caso de pornografía infantil. Serán todo lo siniestras y escalofriantes que quiera, pero no son pornográficas.

—A Nicholson quizá no le guste verlos así. Tal vez se trate de su propio proceso de selección. Los sigue, les hace unas fotos y luego escoge al ganador afortunado de la lotería pedófila —conjeturó Insch, juntando los dedos como si fueran una pistola y eligiendo a un niño imaginario—. La pornografía viene después, en carne y hueso. En vivo y en directo.

Logan no estaba del todo convencido pero optó por callarse.

De repente asomó la cabeza de un agente por la puerta para informarles que un tal señor Moir-Farquharson quería hablar con ellos y que tenía intención de dar la trisca a todos hasta que lo hubiera conseguido. Insch frunció los labios, se lo pensó, y finalmente pidió al agente que acompañara a Sandy el Serpiente a una de las salas de detención.

—¿Y qué hostias querrá ese réptil? —preguntó Logan cuando el agente se hubo marchado.

Insch sonrió.

—Quejarse. Lamentarse… ¿Qué más da? A nosotros nos dará la oportunidad de reírnos de esa sabandija ahora que está jodido —dijo, frotándose las manos—. De vez en cuando, Logan, hijo, Dios nos sonríe.

Sandy Moir-Farquharson los esperaba en una sala de detención de la planta baja. No se le veía muy feliz. En el caballete recién magullado llevaba una tirita blanca y tenía ojeras. Con un poco de suerte, las ojeras se le acabarían convirtiendo en unos ojos morados en toda regla.

Había dejado el maletín encima de la mesa justo delante de donde estaba sentado y estaba tamborileando el cuero negro de la tapa con los dedos, impaciente. Cuando entraron Insch y Logan, los fulminó con la mirada.

—Señor Faquerson —dijo el inspector—. Cuánto me alegro de verlo vivito y coleando.

Sandy el Serpiente lo miró con infinito desprecio.

—Lo han soltado —dijo en tono grave y amenazador.

—Efectivamente. Le tomamos declaración y está libre bajo fianza hasta que vuelva a pasar por aquí el lunes a las dieciséis horas.

—¡Me ha roto la nariz! —espetó, acentuando sus palabras con un puñetazo encima de la mesa que hizo saltar el maletín.

—Hombre, tampoco es para tanto, señor Faquerson. En realidad le da un aire más duro, más varonil, ¿verdad, subinspector?

Logan procuró mantener la cara seria y le dio la razón.

Sandy frunció el ceño, sin saber si estaban cachondeándose de él.

—¿De verdad? —dijo finalmente.

—Sí —asintió Insch—. Alguien debería haberle roto la nariz hace tiempo.

El ceño fruncido se convirtió en una mirada asesina.

—Es consciente de que alguien me ha estado mandando amenazas de muerte, ¿verdad? ¿Y de que alguien me echó encima un cubo de sangre?

—Sí.

—¿Y de que Martin Strichen tiene antecedentes penales por actos de violencia?

—Tranquilícese, señor Faquerson. El señor Martin Strichen estaba detenido en el momento en que le tiraron la sangre. Y hemos analizado esas amenazas de muerte. Hay por lo menos cuatro autores diferentes de esas cartas y en ninguna de ellas aparece la filigrana de la cárcel de Craiginches. De modo que podemos deducir que probablemente no fueran obra del señor Strichen. —Sonrió—. Sin embargo, si lo desea, podemos pedirle una detención preventiva, para su propia protección, claro. Tengo unas celdas preciosas en la planta baja. ¡Con un par de cojines y algunas flores, seguro que se sentirá como si estuviera en casa!

La única respuesta que obtuvo fue la furia silenciosa del abogado.

La sonrisa de Insch se le extendió hasta las orejas.

—Y le pido que nos disculpe, señor Faquerson. Ahora debemos atender a algunos asuntos policiales de verdad —dijo, levantándose e indicando a Logan con un gesto que lo siguiera—. Eso sí: si alguien cumple con alguna de esas amenazas de muerte, no dude en llamarme en seguida. El subinspector McRae lo acompañará hasta la salida —siguió, aguantándose la risa—. Y Logan, vigile que no vaya a llevarse nuestra vajilla de plata: todos sabemos cómo son los abogados.

Logan acompañó a Sandy hasta la puerta de entrada.

—¿Sabe? —dijo Sandy, mirando con rabia al diluvio que caía del cielo ceniciento—. Yo también tengo hijos. Tal y como habla ese gordo cabrón, cualquiera diría que mi misión en la vida es llenar la calle de pervertidos.

Logan arqueó una ceja.

—Hombre, consiguió que liberaran a Gerald Cleaver.

El abogado se abrochó el abrigo.

—No es verdad.

—¡Claro que es verdad! ¡Hizo trizas el puto caso!

Moir-Farquharson se volvió hacia Logan y lo miró fijamente a los ojos.

—Si el caso hubiera sido sólido, no hubiese podido hacerlo trizas. Yo no conseguí que lo liberaran: de eso se encargaron ustedes.

—Pero…

—Si me disculpa, subinspector, tengo otros asuntos que atender.

Cuando volvieron a la sala de interrogatorios, Duncan Nicholson estaba tan fuera de sí que parecía que le hubieran metido un cable eléctrico por el culo. Tenía la camisa empapada de sudor y los ojos recorrían la sala sin parar, incapaz de fijar la mirada en una cosa durante más de un segundo.

Logan tomó asiento en la silla más próxima a la grabadora y preparó la máquina para la segunda parte del interrogatorio.

—Yo… Esto… ¡Quiero una detención preventiva! —exigió Nicholson antes de que Logan hubiera tenido tiempo de darle al botón.

—¿Craiginches te parece lo bastante preventivo? —preguntó Insch—. O sea, hasta que te encuentren una habitación en Peterhead, por supuesto.

—¡No! ¡Como en las películas! Detención preventiva: en un lugar seguro… —insistió, frotándose el rostro sudoroso—. ¡Como se enteren de que se me ha ido la lengua, me matarán!

Empezó a temblarle el labio inferior y Logan pensó que iba a echarse a llorar de nuevo.

Insch sacó la bolsa de gominolas efervescentes del bolsillo y se metió unas cuantas dentro de la boca.

—No podemos prometerte nada —le advirtió, masticando unos dinosaurios con sabor a naranja y fresa—. Encienda la grabadora, subinspector.

Nicholson bajó la cabeza y se miró fijamente las manos, que temblaban convulsivamente encima de la mesa.

—Es que… es que trabajo para un corredor de apuestas… unos prestamistas… Ya me entienden… —se le entrecortó la voz y tuvo que respirar hondo antes de poder continuar—. O sea, me dedico a investigar y a controlar las deudas. Sigo a los que no quieren pagar. Les hago fotos. A ellos y a sus familias. Las imprimo en casa y… y las entrego a la gente que les deja la pasta —dijo, hundiéndose cada vez más en la silla—. Entonces ellos utilizan las fotos para amenazarlos, para animarlos a que salden la deuda.

Insch torció el gesto.

—¡Tus padres deben de estar tan orgullosos de ti!

Una lágrima cayó por la mejilla de Nicholson y se la secó con la manga.

—¡No es ilegal hacer fotos de los demás! Es lo único que he hecho. ¡Nada más! ¡Nunca he tocado a ningún niño!

El inspector Insch resopló.

—¡Y una mierda! —respondió, inclinándose hacia delante en la silla con los dos puños enormes plantados firmemente encima de la mesa—. Quiero saber qué hacías en el Puente de Don con el cadáver mutilado de un niño de tres años. Quiero saber qué coño hacías con un sobre lleno de billetes y joyas. —Se levantó—. Eres un desgraciado infecto, Nicholson. Mereces pasar el resto de tu asquerosa vida en el talego. Anda, quédate aquí y sigue mintiendo todo lo que quieras. Voy a llamar al fiscal. Ya le daré yo motivos para que te clave a la pared de los cojones. Entrevista finalizada a las…

—Me resbalé.

Nicholson lloraba a lágrima viva y el pánico se le veía claramente en la mirada.

—¡Por favor! ¡Me resbalé!

Logan suspiró.

—Eso ya nos lo has dicho. ¿Y qué hacías allí?

—Me salió un trabajo. Una anciana. Viuda. Guarda el dinero en casa. La plata. Las joyas.

—¿Le robaste?

Nicholson negó con la cabeza. Las lágrimas se le caían como diamantes, estrellándose contra el tablero de formica.

—Ni siquiera llegué a la puerta. Llevaba toda la noche privando y estaba demasiado mamado para hacer una casa. Había ido enterrando lo que había birlado al lado de un árbol en la orilla, justo encima del río. Allí mismo. Decidí guardarlo todo allí por si veníais por casa con una orden de registro —explicó, encogiéndose de hombros y mascullando cada vez más las palabras—. Ya os digo: había cogido una curda de cojones. Decidí ir a ver cuánto tenía antes de ir a por lo de la vieja. Estaba lloviendo a cántaros. Me resbalé por el banco, hasta el fondo de todo. Unos seis metros, más o menos. No se veía nada y encima esa puta lluvia. Me rasgué la chaqueta, los vaqueros. Casi me abro la cabeza con una roca. Acabé en el fondo de la zanja. Intenté salir con la ayuda de una tabla de aglomerado que había ahí dentro, pero me di cuenta enseguida de que estaba como suelta. Se movía y vi que había una cosa flotando en el agua —los sollozos casi le impedían hablar—. Primero pensé que era un perro, un bulterrier o algo por el estilo… porque… porque no se veía una mierda. Pero cuando me di la vuelta para salir como fuera de ahí, me fijé en algo plateado que brillaba bajo la lluvia. No sé, quizás una cadena —se estremeció—. Bueno, creí que se me había caído a mí. Estaba tan mamado que pensé que era mío. Cuando fui a cogerlo, el bulto ese se dio la vuelta y me di cuenta de que era un crío muerto. Y me puse a chillar como un loco…

Logan se inclinó hacia él.

—¿Y entonces qué pasó?

—Joder, pues que me piré de ahí a toda leche. Directo a casa. Me metí en la ducha para quitarme esa agua apestosa del cuerpo. Entonces llamé a la policía.

«Ahí entré yo», pensó Logan.

—¿Y qué fue del objeto? —preguntó.

—¿Cómo?

—El objeto que brillaba encima del cadáver. ¿Qué era? ¿Dónde está?

—Papel de aluminio. Un puto pedazo de papel de aluminio.

Insch lo miró furioso.

—Quiero los nombres de todos los pobres desgraciados a los que hayas robado. Quiero sus posesiones. ¡Todas! —gritó, mirando la colección de fotos en la funda de plástico— y quiero que nos digas los nombres de los corredores para los que hacías las fotos. Como me entere de que alguna persona de todas estas fotos tenga un solo rasguño, aunque sea porque se haya caído de la bicicleta, voy a acusarte de conspiración para cometer un delito de agresión. ¿Me sigues?

Nicholson se cubrió el rostro con las manos.

—Bueno —dijo Insch con una generosa sonrisa—. Gracias por ayudarnos con nuestra investigación, señor Nicholson. Subinspector, hágame el favor de acompañar a nuestro invitado a su celda. Algo con vistas al sur y balcón, si puede ser.

Nicholson no dejó de llorar en todo el camino.