Capítulo 24

Una copa se convirtió en dos. Dos se convirtieron en tres. Tres se convirtieron en un curry y cuatro copas más. Cuando Logan fue a despedirse del inspector Insch y de la agente Watson, el mundo había mejorado mucho. Bueno, estando el inspector, tampoco iba a poder hacer ninguna travesura con Jackie, pero Logan tuvo la sensación de que quizás hubieran podido intimar un poco más. En el caso de que Insch no hubiese estado.

Todo eso le importaba muy poco a las cuatro y media de la madrugada cuando se levantó tambaleándose de la cama y fue a beber su propio peso en agua antes de dormirse de nuevo entre una ola de náusea y la siguiente.

El informe de la autopsia de Lorna Henderson estaba encima del escritorio del inspector Insch cuando Logan llegó a la jefatura. A las siete en punto, a pesar de ser sábado. El inspector ya estaba allí, sentado al otro lado de la mesa, con el semblante un poco más rojo de lo habitual, quizá.

Lorna Henderson había muerto a causa de un traumatismo contuso. Las costillas rotas le habían aplastado el pulmón izquierdo, el impacto que recibió en la sien debió de destrozarle el cráneo y el de la nuca seguramente acabó de rematarla. La fractura en la pierna era irregular, justo encima de la rodilla. Una niña de cuatro años, asesinada de una paliza. Roadkill se había lucido.

—¿Cree que vamos a conseguir que hable? —preguntó Logan, poniendo las fotos de la autopsia boca abajo para no tener que seguir mirándolas.

Insch bufó.

—Lo dudo. Tampoco importa. Las pruebas forenses son tan abrumadoras que no hay Dios que lo saque de ésta. Ni siquiera Sandy el Serpiente. El señor Philips pasará el resto de sus días en la cárcel de Peterhead con todos sus compadres depravados.

Extrajo una bolsa de caramelos con sabor a frutas del bolsillo y la ofreció a todos los presentes en el centro de coordinación. Luego se instaló en una silla a pulirse los que habían sobrado.

—¿Hoy va a acompañar al señor Miller a la granja?

El nombre del periodista salió de la boca del inspector como si fuera la peste.

—No —sonrió Logan—. No sé por qué, pero se ve que no le apetece. No hay quién entienda a esta gente.

Con la expedición del día anterior, Miller ya había visto bastante. En la edición de la mañana del Press and Journal, el periodista solo tenía piropos para el cuerpo de policía. Básicamente era la misma historia que había aparecido en el Evening Express con algunos retoques estilísticos. Al menos Insch había dejado de ser el centro de atención.

—¿Y usted? —preguntó Insch—. ¿Cómo va el tema del tipo sin rodillas?

—Poco a poco.

—La inspectora Steel me ha dicho que tiene la mirada puesta en los hermanos McLeod. ¿Es así?

Logan asintió con la cabeza.

—Es que le vas como anillo al dedo. Sin rodeos. Brutal.

Insch esbozó una sonrisa.

—De tal palo tales astillas. ¿Va a ir a por ellos?

Logan no quiso encogerse de hombros, pero sabía que el resultado todavía no estaba cantado.

—Voy a hacer lo imposible. Tengo al equipo forense examinando con lupa la ropa que llevaba cuando lo mataron. Es posible que saquemos alguna prueba. Si no, tal vez tengamos que apretarle las tuercas a alguno de los clientes…

Se calló, recordando de repente cómo había visto a Duncan Nicholson entrando en el establecimiento a toda prisa para refugiarse de la lluvia.

Insch se metió un caramelo verde y efervescente en la boca.

—Mal asunto. ¿Qué clase de persona sería tan gilipollas para chivarse de los hermanos McLeod? Lo despedazarían vivo.

—¿Cómo? —dijo Logan, volviendo a la realidad, pero sin dejar de pensar en Nicholson, en esa bolsa de plástico—. Bueno, sí. Es probable. El mismo Simon McLeod dijo que era una especie de advertencia. Un mensaje. Que todo el mundo en la ciudad iba a captarlo.

—¿O sea que todo Aberdeen? —dijo Insch, ronzando el caramelo—. ¿Y cómo es que yo no me he enterado?

—Ni idea. Espero que Miller pueda aclarármelo.

A las doce, Logan se sentó delante de un plato de empanada de carne y cerveza negra, patatas fritas y judías. El bar The Prince of Wales era un local anticuado con paneles de madera y cerveza casera. El techo bajo delataba unas manchas amarillas producidas por generaciones de fumadores. Estaba atestado de hombres cuyas mujeres y novias los habían obligado a salir a hacer la compra del sábado; y esto era la recompensa: una pinta de cerveza fría y una bolsa de patatas fritas con sabor a gambas.

El bar estaba compuesto de salas pequeñas unidas por pequeños pasillos. Logan y Miller se encontraban en una de las salas de delante, al lado de la ventana. Tampoco es que la vista fuera nada del otro mundo: a unos metros veían el otro lado de un callejón de edificios altos de granito, gris y apagado y mojado de la lluvia helada.

—Bueno —saltó Miller, pinchando una judía con el tenedor—, ¿ya le habéis sacado una confesión a ese cabrón chalado?

Logan masticó un pedazo de carne y pasta quebradiza, arrepintiéndose de no haberse pedido una cerveza para acompañar la comida y de paso, mitigar las últimas secuelas de la resaca de la noche anterior. Sin embargo, el comisario consideraba que ingerir alguna bebida alcohólica estando de servicio equivalía a violar a una oveja, de modo que Logan tuvo que conformarse con un vaso de zumo de naranja mezclado con limonada casera.

—Tenemos que hacer más averiguaciones —dijo, aunque las palabras le salieron a medias.

—Tendríais que colgarlo de los huevos a la pared. Mira que hay que ser degenerado…

Miller, que no estaba de servicio, podía tomarse todos los tragos que quisiera. Pero en lugar de pedirse una cerveza negra como el resto de los clientes, estaba disfrutando de un Sémillon Chardonnay para acompañar su plato de salmón en croûte.

El periodista tomó un sorbo delicado del vino y Logan se lo quedó mirando con una sonrisa. Miller era un bicho raro y la verdad es que a Logan le estaba empezando a caer bien. A pesar de que, por su culpa, a Insch le había faltado un pelo para acabar de patitas en la calle. La ropa, el vino, los cruasanes y sus pesadas alhajas doradas formaban parte de toda la pantomima.

Logan esperó a que Miller tuviera la boca llena de salmón antes de preguntarle qué había pasado con George Stephenson.

—Mmmfff —repuso Miller, llenando la parte de delante de la camisa fina de color marfil de copos de hojaldre—. ¿A qué te refieres?

—Me dijiste que todavía tenías información acerca de él. Detalles que yo desconocía.

Miller sonrió, liberando más escamas de hojaldre.

—¿Qué tal si empiezo por el último lugar en que lo vieron vivo?

—¿Turf ‘n Track? —aventuró Logan.

La sonrisa de Miller se transformó en admiración.

—Sí, señor. Has dado en el clavo. En el Turf ‘n Track.

Logan ya se imaginaba cómo había ido la cosa; ahora solo tenía que demostrarlo.

—Uno de los hermanos McLeod me dijo que todo el mundo sabe que nunca hay que hacer lo que hizo Geordie. A mí me sonó a amenaza. ¿Me vas a poner al corriente?

Miller cogió la copa y la giró un par de veces. La luz filtró a través del vino encima del tablero, creando una mancha luminosa y dorada que bailaba entre las vetas de la madera.

—¿Sabes que debía mucha pasta a los corredores de la zona?

—Sí, eso ya me lo habías comentado. ¿Cuánto?

—Doscientas cincuenta mil, seiscientas cuarenta y dos libras.

Ahora era Logan quien lo miraba impresionado. Eso era muchísimo dinero.

—¿Y por qué lo mataron? ¿Por qué no se limitaron a lisiarlo un poquito? Un hombre muerto no tiene deudas. Y eso sin tener en cuenta que se han cargado a uno de los chicos de Malk el Cuchillo. Según tengo entendido, a Malkie no le mola nada ese tipo de jugadas.

—Sí, se arriesgaron. Es verdad que si te cargas a uno de los chicos de Malk sin pedirle permiso antes, el tío no se lo toma nada bien.

A Logan se le cayó el alma a los pies. Lo último que necesitaba la ciudad era una serie de asesinatos en represalia. Una guerra de bandas en la Ciudad de Granito. ¡Qué divertido!

—¿Y entonces por qué lo mataron?

Miller suspiró y dejó el cuchillo.

—Se lo cargaron porque todo el mundo sabe que nunca hay que hacer lo que hizo él.

—¿Y eso qué coño significa?

—Significa que… —susurró Miller, echando un vistazo por la sala.

A un lado había un pequeño pasillo que llevaba a la zona en la que servían la comida. Otro, casi oculto en la esquina opuesta, conectaba la sala con la zona del bar. Todos los clientes estaban inmersos en sus conversaciones, comiendo, bebiendo y alegrándose de no estar en la calle con ese tiempo de perros que hacía. Nadie les estaba prestando ninguna atención.

—A ver, ya sabes quién era el jefe de Geordie. A un jefe así no hay que tocarle los cojones dos veces, ¿me sigues? Una vez, igual te libras, pero dos… A la segunda tienes que saber que las consecuencias no van a ser nada buenas, ¿me sigues?

—¡Ya hemos hablado de esto, Miller!

—Sí, es cierto.

Miller estaba poniéndose cada vez más nervioso.

—¿Sabes por qué decidí venir a vivir a la ciudad soleada de Aberdeen? —preguntó, señalando el tiempo sombrío al otro lado de la ventana con el tenedor—. ¿Por qué iba a dejar el puesto que tenía en el Sun para venir a un poblacho como éste?

Procuró mantener la voz muy baja para que nadie lo oyera decir que Aberdeen era un poblacho. Ahora venía la respuesta:

—Drogas. Drogas y putas.

Logan arqueó una ceja. Miller frunció el ceño.

—No, yo no, capullo. Estaba escribiendo un artículo sobre el crack que iba llegando a Glasgow procedente de Edimburgo. Llevaban tiempo sacándolo de contrabando de los países del Este a través de los pingos. O sea, el viejo truco de meterse una bolsa de plástico en el chocho. Se ve que si lo hacen durante la sangriza, los perros no lo detectan. Y aunque sean perros muy agudos, a todos les da tanta vergüenza cuando ven aquello que nadie dice nada —explicó, tomando otro sorbo de vino—. Además fliparías si supieras la cantidad de crack que cabe en el coño de una pendanga lituana. Kilos y kilos.

—¿Y esto qué tiene que ver con Geordie?

—Ahora te lo cuento. El caso es que ya me ves a mí haciendo de Clark Kent: hurgando en la mierda, preparando una serie de artículos de puta madre, o sea, me estaban nominando para todos los premios que existen. Periodista Investigador del Año, un contrato para escribir un libro, todo y más. Hasta que descubro quién hay detrás del chanchullo. Doy con el nombre. El pez gordo encargado de pagarles los billetes de avión a todas estas putas rellenas de drogas y asegurarse de que lleguen a salvo.

—A ver si lo adivino: Malcolm McLennan, alias el Cuchillo.

—Un día me cogen dos tiparracos gigantes en pleno centro de la ciudad. ¡A plena luz del día! Me meten en un coche negro enorme y me piden muy educadamente que trate la historia como si fuera una bomba radioactiva. O sea, que la deje. A no ser que no me importe quedarme sin dedos. Ni piernas.

—¿Y lo dejaste?

—¡Joder! ¡Tú dirás! —bufó Miller, vaciando media copa de vino de un trago—. A ver si voy a dejar que un cabrón me corte los dedos con una cuchilla de carnicero. —Se estremeció—. Malk el Cuchillo empezó a dar voces y cuando me quise dar cuenta, me había quedado sin curro. En ninguno de los periódicos de Glasgow me querían ni regalado. Por eso vine aquí. A ver, no me malinterpretes: tampoco estoy diciendo que sea una desgracia. Buen trabajo, muchas primeras planas, coche bonito, he conocido a una tía encantadora… El sueldo deja un poco que desear pero bueno… al menos estoy vivo.

Miller suspiró.

Logan se reclinó en la silla y miró fijamente el hombre que tenía delante: el traje hecho a medida, los accesorios dorados, la corbata de seda, incluso siendo un sábado lluvioso en Aberdeen.

—Ahora entiendo por qué no he visto nada en la prensa de que el cadáver de Geordie había aparecido sin rótulas, flotando en el puerto. Te da miedo escribir algo por si se entera Malk el Cuchillo, ¿no?

—Hombre, si me diera por proclamar sus asuntos en primera plana, ya podría despedirme de mis diez deditos —susurró Miller, moviendo los dedos y haciendo que brillaran sus anillos a la luz de las lámparas—. No, en esta ocasión, lo mejor es que eche la cremallera.

—¿Y a mí por qué me lo cuentas?

Miller se encogió de hombros.

—Pues porque aunque sea periodista, no quiere decir que sea un capullo amoral y oportunista. Es decir, no soy abogado ni nada por el estilo. Tengo conciencia social. Si he optado por darte toda esta información es porque quiero que pilléis al asesino. Y si he optado por mantenerme al margen es porque quiero conservar mis dedos. Cuando llegue el juicio, no vas a poder contar conmigo para nada: me iré a Dordoña. Quince días de vino francés y haute cuisine. No pienso decir ni mu.

—Sabes quién lo mató, ¿verdad?

El periodista apuró la copa de vino y le esbozó una sonrisa torcida.

—No. Pero si me entero, serás el primero en saberlo. Aunque tampoco pienso hacer más indagaciones. Tengo otras cosas más seguras que hacer.

—¿Como qué?

Miller siguió sonriendo.

—No tardarás en leerlo. Tengo que irme, Lázaro —dijo, levantándose y poniéndose su grueso abrigo negro con cierta dificultad—. He quedado con un menda del Telegraph. Quiere publicar un artículo de cuatro páginas en el suplemento de mañana: «A la caza del infanticida de Aberdeen». Muy suculento.

Danestone, igual que la mayoría de los barrios periféricos de Aberdeen, había empezado siendo una zona de tierras de labranza. Sin embargo, Danestone se había resistido durante más tiempo a los proyectos de las promotoras inmobiliarias, de modo que cuando sus verdes prados fueron ocupados por los «buldózeres», el mantra de los constructores fue: «hagámoslo rápido y hagámoslo apiñado». Los tradicionales bloques grises de granito con sus tejas de pizarra de color plomizo no aparecían en ningún lado. En esta parte de la ciudad solo había tortuosas calles sin salida con casas hechas de piedra caliza amarillenta y tejas acanaladas. Como cualquier otro barrio residencial anónimo en las afueras de la ciudad.

Pero a diferencia del centro de Aberdeen, donde los bloques de pisos y los altos edificios de granito robaban una hora de luz solar a la ciudad, aquí el sol brillaba a raudales dado que toda la urbanización estaba construida mirando hacia el sur en la orilla del río Don. El único inconveniente era que estaba a tiro de piedra de la fábrica de pollos, las fábricas de papel y la estación depuradora de aguas residuales. Tampoco se podía tener todo en esta vida. Mientras el viento no soplara del oeste, no había problema.

El viento no venía del oeste ese sábado. Soplaba un vendaval que procedía del este, directo del Mar del Norte y cargado de lluvia helada y horizontal.

Logan tiritó y volvió a subir la ventanilla. Había aparcado el coche a pocos metros de una casita de dos plantas en la parte superior, dos en la parte inferior, cuyo jardín parecía agonizar bajo la lluvia implacable. Logan y su acompañante, un agente en prácticas calvo que no se había quitado el anorak, ya llevaban una hora esperando y todavía no habían visto al blanco.

—¿Dónde se ha metido? —preguntó el agente, intentando acurrucarse aún más dentro del forro acolchado de su chaqueta.

Desde que habían salido de la jefatura, el tipo no había parado de quejarse del tiempo, y de que le había tocado pringar un sábado por la tarde, y de que llovía, y de que tenía hambre, y de que la lluvia le estaba aflojando la vejiga.

Logan procuró no suspirar. Si Nicholson no aparecía pronto, todas las primeras planas del país de la mañana siguiente iban a divulgar otro asesinato: «¡Agente quejica cabrón estrangulado con sus propios órganos genitales en coche patrulla aparcado!». Estaba intentando decidir si se merecería una Orden del Imperio Británico o una Orden de Caballería por haberse cargado al gilipollas llorón cuando un Volvo abollado y herrumbroso de color verde que ya conocía de sobras pasó gruñendo por su lado. Con las prisas por aparcar, el conductor dejó la mitad del coche encima de la acera y se puso a revolver en el asiento de atrás como si buscara algo.

—Comienza el espectáculo —dijo Logan, abriendo la puerta y saliendo rápidamente a la lluvia helada.

El agente lo siguió, sin dejar de rezongar.

Llegaron al Volvo justo en el momento en que Nicholson hacía ademán de bajarse. Llevaba dos bolsas de plástico. Cuando vio a Logan, palideció.

—Buenas tardes, Duncan —lo saludó Logan con una sonrisa, a pesar del chorro de agua gélida que le caía por el cuello, empapándole la camisa—. ¿Te importaría enseñarnos qué llevas dentro de las bolsas?

—¿Bolsas?

Las gotas de lluvia brillaban en la cabeza rapada de Duncan Nicholson, empapándolo como un sudor nervioso. Ocultó las bolsas detrás de la espalda e insistió:

—¿Qué bolsas?

El agente malhumorado dio un paso hacia delante y gruñó desde el interior de la capucha forrada de su anorak:

—¡Si quieres te enseño yo qué putas bolsas!

—¡Ah! ¡Esto! —exclamó, haciéndolas reaparecer de nuevo—. Compras. He ido al supermercado. Al Tesco. A buscar comida. No he almorzado. Y ahora, si me permiten…

Logan no se movió.

—Son bolsas del Asda, señor Nicholson. No del Tesco.

Nicholson miró primero a Logan y luego al agente gruñón.

—Ya. Es que… Bueno… Me gusta reciclar las bolsas de plástico. Hay que pensar en el medio ambiente.

El agente dio otro paso hacia él.

—Ahora sí que te vas a enterar de lo que va bien al tu puto medio ambiente…

—Ya basta, agente —lo cortó Logan—. Estoy seguro de que el señor Nicholson tiene tantas ganas como nosotros de salir de la lluvia. ¿Pasamos dentro, Duncan? Si no, en la jefatura también estaremos la mar de bien. Si quieres te acompañamos en coche.

Dos minutos después, los tres estaban sentados en una cocina pequeña de color verde escuchando hervir el agua en la tetera eléctrica. La casa no estaba mal por dentro, aunque el decorado le hubiese provocado una conmoción cerebral a cualquier animal doméstico. Las paredes estaban cubiertas de papel pintado estampado, cenefas y frisos, una moqueta cara de color verde oliva e inmensas pinturas al óleo fabricadas en serie. Ni un solo libro en las estanterías.

—Una casa tan acogedora… —comentó Logan, mirando fijamente a Nicholson con su cabeza rapada, sus tatuajes y suficiente metalistería en las orejas para hacer sonar todos los detectores de metales entre Aberdeen y Dundee—. ¿Te gusta el interiorismo, Duncan?

Nicholson masculló algo acerca de la debilidad de su esposa por los programas de bricolaje. Todo hacía juego: la tetera, la tostadora, la licuadora, los azulejos y el horno. Todo de color verde. Hasta el linóleo. Era como estar en el interior de un moco gigantesco.

Las dos bolsas estaban encima de la mesa.

—¿Les echamos un vistazo, Duncan?

Logan abrió una de ellas y se sorprendió al encontrar un paquete de beicon y una lata de alubias en el interior. La otra contenía una bolsa de patatas y un paquete de galletas de chocolate. Logan frunció el ceño y vació las dos bolsas encima de la mesa. Galletas y patatas, beicon y alubias. Y en el fondo de una de ellas, dos sobres gruesos de papel manila.

—¿Y esto?

—¡Es la primera vez que los veo en mi vida!

Lo que ahora chorreaba por el rostro de Duncan Nicholson no era lluvia, sino sudor nervioso de verdad.

Logan se puso unos guantes de látex y cogió uno de los sobres. Apestaba a nicotina y humo.

—¿Hay algo que quieras contarme antes de que lo abra?

—Yo solo me encargo de llevarlos. No sé que hay dentro… ¡No son míos!

Logan vació el contenido encima de la mesa. Fotos. Mujeres tendiendo la ropa, mujeres preparándose para ir a dormir. Pero en la gran mayoría aparecían niños. En la escuela. Jugando en el jardín. Un crío en el asiento de atrás de un coche, con mirada asustada. Por mucha imaginación que le hubiera puesto, Logan jamás se hubiera imaginado aquello. Cada una de las fotos tenía un nombre diferente escrito en el dorso. Ninguna dirección. Solo el nombre.

—¿Qué demonios es esto?

—Ya te lo he dicho: ¡no sé nada de todo esto! —dijo, casi chillando, dejándose llevar por el pánico—. Yo solo me encargo de llevarlos.

El agente malhumorado agarró a Nicholson de los hombros y lo empujó hacia atrás en la silla con gran estrépito.

—¡Pero serás desgraciado! —gritó, cogiendo la foto de un niño sentado en un cajón de arena con un conejo de peluche en la mano—. ¿Así fue como lo encontraste? ¿Eh? ¿También le hiciste una foto a David Reid? ¿Te pareció apetecible? ¡Hijo de puta depravado!

—¡Que no! ¡No tiene nada que ver!

—Señor Duncan Nicholson, quedas detenido bajo sospecha de asesinato —declaró Logan asqueado, mirando hacia abajo a los rostros de los niños—. Agente, léale sus derechos.

La casa era tan pequeña que apenas cabían los cuatro técnicos del Departamento de Investigación, el operario experto en vídeos, el fotógrafo, Logan, el agente quejica y dos agentes vestidos de uniforme, pero finalmente lo consiguieron con algún que otro apretujón. A nadie le apetecía esperar en la calle bajo la lluvia torrencial.

El contenido de los dos sobres ya estaba clasificado y guardado en varias bolsas. El sobre número dos no estaba lleno de fotos, sino de dinero y varias alhajas pequeñas.

En el piso superior encontraron un armario enfrente del cuarto de baño. Un metro por un metro y medio: lo necesario para albergar un ordenador, una impresora de color de primera marca y un taburete. Y un pestillo que solo podía cerrarse desde el interior. Unas estanterías que estaban atestadas de CDs, de los que se graban en casa, todos etiquetados con sus correspondientes fechas. Debajo del tablero del ordenador encontraron un fajo de impresiones satinadas de alta calidad. Mujeres y niños; principalmente niños. También encontraron una cámara digital, uno de los mejores modelos de la gama.

Cuando oyeron un ruido en el piso inferior, todo el mundo se calló de golpe.

Un crujido y se abrió la puerta de la entrada.

—¿Dunky? ¿Me echas una…? ¿Y tú quién coño eres?

Logan asomó la cabeza por la escalera y vio a una mujer en avanzado estado de gestación. Llevaba un abrigo de piel negro e iba cargada de numerosas bolsas de compra. Estaba mirando atónita el pelotón de policías que habían ocupado su salita.

—¿Dónde está Duncan? ¡Cabrones! ¿Qué habéis hecho con mi marido?