Logan se quedó un rato más, examinando los animales muertos con el resto del equipo. Incluso con todo el equipo protector que llevaba, se sentía sucio. Además, todos estaban hechos un manojo de nervios tras el incidente con la rata. A nadie le apetecía acabar en urgencias junto al agente Steve, esperando que le administraran una antitetánica y una vacuna contra la rabia.
Finalmente tuvo que marcharse. Todavía tenía un montón de trabajo pendiente en la jefatura. Acompañaron a un Colin Miller muy pálido hasta la verja al final del camino. Estaba completamente agotado y dijo que se iba a casa a beberse una botella de vino. Luego se metería bajo la ducha a exfoliarse hasta que le sangrara la piel.
Al otro lado de la verja, el enjambre de periodistas y cámaras de televisión había mermado. Ahora solo quedaban los más acérrimos, que se habían refugiado en sus coches con el motor encendido y la calefacción a tope. Cuando vieron aparecer el coche de Logan, salieron de la seguridad caliente de sus vehículos y se acercaron.
No consiguieron ni un comentario.
El inspector Insch no estaba en el centro de coordinación cuando Logan llegó a Force y lo de pedirles a los agentes que atendían los teléfonos que lo pusieran al corriente fue una experiencia incómoda. A pesar del discurso del inspector, era evidente que seguían pensando que Logan era un imbécil y aunque nadie dijera nada al respecto, sus respuestas fueron bruscas y concisas.
Los del equipo uno, que habían ido llamando a las puertas para preguntar a los vecinos si reconocían a Roadkill, habían recibido el surtido habitual de declaraciones contradictorias: sí, Roadkill solía hablar con los críos; no, nunca hablaba con ellos; sí, claro. La comisaría de Hazlehead había montado un punto de control para preguntar a los conductores si habían visto algo extraño mientras iban y venían de la ciudad. Una posibilidad remota, pero por probar no perdían nada.
Al equipo dos, que se había encargado de recopilar más información acerca de la biografía de Bernard Duncan Philips, le había ido mucho mejor. Encima del escritorio de Logan había una carpeta de papel manila con la información que los agentes habían conseguido sonsacar de todo el mundo que lo hubiera conocido. Logan se sentó en el borde de la mesa y empezó a hojear la colección de fotocopias, faxes y listados. Se detuvo cuando llegó al informe de defunción de la madre de Bernard.
Cinco años atrás le habían diagnosticado un cáncer intestinal. Se ve que la señora Philips ya llevaba mucho tiempo enferma, incapaz de valerse por sí misma. Bernard había vuelto a casa de St. Andrews, dejando atrás un doctorado, para cuidar de su madre incapacitada. El médico le había insistido que solicitara asistencia, pero la mujer se negó. Bernard se puso de parte de mamá, y salió tras el pobre hombre con un pico. Solo entonces detectaron que el joven tenía un trastorno mental.
Poco después, el hermano de la madre la encontró tumbada boca abajo en el suelo de la cocina y la obligó a ir al hospital, donde la sometieron a una exploración quirúrgica y bingo: cáncer. Intentaron tratarla pero poco después, el cáncer se le había extendido hasta los huesos. Murió al cabo de tres meses. No en el hospital, sino en su propia cama.
Bernard siguió compartiendo la casa con ella durante dos meses. Una asistente social subió a ver a Bernard. Lo que la recibió en la puerta de la granja fue el olor.
Por este motivo, Bernard Duncan Philips acabó pasando dos años en Cornhill, el único centro de Aberdeen para personas que requerían «una atención diferenciada». Respondió bien a las drogas que le administraron y decidieron entregarlo al departamento de servicios sociales. Es decir, querían que la cama de Bernard quedara libre para otro pobre desgraciado como él. Bernard se enfrascó en su trabajo: cada día salía a raspar los animales muertos de las carreteras para el ayuntamiento de la ciudad.
Y con eso quedaba casi todo aclarado.
A Logan no le hacía falta que el equipo tres le pusiera al día: ya había visto lo bastante con sus propios ojos para saber que su tarea iba a ser lenta. El hecho de pedirles que examinaran todos los animales muertos dentro de los contenedores tampoco había ayudado, pero ahora al menos tenían la certeza de que no habían pasado nada por alto. Al paso que iban, dudaba mucho que consiguieran vaciar las tres edificaciones antes del lunes. Y eso si el comisario autorizaba las horas extras que iban a requerir.
El pequeño centro de coordinación de Logan estaba vacío. Habían llegado los resultados del vómito que Isobel había encontrado dentro de la herida profunda de la niña desconocida. El ADN no correspondía con la muestra de Norman Chalmers y el equipo forense todavía no había encontrado ninguna prueba. Lo único que lo vinculaba con la pequeña era el recibo del supermercado. Una prueba circunstancial. De modo que habían tenido que ponerlo en libertad. Al menos había tenido suficiente juicio para irse tranquilamente, sin armar un pollo mediático. Su abogado debía de estar que echaba chispas.
Encima del escritorio de Logan había una hoja mecanografiada con esmero, resumiendo las declaraciones de los que aseguraban haber visto a Peter Lumley. Logan las leyó por encima con escepticismo. La gran mayoría parecía pura fantasía.
Al lado encontró una lista con los nombres de todas las niñas del país que hubieran padecido tuberculosis con menos de cuatro años. La lista era muy corta: cinco nombres con sus correspondientes direcciones.
Logan cogió el teléfono y empezó a marcar los números.
Ya eran las seis pasadas cuando el inspector Insch asomó la cabeza por la puerta y preguntó si Logan tenía un minuto. Había una expresión extraña en su rostro y Logan presintió que la noticia no iba a ser buena. Tapó el auricular con una mano y le dijo al inspector que necesitaba un minuto.
Al otro lado del teléfono tenía a una agente de Birmingham que estaba, en ese preciso momento, sentada al lado de la última niña que aparecía en la lista de Logan. Sí, estaba viva y ¿Logan era consciente de que era afrocaribeña? No, seguramente no se trataba de la niña muerta blanca que seguía en la nevera del depósito.
—Gracias por su tiempo, agente —dijo Logan, antes de colgar el teléfono y tachar el último nombre de la lista con un suspiro cansino—. No ha habido suerte —concluyó.
Insch se sentó en el borde de la mesa y empezó a revolver los archivos de Logan haciendo mucho ruido.
—Las cinco niñas de la edad que buscamos que han sido tratadas por tuberculosis están todas vivitas y coleando.
—Ya sabe qué significa eso, ¿no? —repuso Insch, mirando las declaraciones que Logan había separado del resto por ser las de los vecinos más inmediatos a Norman Chalmers y el contenedor de basura—. Si ha tenido tuberculosis y la han tratado, no fue en este país. Por lo tanto, no es…
—… británica —concluyó Logan, sujetándose la cabeza con las manos. Había centenares de países en el mundo donde la tuberculosis seguía estando a la orden del día: gran parte de la antigua Unión Soviética, Lituania, todas las naciones africanas, el Oriente Lejano, América… Y en la mayoría de los casos de los países más afectados, no tenían ni una base de datos. El pajar acababa de multiplicarse por mil.
—Pero si quiere le puedo dar una buena noticia —dijo Insch en tono apagado e infeliz.
—Adelante.
—Hemos identificado a la niña que encontramos en la alquería de Roadkill.
—¿Ya?
Insch asintió con la cabeza y guardó las declaraciones de Logan. Completamente desordenadas.
—Buscamos en la lista de personas desaparecidas en los últimos dos años y encontramos una coincidencia exacta con el historial dental de la niña. Lorna Henderson. Cuatro años y medio. Su madre denunció la desaparición. Se ve que volvían a casa de Banchory por South Deeside Road. Se habían peleado. La niña se había emperrado en que quería un poni. Así que la madre le dice: «Si no te callas ya con lo del maldito poni, volverás a casa andando».
Logan asintió con la cabeza. Todas las madres de todo el mundo se habían servido de la misma amenaza en algún momento de sus vidas. La madre de Logan incluso la habían empleado con su padre una vez.
—Pero resulta que Lorna quería ese poni más que nada del mundo —continuó Insch, sacando una bolsa estrujada de caramelos ácidos con sabor a frutas del bolsillo. Sin embargo, en lugar de meterse uno en la boca, se quedó mirando la bolsa con tristeza—. Y la madre decide cumplir con la amenaza. Se detiene al lado de la carretera y obliga a su hija a bajarse del coche. Y se va. Tampoco es que se fuera muy lejos. Se ve que la esperó en la siguiente curva, a unos setecientos metros. Y se quedó ahí, esperando que apareciera Lorna. Pero su hija no apareció.
—¿Cómo demonios pudo obligar a una niña de cuatro años a bajarse del coche?
Insch se rió, pero no había ni pizca de humor.
—Cómo se nota que no tiene hijos. En cuanto aprenden a hablar, los muy capullos no paran hasta que les invaden las hormonas y se convierten en adolescentes. Entonces no hay quien les saque ni una palabra. Un crío de cuatro años se pasará todo el día dando la lata si de verdad quiere algo. Al final la madre pierde los estribos y nunca vuelve a ver a su hija con vida.
Ahora tampoco iban a dejar que la viera muerta. En el momento en que saliera del depósito para el entierro, lo que quedaba del cadáver de Lorna iba a ir directo a un ataúd muy bien cerrado. Nadie iba a ver qué había dentro de la caja.
—¿Ya lo sabe? Que la hemos encontrado, digo.
Insch gruñó y guardó la bolsa de caramelos en el bolsillo sin haberse comido ni uno.
—No, todavía no. Ahora iba para allá. Para decirle que por obligar a su hija a bajarse del coche, permitió que se la llevara un hijo de puta sádico que la mató de una paliza brutal y la dejó pudriéndose encima de una pila de animales muertos.
Bienvenida al infierno.
—Voy a llevarme a la agente Watson —añadió Insch—. ¿Le apetece acompañarnos?
Las palabras parecían frívolas pero el tono de voz era gravísimo. El inspector estaba abatido. Tampoco era de extrañar teniendo en cuenta la semana que acababan de pasar. Insch creía que iba a poder sobornar a Logan para que lo acompañara si lo tentaba con el incentivo de la agente Watson. Ni que fuera una zanahoria vestida de uniforme.
Logan lo hubiese acompañado aún sin el cebo. La idea de ir a informar a una madre que su hija estaba muerta no le apetecía en absoluto pero veía que Insch necesitaba apoyo.
—De acuerdo. Pero solo si nos vamos a tomar una copa después.
Dejaron el todoterreno de Insch al lado de la acera. El coche sobresalía por encima de todos los otros Fiats y Renaults pequeños que bordeaban las dos aceras con sus capas blancas de nieve inmaculada. Ninguno de ellos había tenido muchas ganas de hablar por el camino, salvo la oficial de enlace familiar que se había pasado todo el camino diciendo «¿y quién es esta perrita tan mona?», al spaniel maloliente de color blanco y negro que viajaba en la parte posterior del coche de Insch.
La zona era bastante bonita: algunos árboles, un poco de césped. Desde los tejados se veían los campos un poco más allá. La casa estaba al final de una hilera de casas de dos pisos en la parte superior y dos más en la parte inferior, revestidas de una capa de caliza y guijarros blancos que relucían bajo la luz de las farolas, remedando la nieve.
La ventisca había amainado y ahora únicamente caía algún copo esporádico, flotando lentamente en la amarga noche. Los cuatro se dirigieron juntos hacia la puerta, vadeando la capa de nieve que les llegaba hasta los tobillos. Insch iba delante. Pulsó el timbre, activando un talán, talán que pretendía imitar una balada renacentista. Dos minutos después se abrió la puerta y se asomó el rostro enojado de una mujer de cuarenta y tantos años, vestida con un albornoz suave de color rosa. Iba sin maquillar, aunque al lado de los ojos tenía unas manchas de rímel que se extendían hacia las orejas. Acababa de lavarse el pelo y lo llevaba pegado a la cara como hilos mojados. En cuanto vio el uniforme de la agente Watson en segundo plano, se le desvaneció todo el enojo del semblante.
—¿Señora Henderson?
—¡Dios mío! —exclamó, agarrándose las solapas del albornoz y enroscándolas hacia el cuello. Estaba completamente pálida.
—¡Le ha pasado algo a Kevin! ¡Dios! ¡Ha muerto!
—¿Kevin? —preguntó Insch, aturdido.
—Mi marido. Kevin —dijo la mujer, dando unos pasos hacia atrás y metiéndose de nuevo en el vestíbulo minúsculo, las manos temblorosas—. ¡Oh, no!
—Señora Henderson, su marido no ha muerto. Hemos…
—¡Gracias a Dios!
Mucho más aliviada, los invitó a pasar al vestíbulo y los guió hasta una sala decorada con papel pintado de rayas rosáceas.
—Disculpen el desorden. Normalmente dedico los domingos a limpiar la casa pero este fin de semana he tenido doble guardia en el hospital.
Se calló y echó un vistazo por la sala. Cogió un uniforme de enfermera arrugado que había en el sofá y lo dejó encima de la tabla de planchar. Con un gesto disimulado hizo lo mismo con una botella medio vacía de ginebra, que fue a parar al aparador. Encima del hogar colgaba lo que parecía un cuadro pintado al óleo, idéntico a los que vendían en masa en los establecimientos de fotografía. Un hombre, una mujer, una niña rubia. Un marido, una esposa y una hija asesinada.
—La verdad es que Kevin no vive aquí ahora mismo… Necesitaba un descanso… —explicó con vacilación—. Se fue después de que desapareciera nuestra hija.
—Ya. Por eso hemos venido, señora Henderson.
Hizo un gesto hacia el sofá marrón de cuero lleno de bultos, que había tapado con unas telas amarillas y rosas.
—¿Han venido porque mi marido no vive aquí? ¡Pero si es algo temporal!
Insch extrajo un sobre de plástico transparente del bolsillo. En el interior había dos clips de la Barbie.
—¿Reconoce esto, señora Henderson?
Cogió el sobre, miró primero los clips, luego al inspector Insch, y palideció por segunda vez.
—¡Dios! ¡Son de Lorna! Son sus clips favoritos. ¡Nunca salía de casa si no los llevaba puestos! ¿Dónde estaban?
—Hemos encontrado a Lorna, señora Henderson.
—¿Encontrado? ¡Oh, Dios…!
—Lo siento, señora Henderson. Está muerta.
La madre de Lorna se quedó como ensimismada durante unos segundos antes de anunciar:
—¡Té! Eso es lo que necesitamos todos. Una taza de té caliente y muy dulce.
Se dio la vuelta y entró corriendo en la cocina con el albornoz abierto, agitándose detrás de ella.
La encontraron sollozando delante de la pila de la cocina.
Diez minutos después, los cinco volvían a estar en la sala. Insch y Logan estaban sentados en el sofá incómodo, la agente Watson y la señora Henderson ocupaban dos sillones marrones con los mismos bultos a juego y la oficial de enlace familiar estaba de pie detrás de la madre de Lorna, acariciándole el hombro con una mano e intentando consolarla. Logan había preparado una tetera y la había dejado encima de una mesita de café llena de revistas Cosmopolitan. Había servido sendas tazas, pero nadie tenía ganas de beber.
—La culpa es mía.
La señora Henderson parecía haberse encogido dos tallas desde que llegaron. El albornoz le caía por los hombros como una capa.
—¿Por qué no le compramos ese maldito poni…?
El inspector Insch se inclinó ligeramente hacia delante.
—Siento tener que hacerle estas preguntas ahora, señora Henderson, pero necesito que nos hable de la noche en que desapareció Lorna.
—Es que no me cabía en la cabeza. O sea, que jamás iba a volver. Pensé que se había escapado, que un día volvería a entrar por la puerta y que todo volvería a su sitio —dijo, mirando el fondo de la taza—. Kevin no pudo soportarlo. Dijo que yo tenía la culpa de todo. Cada día. «¡Tú tienes la culpa de haya desaparecido!». Y… esto… ahora ha conocido a una mujer en el supermercado donde trabaja —suspiró—, aunque yo sé que no la ama. Quiere castigarme. Además, no tiene pecho. ¿Cómo puede un hombre amar a una mujer sin pecho? Lo hace para castigarme. Ya volverá. Ya lo verán. Un día volverá a entrar por la puerta y todo será como antes.
Se quedó callada, mordiéndose la parte interior de la mejilla.
—Y la noche que desapareció Lorna, señora Henderson, ¿vio a alguien más en la carretera? ¿Algún vehículo?
La mujer levantó la vista de la taza, la mirada brillante y lejana.
—¿Cómo? No recuerdo nada… Hace mucho tiempo y estaba tan furiosa con ella. ¿Por qué no le compramos ese dichoso poni?
—¿Alguna furgoneta? ¿Algún camión?
—No. No me acuerdo. ¡Ya se lo conté todo en su momento!
—¿Un hombre con un contenedor?
Se quedó paralizada.
—¿Qué insinúa?
El inspector Insch no le contestó. La señora Henderson se lo quedó mirando durante un instante y se puso de pie de un salto.
—¡Quiero verla!
El inspector dejó la taza cuidadosamente encima de la alfombra.
—Lo siento, señora Henderson. No va a ser posible.
—¡Es mi hija, maldita sea! ¡Quiero verla!
—Lorna lleva mucho tiempo muerta. Está… No quiere verla, señora Henderson. Créame, por favor. Es mucho mejor que la recuerde como era.
La señora Henderson se quedó donde estaba en medio de la sala, mirando con odio la calva del inspector.
—¿Cuándo la encontraron? ¿Cuándo encontraron a Lorna?
—Ayer.
—¡Oh, Dios! —sollozó, tapándose la boca con la mano—. Fue él, ¿verdad? ¡El hombre de las noticias! ¡La mató y la enterró en esa porquería!
—Intente tranquilizarse, señora Henderson. Lo hemos detenido. No va a ir a ningún lado.
—¡Ese hijo de puta pervertido! —gritó, lanzando la taza de té contra la pared. La taza explotó, esparciendo pedacitos de porcelana por toda la sala y dejando una mancha marrón claro en el papel pintado.
»¡Se llevó a mi niña!
Tampoco había muchas ganas de hablar durante el camino de vuelta. La oficial de enlace familiar fue a buscar a una vecina para que se ocupara de la señora Henderson, que se desplomó en cuanto vio llegar a la mujer corpulenta y preocupada. Las dejaron llorando juntas en el sofá y se fueron solos hasta la puerta.
Había un silencio sepulcral en las carreteras que los llevaron de nuevo al centro de la ciudad. La nieve se había asegurado de que no saliera nadie, salvo los que iban a pasar la noche esparciendo sal y arena por toda la comarca.
Las ocho. Una figura familiar pasó por su lado cuando Insch llegó a la rotonda de Hazlehead. El padrastro de Peter Lumley, que caminaba penosamente por la nieve, gritando el nombre de su hijo. Logan se quedó mirando con tristeza al hombre empapado y congelado hasta que lo hubieron dejado atrás. Al pobre todavía le esperaba esa visita tan temida de la policía. La visita en que le iban a informar que habían encontrado el cadáver de su hijo.
Insch llamó a la jefatura y consiguió la dirección del señor Henderson. Vivía en el extremo menos deseable de Rosemount en un apartamento que compartía con la mujer sin pecho del supermercado.
Repitieron la misma escena patética, salvo que en esta ocasión, al padre de Lorna no le atormentaba el remordimiento. En esta ocasión, toda la culpa iba dirigida contra la zorra imbécil de su exmujer. Su novia se sentó a su lado en el sofá y lloró mientras Kevin despotricaba como un poseso. No lo reconocía, iba diciendo la chica. Normalmente era un hombre muy dulce.
Y finalmente, regresaron a Force.
—¡Hostia! Un día lleno de diversión y alegría —dijo Insch, totalmente extenuado, cuando se dirigían hacia los ascensores.
Apretó uno de los botones con el pulgar y sorprendentemente, la puerta se abrió de forma automática.
—A ver —dijo, entrando en la caja metálica, dejando a Logan y Watson de pie en el vestíbulo—. ¿Por qué no van a cambiarse y nos vemos los tres aquí dentro de cinco minutos? Tengo que rellenar un par de formularios pero me gustaría invitarles a una copa.
La agente Watson miró primero a Logan y luego a Insch. Parecía estar buscando una buena excusa para estar en otro sitio, pero antes de dar con ella, se cerraron las puertas del ascensor e Insch se desvaneció.
Logan respiró hondo.
—Si no te apetece —empezó—, lo entenderé. Ya le diré al inspector que tenías otra cita.
—¿Tantas ganas tienes de deshacerte de mí?
Logan levantó una ceja.
—No. En absoluto. Es que pensé que… Bueno, después de toda la mierda que ha salido en la prensa… ya sabes —dijo, señalándose con el dedo índice—. Te presento al señor hijo de la gran puta.
La agente Watson sonrió.
—Bueno, con todo el debido respeto, es verdad que a veces te comportas como un gilipollas, pero recuerda que yo también he conocido a Miller. Y sé que es un cabrón —concluyó, poniéndose seria de repente—. Es que no sabía si querrías que os acompañara. Después del arrebato. Después de insultar al coche aquel.
Logan sonrió de oreja a oreja.
—¡No! No pasa nada. De verdad. Bueno, lo de insultar al coche no estuvo bien…
Watson se había puesto todavía más seria pero Logan siguió con el rollo, temiendo haber metido la pata hasta arriba por segunda vez:
—… pero eso no tiene nada que ver con nada. Claro que me gustaría que nos acompañaras. Sobre todo si invita el inspector Insch —dijo, callándose de repente—. Hombre, también me gustaría mucho que vinieras si invitara yo, por supuesto. Es que…
Se mordió la lengua para evitar que se le escaparan más tonterías.
La agente Watson se lo quedó mirando durante unos segundos.
—Muy bien —dijo finalmente—. Voy a cambiarme. Ahora nos vemos en recepción.
Cuando se alejó, Logan tuvo la horrible sensación de que Watson estaba riéndose de él. Se quedó solo en el pasillo, colorado como un tomate.
En recepción, el Gran Gary estaba preparándose para el turno de noche. Sonrió e hizo señas a Logan para que se acercara.
—¡Eh, Lázaro! ¡Cuánto me alegra ver que estás recibiendo todo el reconocimiento que te mereces!
Logan frunció el ceño y Gary sacó un ejemplar del Evening Express, la edición hermana del Press and Journal. En la primera plana había una foto desenfocada de unas figuras humanas vestidas con monos azules examinando animales muertos a mano. «LA CASA DEL HORROR: NUESTROS VALIENTES AGENTES BUSCAN NUEVAS PISTAS».
—A ver si lo adivino —suspiró Logan—. Colin Miller ataca de nuevo. Sí que había trabajado rápido.
Gary se dio un golpecito en la nariz con el dedo.
—A la primera, señor Nuestro Héroe Policial.
—Gary, en cuanto ascienda de rango y sea tu superior, te voy a mandar a rondar las calles —dijo, señalando hacia las puertas.
Gary le guiñó el ojo.
—Pero hasta entonces, vas a tener que aguantarte. ¿Galleta? —preguntó, extendiéndole una bolsa de Kit Kat.
Muy a su pesar, Logan sonrió. Y cogió una.
—Bueno, ¿qué más tiene que decir el señor Miller?
Gary sacó pecho, dobló el periódico por la mitad y leyó en voz alta como si estuviera recitando una obra de Shakespeare:
—Bla, bla, bla, nieve y hielo, bla bla. Una mariconada florida acerca de la valentía de los policías que tienen que escarbar entre «aquella espeluznante mina de la muerte», bla, bla, buscando «la prueba decisiva que hará que nuestros hijos estén a salvo de semejante bestia». Espera, que esto te va a gustar: «Nuestro héroe policial, Logan Lázaro McRae no estuvo por encima de los agentes de su equipo y los ayudó a revisar los animales muertos uno a uno». Se ve que también le salvaste la vida al agente Steve Jacobs después de que lo atacara una rata ingente. ¡Dios te bendiga, subinspector!
Gary terminó con un saludo militar.
—El que se ocupó del agente Steve fue el agente Rennie. ¡Yo solo le dije que lo acompañara al hospital!
—Ah, pero sino llega a ser por tu firme liderazgo, a nadie más se le hubiera ocurrido —contestó, secándose una lágrima imaginaria del ojo—. Eres una inspiración para todos nosotros, y lo sabes.
—Te odio —dijo Logan, aunque no pudo evitar que se le escapara una sonrisa.
Cuando no llevaba uniforme, era más fácil pensar en la agente Watson como Jackie. El negro austero del uniforme había sido sustituido por unos vaqueros y un jersey rojo, y ahora que se había soltado el pelo, sus rizos castaños le caían por los hombros. Juró y lo tiró un par de veces mientras se ponía una chaqueta gruesa y acolchada. Al menos uno de ellos iba a ir con ropa adecuada para la nieve. Logan todavía llevaba el mismo traje que se ponía para ir a trabajar. Nunca se cambiaba en el trabajo. Viviendo a dos minutos escasos de Force, nunca había necesidad.
Se acercó al mostrador de recepción, le pidió un Kit Kat al Gran Gary y se lo zampó con regocijo.
Logan esperó hasta que tuviera la boca bien llena antes de preguntarle cómo había ido el juicio de esa mañana.
La agente Watson masticó y ronzó hasta que finalmente consiguió mascullar que aparte de inscribirlo en la lista de delincuentes sexuales, le habían dado cuarenta y dos horas de trabajo comunitario con el departamento de Parques y Jardines del ayuntamiento, como siempre.
—¿Como siempre?
Watson se encogió de hombros.
—Sí, resulta que siempre lo ponen a trabajar en los parques —dijo escupiendo un chubasco de migas de galleta—. Se dedica a plantar, a sacar las malas hierbas, a hacer algún que otro arreglo. Ya sabes cómo va —dijo, tragando y encogiéndose otra vez de hombros—. El juez se apiadó de él, después de todo lo que pasó durante el caso de Cleaver. Bueno, aunque el chaval haya tenido que volver a pasar por el tubo, al menos no ha tenido a Sandy el Serpiente allí, tergiversando sus palabras hasta transformarlas en una especie de fantasía macabra. Tengo que reconocer que ese chico me da lástima. ¿Qué clase de infancia es ésa? Padre violento, madre borracha y cuando lo ingresan en el hospital, va y se topa con un hijo de puta como Gerald Cleaver que no tiene nada mejor que hacer que meterle mano debajo de la sábana.
Los tres se quedaron callados, especulando sobre el enfermero fofo que se excitaba con unos niños pequeños.
—¿Sabéis? —musitó Gary—. Si no fuera por Roadkill, hubiese apostado que Cleaver era el que se había cargado a esos críos.
—¿Cómo? Estaba en una celda cuando desapareció Peter Lumley.
Gary se puso nervioso.
—Quizá tenga un cómplice.
—Además, a Cleaver le ponía toquetear, no asesinar —añadió Jackie—. Le gustaban vivos.
Logan hizo una mueca. La imagen no era bonita pero Watson tenía razón.
Sin embargo, el Gran Gary no estaba dispuesto a dejarse nada en el tintero:
—¿Y si ya no consigue levantarla? ¡Quizá por eso fuera capaz de matar!
—Ya, pero eso no quita que lleva seis meses enrejado. No pudo ser él.
—No he dicho que fuera él. Solo digo que podría haber sido él —dijo Gary, mohíno—. ¡Hostia! Y pensar que he dejado que os comierais las galletas. ¡Hay que joderse!