Capítulo 22

El inspector Insch acompañó a Logan al centro de coordinación principal, refunfuñando y jurando entre dientes durante todo el camino. No estaba contento. Logan sabía que la estrategia del comisario de darle jabón a Colin Miller le había sentado como una patada. El periodista había conseguido que todo el país lo tuviera por incompetente. Insch quería venganza, no que su jefe se fuera a jugar a las canicas con el muy desgraciado.

—Le juro que no hablé con Miller —dijo Logan.

—¿No?

—No. Y por eso lo ha hecho, creo. Primero lo de la pantomima y ahora esto. Le dije que no le iba a dar nada sin que lo aprobara usted primero. Y eso no le gustó nada.

Insch no respondió. Sacó una bolsa de ositos de goma del bolsillo y se puso a arrancarles la cabeza a mordiscos. No ofreció la bolsa a Logan.

—Mire señor, ¿no podríamos emitir un comunicado? Es decir, el cadáver llevaba años allá arriba. El hecho de soltarlo después de la paliza no agravó la situación.

Ya habían llegado a la puerta del centro de coordinación e Insch se detuvo.

—Las cosas no funcionan así, subinspector. Ya me han hecho trizas y ahora no van a dejar que me recomponga tan fácilmente. Ya ha oído lo que ha dicho el súper: si esto sigue así, a mí me van a apartar del caso y tomarán las riendas los de Lothian and Borders.

—Nunca quise que se armara todo este lío, señor.

Por un momento, Logan atisbó en su rostro una expresión de benevolencia.

—Ya lo sé —suspiró Insch, ofreciéndole la bolsa de gominolas.

Logan cogió una de color verde, temiendo atragantarse.

—No se preocupe —dijo Insch—. Ya hablaré yo con las tropas. Les dejaré bien claro que no es una rata.

Sin embargo, Logan seguía sintiendo que lo era.

—¡Atención! —dijo el inspector Insch, dirigiéndose a todos los uniformes que estaban sentados a sus escritorios, contestando el teléfono y anotando declaraciones. En cuanto lo vieron, todos callaron de golpe—. Ya han visto mi foto en el diario de esta mañana. Yo solté a Roadkill el miércoles por la noche y al día siguiente apareció el cadáver de una niña en su colección de animales muertos. Además, resulta que soy un gilipollas incompetente que prefiere disfrazarse a salir a la calle y luchar contra la delincuencia. También se habrán enterado de que el subinspector McRae me aconsejó que no dejara en libertad a Roadkill. Como soy idiota, lo solté igualmente.

Se oyó un murmullo de enfado en la sala, dirigido contra Logan. Insch levantó la mano y todos volvieron a callar, aunque las miradas seguían puestas en el subinspector.

—Ya sé que ahora mismo piensan que Logan McRae es un canalla, pero quiero que se lo saquen de la cabeza. El subinspector McRae no fue a hablar con la prensa. ¿Entendido? Y como me entere de que alguno de ustedes le ha dado la vara… —hizo un gesto de cortarse el cuello—. Ahora pónganse a trabajar e informen al resto de los efectivos de lo que acabo de decirles. Esta investigación continúa y vamos a encontrar a nuestro hombre.

A las diez y media de la mañana, Logan ya llevaba un rato presenciando la autopsia de la niña, una tarea repugnante y rancia. Logan se mantuvo lo más alejado posible de la mesa de disección, pero no era suficiente. Incluso con el extractor del depósito puesto al máximo, el hedor era asfixiante.

El cuerpo de la niña se había deshecho cuando los del Departamento de Investigación habían intentado sacarlo de la montaña de cadáveres y habían tenido que raspar lo que quedaba de los órganos internos del suelo de la edificación.

Todos los presentes llevaban trajes protectores: monos blancos de papel, patucos de plástico, guantes de látex y mascarillas. Solo que esta vez, la mascarilla de Logan no estaba embadurnada de pomada mentolada para el pecho. Isobel, armada de dos guantes en cada mano, iba de un lado para otro de la mesa, metiendo los dedos en la carne putrefacta, haciendo observaciones detalladas y metódicas al dictáfono. El machote de Isobel, Brian, la iba siguiendo como un perrito demente con su melenita. Hijo de puta. El inspector Insch brillaba por su ausencia, una vez más, habiéndose aprovechado de los remordimientos de conciencia de Logan para escaquearse. El fiscal y el patólogo adjunto estaban presentes, aunque también habían optado por mantenerse a la máxima distancia posible del cadáver sin que nadie pudiera acusarlos de estar en otra parte.

Era imposible saber si la niña había sido estrangulada, como David Reid. La piel alrededor del cuello estaba demasiado descompuesta y faltaba carne donde algún que otro animalillo se había puesto las botas. No se refería exclusivamente a los gusanillos blancos, y Dios sabía que había miles, sino a quizás una rata, un zorro u otro animal por el estilo. La frente de Isobel estaba cubierta de gotitas de sudor frío y tenía la voz entrecortada. Con sumo cuidado, sacó los órganos internos de la bolsa de plástico en la que los habían guardado después de que los hubieran raspado del suelo con las palas, e intentó identificar exactamente qué parte del cuerpo tenía en las manos.

Logan estaba convencido de que jamás iba a quitarse el olor de los orificios nasales. Lo del pequeño David Reid había sido espeluznante, pero esto era cien veces peor.

—Resultados preliminares —dijo Isobel una vez hubo terminado, fregándose una y otra vez las manos—: Cuatro costillas rotas y muestras de un traumatismo contuso en el cráneo. Cadera rota. Una pierna rota. Tenía cinco años. Rubia. Tiene un par de empastes en las muelas de atrás.

Isobel se echó más jabón y siguió refregándose las manos, como si quisiera purgarse hasta los huesos. Logan nunca la había visto tan conmocionada por el trabajo.

—Calculo que hará entre doce y dieciocho meses que falleció. Es difícil afirmarlo con seguridad debido al estado tan avanzado de descomposición —dijo, estremeciéndose—. Voy a mandar algunas muestras de los tejidos al laboratorio para que me lo confirmen.

Logan le puso una mano suavemente en el hombro.

—Lo siento —dijo, aunque desconocía qué era lo que lamentaba. ¿Que se hubiera acabado la relación? ¿Que, una vez hubieran encerrado a Angus Robertson, ya no tuvieran nada en común? ¿Que hubiera sufrido lo que sufrió en el techo de aquella torre de pisos? ¿Que él no hubiera llegado antes…? ¿Que hubiera tenido que trinchar el cadáver descompuesto de una niña como si fuera un pavo de Navidad?

Isobel le devolvió una sonrisa triste y se le llenaron los ojos de lágrimas. Durante un instante, se estableció una conexión entre ellos, un momento compartido de ternura.

Hasta que Brian, el ayudante, lo estropeó todo:

—Perdona, Isobel. Es que tienes una llamada por la línea tres. La he pasado al despacho.

El momento desvaneció, llevándose a Isobel con él.

Mientras Logan cruzaba la ciudad rumbo a la alquería y sus espantosos tesoros amontonados, Roadkill estaba pasando por varias fases de la evaluación psiquiátrica. No albergaba ninguna esperanza de que los expertos consideraran que Bernard Duncan Philips estaba en condiciones de ser procesado. Roadkill estaba chiflado y todo el mundo lo sabía. El mero hecho de que hubiera llenado tres edificaciones enteras de animales muertos que había raspado del asfalto lo delataba un poco. Y eso sin mencionar a la niña muerta. Todavía no había conseguido desprenderse del hedor.

Logan bajó las ventanillas del coche todo lo que pudo sin helarse, dejando entrar algunos copos de nieve que se derritieron con el aire caliente de los calefactores. Iba a tardar mucho, mucho tiempo en olvidarse de aquella autopsia. Se estremeció y subió la calefacción al máximo.

La nieve estaba dificultando el ritmo habitual de la ciudad. Algunos coches bajaban por South Anderson Drive deslizándose y atascándose, otros se habían subido encima de la acera, y los más afortunados avanzaban a trancas y barrancas en medio de la carretera de cuatro carriles. Por lo menos el Vauxhall oxidado que le habían cedido en la jefatura no les había fallado.

Más adelante, vio las luces amarillas y parpadeantes del camión del ayuntamiento que iba esparciendo sal y arena por dos de los carriles. Los coches que iban a la zaga habían aminorado la velocidad para evitar que les rascara la pintura.

—Mejor tarde que nunca.

—¿Cómo dice, señor?

El agente que iba al volante no le resultaba para nada familiar. Hubiese preferido la compañía de la agente Watson, pero Insch no estaba para tantos miramientos. Si había escogido al joven agente para que acompañara a Logan era porque estaba convencido de que el chaval no iba a atreverse a echarle bronca por el artículo que había salido en el periódico de la mañana. Además, la agente Jackie Watson había tenido que volver al juzgado con el pajillero del vestuario femenino. No hacía ni una semana que lo habían llamado para que prestara declaración como testigo en el caso contra Gerald Cleaver y hoy estaba en el banquillo de los acusados. En fin, tampoco iban a alargar el juicio. Lo habían pillado in fraganti. Haciendo muecas raras en el vestuario de las chicas con la polla en la mano, dándole que te pego como si le fuera la vida en ello. Una vez comenzara el juicio, tendría que declararse culpable, le buscarían unas circunstancias atenuantes, le asignarían unas horas de trabajo comunitario, lo soltarían, y seguro que ya estaría de vuelta a casa para la merienda. Quizás estaría más dispuesta a mirarle a la cara si el juicio iba bien.

Tardaron dos veces más de lo normal en recorrer el tramo de South Anderson Drive y coger la salida que llevaba a la alquería de Roadkill en las afueras de Cults. La visibilidad era tan mala que apenas veían más allá de cuarenta metros delante del coche. La nieve lo estaba borrando todo. Un grupo de periodistas y cámaras de la televisión se había apiñado al lado de la entrada a la granja de Roadkill, todos tiritando y estornudando sin parar. A cada lado de la verja, impidiendo el paso a toda la prensa, había dos agentes provistos de toda la ropa termal que les cabía debajo de los abrigos amarillos fluorescentes. Llevaban las gorras llenas de nieve, dándoles un aire casi festivo, aunque sus expresiones estropearan la imagen. Estaban congelados, tenían el ánimo por los suelos y estaban hartos ya del tropel de periodistas que no dejaban de atosigarlos con sus micrófonos y sus preguntas, cuando lo único que querían era refugiarse dentro de su coche patrulla con la calefacción puesta.

El camino estaba totalmente bloqueado por coches y furgonetas: la BBC, Sky News, ITN, CNN… No faltaba nadie, todos con las luces de sus cámaras encendidas, haciendo resaltar los copos de nieve contra el telón de fondo plomizo del cielo. Los reporteros en directo, todos con la misma mirada seria, se detuvieron en cuanto vieron llegar a Logan y se abalanzaron sobre el coche como pirañas. Logan, atrapado en medio del frenético festín, hizo exactamente lo que le había dicho el inspector Insch: mantuvo callada la maldita boca, haciendo caso omiso de los micrófonos y las cámaras que los periodistas iban metiendo por las ventanillas abiertas del coche.

—Subinspector, ¿es verdad que le han puesto al frente de este caso?

—¡Subinspector McRae! ¡Aquí! ¿Han echado al inspector Insch?

—¿Es el primer asesinato que ha cometido Bernard Philips?

—¿Ya sabían que era mentalmente inestable antes de que descubrieran el cadáver?

Entre otras muchas preguntas más que se disolvieron en el estrépito cacofónico de la marabunta.

El agente avanzó lentamente a través del caos hasta llegar a la verja cerrada. Entonces Logan oyó la voz que había estado esperando:

—Hostia, Lázaro, ya era hora. ¡Se me están pelando los huevos con este frío, tío!

Colin Miller, con las mejillas rosadas y la nariz roja, envuelto en un grueso abrigo negro, botas acolchadas y un sombrero peludo. A lo ruso, vamos.

—Sube.

El periodista se subió al asiento trasero seguido de otro individuo muy abrigado.

Logan se volvió bruscamente, haciendo una mueca cuando su estómago le hizo recordar todas las grapas que lo sujetaban en su sitio.

—Lázaro, te presento a Jerry. Es mi fotógrafo.

El tal Jerry se quitó un guante grueso e impermeable y le extendió la mano. Logan no se la estrechó.

—Lo siento, Jerry, pero el trato contempla un solo hombre. Ya os daremos fotografías oficiales para el artículo pero ahora no podemos permitir que se difundan unas fotos no autorizadas. Tendrás que quedarte aquí.

Miller probó de ablandarlo con su sonrisa más amable.

—Vamos, Laz. Jerry es buen chaval. No va a sacar ninguna imagen sangrienta, ¿verdad, Jerry?

Jerry vaciló durante un segundo y miró a Miller con perplejidad. Logan sabía que eso era exactamente lo que le habían dicho que tenía que captar.

—Lo siento. Solo vienes tú. Nadie más.

—¡Mierda! —espetó Miller.

Se quitó el sombrero peludo y lo sacudió, llenando el suelo del coche de nieve.

—Pues nada, chaval —concluyó con un bufido—. Tendrás que esperarme en el coche. Hay un poco de café en el termo debajo del asiento del conductor. Y no te zampes todas las galletas, que te conozco.

El fotógrafo soltó una sarta de juramentos en voz baja, se bajó del coche y se perdió entre el enjambre de periodistas y la copiosa nevada.

—Muy bien —dijo Logan mientras el coche se movía lentamente a través de la ventisca—. Hay un par de reglas que quiero que tengas muy, pero que muy claras: nosotros tenemos todos los derechos editoriales del artículo. Nosotros te proporcionaremos las fotografías que requieras. Si decidimos que hay que omitir algún detalle que pueda fastidiarnos la investigación, se omite sin más.

—Y yo tengo la exclusiva. Tú no harás lo mismo para ningún otro medio informativo.

La sonrisa de Miller era decididamente obscena.

Logan asintió con la cabeza.

—Y como se te ocurra decir una palabra más en contra del inspector Insch, me encargaré personalmente de estrangularte.

Miller se rió y levantó las manos, fingiendo sumisión.

—¡Eh! ¡Cálmate fiera! Nada de chotearme de la Reina de la Pantomima. Trato hecho.

—Los agentes de servicio responderán a tus preguntas, siempre y cuando sean apropiadas.

—¿Y ese pimpollo que te acompañaba la última vez también?

—No. No ha venido.

Miller movió la cabeza con gesto de disgusto.

—Lástima. A esa sí que le haría alguna que otra pregunta muy poco apropiada.

Fueron a ponerse los monos de protección contra riesgos biológicos y sendas máscaras antigás. Entonces Logan empezó la visita guiada. La edificación número uno estaba vacía, salvo los residuos de mugre y pringue que cubrían el suelo. En la edificación número dos, Miller se vio sometido a su primera bocanada de muerte. Se quedó sorprendentemente callado cuando entraron, sorteando todos los animales peludos y descompuestos.

La magnitud de la pila era realmente pasmosa. A pesar de que ya habían echado la mitad de los animales muertos a los contenedores, seguía habiendo centenares de bichos de toda clase: tejones, perros, gatos, conejos, gaviotas, cuervos, palomas, algún que otro ciervo. Todo lo que hubiera muerto en las carreteras de Aberdeen estaba aquí dentro. Descomponiéndose poco a poco.

Llegaron a un hueco en la pila que había sido acordonado. Aquí era donde habían encontrado a la niña.

—Hostia, Laz —soltó Miller, la voz amortiguada por la máscara antigás—. ¡Esto es el puto horror, tío!

—Me lo vas a decir a mí.

El equipo de búsqueda estaba en la edificación número tres. Todos llevaban los mismos monos de protección y estaban inspeccionando uno a uno los cuerpos putrefactos.

Cada animal era recogido y llevado a la mesa para que lo examinaran. Una vez descartado, iba a parar a otra pila destinada a los contenedores.

—¿Por qué tanto esmero? —preguntó Miller—. ¿Por qué no están vaciando el almacén donde estaba la niña muerta?

—Porque Philips numeró cada una de las edificaciones de forma secuencial —repuso Logan, señalando la puerta—. Del uno al cinco. El número seis corresponde a la vivienda. Por lo visto, tenía intención de llenarlas. Una a una.

Dos agentes sacaron un perro roñoso de la montaña, posiblemente un cruce de spaniel y labrador, y lo arrastraron hasta la mesa.

—Ya iba más o menos por la mitad de esta edificación. De modo que si raptó a Peter Lumley, aquí es donde lo vamos a encontrar.

Logan vio que Miller tenía el entrecejo fruncido detrás de las gafas protectoras.

—Pero si lo que buscáis es otro crío, ¿por qué este procedimiento? ¿Por qué esta inspección tan exhaustiva? ¿Por qué no sacar toda esta mierda a paladas hasta que lo encontréis?

—Porque es posible que no esté intacto. Todavía falta una parte del cuerpo de David Reid.

Miller señaló la pila de cosas muertas y a los agentes que las estaban examinando individualmente a mano.

—¡Dios! ¿Estáis buscando el pito de David Reid? ¿Aquí dentro? ¡Hostia! ¡Os merecéis que os den una medalla! O que os miren bien la cabeza… —dijo, observando cómo llegaba otro conejo a la mesa donde lo inspeccionaron rápidamente antes de tirarlo a la pila de desechos—. ¡Joder!

Afuera, la nieve iba ocultando poco a poco los contenedores. Una capa gruesa cubría las tapas y los lados estaban helados. Mientras miraba cómo vaciaban los últimos restos en uno de ellos, Logan de repente tuvo una horrible sospecha. No le resultó fácil correr por la nieve con las botas de goma, pero consiguió llegar justo cuando estaban deshaciéndose de la última gaviota.

—¡Esperen! —ordenó, agarrando el brazo del agente que sostenía la pala.

No era un agente, sino una agente. Con toda la protección informe que llevaban, no era fácil discernir el sexo de los trabajadores.

—¿Qué han hecho con todos los animales que ya había aquí dentro?

La mujer lo miró como si estuviera loco. La nieve se arremolinó con fuerza a su alrededor.

—¿Cómo?

—Los animales que estaban aquí dentro. El ayuntamiento ya había empezado a llenar estos contenedores. ¿Dónde están los animales que ya habían echado aquí dentro? ¿Ya los han examinado?

Una expresión de comprensión desesperada cruzó el rostro de la joven.

—¡Mierda! —gritó, dejando caer la pala al suelo—. ¡Mierda! ¡Mierda! ¡Mierda!

Respiró hondo tres veces y entonces dijo:

—Lo siento, señor. Es que llevamos todo el día sacando esta porquería. Hemos estado tirándolo todo aquí dentro. A nadie se le ocurrió repasar los animales que sacaron los del ayuntamiento.

La mujer bajó la cabeza y se inclinó ligeramente hacia delante. Logan sabía perfectamente cómo se sentía.

—Vamos. Tendremos que vaciar este contenedor en la edificación número uno para asegurarnos de que no nos hayamos dejado nada. Un grupo seguirá examinado lo que hay en el número tres y otro se encargará de repasar todo esto.

¡Qué divertido!

—Tranquila —añadió—. Ya les comunicaré yo la buena noticia.

¿Por qué no? Sabía que lo odiaban de todos modos. Ahora les iba a dar un buen motivo.

La noticia fue recibida con toda la alegría prevista. Su único consuelo fue que Logan se ofreció a arrimar el hombro. Al menos durante un rato.

Y así pasó la tarde junto a Miller, angelito, que se tragó el orgullo y también cogió una pala. El perro roñoso estaba en la parte superior de la pila. El último en entrar, el primero en salir. Armándose de paciencia, fueron reexaminando todos los animales del contenedor.

Logan estaba convencido de que había mirado el mismo conejo descompuesto por lo menos treinta veces cuando empezaron los gritos. Un agente salió corriendo de la edificación número tres con la mano aplastada contra el pecho. Se resbaló y cayó boca arriba en la nieve. Los gritos cesaron durante unos momentos mientras el hombre recobraba el aliento.

Sus colegas abandonaron los animales putrefactos y corrieron hacia él. Logan llegó justo en el momento en que empezó la segunda ronda de chillidos.

En la palma del guante de goma tenía un agujero a través del cual salía un chorro de sangre. La víctima se arrancó la máscara y las gafas protectoras. Era el agente Steve. Desoyendo los consejos de los que intentaban tranquilizarlo, siguió chillando mientras se quitaba el guante ensangrentado de la mano herida. Tenía una herida irregular en la piel, justo en la parte carnosa entre el dedo gordo y el índice, de donde salía un chorro de color rojo oscuro que le corría por el mono de plástico azul y caía a la nieve.

—¿Qué ha sido?

Como el agente Steve seguía gritando, uno de sus compañeros le dio una bofetada. Logan no logró identificar claramente al autor de la bofetada pero hubiese jurado que fue el hijo de puta de Simon Rennie.

—¡Steve! —gritó Rennie, preparándose para sujetarlo y propinarle otro cachete—. ¿Qué ha pasado?

El agente Steve tenía los ojos enloquecidos, e iba lanzando miradas frenéticas entre la edificación y la mano ensangrentada.

—¡Rata!

A alguien se le ocurrió quitarse el cinturón de debajo del mono y lo utilizó para envolver la muñeca de Steve, tirando con fuerza.

—Hostia, Steve —dijo el hijo de puta de Simon Rennie, examinando la mano herida de su amigo—. ¡Vaya bocado! ¡Eso tuvo que ser la madre de todas las ratas, tío!

—¡La muy puta parecía un Rottweiler! ¡Ay! ¡No veas cómo duele, joder!

Llenaron una bolsa de plástico de nieve y metieron la mano ensangrentada de Steve en el interior, procurando no fijarse demasiado en el color de la nieve, que fue cambiando de blanco a rosado y a rojo. Logan lo envolvió todo en uno de los monos que habían sobrado y le dijo al agente Rennie que lo acompañara al hospital, con las luces y la música puestas a todo volumen.

Miller y Logan permanecieron de pie, el uno al lado de otro, mientras Simon Rennie encendía las luces de emergencia. Cambió de sentido haciendo tres maniobras muy poco elegantes en el camino helado antes de adentrarse en la ventisca con la sirena puesta a tope.

—Bien, señor Miller —dijo Logan, en cuanto las luces fueron engullidas por la nieve—, ¿qué te ha parecido tu primer día con el Cuerpo?