En esta ocasión, el adulto responsable de Roadkill era un hombre desgastado de cincuenta y pocos años con el cabello ralo y un bigote pequeño y ridículo. Lloyd Turner: un antiguo profesor de la academia de Peterhead que había perdido a su esposa hacía poco y que buscaba alguna actividad que le permitiera olvidar las horas que pasaba solo. Se sentó a la mesa al lado de Bernard Duncan Philips y frente a las expresiones adustas combinadas del inspector Insch y el subinspector Logan McRae.
El cuarto pequeño olía mal. No solo por la peste habitual e inexplicable a pies malolientes, sino también a sudor rancio y ese olor a animal descompuesto que desprendía Roadkill. Ya habían florecido los cardenales que Logan había visto la noche anterior, convirtiéndose en unas manchas verdes y moradas que se le extendían por el rostro y desaparecían bajo la maraña de su barba. Sus manos no paraban quietas encima de la mesa, la piel sucia, las uñas negras. De hecho, todo él era una masa mugrienta, salvo el mono blanco de papel que le habían proporcionado los agentes del Departamento de Investigación cuando se habían llevado la ropa que llevaba puesta para examinarla.
Logan e Insch llevaban tres horas sin llegar a ninguna parte. Lo único que habían conseguido determinar era que alguien le estaba robando todas sus preciosas cosas muertas. Lo habían probado todo: habían sido amables con él y, habían sido desagradables. Habían pedido al profesor del bigotito que hablara con él para que entendiera la gravedad de la situación. Nada.
El inspector Insch se meció en la silla, haciendo crujir el plástico.
—Muy bien —suspiró—. Volvamos a empezar, ¿de acuerdo?
Todos los presentes hicieron una mueca, excepto Roadkill, que siguió canturreando. Quédate conmigo, joder. A Logan lo estaba sacando de quicio.
El profesor levantó una mano.
—Lo siento, inspector. Creo que ha quedado muy claro que Bernard no se encuentra en condiciones para que le sometan a un interrogatorio —dijo, mirando de reojo al hombre apestoso que tenía al lado—. Su estado mental está ampliamente documentado. Lo que necesita es que lo ayuden, no que lo encierren en una celda.
Insch levantó la silla y la golpeó contra el suelo.
—¡Y esos niños muertos que ahora tenemos en el depósito necesitaban estar sanos y salvos en casa, no asesinados por un pervertido degenerado! —gritó, cruzando los brazos, forzando las costuras de la camisa y pareciendo todavía más grande—. Quiero saber dónde está Peter Lumley y a cuántos niños más ha matado.
—Inspector, entiendo que usted quiera hacer su trabajo pero Bernard no está en condiciones para responder a sus preguntas. ¡Mírelo!
Lo miraron. Sus manos parecían pájaros heridos, revoloteando encima de la mesa. Su mirada era lejana y distante. Ni siquiera estaba en la misma sala que ellos.
Logan echó un vistazo al reloj en la pared. Las siete y veinte. Ayer a la misma hora, Roadkill ya llevaba rato pidiendo su medicamento.
—Señor —le dijo a Insch—, ¿le importaría que habláramos un momento en el pasillo?
Se dirigieron a la máquina expendedora de café, pasando al lado de numerosas caras curiosas. Ya se había divulgado la noticia en la jefatura, en la radio, y seguramente en las noticias de la tarde. El asesino de niños de Aberdeen ya se encontraba entre rejas. Ahora solo tenían que conseguir que hablara.
—¿Qué le preocupa, McRae? —preguntó Insch, pulsando el botón del café con leche con doble azúcar.
—No vamos a tirarle de la lengua esta noche, señor. Es esquizofrénico. Tiene que tomar el medicamento. Aunque le sacáramos una confesión ahora, la harían trizas en el juicio. Un sospechoso con una enfermedad mental, privado de su medicamento, ¿y le da por confesar después de tres horas de interrogatorio? ¿Usted qué pensaría?
Insch sopló la superficie del café con leche y tomó un sorbito experimental del brebaje. Cuando finalmente contestó, salió la voz de un hombre muy cansado:
—Tiene razón, por supuesto.
Dejó el vaso de café encima de la mesa más próxima y hurgó en los bolsillos buscando algo dulce. Logan le ofreció uno de sus caramelos de menta extra fuertes.
—Gracias. Hace una hora que pienso lo mismo. Pero no he querido desistir. Por si acaso —suspiró—. Por si Peter Lumley sigue vivo en algún lado.
Estaba haciéndose ilusiones y los dos lo sabían. Peter Lumley estaba muerto. Solo faltaba encontrar el cadáver.
—¿Y la escena del crimen? —preguntó Logan.
—¿Qué le pasa?
—La niña muerta quizá no sea la única entre todos esos cadáveres —empezó, aunque lo que venía a continuación era lo que más le había estado preocupando desde que habían salido de la granja—. Luego está David Reid. Fue abandonado. La manera de actuar no encaja. Roadkill es coleccionista. No iba a dejar el cadáver en medio de ninguna parte, como pasó con el chaval.
—Igual le gusta que estén bien podridos antes de añadirlos a la colección.
—Y si fue él y, le cortó los genitales a David Reid, tienen que estar en la alquería.
A Insch le cambió el semblante.
—Mierda. Tendremos que examinar cada uno de los bichos muertos que tiene allá arriba hasta que los encontremos. Eso si que es buscar una aguja en un pajar —dijo, frotándose el rostro con las dos manos de forma cansina—. Muy bien, pues.
El inspector respiró hondo y enderezó la espalda antes de seguir:
—Tendremos que hacerlo a pulso. Si no conseguimos sacarle una confesión a Philips, tendremos que buscar la forma de relacionarlo con los cadáveres. Con la niña que hemos encontrado en su casa no vamos a tener ningún problema. Y seguro que hay algo ahí que lo relacione con la muerte de David Reid y Peter Lumley. Quiero que organice una docena de uniformes para que vayan a preguntar por las zonas donde fueron vistos por última vez los dos niños hasta que encuentren un testigo. No vamos a dejar que este cabrón se nos escape de las manos otra vez.
Esa noche, Logan soñó con niños podridos. Todos corrían por su casa, con ganas de jugar. Uno de ellos estaba sentado en el suelo de la sala golpeando un xilófono que le regalaron a Logan cuando cumplió cuatro años. Cada vez que le daba, se le iban cayendo pedacitos de piel a las tablas de madera pulidas. ¡Plan! ¡Plin! ¡Bong! Una cacofonía que sonaba más a un tono de teléfono que a música. Entonces se despertó.
Logan fue tambaleándose hasta la sala y descolgó el teléfono que sonaba insistentemente.
—¿Qué? —exigió.
—Yo también te deseo una feliz Navidad.
Era Colin Miller.
—¡Dios! —exclamó Logan, frotándose el rostro para ver si conseguía reanimarlo—. ¡Son las seis y media de la mañana! ¿Se puede saber qué demonios te pasa para llamar a estas horas intempestivas?
—Sé que habéis encontrado otro cadáver.
Logan se acercó a la ventana y buscó el vehículo carísimo de Miller en la calle. No lo localizó. Al menos esta mañana iba a librarse de una visita de la hadita feliz.
—¿Y?
Hubo un silencio al otro lado del auricular.
—Y que habéis detenido a Bernard Philips. Alias Roadkill.
Logan se quedó anonadado y dejó caer la cortina.
—¿Cómo coño te has enterado de eso?
No aparecía nada en la notificación para la prensa que lo identificara, solo lo habitual: «un sospechoso ha sido detenido y un informe ya está en manos del fiscal».
—Ya sabes cómo: a eso me dedico. Pobre crío, pudriéndose en esa montaña de mierda… Quiero una exclusiva, Lázaro. Todavía tengo información acerca de Geordie Stephenson que tú desconoces. Aquí ganamos todos.
Logan no daba crédito a lo que estaba escuchando.
—¡Hay que tener mucho morro después de lo que escribiste ayer sobre el inspector Insch!
—Lázaro, los negocios son los negocios. Él te dio por el saco y yo le bajé los humos. ¿He escrito una palabra mala acerca de ti? ¿Eh?
—Eso no viene al caso, Miller.
—¡Ah! Lealtad. Eso sí que es una virtud siendo agente de la ley.
—Lo dejaste como un idiota.
—Vale, pues hagamos un trato: yo dejo en paz a la reina de la pantomima si tú y yo hablamos un poco durante el desayuno.
—No puedo hacer eso. Todo lo que te cuente tiene que pasar por el inspector Insch, ¿de acuerdo?
Otro silencio.
—Tienes que vigilar mucho lo que haces con la lealtad, Lázaro. A veces te puede hacer más daño que bien.
—¿Qué? ¿Y qué diablos quieres decir con eso, exactamente?
—Échale una ojeada al periódico de esta mañana, Lázaro. Entonces dime si vas a necesitar un amigo en la prensa.
Logan colgó el auricular y permaneció en la oscuridad de la sala, temblando. Ahora no podía volver a la cama. No iba a poder pegar ojo hasta que supiera qué había hecho Miller. Lo que decía el periódico de la mañana.
Las seis y media. Su propio ejemplar no iba a llegar hasta dentro de una hora y pico. Se vistió y se deslizó por la nieve que le llegaba hasta los tobillos hasta Castlegate, donde estaba la tienda de periódicos más cercana.
Era una tienda pequeña, la clase de establecimiento que estaba dispuesto a probarlo todo, al menos una vez. Las paredes estaban repletas de estanterías: libros, ollas, sartenes, bombillas, latas de alubias… Logan encontró lo que buscaba en el suelo al lado del mostrador: una pila de periódicos recién salidos del horno, envueltos en un plástico protector para evitar que se calara el papel con la nieve.
El propietario era un hombre corpulento con la barba cana y un diente de oro al que le faltaban tres dedos de la mano izquierda. El hombre le gruñó un saludo cuando se agachó para cortar el plástico.
—¡Hostia! —espetó, cogiendo un diario de encima de la pila y levantándolo para que Logan pudiera leer la primera plana—. ¡Tenían al muy hijo de puta y lo soltaron! ¿En qué coño de cabeza cabe eso?
Había cuatro fotos justo en medio de la plana: David Reid, Peter Lumley, el inspector Insch y Bernard Duncan Philips. La imagen de Roadkill estaba desenfocada, aunque se distinguía a un hombre inclinado hacia delante recogiendo un conejo muerto de la carretera con su papelera de ruedas al lado en la calzada. Los dos niños sonreían como sonríen todos los niños en las fotos del cole. Insch estaba emperejilado hasta las orejas con su disfraz de la pantomima.
Encima de las fotos, el titular berreaba: «¡LA CASA DEL HORROR: NIÑA MUERTA ENCONTRADA ENTRE MONTONES DE ANIMALES DESCOMPUESTOS!». Y justo debajo: «Asesino liberado por la policía apenas unas horas antes». Colin Miller ataca de nuevo.
—Vaya pandilla de putos payasos, eso es lo que son. Vamos, me dejan a mí a solas cinco minutos con ese cabrón pervertido y con eso me sobra. Yo tengo nietos de la misma edad.
Logan pagó y salió sin pronunciar ni una sola palabra.
Volvía a nevar. Unos copos blancos y gruesos caían sin rumbo del cielo oscuro, donde las nubes anaranjadas reflejaban la luz de las farolas. Por toda Union Street, el espíritu navideño brillaba y centelleaba pero Logan ni siquiera se dio cuenta. Permaneció delante de la tienda de periódicos, leyendo a la luz del escaparate.
Habían publicado un artículo detallado sobre la vida de Roadkill, la esquizofrenia, los dos años que había pasado en el manicomio de Cornhill, la madre difunta, la colección de cadáveres. Miller incluso había conseguido ponerse en contacto con algunos de los padres que habían atacado a Roadkill delante de la verja de la escuela. Las citas rezumaban bravuconería, indignación y superioridad moral. ¡La policía los había tratado como si ellos fueran los criminales después del ataque, y luego resulta que descubren a la niña muerta bajo esa montaña de porquería!
Logan hizo una mueca mientras leía la parrafada que describía como la policía había detenido a Roadkill para que luego el inspector Insch, que esa semana había estado muy ocupado pavoneándose encima del escenario mientras los niños de la ciudad eran secuestrados, asesinados y violados, ordenara su puesta en libertad. En contra de lo que le aconsejara nuestro héroe policial, el subinspector Logan «Lázaro» McRae.
Logan gimió. Colin Miller era un auténtico cabrón. Seguramente creía que le estaba haciendo un favor, retratándolo como la voz de la razón, pero Insch iba a ponerse como un basilisco. Parecía como si Logan hubiese acudido al Press and Journal a descubrir el pastel. Como si quisiera apuñalar al inspector por la espalda.
El padrastro de Peter Lumley lo estaba esperando cuando abrió la puerta principal de la jefatura Force. El hombre tenía pinta de no haber dormido en un mes y el aliento hubiese hecho saltar el papel pintado de cualquier pared: a güisqui y cerveza pasada. Había leído el periódico. Sabía que habían hecho una detención.
Logan lo llevó a una sala de interrogatorios y escuchó la invectiva. Roadkill sabía dónde estaba su hijo. ¡La policía tenía que obligarlo a hablar! ¡Y si ellos no lo conseguían, él mismo se encargaría de hacerlo! ¡Tenían que encontrar a Peter!
Con mucha calma, Logan logró tranquilizarlo, explicándole que el hombre que habían detenido quizá no tuviera nada que ver con la desaparición de Peter, que la policía estaba haciendo todo lo que podía por encontrar a su hijo, que lo mejor que podía hacer era volver a casa e intentar dormir. Al final fue el agotamiento el que le hizo consentir que lo acompañaran a casa en un coche patrulla.
Al inicio del día laboral, Logan se encontraba fatal. Tenía un nudo en el estómago que nada tenía que ver con el tejido cicatricial. Ya eran las ocho y media e Insch todavía no había aparecido. Se avecinaba una tormenta de mil diablos y a Logan le iba a pillar de lleno.
La reunión informativa empezó y terminó rápidamente. Logan se encargó de repartir las tareas y formar los equipos. Uno que se encargara de ir llamando a cada una de las puertas en un radio de un kilómetro y medio de la última posición conocida de los niños, tanto antes como después de la muerte. ¿Habían visto a este hombre, Roadkill, merodeando por la zona? Otro equipo iba a repasar todos los archivos en busca de cualquier información relacionada con Bernard Duncan Philips. Por último, el equipo más grande iba a ocuparse del trabajo más desagradable de todos: hurgar entre una tonelada de animales descompuestos para ver si encontraban un pene cortado. Ya no era asunto del ayuntamiento. Se había convertido en una investigación de homicidio.
Nadie preguntó dónde estaba el inspector Insch ni mencionó siquiera lo que salía en la portada del P&J de esa mañana. Pero Logan sabía que todos habían leído el artículo. En la sala se respiraba un aire de hostilidad. Todos deducían lo que Logan ya sabía de antemano que iban a deducir: que él mismo había acudido a la prensa y que había jodido vivo a Insch.
La agente Watson ni siquiera lo miraba a los ojos.
Una vez terminada la sesión informativa, todos salieron de la sala arrastrando los pies y Logan fue a visitar a la inspectora Steel. Estaba sentada en su despacho con los pies encima del escritorio, fumando un cigarrillo y bebiendo café. Extendido encima del caos de papeles había un ejemplar del periódico de la mañana. Cuando Logan llamó y entró por la puerta, Steel se lo quedó mirando y levantó la taza a modo de saludo.
—Buenos días, Lázaro —dijo—. ¿Ya andas a la caza de una nueva víctima?
—¡Yo no he sido! Ya sé que pinta muy mal pero yo no he sido.
—Vale. Lo que tú digas. Cierra la puerta y aparca el culo —le ordenó, señalando la silla destartalada que había al otro lado del escritorio.
Logan obedeció, rechazando educadamente el paquete de cigarrillos que le extendió la inspectora.
—Es que si has sido tú quien ha infiltrado todo esto a la prensa —dijo, hincando el dedo en el periódico—, o eres tan subnormal que deberíamos tenerte bajo vigilancia incluso para respirar, o tienes unas aspiraciones políticas muy, pero que muy serias. ¿Eres ambicioso, señor héroe policial?
—¿Cómo?
—Sé que no eres gilipollas, Lázaro —dijo, blandiendo el cigarrillo—. Si hablaras con la prensa, lo único que conseguirías es adelantar tu propio San Martín. Pero esto podría acabar con la carrera profesional del inspector Insch. Con Insch en la calle y la prensa vitoreándote, ¿quién crees que iba a sustituirlo? Es posible que los rangos inferiores te odien pero si no se te caen los anillos por algo así, seguirás trepando hasta arriba del todo. Próxima parada: inspector jefe.
Steel le hizo otro saludo, esta vez con la mano.
—¡Le juro que no he hablado con nadie! Yo también quise soltar a Roadkill. No teníamos ninguna prueba contra él. ¡Si fui yo quien lo acompañó a casa!
—¿Y cómo es que a este periodista le ha dado ahora por pulirte a ti el culo con una mano y zurrárselo a Insch con la otra?
—Es que… no lo sé —balbuceó, mintiendo como un jabato—. Cree que somos amigos. He hablado con él apenas cinco o seis veces en mi vida. Y nunca sin la aprobación del inspector Insch.
¿Pero cómo se podía ser tan falsario?
—Creo que el inspector le cae gordo.
Eso, al menos, era verdad.
—Bueno, tampoco me extraña. Inschy cae gordo a mucha gente. A mí personalmente me cae bien. Es grande. Cuando ves un culo de ese calibre, sabes que allá sí que tienes donde hincar el diente.
Logan procuró no crear una imagen mental de la escena.
La inspectora Steel dio una calada al cigarrillo y echó una nube de humo a través de su sonrisa de satisfacción.
—¿Ya has hablado con él?
—¿Con Insch? —dijo Logan, cabizbajo—. No. Todavía no.
—Ya… Bueno, ha llegado a primera hora. He visto su todoterreno «titimóvil» en el aparcamiento. Me imagino que habrá ido a tramar un complot con los jefazos, o sea, trasladarte a los barrios bajos, chaval.
La inspectora se lo quedó mirando con una sonrisa tan grande que Logan fue incapaz de distinguir si se lo decía en serio o en broma.
—Venía con la esperanza de que quizás usted pudiera interceder por mí…
La sonrisa se convirtió en una carcajada.
—¿Quieres que le pregunte si le gustas?
Logan notó como el rubor le subía por el cuello hasta las mejillas. Sabía perfectamente cómo era la inspectora Steel. ¿De verdad había acudido a ella esperando comprensión y apoyo? Quizá fuera cierto lo de que era tan gilipollas que no debería ni respirar sin vigilancia.
—Lo siento —dijo, levantándose de la silla—. Me voy, que tengo un montón de trabajo.
No lo detuvo hasta que hizo el gesto de cerrar la puerta.
—Va a estar muy cabreado. Quizá no contigo, quizá con el Miller este, pero va a estar cabreadísimo. Prepárate para una bronca de cojones. Y si no está dispuesto a escucharte, quizá haya llegado la hora de pensar en los huevos que hace falta romper para hacer una tortilla. Aunque tú no hayas empezado todo esto, no quiere decir que no puedas aprovecharte de la situación.
Logan se paró en seco.
—¿Cómo que aprovecharme?
—La ambición, señor héroe. Te guste o no, es posible que tú mismo ocupes su silla. O sea, aunque la situación no te haga ninguna gracia, igual acabas haciéndote inspector gracias precisamente a los acontecimientos.
Encendió otro cigarrillo con la colilla casi apagada del anterior, que luego echó a la taza de café donde se apagó con un suave silbido. La inspectora le guiñó el ojo y dijo:
—Piénsatelo.
Logan se lo pensó mucho, hasta llegar a su minicentro de coordinación. La agente estaba de nuevo pegada al teléfono, apuntando nombres y declaraciones. Después de que la detención de Roadkill se hubiera difundido por la prensa y las noticias de la televisión, a todo quisqui y su tía soltera le había dado por aportar su propio granito de arena. ¿Una niña asesinada, agente? Por supuesto: si yo mismo vi como se metía dentro de un camión de la basura del ayuntamiento. Más fresca que una lechuga con el tipo ese que sale en los periódicos.
Por otro lado, las administraciones sanitarias ya le habían dado algunas respuestas acerca de las niñas que habían padecido tuberculosis en los últimos cuatro años. La lista de posibilidades seguía siendo pequeña pero iba a crecer durante el transcurso del día.
Logan echó un vistazo a los nombres, la mayoría de los cuales ya habían sido descartados por la agente. No les interesaba ninguna niña que no tuviera entre tres años y medio y cinco años. Antes de acabar el día, iban a saber de quién se trataba.
Aunque estuviera esperando la llamada, se le giraron las tripas cuando escuchó las temidas palabras: que se presentara inmediatamente en el despacho del comisario. Había llegado la hora de que lo pasaran por el chino por algo que él no había hecho. Excepto mentirle a Colin Miller. Y a Insch.
—Voy a dar una vuelta —le informó a la agente del teléfono—. Es posible que tarde un poco en volver.
El despacho del comisario era un horno. Logan se puso firme delante del amplio escritorio de roble con las manos cogidas detrás de la espalda. El inspector Insch estaba sentado en una silla de imitación de cuero y de comodidad dudosa. Ni siquiera miró a Logan cuando entró y se apostó delante de la mesa. Sin embargo, el inspector Napier, de prácticas profesionales, lo escudriñó como si fuera un experimento científico malogrado.
Detrás del escritorio había un hombre adusto con la cabeza en forma de bala y poco pelo. Llevaba el uniforme de gala. Abotonado hasta arriba. Mala señal.
—Subinspector McRae.
La voz, que imponía más que su dueño, llenó el despacho de augurio.
—Ya sabe por qué lo hemos convocado —dijo.
No era una pregunta. Encima del escritorio había un ejemplar del Press and Journal. Perfectamente alineado con el cartapacio y el teclado.
—Sí, señor.
—¿Tiene algo que decir al respecto?
Iban a despedirlo. Apenas llevaba seis días en el trabajo y ya iban a ponerlo de patitas en la calle. Debería haber intentado pasar desapercibido. Debería haber alargado la baja. Se acabó el plan de pensiones.
—Sí, señor. Quisiera constatar que el inspector Insch siempre ha tenido todo mi apoyo. En ningún momento he hablado con Colin Miller de este caso y nunca he dicho a nadie que estuviera en desacuerdo con la decisión del inspector Insch de soltar a Road… al señor Philips. En ese momento, tomó la decisión acertada.
El comisario se recostó en la silla juntando los dedos índices delante de su cara redonda.
—Pero ha hablado en alguna ocasión con Miller, ¿verdad, subinspector?
—Sí, señor. Me ha llamado esta mañana a las seis y media. Quería información acerca de la detención del señor Philips.
El inspector Insch se removió en la silla y explotó:
—¿Y cómo demonios se ha enterado de que hemos detenido a Roadkill? ¡Si no lo sabía nadie, hostia! Mire, le voy a decir una cosa…
El comisario levantó la mano e Insch se calló.
—Yo también le hice la misma pregunta y me dijo que su trabajo consistía en enterarse de lo que pasaba —repuso Logan, adoptando el tono típico de policía responsable que presta declaración—. No es la primera vez que tiene información que no debería tener. Fue el primero en enterarse cuando encontramos el cadáver de David Reid. Sabía que el asesino había mutilado y violado el cadáver del niño. Y sabía que el cadáver de la niña que encontramos ya estaba descompuesto. Lo que está claro es que tiene un soplón.
Al otro lado del escritorio, el comisario levantó una ceja, pero permaneció callado. La técnica patentada de Insch para los interrogatorios. Sin embargo, Logan no tenía ningunas ganas de jugar.
—¡Y yo no soy ese soplón! ¡Jamás le diría a un periodista que no estaba de acuerdo con la decisión de uno de mis superiores de soltar a un sospechoso! Miller quiere buscarse un amigo aquí dentro y cree que lo va a conseguir si me «ayuda». ¡La cuestión es aumentar las ventas como sea!
El comisario dejó que se alargara el silencio en el despacho.
—Si desea que presente la dimisión, señor…
—Esto no es una vista disciplinaria, subinspector. Si lo fuera, tendría un representante de la federación a su lado —aclaró el comisario.
Miró a Insch y a Napier antes de dirigirse de nuevo a Logan:
—Ahora salga y permanezca en la sala de espera mientras acabamos de considerar el asunto. Cuando hayamos llegado a una decisión al respecto, lo llamaremos para comunicársela.
Alguien había llenado las tripas de Logan de cemento helado.
—Sí, señor.
Se levantó y con la espalda erguida y la cabeza bien alta, se dirigió con paso firme hacia la puerta del despacho, cerrándola tras él. Iban a despedirlo. En el mejor de los casos iban a trasladarlo al quinto pino, a un pueblo atrasado de mala muerte donde tendría que acabar sus días rondando las calles o aún peor: haciendo de oficial de enlace para las escuelas.
Finalmente se asomó el inspector pelirrojo de nariz ganchuda del departamento de prácticas profesionales y le pidió que volviera a pasar al despacho. Logan volvió a ponerse en posición de firme delante del escritorio del comisario y esperó el hachazo.
—Subinspector —empezó el comisario, cogiendo el periódico de encima del escritorio, doblándolo por la mitad y dejando que cayera con precisión dentro de la papelera—. Le alegrará saber que le creemos.
Logan no pudo por menos que fijarse en la expresión avinagrada del inspector Napier. Según parecía, no todos los presentes estaban de acuerdo con el veredicto.
El comisario se arrellanó en la silla y escrutó a Logan.
—El inspector Insch piensa que es un buen agente de policía. La inspectora Steel también. No opinan que sea la clase de persona que relatara a la prensa lo que pasa aquí dentro. Siento un enorme respeto hacia mis oficiales de alto rango. Si afirman que usted no es… —se calló durante unos segundos y le brindó una sonrisa estudiada—. Si aseguran que usted no acudiría a la prensa sin previa autorización, estoy dispuesto a creerlos. No obstante…
Logan se puso derecho y esperó que le comunicara el traslado al pueblo atrasado de mala muerte.
—No obstante, tampoco puedo dejar pasar algo así sin más. Puedo decirle al mundo entero que el inspector tiene nuestro apoyo incondicional, y es cierto, pero con eso no vamos a hacer que desaparezca todo este embrollo de la noche a la mañana. Con todo lo que se ha publicado: la pantomima, la liberación de Philips un día antes de que descubran el cadáver de una niña en su casa… —dijo, alzando una mano antes de que el inspector Insch pudiera llegar más lejos que abrir la boca—. Yo, personalmente, no opino que el inspector haya obrado mal. Sin embargo, estas historias perjudican seriamente la reputación de Force. Cada segunda edición del país entero ha publicado una versión recalentada del artículo de Miller. The Sun, Daily Mail, Mirror, Independent, Guardian, Scotsman… hasta el maldito Times. Informando al mundo que la policía grampiana está formada por una pandilla de idiotas incompetentes.
Se removió incómodo en la silla y se alisó el uniforme antes de continuar:
—El comisario principal ha recibido otra llamada de Lothian and Borders. Dicen que tienen refuerzos con la experiencia necesaria para resolver esta clase de investigación, que incluso agradecerían la oportunidad de «ayudarnos» —dijo, frunciendo el entrecejo—. Tenemos que demostrarle al mundo que estamos activos. El público clama venganza pero no estoy dispuesto a entregarle al inspector Insch —subrayó, respirando hondo—. Claro que hay otra manera de enfocar esta situación: la de colaborar con el tal Colin Miller. Por lo visto, ha entablado una buena relación con usted, subinspector. Quiero que hable con él. Lo quiero a bordo.
Logan se arriesgó a mirar al inspector Insch. Estaba a punto de echar chispas. Napier estaba tan rojo que Logan temió que le fuera a explotar la cabeza.
—¿Señor?
—Si continúan estos problemas con el periódico, si no cesa toda esta mala prensa, no nos quedará otra alternativa: el inspector Insch será relevado provisionalmente de su cargo sin suspensión de sueldo hasta que hayamos realizado un estudio de conducta. Y nos veremos obligados a ceder las investigaciones de los homicidios infantiles al cuerpo de Lothian and Borders.
—Pero… Pero, señor. ¡Eso sería un error! —espetó Logan, lanzando miradas alternas entre el comisario y el inspector—. ¡El inspector Insch es la persona más indicada para esta investigación! ¡Él no tiene la culpa!
El hombre al otro lado del escritorio asintió con la cabeza y sonrió a Insch.
—Tiene razón, inspector. Lealtad. Pues entonces asegurémonos de que no tengamos que tomar esas medidas, subinspector. Tenemos que dar con la persona que filtra toda esta información. Tenemos que pararle los pies a quienquiera que haya estado proporcionando toda esta información a Miller.
Insch gruñó.
—No se preocupe, señor. En cuanto localicemos al culpable, ya me encargaré yo de que jamás vuelva a abrir la boca.
Napier se puso rígido en su silla.
—Sí, y encárguese también de no saltarse las normas, inspector —advirtió, visiblemente molesto por la insinuación de que Insch usurpara la responsabilidad de encontrar el topo—. Limitémonos a una vista disciplinaria y una expulsión del cuerpo como cualquier otra. Sin pedir cuentas. Sin atajos. ¿Entendido?
Insch asintió con la cabeza pero tenía los ojos como ascuas dentro de su cara roja y enfadada.
El comisario sonrió.
—Fenomenal. Vamos a conseguir que desaparezca todo esto. Lo que hace falta es convicción. Philips está detenido. Sabemos que es el asesino. Ahora solo tenemos que encontrar alguna prueba forense y testigos. Y ustedes ya están en ello —concluyó, levantándose de la silla—. Ya verán como de aquí a quince días todo esto habrá pasado y habremos vuelto a la normalidad. Todo saldrá bien.
Pues no.