Capítulo 20

Matthew Oswald llevaba seis meses trabajando para el ayuntamiento, recién salido del la escuela con menos títulos de lo que hubiese deseado su madre. A su padre le importaba un comino. Nunca se había sacado un título en su vida y tampoco le había ido tan mal, ¿verdad? De modo que con una fiambrera bajo el brazo, Matthew se había ido a trabajar para el departamento de limpieza del ayuntamiento de Aberdeen.

La vida de basurero tampoco era tan mala como se imaginaba la gran mayoría de la gente. Trabajaba al aire libre, sus colegas eran unos cachondos, el sueldo no estaba mal y si metía la pata, a nadie se le iba la vida. Además, desde que habían inventado la papelera sobre ruedas, tampoco tenía que cargar con mucho peso. No como en los viejos tiempos, como solía decirle Jamey, el conductor del camión.

Así que, bien mirado, la vida le sonreía. Un poco de pasta en el banco, colegas en el curro y una nueva chorba que no se escandalizaba si le metía la mano por debajo de la blusa.

Hasta que llegó la propuesta de las horas extras. Debería haber dicho que no pero con ese dinero iba a comprarse un abono de temporada para el fútbol. Matthew vivía únicamente por y para el Fútbol Club Aberdeen. Por ese motivo ahora llevaba un mono de plástico de color azul, unas botas de goma de color negro, unas gafas protectoras y una mascarilla. Estaba completamente tapado, salvo una pequeña franja de piel donde la capucha con elástico del mono no acababa de cubrirle del todo la frente. Parecía algo salido de Expediente X y estaba sudando como un cabrón.

El aguanieve que caía implacablemente del cielo plomizo no hizo nada por detener el chorro de sudor que le bajaba por la espalda, empapándole los calzoncillos. Eso sí: ¡ni loco iba a quitarse ese traje de goma! ¡Vamos, ni de coña!

Con un bufido levantó la pala hasta la altura del hombro y metió más porquería y cadáveres podridos dentro del contenedor de residuos. Todo apestaba a muerte. La olía incluso a través de la mascarilla. Carne podrida. Vómito. El día anterior había devuelto el desayuno y luego el almuerzo, pero hoy iba a ser diferente. Hoy los cereales iban a permanecer donde tenían que estar.

Todo el puto día de ayer y todo el puto día de hoy, y tal y como iban las cosas, todo el puto día de mañana, limpiando palada tras palada de animales muertos.

Y ese hijo de puta asqueroso que era el dueño de toda esa mierda estaba de pie en la puerta de uno de los edificios, el que habían limpiado ayer. Ni se había dado cuenta de que caía aguanieve. Ahí estaba con su jersey andrajoso y con cara de echarse a llorar mientras observaba cómo se llevaban su colección de psicópata.

Matthew había visto el periódico de su padre esa misma mañana. Algunos padres en Garthdee lo habían forrado a hostias porque lo habían encontrado merodeando por la escuela de sus hijos. El careto del pavo parecía un mosaico de cardenales verdes y morados. Y bien merecido que se lo tenía, joder, pensó Matthew, caminando con dificultad por el aguanieve para ir a buscar otra palada de cadáveres podridos.

Ya iban casi por la mitad de la montaña del segundo edificio. Un edificio y medio acabado, uno y medio por acabar. Entonces iba a pegarse una buena ducha, a comprar el abono de temporada y luego saldría a emborracharse hasta que echara los hígados. ¡La que iba a pillar cuando terminara con ese asco de curro!

Con estos pensamientos felices, Matthew hundió la pala en la pila fétida de carne y pelaje. La pila se movía y se deslizaba mientras trabajaba. Gatos y perros y gaviotas y cuervos y quién coño sabía qué más. Apretó los dientes y sacó otra pala llena de bichos muertos de la montaña. Y entonces lo vio.

Matthew abrió la boca para decir algo, para llamar al tipo ese nervioso del ayuntamiento, el que supuestamente coordinaba toda la operación, para enseñarle lo que había encontrado. No obstante, lo que salió fue un chillido.

Dejó caer la pala de cosas muertas y salió corriendo por la puerta, patinando, resbalando, cayendo de rodillas al suelo. Se arrancó la mascarilla y arrojó todos los cereales de la mañana encima de la nieve.

Logan había aparcado el coche al otro lado de la calle del Turf ‘n Track. Estaba vigilando el local a través del aguanieve con unos prismáticos. Hacía un tiempo de perros. La caída delicada de nieve de la mañana había parado durante un rato y entonces había empezado aquello. Unos pegotes de aguanieve que caían a martillazos del cielo inmundo, frío, mojado y traicionero. Ya estaba oscureciendo.

Había llamado a todas las administraciones sanitarias del país para pedir los nombres de todas las niñas que hubieran estado en tratamiento por tuberculosis. Compartía el mismo optimismo que el inspector Insch: ahora la investigación iba a ser mucho más sencilla. Había tenido tuberculosis y ahora estaba mejor. Por lo tanto, había acudido a una de las administraciones sanitarias. Aparecería en el registro. Y Logan por fin tendría su nombre.

Por la radio sonó una última canción movidita antes de que el locutor anunciara las noticias de la tarde. Logan se metió un caramelo de menta extra fuerte en la boca y subió el volumen.

«Hoy se han presentado las conclusiones finales en el juicio contra Gerald Cleaver, el hombre de cincuenta y seis años de Manchester acusado de abusar de una veintena de menores mientras trabajaba de enfermero en el Hospital de Niños de Aberdeen. Tras casi tres semanas de declaraciones, la mayor parte de las cuales contenían descripciones tremendamente gráficas e inquietantes, se espera que el jurado se reúna mañana a última hora de la tarde. La policía se ha visto obligada a intensificar las medidas de seguridad después de que Cleaver recibiera varias amenazas de muerte. El abogado del acusado, el señor Moir-Farquharson, que también ha sido blanco de numerosas amenazas de muerte, fue asaltado hace dos noches, cuando un individuo le echó un cubo de sangre por encima».

Logan soltó un grito de entusiasmo e hizo una ola individual desde el asiento del conductor del coche oxidado que le habían asignado en la comisaría.

»—No pienso dejarme intimidar por una minoría minúscula y mal encaminada —afirmó la voz de Sandy el Serpiente—. Tenemos que asegurarnos de que se haga justicia…».

Logan ahogó el resto de sus palabras con abucheos y pedorretas.

Algo se movió al otro lado de la calle y Logan se enderezó y miró a través de los prismáticos. La puerta de entrada del Turf ‘n Track se había abierto. La cabeza que se asomó por ella pertenecía a Doug el Desesperado. Echó un vistazo al tiempo y volvió a meterse dentro. Treinta segundos después, Winchester, el pastor alemán que tantas ganas tenía de arrancarle un pedazo de pierna a Logan el día anterior, salió disparado de una patada poco ceremoniosa. Viéndose rodeado de tanta nieve, intentó volver a entrar pero cuando se abrió de nuevo la puerta, Dougie le arreó un porrazo con el bastón. Tras cerrarle la puerta en los morros, el perro se quedó donde estaba, paralizado y cariacontecido. Miró fijamente la puerta del establecimiento y después de aguantar durante casi un minuto el aguanieve que le iba empapando el pelaje, bajó las escaleras que llevaban al aparcamiento. Le dio un par de vueltas, deteniéndose para olisquear la barandilla metálica y las farolas, algunas de las cuales juzgó dignas de una meadita, mientras que otras no. Finalmente comprimió toda la parte trasera del cuerpo y con mucha cautela dejó caer una inmensa «ñorda» en medio del aparcamiento.

Cuando hubo terminado, dio media vuelta y se colocó de nuevo delante de la puerta del Turf ‘n Track donde se puso a ladrar como un poseído hasta que Doug el Desesperado se dignó a levantarse para abrírsela. El pastor alemán dio dos pasos hacia el interior de la casa de apuestas y se sacudió, duchando a su amo con un chaparrón de agua sucia y nieve derretida.

De pronto, Logan sintió cierta simpatía hacia el chucho. Volvió a recostarse en el asiento y se dejó llevar por la música.

Un coche familiar herrumbroso de color verde pasó dando bandazos por el lado de la ventanilla, viró hacia la derecha al llegar al pequeño grupo de tiendas y se metió en el aparcamiento recién «enñordado». Era el mismo coche que había sido objeto de los insultos vehementes de la agente Watson. Logan suspiró. Ya volvía a ser la agente Watson en lugar de ser la Bella Jackie de las Piernas Torneadas. Y todo porque la había regañado después de que despotricara contra el conductor de esa maldita carroza.

El conductor en cuestión se dio la vuelta, revolvió lo que hubiera en el asiento de atrás, se bajó del coche sujetando una bolsa de plástico y estuvo a punto de caerse de culo encima de la nieve fangosa. Llevaba el cuello de la chaqueta subido hasta las orejas y se cubrió la calva con un periódico para protegerla de las inclemencias del tiempo. Subió la rampa para minusválidos, resbalándose con cada segundo paso, y se dirigió hacia la casa de apuestas.

Logan frunció el ceño y escrutó al recién llegado a través de los prismáticos. El tipo tenía las orejas adornadas de zarcillos y pendientes y su mirada angustiada era fácilmente reconocible: Duncan Nicholson. El mismo Duncan Nicholson que, por pura casualidad, había encontrado el cadáver de un niño asesinado de tres años en una zanja inundada, escondido bajo una tabla de madera aglomerada, a oscuras y bajo la lluvia torrencial.

—¿Y tú qué haces aquí, so sinvergüenza? —se preguntó Logan en voz baja.

Mastrick no le venía de camino a ninguna parte. Nicholson vivía en el Bridge of Don, la otra punta de la ciudad. Toda una excursión, teniendo en cuenta el asco de día que hacía.

Pero llevaba una bolsa de plástico, o mejor dicho, su contenido.

—¿Y si…?

Una voz crepitó por la radio del coche, rompiendo en mil pedazos las especulaciones de Logan. Habían encontrado otro cadáver.

Ya había oscurecido del todo cuando Logan llegó a la alquería en las afueras de Cults. La verja estaba abierta y al lado había un coche patrulla. En el interior, apenas visibles a través del parabrisas empañado, iban un par de agentes con cara de muy pocos amigos. Habían bloqueado el acceso al camino que llevaba a la casa. Logan se detuvo a su lado y bajó la ventanilla. El conductor del otro coche hizo lo mismo.

—Buenas tardes, señor.

—¿Qué ocurre?

—El inspector Insch ya ha llegado. El fiscal también. Los del Departamento de Investigación están intentando salir de un atasco. También hay media docena de tipos del ayuntamiento todos metidos en una de las edificaciones aquellas. Tuvimos que impedir que degollaran al dueño.

—¿Roadkill?

—Sí. Lo han encerrado en la casa con Insch. El inspector no quiere que se mueva de ahí hasta que hayan declarado la muerte.

Logan asintió con la cabeza y empezó a subir la ventanilla. El aguanieve estaba entrando en el interior del coche.

—¿Señor? —dijo el conductor del coche patrulla antes de que consiguiera cerrarla del todo—. ¿Es verdad que ayer lo detuvimos y que lo soltamos a última hora?

A Logan se le revolvieron las entrañas. Había estado pensando lo mismo desde que le habían comunicado la noticia. Llevaba todo el camino de Mastrick preocupado. Lo habían puesto en libertad sin cargos y ahora había aparecido otro crío muerto. ¡Incluso lo había acompañado hasta casa!

El aguanieve se había solidificado y ahora caían ráfagas de nieve de verdad. Logan se deslizó por el camino lleno de baches hacia la alquería de Roadkill. Las edificaciones surgían de la oscuridad, de la luz de los faros iluminando las puertas abiertas.

Habían colocado una cinta policial de color azul delante de la edificación número dos, la que habían estado limpiando ese mismo día.

Logan aparcó detrás del coche del médico de guardia. Se fijó en otro coche patrulla vacío. Sus ocupantes debían de estar liados tomando declaración a los que habían encontrado el nuevo cadáver e impidiendo que hicieran pedazos a Roadkill. El único coche que no estaba aparcado al lado de los contenedores cubiertos de nieve era el Range Rover del inspector Insch. El todoterreno del inspector era el único coche que había podido con los baches del camino en la nieve. Lo había dejado delante de la casa. A través de una de las ventanas del piso inferior parpadeaba una luz amarillenta.

Logan miró la edificación con la cinta azul y luego la casa, que se iba fundiendo y reapareciendo bajo la ventisca cada vez más intensa. Quizá sería mejor acabar primero con la tarea más desagradable.

En el exterior hacía un frío que pelaba y con los faros del coche apagados, Logan apenas veía nada. Volvió a subir al coche y sacó una linterna de debajo de una pila de carteles con la imagen de Peter Lumley. Por Dios, que sea él. Que no sea otra pobre criatura. Otra no.

La linterna emitía suficiente luz para que Logan consiguiera ver dónde tenía los pies, pero poca cosa más. La nieve estaba llenando los huecos y los baches, ocultándolos y propiciando un resbalón o una caída. Logan avanzó dando traspiés a través de los hierbajos hasta la edificación número dos, los copos de nieve pegándose a su chaqueta.

Una vez dentro, el olor era insoportable, aunque menos que el primer día en que había obligado al agente Steve a abrir la pesada puerta de madera. El viento se había llevado lo peor, pero Logan no pudo evitar una arcada cuando pasó el umbral. Tosiendo, extrajo un pañuelo del bolsillo y se cubrió la boca y la nariz.

Ya habían sacado la mitad de los cadáveres y el suelo de cemento estaba resbaladizo por los restos y fluidos corporales putrefactos. El doctor Wilson, vestido de un mono blanco de papel de rigor, estaba agachado delante de un revoltijo de cadáveres con el bolso médico abierto encima de una bolsa de basura para evitar que se le llenara de porquería.

Logan se puso un mono.

—Buenas tardes, doctor —dijo, acercándose a él con sumo cuidado para no caerse.

El médico se volvió. Una mascarilla blanca le cubría la parte inferior del rostro.

—¿Por qué me llaman a mí cada vez que hay un trabajo sucio, a ver?

—Buena suerte, supongo —repuso Logan.

El humor era forzado, pero el médico esbozó una sonrisa detrás de la mascarilla.

Señaló el bolso abierto y Logan cogió unos guantes de látex y una mascarilla. De repente desapareció la peste a muerte y un olor fuertísimo a mentol le penetró los orificios nasales. Empezaron a llorarle los ojos.

—Vicks VapoRub —aclaró el doctor—. Un viejo truco de los patólogos para enmascarar toda clase de pecados.

—¿Qué tenemos?

Por Dios, que sea Peter Lumley.

—Es difícil de saber. El pobre crío está completamente descompuesto.

El médico dio un paso pesado hacia un lado y Logan echó su primer vistazo a lo que había causado que Matthew Oswald saliera chillando de la edificación para arrojar todos sus cereales encima de la nieve. Entre la masa de cadáveres animales se asomaba una pequeña cabeza humana. Ya no quedaban rasgos distinguibles, solo unos huesos que sobresalían de la viscosidad gris.

—¡Santo cielo!

El estómago de Logan dio un vuelco.

—No sé si es un niño o una niña. No habrá forma de saberlo hasta que saquemos el resto del cuerpo y lo examinemos como Dios manda.

Logan miró de nuevo aquella cabeza espeluznante, las cuencas vacías, la boca abierta, los dientes que salían de las encías consumidas. El pelo enmarañado y apelmazado apenas se diferenciaba de los pellejos de los animales apilados a su alrededor. Incrustados en el cuero cabelludo podrido había unos clips de color rosa. Clips de la Barbie.

—Es una niña —afirmó Logan, levantándose. Ya no podía más—. Vamos, doctor. Declare la muerte y deje el resto para el patólogo.

El médico asintió tristemente.

—Sí. Quizá tengas razón. Pobre criatura…

Logan permaneció un rato fuera en la nieve, de cara al viento, dejando que el frío y la humedad se llevara el hedor a putrefacción. Sin embargo, no había forma de librarse de la sensación de nausea. Temblando, observó cómo el doctor Wilson avanzaba con dificultad por la nieve y se subía al coche. En cuanto hubo cerrado la puerta, el doctor sacó un paquete de cigarrillos y se envolvió en una nube de humo.

—¡Qué suerte tiene el cabrón!

Dio media vuelta para no torturarse más y caminó penosamente a través de la ventisca hacia la casa con la ayuda de la linterna, cuyo rayo de luz se había convertido en una barra blanca que se arremolinaba y se removía sin parar. Poco a poco consiguió avanzar por los largos hierbajos. No había dado ni diez pasos cuando notó que tenía el pantalón empapado hasta la rodilla y los zapatos llenos de agua helada. Cuando llegó a la puerta de la casa, le castañeteaban los dientes sin parar con una especie de traqueteo constante que ponía el contrapunto a los escalofríos que le recorrían el cuerpo entero.

A través de la ventana de la cocina parpadeaba una luz pero Logan apenas conseguía distinguir algunos perfiles borrosos a través del vidrio mugriento. Decidió no tomarse la molestia de llamar a la puerta y tras darle unos cuantos empujones, consiguió desplazar la madera pesada e hinchada. El interior de la casa era todavía más ruinoso de lo que se hubiera esperado. Tras tantos años de abandono, se había convertido en una especie de mausoleo de moho. Recorrió el pasillo con la luz de la linterna, fijándose en pedazos de papel pintado y restos de muebles. En algunas partes de las paredes se había podrido hasta el enlucido, dejando al descubierto los listones que lo sostenían. Alrededor de los agujeros se había aglomerado una masa de hongos oscuros, cual moscas alrededor de una herida abierta. A la escalera le faltaban peldaños y uno estaba roto, la tabla partida por la mitad y levantada a cada extremo. A pesar del deterioro general, todavía quedaban algunas fotografías en las paredes.

Logan pasó la mano por encima del vidrio polvoriento de una de ellas y afloró el rostro alegre de una mujer. Siguió limpiando y apareció un niño, sonriendo a la cámara, con un traje nuevo y el pelo peinado hacia atrás. El parecido familiar era evidente. Bernard Duncan Philips y su madre en tiempos mejores. Antes de que le diera por coleccionar cosas muertas. Antes de que encontraran el cadáver de una niña en la edificación número dos.

La cocina era estrecha y oscura, revestida de unas cajas de cartón que tenían las esquinas hundidas debido a la constante humedad. Las paredes estaban cubiertas de moho, creando olor a desolación. Y en medio de todo, había una mesa estropeada con dos sillas de mírame y no me toques.

Bernard Duncan Philips, alias Roadkill, estaba hundido en una de ellas. El inspector Insch estaba apoyado en el fregadero delante de él. Entre ellos había un pequeño candelabro de cinco candeleros, aunque solo dos de ellos contenían velas, o mejor dicho cabos de velas. Nadie dijo nada cuando entró Logan.

El semblante de Insch parecía de piedra y estaba mirando con el ceño fruncido al hombre encorvado. Seguramente estaba pensando lo mismo que Logan: lo habían detenido la noche anterior para luego dejarlo en libertad. Y ahora tenían otro crío muerto para la colección.

—Le he dicho al médico de guardia que se fuera a casa.

La voz de Logan fue engullida por la penumbra.

—¿Qué ha dicho? —preguntó Insch sin apartar la mirada de Roadkill.

—Creemos que se trata de una niña aunque todavía no sabemos la edad que tenía. Lleva mucho tiempo muerta. Quizás años.

Insch asintió con la cabeza y Logan sabía que se sentía aliviado. Si la pequeña murió hace años, entonces no importaba que hubieran soltado a Roadkill la noche anterior. Nadie había muerto a causa de eso.

—El señor Philips ha declinado hacer declaraciones, ¿verdad, señor Philips? No quiere decirme quién es ni cómo la mató. Es curioso que ahora tengamos dos niñas muertas en la lista, ¿no cree? Más curioso todavía me resulta pensar que ahora mismo hay un pervertido psicópata suelto en la ciudad que se dedica a matar a los niños pequeños y meterles cosas por el culo. Y cortarles el pito, de paso.

Logan frunció el entrecejo. David Reid había aparecido muerto y mutilado en una zanja al otro extremo de la ciudad. A Roadkill le gustaba atesorar sus cosas muertas. No iba a abandonar un trofeo así en medio de ninguna parte.

—¿Sabes, Bernard? —empezó Logan, intentando desempeñar el papel de poli bueno—. Todo sería mucho más sencillo si dejaras que te ayudáramos un poco. Dinos qué pasó. Con tus propias palabras, ¿de acuerdo? Estoy seguro de que no quisiste que las cosas ocurrieran así, ¿verdad?

Roadkill se inclinó hacia delante y apoyó la cabeza encima del tablero rayado de la mesa.

—¿Fue un accidente, Bernard? ¿Pasó algo que no pudiste evitar?

—Se lo están llevando todo. Todas mis preciosas cosas muertas.

Insch dio un puñetazo en la mesa, haciendo saltar a Roadkill y el candelabro. Unas gotas de cera caliente salpicaron la madera. Bernard Duncan Philips volvió a desplomarse en la silla y se cubrió la cabeza con los brazos.

—Irá a la cárcel, ¿me oye? Irá al calabozo de Peterhead con el resto de los degenerados cabrones como usted: los pederastas, los violadores, los asesinos. ¿Piensa ejercer de puta mientras esté encerrado? ¿Piensa encontrar el amor de su vida en algún cabrón con el ojete peludo? ¡Porque si no empieza a hablar, me aseguraré personalmente de que lo encierren en la misma celda que al violador de culos más cachondo que esté alojado allí!

La intención de Insch era obtener alguna forma de respuesta. No dio resultado. En el silencio incómodo que siguió, Logan oyó una melodía muy suave. Roadkill estaba tarareando algo para sí. Parecía un himno: Quédate conmigo.

La ventana de la cocina se llenó de luz y Logan limpió una parte del cristal para ver quién había llegado. La furgoneta del Departamento de Investigación estaba avanzando con dificultad por el camino. Se detuvo delante de la edificación número dos. Detrás venía otro coche, un vehículo elegante y caro que tenía graves dificultades con el camino nevado. Cuando finalmente se detuvo, los técnicos ya habían empezado a sacar el equipo del calor y la seguridad de la furgoneta para llevarlo al osario.

La conductora del coche lujoso abrió la puerta y salió a la nieve. Era Isobel.

Logan suspiró.

—El Departamento de Investigación y la patóloga. Ya están aquí.

Isobel se subió el cuello y dio unos pasos resbaladizos hacia el maletero del coche. Llevaba un abrigo largo de color camello encima de un traje canela. Forcejeó con las botas italianas de cuero y las cambió por otras de goma antes de dirigirse a la edificación.

Treinta segundos después volvió a salir a la nieve. Se dobló hacia delante, respirando con dificultad e intentando no vomitar. Logan no pudo reprimir una sonrisa macabra. Después de todo, tampoco estaría bien que se mostrara humano delante de los rangos inferiores.

Insch se apartó del fregadero y sacó unas esposas.

—Vamos, Philips. Levántese.

Logan se volvió y vio cómo la figura desaliñada escuchaba mientras le leían los derechos y le juntaban las manos detrás de la espalda para colocarle las esposas. Entonces Insch arrastró a Roadkill por la puerta de la cocina y los dos salieron a la nieve.

Una vez solo en la casa, Logan apagó las velas y los siguió.