Capítulo 19

Esa noche, las cosas no fueron exactamente según lo previsto. La agente Jackie Watson estaba en el bar cuando llegó, por fin, pero todavía se sentía dolida por la reprimenda. O quizá persistiera el olor a Roadkill, a pesar de que Logan hubiera vuelto al centro de la ciudad con todas las ventanillas bajadas. Y como bien decía el refrán: por la claridad entró la peste. Fuera por el motivo que fuera, Jackie pasó casi toda la noche hablando con el hijo de puta de Simon Rennie y otra agente que Logan no conocía. Nadie fue grosero con él pero tampoco se desvivieron por acogerlo de forma calurosa. ¡Se suponía que iba a ser una celebración! ¡Había encontrado a Richard Erskine! ¡Vivo!

Logan decidió retirarse después de la segunda copa y volvió a casa, pasando antes por un restaurante de comida rápida a buscar una ración de pescado y patatas fritas para cenar.

No se fijó en el Mercedes de color gris oscuro que lo esperaba bajo la farola justo delante de su bloque de pisos. No vio al hombre corpulento que se bajó del asiento del conductor poniéndose unos guantes negros de cuero. No lo vio haciendo crujir los nudillos mientras Logan sostenía la cena en una mano y hurgaba en el bolsillo con la otra para ver si localizaba las llaves.

—No me has llamado.

No se le cayeron las patatas fritas de milagro.

Se dio la vuelta y vio a Colin Miller con los brazos cruzados, apoyado en un automóvil que tenía toda la pinta de haberle costado un dineral, envuelto en el vaho de sus palabras.

—Quedamos en que me llamarías antes de las cuatro y media. No lo has hecho.

Logan gimió. Había querido hablar con el inspector Insch pero por alguna razón, no había encontrado el momento.

—Sí, bueno… Hablé con el inspector… Me dijo que no le parecía oportuno.

Era una mentira descarada pero Miller no lo iba a saber. Al menos pensaría que lo había intentado.

—¿Que no le ha parecido oportuno?

—Cree que ya hemos tenido bastante publicidad para una semana —siguió, sabiendo que ya lo podían llevar al matadero como un corderito por capullo mentiroso—. Ya sabes cómo funciona esto.

Se encogió de hombros.

—¿Que no le ha parecido oportuno? —gruñó Miller—. Ahora sí que se va a enterar de lo que no es oportuno, me cago en Dios.

Sacó el pequeño ordenador de mano y se puso a escribir como un poseído.

La mañana siguiente empezó con más de una decena de accidentes de tráfico. Ninguna fatalidad pero todas las víctimas culparon a la capa de nieve de tres centímetros que había caído durante la noche. A las ocho y media de la mañana, el cielo tenía un color plomizo y colgaba tan cerca del suelo que casi podía tocarse con la mano. Pequeños copos blancos caían sobre la ciudad de granito, derritiéndose en cuanto aterrizaban sobre las aceras y las calzadas. Sin embargo, el aire olía a nieve: ese olor metálico y penetrante que presagiaba una fuerte nevada.

La edición de Press and Journal de esa mañana había caído al felpudo de Logan como una lápida. Pero esta vez el funeral no era suyo. La culpa, sí. Allá mismo, en primera plana, salía una foto del inspector Insch disfrazado del malo de la pantomima. Era una de las fotos de publicidad del espectáculo en la que el inspector salía haciendo su mejor mueca feroz. «CÓMO SE DIVIERTEN LOS INSPECTORES DE POLICÍA MIENTRAS MUEREN NUESTROS HIJOS» rezaba el titular.

—¡Dios!

Al pie de la foto, decía: «¿Es más importante la pantomima que salir a buscar al asesino pederasta que anda suelto por nuestras calles?».

Colin Miller ataca de nuevo.

Apoyado en el fregadero de la cocina, Logan leyó que mientras el inspector Insch «se dedicaba a pavonearse encima del escenario como un idiota, el héroe policial Logan McRae estaba en la calle buscando al pequeño Richard Erskine». Y a partir de ahí la cosa fue de mal en peor. Miller se había lucido, poniendo al inspector por los suelos. Había conseguido dejar a un superior muy respetado como un auténtico hijo de puta despiadado. Incluso aparecía una cita del comisario que afirmaba que «se trata de un asunto muy grave que tendremos que investigar a fondo».

—¡Dios!

«Trabajador del ayuntamiento atacado por padres preocupados» aparecía a duras penas en la página dos.

Insch estaba de un humor de perros en la reunión informativa de aquella mañana y todo el mundo hizo lo imposible por no hacer ni decir nada que pudiera provocarlo. Hoy no era un buen día para meter la pata.

En cuanto hubo terminado la reunión, Logan se escabulló y se encerró en su pequeña sala de coordinación, procurando no poner cara de culpa. Esta mañana solo tenía una agente que lo ayudara, la que se encargaba de atender el teléfono. El resto de los agentes disponibles iban a salir a buscar al pequeño Peter Lumley. Alguien le había metido un cohete en el culo a Insch y el inspector estaba resuelto a compartir la experiencia. De modo que solo quedaba Logan, la agente del teléfono y la lista de posibles candidatos.

El equipo que se había dedicado a repasar la lista de los servicios sociales de niños «en peligro» no había dado con nada. Todas las niñas estaban exactamente donde tenían que estar. Algunas de ellas habían «chocado con una puerta» y una de ellas incluso «había caído por las escaleras después de quemarse con la plancha», pero todas seguían vivas, a pesar de que algunos de los padres iban a tener que comparecer ante el tribunal.

Sin embargo, ese no era el único problema que tenía Logan. Según parecía, lo de ayudar a la inspectora Steel con la investigación del caso de Geordie Stephenson consistía en correr como un cabrón mientras ella se quedaba en su despacho fumando como una carretera.

Ahora había otro plano de la ciudad en la pared. Estaba salpicado de chinchetas verdes y azules, marcando todas las casas de apuestas que había en la ciudad. Las azules eran las seguras, es decir, la clase de establecimiento en el que no te cortaban las rótulas si no liquidabas las deudas. Las verdes eran territorio de rótulas cortadas. El Turf ‘n Track estaba marcado con una chincheta roja. Otra chincheta también señalaba el lugar en que habían sacado a Geordie del agua. Al lado del plano había un retrato de Geordie Stephenson que le habían hecho durante la autopsia.

No estaba de muy buen ver. Al menos estando muerto. En lugar del peinado cardado, tenía el pelo aplastado contra la cabeza y el bigote de estrella del porno le sobresalía del labio, negro e hirsuto, en marcado contraste con el cutis céreo. Mientras escrutaba el rostro del hombre muerto, Logan tuvo la extraña sensación de haberlo visto antes.

Según la información que le había enviado la policía de Lothian and Borders, Geordie Stephenson había sido todo un personaje en su juventud. Muchas agresiones. También había trabajado de recaudador para unos pequeños usureros. Allanamiento de morada. No fue hasta que se puso a trabajar para Malk el Cuchillo que dejaron de pillarlo. Malk tomaba ciertas medidas para que sus empleados no acabaran en el talego.

—¿Cómo ha ido?

Era la inspectora Steel, las manos metidas hasta el fondo de los bolsillos de su traje pantalón gris marengo. Ya no llevaba la blusa de color burdeos de ayer, sino otra prenda reluciente de color dorado. Las ojeras le colgaban prominentes y purpúreas.

—Pues no demasiado bien, la verdad.

Logan se sentó encima de un escritorio y ofreció una silla a la inspectora. Steel se dejó caer en ella echando un suspiro y un pequeño pedo. Logan fingió no enterarse.

—Cuenta.

—De acuerdo —empezó Logan, señalando el plano—. Fuimos a todos los corredores marcados en verde. El único que me cuadra es éste de aquí, el Turf ‘n Track…

Puso el dedo encima de la chincheta roja.

—Simon y Colin McLeod. Unos chicos encantadores —observó Steel.

—No tanto como sus clientes. Tuvimos la suerte de coincidir con uno de los parroquianos: Dougie MacDuff.

—¡Hostia! ¿No lo dirás de coña? —exclamó, sacando un paquete de cigarrillos aplastado del bolsillo. Por lo visto, se había sentado encima de él—. Doug el Sucio, Doug el Perro… —musitó, extrayendo un pitillo deformado del paquete—. Tenía otro apodo también, ¿te acuerdas?

—Doug el Desesperado.

—Eso es. Doug el Desesperado. Se lo pusieron después de que asfixiara al pavo aquel con un tebeo. Tú todavía llevabas pañales cuando pasó aquello —musitó, haciendo un gesto de tristeza con la cabeza—. ¡Hostia puta! ¡Qué tiempos aquellos! Pues creí que estaba muerto.

—¡Qué va! Salió de Barlinnie hace tres meses. Llevaba cuatro años encerrado por haber lisiado a un proveedor de materiales para la construcción con un destornillador de carraca.

—¿Qué dices? ¿A la edad que tiene Doug? ¡Tremendo!

La inspectora Steel se metió el cigarrillo en la boca y estuvo a punto de encenderlo cuando la agente de los teléfonos tosió deliberadamente y señaló el cartel de no fumar. Steel se encogió de hombros y guardó el cigarrillo ofensivo en el bolsillo superior de la chaqueta.

—¿Qué aspecto tiene estos días?

—De viejo arrugado.

—¿Ah, sí? ¡Qué lástima! Anda que no estaba bueno ni nada el cabrón en sus días de gloria. El típico que las mataba con solo mirarlas. Sin embargo, nunca tuvimos las pruebas necesarias… —suspiró, callándose durante unos instantes con la mirada fija en el pasado. Finalmente, volvió al aquí y ahora—. Así que crees que los hermanos McLeod son nuestros hombres, ¿no?

Logan asintió con la cabeza. Había vuelto a leer sus expedientes. Lo de cortarle las rótulas a alguien con un machete era la clase de actividad que les encantaba. Los McLeod siempre habían sido muy prácticos a la hora de controlar las deudas.

—El problema será demostrarlo. Ninguno de los dos confesará que mataron a Geordie y lo echaron al puerto. Ni drogados, vamos. Necesitamos un testigo, pruebas forenses.

Steel se levantó con gran esfuerzo y bostezó ampliamente.

—Es que llevo toda la noche follando, ¿sabes? —dijo con un guiño de complicidad—. Llama a los del departamento forense: diles que le hagan todas las putas pruebas que tengan. Tampoco estaría mal que le echaras otro vistazo al fiambre. Sigue en el depósito.

La inspectora Steel debió de ver el escalofrío que le recorrió el cuerpo porque le puso una mano manchada de nicotina en el hombro y dijo:

—Sé que no va a ser fácil, ahora que se ha buscado un machote. ¡Follarse a esa tía! ¡Dios! Espabila, que tienes trabajo.

Logan abrió y cerró la boca. No sabía que estuviera saliendo con nadie. ¿Ya? Cuando él seguía estando solo.

La inspectora volvió a meterse las manos en los bolsillos del pantalón y agarró el paquete de cigarrillos aplastado.

—Me abro. Si no fumo, reviento. Ah, y si ves al inspector Insch, dile de mi parte que me ha gustado mucho la foto que ha salido hoy en el periódico —dijo, guiñándole el ojo otra vez—. Muy sexy.

El inspector Insch no estaba nada sexy cuando Logan lo encontró. Estaba bajando en el ascensor desde el piso superior. Y eso significaba una reunión con el jefe. En las axilas y la espalda del precioso traje nuevo de Insch habían aparecido unas manchas de color gris oscuro.

—Señor —lo saludó Logan, procurando no mirarle a los ojos.

—Quieren que deje la pantomima —dijo en tono grave y apagado.

Un sentimiento de culpabilidad recorrió la espalda de Logan hasta posarse encima de su cabeza, como un enorme letrero que proclamaba: ¡He sido yo! ¡Fui yo!

—El comisario no cree que sea conducente a la imagen que pretende dar la policía grampiana. Dice que no podemos permitirnos el lujo de que se difunda una publicidad tan negativa en relación con una investigación de homicidio de este calibre… O sea que o me despido de la pantomima o me despiden a mí del cuerpo.

Insch hablaba como si alguien le hubiera quitado el tapón y estuviera deshinchándose lentamente. Logan apenas lo reconocía en ese estado.

—¿Cuánto hace que actúo en la pantomima de Navidad? ¿Doce, trece años? Hasta ahora nunca había sido un problema…

—Quizá se olviden de lo que ha sucedido —sugirió Logan—. Ya sabe, cuando haya pasado la tormenta. El año que viene por estas fechas, nadie se va a acordar de todo esto.

Insch asintió con la cabeza, pero no parecía demasiado convencido.

—Quizá —suspiró, llevándose las manos regordetas al rostro y frotándoselo haciendo movimientos circulares—. Dios, voy a tener que decirle a Annie que esta noche no puedo salir al escenario.

—Lo siento, señor.

Insch intentó sonreír.

—No, Logan. No lo sienta. Usted no tiene la culpa. Ha sido ese cabrón de Colin Miller —dijo, frunciendo el ceño y borrando cualquier rastro de lo que antes era una sonrisa—. La próxima vez que lo vea, dígale que voy a arrancarle la cabeza y que me voy a cagar en su tráquea.

En el depósito reinaba la tranquilidad. Lo único que rompía el silencio era el suave zumbido del aire acondicionado. Todos los cadáveres estaban recogidos y guardados, las mesas de autopsia estaban vacías y brillaban bajo las luces del techo. No solo faltaban muertos, sino que no había ningún vivo tampoco.

Logan se dirigió con cautela a la zona donde estaban los cajones refrigerados. Uno a uno leyó las tarjetas que aparecían en las puertas de cada cajón, buscando a George Stephenson. Se detuvo cuando llegó a la tarjeta que decía: «Niña blanca desconocida. Aprox. 4 años». Apoyó una mano en el frío tirador metálico. La pobre criatura seguía allí dentro, muerta y helada y sin nombre.

—Lo siento —fue lo único que se le ocurrió decir.

Siguió buscando en la siguiente fila. No había ni rastro de Geordie Stephenson pero una de las tarjetas rezaba: «Hombre blanco desconocido. Aprox. 35 años». La inspectora Steel no había informado al personal del depósito de que hubieran identificado el cadáver. Otro trabajito para Logan, pues. Descorrió el pestillo del cajón y lo abrió. Tendido en la superficie plana de acero del cajón había un hombre blanco, corpulento, envuelto en una bolsa blanca para cadáveres. Logan apretó los dientes y bajó la cremallera.

La cabeza y los hombros que se asomaron por la abertura eran los mismos que aparecían en la foto que había en la pared del centro de coordinación de Logan. Sin embargo, la versión real era más arrugada, como si alguien le hubiera despegado el rostro de la parte superior de la cabeza para que pudieran abrirle el cráneo con una sierra para huesos y extraerle el cerebro. La piel ofrecía un aspecto céreo y macilento, salvo algunas zonas donde la sangre se le había encharcado y coagulado después de la muerte, creando unos cardenales de color morado. Tenía otra magulladura en la sien izquierda. Cuando la había visto en la foto, Logan había pensado que se trataba de una sombra.

Y eso que todavía no había llegado al principal atractivo.

Bajó la cremallera hasta los pies, dejando al descubierto un cuerpo desnudo al que ya se le había pasado el arroz incluso cuando estaba vivo. Según sus colegas de Lothian and Borders, Geordie había sido un fanático del ejercicio físico en su juventud, un hombre que se preocupaba mucho por su aspecto. El hombre que yacía encima de la plancha de acero tenía la típica panza de bebedor de cerveza, y sus gruesos brazos y antebrazos tenían más grasa que músculo. Incluso sin la palidez que le había proporcionado la muerte, el color natural de Geordie era de un blanco más bien lechoso. Piel anémica, llena de lunares y un sarpullido rosáceo apenas perceptible.

Y claro, le faltaban las rótulas. Sus dos piernas peludas presentaban agujeros irregulares donde una persona normal suele guardar las rodillas. La carne alrededor de ambas articulaciones estaba destrozada y desgajada y a través del desbarajuste de tejidos lacerados se asomaban pedazos amarillentos de hueso. Quienquiera que fuera el autor de aquello no había puesto ningún esmero en la operación. Mejor dicho, era obra de un cirujano aficionado movido más por el entusiasmo que por la pericia.

Logan apartó la mirada del desorden sangriento y siguió examinando el resto del cadáver. Ambos tobillos presentaban claras marcas de ligadura. Y las muñecas también. Moratones inflamados, piel desgarrada. Señales de haberse producido un forcejeo. Logan se estremeció. Por lo visto, Geordie había estado ligado y despierto mientras uno de los hermanos McLeod le cercenaba las rótulas. Machetazo a machetazo. Y Geordie Stephenson era una mole. La resistencia que opuso no debió ser poca. De modo que tuvieron que ser los dos hermanos: Colin y Simon. Uno que lo sujetaba mientras el otro manejaba el machete.

Logan se fijó en otras marcas también. Contusiones, arañazos, señales de haber pasado toda una noche haciendo la plancha en el agua del puerto. Algo que parecía una dentellada.

Logan todavía no había leído el informe de la autopsia, pero sabía identificar una dentellada cuando la veía. Se agachó al lado del cadáver y escudriñó la herida. Una serie de verdugones morados en la piel blanca. Un poco irregular, como si faltasen algunos dientes. Nunca se hubiera imaginado que a los McLeod les fuera lo de morder a sus víctimas. Al menos Simon. ¿Y Colin? Bueno, siempre se le había antojado que al chico le faltaba un tornillo, desde el día en que clavó un gato vivo en una de las rejas que rodeaban el parque de Union Terrace hasta el día en que lo pillaron cagando en la lápida de su abuela. O sea, estaba como una cabra. Además, le faltaban unos cuantos dientes debido a una pelea en un local de karaoke. Pediría al equipo forense que le sacaran un molde, a ver si correspondía con el historial dental de Colin McLeod.

De repente se abrió la puerta de un golpe detrás de él y se levantó para ver a Isobel hablando animadamente con su ayudante, Brian, que terminó diciendo algo con un gesto amplio y exagerado de las manos. Isobel echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada.

«Ay, Brian. ¡Qué gracioso eres con esa melena lacia de niña y ese narigón!». ¿Era Brian el machote que había mencionado la inspectora Steel? Aunque tuviera el estómago lleno de puntos, seguro que al mamarracho ese lo molería a palos en menos de dos minutos. A ver quién era el más machote de los dos.

Isobel dejó de reírse en cuanto lo vio ahí de pie al lado del cadáver de Geordie Stephenson.

—¿Hola? —dijo, ruborizándose ligeramente.

—Ya disponemos de la identidad de este caballero —dijo Logan, con más frialdad incluso que la temperatura corporal de Geordie.

—Ah, muy bien…

Miró a Logan, luego al cadáver tendido en la tabla, y finalmente a su ayudante, haciendo un gesto con la mano.

—De acuerdo —continuó—. Estoy segura de que Brian podrá ayudarte con lo que necesites.

Y con una sonrisa quebradiza, desapareció otra vez por la puerta.

Brian tomó nota de la información que le dio Logan, apuntándolo todo en una libretita. A Logan no le resultó nada fácil dirigirse a él en tono educado y regular. ¿Ese mierdoso era el cabrón que se estaba tirando a Isobel? ¿También maullaba como una gatita para él?

Brian marcó el último punto y final con ostentación y guardó la libreta en el bolsillo de la chaqueta.

—Espere —dijo—. Antes de que se vaya, tengo algo para usted…

Logan de repente tuvo la corazonada de que iba a sacar unas braguitas de Isobel del bolsillo. Sin embargo, Brian cruzó la sala y cogió un sobre grande de papel manila de la bandeja de correo interno.

—Los resultados de los análisis de sangre de su niña desconocida de cuatro años. Creo que le van a resultar muy interesantes.

Le entregó el sobre y volvió junto al cadáver de Geordie donde cerró la bolsa para cadáveres y lo guardó de nuevo en el cajón mientras Logan hojeaba el informe.

Brian no lo había engañado. Era muy interesante.

En la cafetería, a la hora de almorzar, el único tema de conversación era: ¿iban a despedir al inspector Insch? Logan comió en silencio, en una mesa lo más alejada posible de los demás. La lasaña le supo a papel de periódico mojado.

De repente se hizo el silencio en el comedor entero y Logan levantó la mirada. El inspector Insch se había acercado al mostrador para pedir lo mismo de siempre: caldo escocés, macarrones con salsa bechamel acompañado de patatas fritas y de postre, bizcocho de mermelada con natillas.

—¡La virgen! —dijo Logan—. Que se siente en otra mesa, por favor.

Sin embargo, Insch echó un vistazo a la cafetería, vio a Logan y se dirigió derecho a su mesa.

—Buenas tardes, señor —lo saludó Logan, apartando el plato en el que todavía quedaba la mitad de la lasaña.

Para su gran alivio, el inspector le contestó con una especie de gruñido y se centró en el caldo. Y cuando hubo terminado, se abalanzó sobre los macarrones y las patatas fritas tras cubrir la pasta de pimienta negra e inundar las patatas de vinagre y sal.

Ñam, ñam, ñam.

Logan se sentía idiota, sentado ahí mirando cómo comía el inspector, así que cogió el tenedor y se puso a juguetear con la lasaña, desmontando cada una de las capas hasta crear una montaña de papilla homogénea.

—Me han dado el informe de los análisis de sangre de la niña muerta —dijo finalmente—. La habían atiborrado de analgésicos. Temazepam, sobre todo. —Insch arqueó las cejas y se lo quedó mirando fijamente—. Eso no fue lo que la mató. No fue una sobredosis, ni nada por el estilo, pero según parece, llevaba tiempo tomándolos. Los del laboratorio creen que le daban lo justo para que se pasara el día zombi. Dócil.

Insch se metió la última cucharada de macarrones en la boca y cogió una patata para limpiar los restos de vinagre y salsa bechamel del plato. Masticó con aire pensativo.

—Curioso —concluyó finalmente—. ¿Algo más?

—En algún momento de su vida padeció tuberculosis.

—Con eso sí que vamos a poder hacer algo.

Insch apiló el plato de la pasta encima del plato de la sopa y deslizó el postre hacia él.

—Ya no quedan tantos lugares en este país donde uno pueda contagiarse de tuberculosis —observó—. Llame a los de sanidad. Se trata de una enfermedad de declaración obligatoria. Si la chica se infectó, aparecerá en la lista —dijo con una sonrisa, preparando una cucharada de bizcocho y natillas—. Ya era hora de que la suerte estuviera de nuestro lado, hostia.

Logan optó por callar.